domingo, 27 de diciembre de 2015

DOS ARGENTINAS IRRECONCILIABLES*

Por: Federico Ibarguren

La Argentina, cabeza del ex Virreynato del Rio de La Plata, estuvo siempre virtualmente dividida en lo interno. Por desgracia. Históricamente dividida, mucho antes de la llamada revolución de Mayo de 1810, según es fácil comprobarlo. Desde el comienzo de nuestra historia como pueblo civilizado nos aqueja esa lucha entre dos tendencias antagónicas.

En efecto: en el periodo anterior a la independencia, esa pugna incruenta se concreta muchas veces a raíz de dos factores que configuran una verdadera constante histórica nacional. O sea el factor ideológico (o cultural controvertido) y el factor económico (o de intereses regionales encontrados). Ambos aparecen chocando casi incompatibles ya en las jornadas anteriores a 1810 entre porteños y provincianos: los primeros con ideas absorbentes en lo político (despotismo ilustrado, desde Buenos Aires con respecto a los pueblos del interior); y los segundos, apegados a sus viejos Cabildos y resistiendo esa presión totalitaria, fieles durante mucho tiempo a su católica formación cultural jesuítica. Los porteños: fisiócratas en economía (Quesnay y Adan Smith fueron sus mentores teóricos); y los provincianos: proteccionistas a muerte, defendiendo (a lo Hernandarias) su antiguo sistema de vida en cada una de sus localidades de tierra adentro.

Y bien, después de 1810, la tensión entre porteños y provincianos -morenistas y saavedristas se les llamaba entonces- se complica en el litoral rioplatense con la llegada del ultimo virrey, don Francisco de Elio, en 1811, sucesor fallido de Baltasar Hidalgo de Cisneros. Ello provoca en la provincia Oriental del Uruguay el levantamiento en masa de las campañas en defensa de su tierra invadida por los ejércitos portugueses, aliados del Virrey Elio (con el aval de Inglaterra) y previa resignación –después de la derrota de Huaqui- del Primer Triunvirato porteño, rendido al enemigo.

Aparece entonces como caudillo máximo, el coronel de Blandengues, José Gervasio Artigas, quien sería honrado con el título de “Protector de los Pueblos Libres”, en 1815. Otro genio militar, José de San Martin, llegado de Europa en 1812, se define –contrariando nada menos que a Lord Strangford- al derribar con sus granaderos a las contemporizadoras autoridades de nuestro Primer Triunvirato, cuyo principal secretario antinacional fue Bernardino Rivadavia (el 8 de octubre de 1812). El mismo Rivadavia que posteriormente, en 1822, siendo ministro de Martin Rodriguez, intentó nacionalizar masónicamente a la Iglesia Católica en Buenos Aires, complaciendo así al capitalismo inglés. Pero el país continuaría cada vez más dividido por dentro. Revolucionariamente dividido entre cipayos liberales y católicos leales.

A partir de 1814, luego de la vuelta al trono en España de Fernando VII, el bando patriota, irreconciliablemente partido en dos, fractúrase en monarquistas y republicanos (en Directoriales, a la europea, y Federales rosistas, por la otra).

En la conocida carta de San Martin a O´Higgins del año 1829, le declara el Libertador a su amigo chileno las siguientes verdades políticas de aquella época (que hoy se repiten aquí, casi con la tremenda violencia de ayer): “Las agitaciones consecuentes a diecinueve años de ensayos en busca de una libertad que no ha existido, y más que todo, la difícil posición en que se halla en el día Buenos Aires, hacen clamar a lo general de los hombres, que ven sus fortunas al borde del precipicio y su futura suerte cubierta de una funesta incertidumbre, no por un cambio en los principios que nos rigen, sino por un gobierno riguroso, en una palabra, militar, porque el que se ahoga no repara en lo que se agarra. Igualmente, convienen en esto ambos partidos, que para que el país pueda existir es de absoluta necesidad que uno de los dos desaparezca. Al efecto se trata de buscar un salvador que reuniendo el prestigio de la victoria, la opinión del resto de las provincias, y más que todo un brazo vigoroso, salve a la Patria de los males que la amenazan. La opinión, o mejor dicho, la necesidad, presenta este candidato: él es el general San Martín… (propuesta, como se sabe, del general unitario Lavalle después de haber derrocado al gobernador Dorrego el 1° de diciembre de 1829) …Por otra parte, después del carácter sanguinario con que se han pronunciado los partidos contendientes, (se refiere aquí San Martín al fusilamiento de Dorrego que acaba de producirse en Buenos Aires)  ¿me sería permitido, por el que quedase vencedor,  una clemencia que no sólo está en mis principios, sino que es del interés del país y de nuestra opinión con los gobiernos extranjeros, o me vería precisado a ser el agente de pasiones exaltadas que no consulten otro principio que el de la venganza? Mi amigo, es necesario que le hable la verdad: la situación de este país es tal que al hombre que lo mande no le queda otra alternativa que la de someterse a una facción o dejar de ser hombre público; este último partido es el que yo adopto.”

Y así comenzó necesariamente (según lo vio el propio San Martín) la Dictadura Restauradora Tradicionalista de Juan Manuel de Rosas.


*Publicado en Patria Argentina N° 10, Agosto de 1987.

miércoles, 16 de diciembre de 2015

LOS ENEMIGOS DE LA "NACIÓN CATÓLICA": SANATEANDO

Enrique Díaz Araujo dedica un trabajo a David Rock, a quien describe como enemigo de su objeto de estudio, esto es del Nacionalismo Argentino. Creo que la calificación es perfectamente aplicable al personaje del que me quiero ocupar en esta ocasión: Loris Zanatta, que también tiene una serie de obras destinadas al nacionalismo argentino, y en particular al objetivo central del mismo que es restaurar la Patria en Cristo . Don Zanatta viene a advertirnos que todo eso de creer que la Argentina es de Cristo no es más que un mito, y que encima es la causa principal de todos los males que nos han agobiado a lo largo del siglo XX. Frente a tan gran mal, Loris nos ofrece crear una República secular, pluralista y democrática. O sea, el gran proyecto alfoncínico. Y todos felices.

A propósito de la elección del Papa argentino don Loris volvió a las andadas. Esto es a las sanatas. Y ha publicado un libro que ha denominado “La larga agonía de la Nación católica. Iglesia y dictadura en la Argentina”. Y vuelve sobre el argumento remanido: la Argentina en el siglo XX, en particular desde los años 30, ha sido víctima de un “Mito” que le ha costado ríos de sangre. De este mito, que se expresó a partir de los orígenes del nacionalismo, todos se han querido apropiar. En los 40, el Peronismo. En el 55, quienes derrocaron al Peronismo. Ya en los 60, y principios de los 70, los grupos insurgentes hicieron su apropiación del mito, refundándolo en los principios del tercermundismo. Con el Peronismo nuevamente en el poder, los dos bandos del Movimiento se enfrentaban como intérpretes de esa “visión totalitaria” de la “Nación católica”, la cual no daba margen para la pluralidad y la secularidad. Afianzada el ala “derecha” del Movimiento, los violentos sectores de esa línea recibieron un fuerte influjo del Nacionalismo. Pero el colmo de los males, no podía ser de otro modo, llegó cuando las FFAA se hicieron con el poder imponiendo el terror desde el Estado. La “mayor masacre” del siglo XX fue perpetrada en nombre del “Mito de la Nación Católica” .

Intentemos a continuación responder escuetamente a algunas de las mentiras contenidas en la obra en cuestión. En primer lugar, que la Argentina es católica no es un mito. Aquello que fue afirmado por los obispos argentinos en el año 1959 –“Católico es el origen, la raíz y la esencia del ser argentino” -, fue mostrado con abundancia de documentación en obras como la del eminente Vicente Sierra “Así se hizo América”, y en la del erudito y ejemplar sacerdote Cayetano Bruno “La Argentina nació católica”, por citar sólo dos obras relevantes; y expuesto con profundidad metafísica por el mártir Jordán Bruno Genta en “Guerra Contrarrevolucionaria”. En realidad podríamos citar a la mayoría de los grandes maestros del auténtico Revisionismo argentino. Pero como esto se trata de un artículo, para muestra basta un botón.

La segunda mentira comprendida en la obra “sanatiana”, es que la lucha por la ciudad católica ha sido la causa de la sangre que corrió en Argentina. Si hubiera continuado el proyecto liberal, secular y pluralista anterior a los años 30 nos habríamos ahorrado multitud de males, nos dice don Zanatta. La verdad es muy opuesta a esto que plantea Loris. La violencia la impuso la generación liberal que arrasó a sangre y fuego con la Argentina criolla, después de1852 primero; y, en particular, a partir de 1862. También fue violencia, sobre todo de tipo espiritual, la que ejerció la generación “ochentosa” cuando impuso el laicismo en la escuela y en la familia, desvirtuando por la fuerza dos pilares fundamentales de la catolicidad argentina. Y nuevamente fueron los liberales los que usaron de la violencia en 1956 procurando afianzar crudelísimamente la “libertad” conquistada un año antes. Y los responsables de la sangre derramada en los 60 y 70 no fueron nacionalistas católicos –que fueron sus víctimas -, sino la izquierda marxista, es cierto que infiltrada en algunos sectores católicos, pero fue en nombre de la “Patria Socialista” que mataron, y no de la Patria Católica. A partir de1976 –en realidad desde un poco antes-, el Proceso militar aplicó una metodología de guerra antisubversiva cuestionada desde el principio por el Nacionalismo.

Zanatta, por favor déjese de sanatear. Los males de la Argentina, y de la Civilización Occidental en general, no vienen de la adhesión a Cristo, sino de la apostasía.


                                                                                   Lic. Javier Ruffino

miércoles, 9 de diciembre de 2015

Alberto Ezcurra Medrano: notas de un verdadero revisionista

Ante la insoportable vigencia de esa adulteración del verdadero revisionismo histórico, que con justicia llamamos pseudorevisionismo, no está de más recordar, de tanto en tanto, a los auténticos representantes de aquella notable corriente historiográfica.

Uno de ellos –como es sabido- fue don Alberto Ezcurra Medrano; historiador que marcó el rumbo y el perfil del verdadero revisionismo.

Mucho es lo que se podría decir de él. Por lo pronto, en una breve y acotada semblanza, digamos que fue uno de los precursores de esta escuela de pensamiento que se propuso rescatar nuestra identidad hispano-católica, refutando los mitos más difundidos de la historia oficial y sacando a la luz aquello que los historiadores liberales habían ocultado de nuestro pretérito patrio.

En efecto, Ezcurra Medrano inició su labor allá por 1929, en las páginas de los periódicos El Baluarte y La Nueva República, cuando tenía tan solo unos 20 años de edad. Posteriormente colaboró en numerosas publicaciones nacionalistas, como ser las revista Crisol y Nueva Política; pero sobretodo se destacó por sus extraordinarios artículos publicados en la revista del Instituto de Investigaciones históricas Juan Manuel de Rosas, entre los años 1939 y 1961, es decir en lo que fue el primer periodo, y el mejor, de este notable instituto que nucleó a los más granado del revisionismo argentino.

De esa etapa son artículos memorables como “Rosas en los altares”, “La convención Mackau-Arana”, “Como se escribió la historia”, y “La vuelta de Obligado”; en todos ellos se encuentran bien claras las características que lo distinguen como historiador revisionista.

También en esta época escribió sus obras históricas de mayor envergadura, “Las otras tablas de sangre” (de 1934) y “Sarmiento masón” (de 1952), libros que se convirtieron en verdaderos clásicos de nuestra historiografía.

A modo de ejemplo de la valía de los trabajos que publicó en la revista del Instituto podemos tomar un artículo que vio la luz en enero de 1939, en el N° 1 de la mencionada publicación y que lleva por título “El centenario del asesinato del general Alejandro Heredia”.

Este ensayo es claramente demostrativos de la seriedad y sencillez con la que Ezcurra Medrano enfocaba y presentaba al público sus aportes. Sin alardes cientificistas o de erudición, ni pretensiones académicas; pero innegablemente científicos y con una clara comprensión del presente y del pasado del país.

Las notas que lo pintan por entero, las principales características que definen a don Alberto Ezcurra Medrano como historiador, están presente aquí.

A modo meramente enunciativo podemos enumera algunas: en primer lugar nuestro autor es un desmistificador de los dogmas supuestamente indiscutibles de la historia oficial; en segundo lugar, es un develador de aquellos hechos que han sido soslayados o tergiversados por los historiadores liberales; y en tercer lugar es un hermeneuta justiciero pero humilde pues no pretende imponer su interpretación como si fuera una verdad inconcusa al modo de los escribas de la historia oficial.

En efecto, atento a que la historia oficial no solo montó una leyenda negra respecto a épocas y personajes históricos, sino que en contrapartida edificó un panteón de héroes y mártires inmaculados; nuestro autor –al igual que todos los revisionistas- se vio en la obligación de mostrar a los supuestos héroes de la historia oficial, tal como en realidad fueron.

Y así, en el artículo que rápidamente revisamos nos encontramos con la figura de Marcos Avellaneda a quien el liberalismo nos presentó como un arquetipo de patriota, injusta y cruelmente asesinado. Frente a esto Ezcurra Medrano pone en el tapete documentos irrefutables que destruyen esa imagen sin macula alguna y que aportan indicios vehemente de su participación en la conjura para asesinar al gobernador legítimo de Tucumán, el noble y valiente caudillo federal Alejandro Heredia. He ahí entonces nuestro historiador en su papel de desmitificador y develador de la verdad oculta.

La tercera virtud encontrada en el artículo que analizamos, la del hermeneuta sencillo y humilde, se hace patente cuando, luego de presentar los hechos, invita al lector a sacar sus propias conclusiones sin exigir que las suyas se erijan un “veredicto inapelable de la historia”, tal como lo hacían los liberales con las suyas.

Finalmente demás está decir que estas características que aquí hemos enunciado de don Alberto Ezcurra Medrano tienen su hontanar, su origen y su explicación en una virtud de este autor, que es común a todos los verdaderos revisionistas, cual es la de profesar un cristiano e insobornable amor a la Patria, unido a un afán por conocer la verdad histórica más allá de toda ideología.

                                                                                         Edgardo Atilio Moreno

domingo, 15 de noviembre de 2015

San Martín y Rosas*

Por: Ramon Doll

Hace algunos años las nuevas generaciones iniciaron un pro­ceso de revisión de la Historia oficial que ya ha triunfado, lle­gando a la sentencia definitiva. Ese proceso fue tanto más no­table cuanto que teníamos radicalmente en contra el Régimen vigente. El silencio de los grandes diarios que cuidan sus muer­tos no solo porque son de la familia, sino porque dan de comer; el odio de ridículos Ministros de Instrucción Pública y no menos ridículos Ministros del Interior; el desahucio de maestros y pro­fesores patriotas porque enseñaron desde sus cátedras que Rosas era una figura de prócer, a cuyo lado los enlevitados civilistas de la Organización eran apenas unos pendolistas escribaniles; el complot de cierta oligarquía que dice pertenecer a una alta so­ciedad de discutibles pergaminos, que se oponía a la vindicación del “tirano” porque podía suceder que, hurgando en el pasado, los antecesores de esa plebe enriquecida hubieran sido caballeri­zos o lustrabotas del Dictador; la rabia de cierta clase intelec­tual aburguesada, conservadora, anquilosada y sin ninguna in­quietud crítica, a quienes esta revisión los obligaba a algo, cuan­do menos a contestar; el desbaratamiento de las literaturas ar­gentinas oficiales, de cincuenta años de editoriales flatulentos, de la rutina académica; todo eso y mucho más no pudo nada contra el empuje de la verdad y de la justicia.

Rosas había sido arrojado al osario de los héroes ignorados, porque su recuerdo ofende al espíritu colonial, a ese tremendo servilismo colonial en que yacen los argentinos. No nos referi­mos a nada económico; la colonia económica puede ser un bien,puede ser una etapa necesaria de la independencia real. Lo terrible, lo tremendo es el colonialismo intelectual, psicológico y patético. Un colonialismo intelectual que desemboca en esa triste cosa: el agnosticismo político, mejor dicho, la atrofia del sentido nacional, con el que se percibe la política interna y exter­na. He aquí la cruel verdad.

No tenernos política interna, ni externa; no podemos tenerla. Era sangriento lo que hacía una vez Maurras con un libro suyo, y era colocar como clave de ese libro (trataba de política inter­nacional) una frase arrancada a M. Bergeret, el desengañado “alter ego” de Anatole France: “Usted sabe que no podemos tener política internacional…”. Otra cosa quería decir el inter­locutor de Bergeret, pero Maurras señalaba, esa ausencia, esa mutilación de un órgano de la vida de relación francesa, como una de las calamidades que pueden ocurrirle a un país.

Y bien; nosotros los argentinos no tenemos, no podemos tener política interna, ni exterior, porque estamos mutilados en el ór­gano o aparato sensorial donde residen las percepciones de esas realidades. Son ciento treinta y tres años, en los cuales las metrópolis pensaron, percibieron, reaccionaron, actuaron por nosotros; y el órgano se atrofió.

En tal anuencia, Rosas es un remordimiento; el complejo co­lonial aflora humillador a la conciencia y nos hiere con su ver­dad espantosa. La estructura oficial se ofende: las nuevas gene­raciones, aun asimismo humilladas y ofendidas rompieron la censura y contra el anquilosamiento colonial e intelectual argen­tino impusieron a Rosas en todas partesdonde tiene intereses y en ninguna donde la vida nacional no existe, ni se conecta con la inteligencia, como las Academias de Historia, en su mayor parte paniaguados y adulones de algunas familias que pesan to­davía porque tienen algún poder. Dentro de diez años, cuando quieran rendir el homenaje máximo a la jornada luctuosa de Caseros, las nuevas generaciones serán las que dominen al país. Auguramos una nueva jornada fría, ridícula, con alguna digre­sión histórica pesada e indigesta, con repeticiones insulsas de los maestros de escuela. Todo lo que viva, todo lo que cuente algo en el país, no considerará el centenario de Caseros sino como una ceremonia oficial tan aburrida como las demás.

En tal obra de vindicación justiciera, Don Ricardo Font Ezcurra tiene una significación sobresaliente. Hace algunos años logramos corporizar un pequeño instituto de estudios rosistas que ha llegado a ser la anti-Academia—el Instituto de Investi­gaciones Históricas “Juan Manuel de Rosas”—. En esa misma época el doctor Font Ezcurra hizo su aparición en el mundo in­telectual con un sólido, fornido e inexpugnable tanque de verdades de a puño, contra aquellos famosos unitarios a los que Ricardo Rojas los describe con las tintas que se usan para evocar las figuras sacrosantas. Peregrinos de la libertad, soñadores de la patria, proscritos enfebrecidos de santo odio contra los tira­nos, así aparecen con sus frentes pálidas, enamorados de Elvira, ardiendo en sus ojos el fuego de una pasión inextinguible; así aparecen en una iconografía al uso, vestidos con toda la ropave­jería de un romanticismo averiado y trasegado. Pero ¿qué fue­ron? ¿Qué hicieron? ¿Qué ambicionaron en realidad? Lo que Don Ricardo Font Ezcurra mostró a las generaciones atónitas diciéndoles como en el gran mandato: “Tomad, leed.” ¿Qué fueron? ¿Qué hicieron? Aventureros, intrigantes, espiones, soplones de embajada, anduvieron lamiendo las alfombras diplo­máticas en Chile, en Brasil, en Londres, en Francia, para que las fuerzas armadas extranjeras invadieran el territorio argentino, recibiendo en cambio el pago traidor de enormes zonas de la República.

Con ese testimonio fundado en documentos emanados de los mismos traidores, el publicista sagaz y pacienzudo que es Font Ezcurra construyó su libro La Unidad Nacional. Millares de ejemplares fueron vendidos, y sus ediciones agotadas revelan que Font Ezcurra había entrado por la puerta ancha, y no por la ventana, al recinto de los verdaderos historiógrafos. Lo había hecho con pasión de justicia. Había hurgado documentos con pasión de patria, no como mero ratón de biblioteca que se pre­ocupa en saber bajo qué gomero tomaba mate el General Lavalle. No era un prurito libresco. Era la necesidad de desenmas­carar a los histriones que ni pasaron sed, ni pasaron hambre, ni anduvieron peregrinos por ningún lado, ni siquiera se molesta­ron en esperar a que los desterraran, sino que algunos se deste­rraron solos cuando vieron que se medraba mejor en otra parte. Ahí está el libro de Font Ezcurra. Ahí están los documentos.

¿Quién hizo la unidad nacional? ¿Sarmiento, que promovía la infiltración chilenista en Cuyo? ¿Mitre, que como Sarmiento quería ceder la Patagonia a Chile? ¿O Rosas, que hacía frente a dos flotas armadas en Obligado, en Quebracho, en Ramallo?

Nadie contestó el libro de Font Ezcurra. Los plumíferos asueldo de las ediciones dominicales no se atrevieron a refutar nada. El libro está ahí, sin embargo. Los documentos también. Lo único que falta es, de parte de nuestros adversarios, verdadera dignidad intelectual para enfrentarse con ideas nuevas que pronto serán del siglo.

Las relaciones entre San Martín y Rosas han sido cuidadosa­mente soslayadas por nuestros liberales. Conviene decir que es necesario, de una vez por todas, hacer algún día la revisión his­tórica de la bibliografía sanmartiniana. Un escritor y publicista español, residente entre nosotros, Don Augusto Barcia Trelles, está reajustando con rigor lógico todas esas fallas, lagunas o des­cuidos deliberados de nuestros Mitre, Rojas y Otero. Y aun siendo dicho escritor Barcia Trelles liberal definido, tiene mu­cha más honradez que los nuestros. Debemos decirlo porque somos amigos antes que de nuestros mismos amigos, de la ver­dad, según el proverbio socorrido.

Tanto a San Martín como a Bolívar se los presenta como especie de demo-liberales antecesores de toda la guacamayería hispano-americana, que ha hecho de estas naciones una loca zara­banda de oradores y demagogos. Mentira, solemne mentira. Bo­lívar es partidario de gobiernos estables, toma del Abate Sieyès sus modelos constitucionales con presidente vitalicio y senados hereditarios; condena en el Congreso de Angostura el desenfre­no de las masas y abomina del demagogo Páez como del oligarca Santander. Muere declarando que estos países serán víctimas de las siete cabezas de la hidra jacobina. San Martín no tiene acaso la misma vocación política, pero la entiende, como que su genio no es el de un especialista en batallas. Ocurre, al promediar su vida, un hecho muy grave, que en San Martín deja huella pro­funda. Presencia San Martín, allá por el año 1808, en Sevilla, la muerte inicua del General Solano, por las turbas enloquecidas y maniobradas por agentes provocadores. Esa inmolación, a to­das luces injusta, causó a San Martín tan hondísima impresión —dice Barcia Trelles, liberal, y por lo tanto insospechable en este caso— que en lo sucesivo desconfió siempre de los movi­mientos demagógicos y de los procedimientos basados en el desempeño de las multitudes.

Nuestros liberales se encargaron de subestimar la impresión que en San Martín produjo la inmolación del General Solano, víctima de la brutalidad y de la incomprensión popular, acicateado el pueblo por los demagogos. San Martín admiraba y quería entrañablemente al General Solano, hombre culto, afrancesado tal vez, pero no traidor como lo creyó el pueblo sevillano.

Estas son también las mismas razones por las cuales apenas se han hecho conocer las relaciones entre San Martín y Rosas. Don Ricardo Font Ezcurra nos presenta agotada esa correspondencia, donde se transparenta el respeto y la consideración que el Libertador le guardó al Restaurador. Cuando San Martín tiene cono­cimiento de que la Argentina está bloqueada por la flota fran­cesa de Le Blanc, ofrece sus servicios. El General Rosas los agra­dece, acaso por una razón diplomática; no conviene por el momento abultar ante el mismo gobierno de Luis Felipe la signi­ficación de la guerra, mientras los franceses mismos no se encar­guen de magnificarla con hechos. Luego San Martín, designado embajador en Lima, declina el honroso ofrecimiento y en todo momento el Encargado de las Relaciones Exteriores de la Con­federación guarda al Héroe el máximo de consideraciones y éste le retribuye con el mismo respeto y admiración.

San Martín rebosa amargura contra aquella gente “cuya in­fernal conducta” ya había anatematizado, es decir: los rivadavianos, los hombres civiles que—según una de las cartas que el lector conocerá— llevaban la bajeza de sus procedimientos a so­bornarle a San Martín sus sirvientes para que hicieran de soplo­nes. ¡He aquí calificados los funestos señores de las logias, con­tra quienes Rosas debió luchar toda su vida!

Aquí tienen las palabras documentadas del Gran Capitán; aquí tienen todas las pruebas y la definitiva, la que un hombre provee cuando se halla cerca de la sepultura, es decir: el testamento, en el que le lega su sable a Juan Manuel de Rosas, en atención al patriotismo y la energía que ha desplegado el Ilustre Restaura­dor de las Leyes.

Don Ricardo Font Ezcurra comenta con gran oportunidad esta correspondencia de uno y otro lado intercambiada. Refuta juicios interesados respecto a ciertas actitudes de Rosas e infa­mias extendidas sobre la pretendida declinación de San Martín cuando redactara el legado del sable que lo acompañara en su gloriosa existencia.


Nuevamente acredita aquí el Dr. Font Ezcurra sus condicio­nes de publicista documentado y parsimonioso en el ajuste de datos y en la comprobación inobjetable de los hechos. Al mis­mo tiempo, la investigación sirve a un concepto central, como debe servir siempre la historia que no es mero pasatiempo pa­pelero.


*Prólogo al libro “San Martín y Rosas” del Dr. Ricardo Font Ezcurra. Buenos Aires, 15 de mayo de 1943

viernes, 6 de noviembre de 2015

APERTURA DEL PUERTO DE BUENOS AIRES*

Por: Jose Maria Rosa

Baltasar Hidalgo de Cisneros fue nombrado (11 de febrero de 1809) Virrey por la Junta de Sevilla con posterioridad al tratado que "otorgaba facilidades al comercio inglés". Días después de su llegada a Buenos Aires (30 de julio de 1809) se llena este puerto de buques ingleses, provenientes de Río de Janeiro, que enviaba el embajador inglés en el Brasil -el poderoso Lord Strangford- pues esa plaza estaba tan abastecida de toda clase de géneros, que algunos bastimentos no habían podido evacuar la menor parte de ellos; y se tuvo por positivo de que se habían abierto y franqueado, o iba a verificarse pronto al comercio inglés los puertos españoles" (21). Una razón comercial inglesa, Dillon y Thwaites, consignataria de uno de estos navíos, pide al Virrey que le permita "por esta vez" comerciar sus productos. He aquí el origen del expediente que dio lugar a la apertura del puerto de Buenos Aires.

El Virrey, marino de profesión, procede como debe hacerlo un capitán de barco en situaciones extraordinarias: llama a consejo de oficiales. Debe descartarse que él conocía los términos del tratado anglo-español, pero dicho tratado sólo establecía la promesa de una "facilidad", que aún no se había traducido en su correspondiente ley. Por eso ordena que se forme expediente: oye al Cabildo, al Consulado, al representante de los comerciantes de Cádiz, y al de los hacendados -la famosa "Representación" de Moreno- concluyendo por otorgar el permiso. Como Virrey carecía de autoridad para no hacer cumplir la ley que prohibía la libre introducción de mercaderías extranjeras: pero no obró como Virrey, sino como marino ante una situación extraordinaria. De esta manera, hallándose documentada la opinión favorable de la mayoría -y desde luego que se habían movido los resortes del Fuerte para lograr esa mayoría-, quedaba cubierto con la responsabilidad de otros, su propósito de hacer cumplir el aún ignorado oficialmente acuerdo con Inglaterra.

En dicho expediente se encuentran tres escritos importantísimos. Son los de Yáñiz, síndico de Consulado, y Agüero, apoderado de los comerciantes gaditanos: ambos favorables al antiguo sistema protector; y el de Mariano Moreno -firmado por un señor José de la Rosa- abogando por el librecambio. El profesor Molinari, en su obra citada, cree que este último no tuvo mayor trascendencia, en cuanto al acto en sí de la apertura del puerto. Desde luego que desde la primera página del expediente puede conocerse el decidido interés del Virrey en hacer lugar al petitorio de Dillon y Thwaites; y también es cierto que ninguno de los considerandos de la resolución definitiva fue tomado de la "Representación de los hacendados".

El debate sobre la conveniencia de la protección o el librecambio, tal cual surge del expediente de 1809, nos deja muchas enseñanzas. Yáñiz y Agüero defendieron con razones de experiencia y de sana lógica a la economía vernácula. Moreno, en la posición contraria, expuso su doctrina con acopio de citas y de erudición. Es la polémica entre comerciantes prácticos que han tomado de la experiencia sus enseñanzas, y un economista teórico, que busca en los libros el conocimiento de la vida. Con la diferencia, fundamental, que los defensores de la posición proteccionista argumentaban con perfecto conocimiento de las condiciones económicas producidas por el industrialismo maquinista; en cambio el liberal ignoraba este detalle, tal vez, por que sus libros de Quesnay y de Filangieri eran anteriores a la "revolución industrial".

Yañiz comprende que la libertad de comercio significaría la ruina de la industria americana, pues la técnica manufacturera no ha de poder luchar contra la mecánica: "Sería temeridad – dice - equilibrar la industria americana con la inglesa; estos audaces maquinistas nos han traído ya ponchos que es un principal ramo de la industria cordobesa y santiagueña, estribos de palo dados vuelta a uso del país, sus lanas y algodones que a más de ser superiores a nuestros pañetes, zapallangos, bayetones y lienzos de Cochamba, los pueden dar más baratos, y por consiguiente arruinar enteramente nuestras fábricas y reducir a la indigencia a una multitud innumerable de hombres y mujeres que se mantienen con sus hilados y tejidos". Y, agrega refutando el sofisma de la mejor conveniencia de los productos extranjeros a causa de su menor precio; "Es un error creer que la baratura sea benéfica a la Patria; no lo es efectivamente cuando procede de la ruina del comercio (industria), y la razón clara: porque cuando no florece ésta, cesan las obras, y en falta de éstas se suspenden los jornales; y por lo mismo, ¿qué se adelantará con que no cueste más que dos lo que antes valía cuatro, si no se gana más que uno?".

Agüero, a su vez, encuentra que la admisión del librecambio ha de producir la desunión del virreinato: "las artes, la industria, y aun la agricultura misma en estos dominios llegarían al último grado de desprecio y abandono; muchas de nuestras provincias se arruinarían necesariamente, resultando acaso de aquí desunión y rivalidad entre ellas". Y con visión profética se pregunta: "¿Qué será de la Provincia de Cochabamba si se abarrotan estas ciudades de toda clase de efectos ingleses?", previendo como lógica consecuencia de la libertad de comercio la segregación del Alto Perú. Y "¿qué será de Córdoba, Santiago del Estero y Salta?", dice más adelante, temiendo las luchas civiles que pudieran encenderse - y efectivamente se encendieron - entre el interior y el litoral, teniendo entre otras causas, ese primordial motivo económico (22).

Agüero examina a conciencia los efectos que produciría el imperialismo económico inglés ante la incipiente industria criolla, una vez que ésta fuera entregada atada de pies y manos al capitalismo invasor. "No dejarán de hacer contratos de picote, bayeta, pañete y frazadas, semejantes y acaso mejores que los que se trabajan en las provincias referidas, por la cuarta parte del precio que en ellas tienen". Es el dumping, recurso conocido de la guerra económica. "Con esto – continúa - lograrán para su comercio la grande ventaja de arruinar para siempre nuestras groseras fábricas, y dar de esta suerte más extensión al consumo de sus manufacturas, que nos darán después al precio que quieran, cuando no tengamos nosotros dónde vestirnos."

Destruye también la falacia de que el libre comercio hará subir de valor la riqueza agropecuaria de Buenos Aires. Su experiencia le ha enseñado que no siempre los precios se rigen por la ley de la oferta y la demanda, y que son muchos los medios de que puede valerse una economía fuerte como lo era la inglesa, para obtener el precio que quisiera en un mercado débil como el Río de la Plata. "Al fin los ingleses nos han de poner la ley, aun en el precio de nuestros frutos. Así ha sucedido no ha muchos días con respecto al sebo, que habiendo subido con la saca que ellos mismos hacían de contrabando, se vinieron todos juntándose en la Posada de los Tres Reyes, e imponiéndose una multa considerable que debía pagar el que comprase a mayor precio del que ellos acordaron." Es el cartel de compradores, estableciendo el precio al cual han de comprar los productos.

¿Y qué contestaba a esos argumentos, Mariano Moreno, en la Representación de los hacendados?, "Los que creen la abundancia de efectos extranjeros como un mal para el país ignoran seguramente los primeros principios de la economía de los Estados", contesta con la suficiencia de un hombre versado en la literatura del siglo XVIII.

Es el Moreno de entonces: hombre de biblioteca, desconocedor de la realidad. Se encastilla en su ciencia, y a las razones prácticas de Yáñiz y de Agüero, contesta con una andanada de libros: Quesnay, la "fisiocracia", Fitangieri, Jovellanos, Adam Smith. A hombres, como Agüero y Yáñiz, que basaban sus argumentos en la realidad económica inglesa, en la revolución industrial británica, en la máquina, en el dumping, el cartel, ha de contestar tan sólo que todo eso "es risible", que Filangieri nada ha dicho de eso, que es "ignorar la ciencia", que el precio, como lo dice Adam Smith, se regula exclusivamente por la ley de la oferta y la demanda, que los fisiócratas han dicho que "cuando es rico el agricultor, lo es también el artista que lo, viste, el que fabrica sus casas, construye sus muebles, etc.". E imbuido de sus conocimientos librescos, llega a decir que la introducción de mercaderías inglesas, en lugar de significar un mal para los industriales criollos, ha de reportarles un gran bien, pues les permitiría imitar la producción británica. Es decir, cree que juntamente con la entrada de los tejidos ingleses, llegarían al país las condiciones técnicas que producían esos tejidos: la máquina, el carbón, el capital, en una palabra, todo el desenvolvimiento industrial sajón. "¡Artesanos de Buenos Aires!-llega a decir- si insisten (Agüero y Yáñiz) en decir que los ingleses traerán muebles hechos, decid que los deseáis para que os sirvan de regla, y adquirir por su imitación la perfección en el arte".

Evidentemente hay demasiada puerilidad en esta falta de diferenciación entre el industrialismo inglés en la etapa de la máquina, y el americano que se desenvolvía todavía en el período del taller. Hay, en realidad, un desconocimiento evidente de todo aquello que no se encuentra en las teorías de los fisiócratas o de Adam Smith; una gran ignorancia de lo que es y cómo funciona la economía capitalista.

Tanto, que llega a afirmar que "las telas de nuestras provincias no decaerán, porque el inglés nunca las proveerá tan baratas, ni tan sólidas como ellas".

EL LIBRECAMBIO

Así, en 1809, seis meses antes del grito de Mayo, el Río de la Plata pasaba a ser virtual colonia económica inglesa.

¿Qué es una colonia económica? Es un "mercado para la venta de mercaderías industriales, que provee a su vez materias primas y víveres", dice una conocida definición. Y a ese estado se encontró reducido el Río de la Plata en 1809, por la obra coordinada de la política inglesa, la guerra de la independencia española, y, si se quiere, de la biblioteca de Mariano Moreno. Atrás de todo ello, estaba la política "imperialista" de Canning y su agente en el Río de la Plata el solícito Mr. Alex Mackinnon, presidente de la Comisión de Comerciantes de Londres en Buenos Aires, y cliente del bufete profesional de Moreno.

Derrotada Inglaterra en 1806 en su política de expansión política, triunfaba tres años después en su expansión económica. Pese a Quesnay, los talleres criollos tuvieron que cerrar, pues no podían resistir la competencia británica. Y como lo había profetizado Agüero, las provincias industriales - el Alto Perú y el Paraguay - recelaron en la Ordenanza un beneficio puro y exclusivo para los extranjeros y los porteños. Tampoco las dos intendencias del Tucumán vieron con agrado una medida que arruinaba sus obrajes de tejidos e hilados y perjudicaba la floreciente industria vinícola de Cuyo.


*En: “Defensa y pérdida de nuestra independencia económica”, quinta edición, cap. 1.

martes, 27 de octubre de 2015

LA LIBERTAD DE COMERCIO Y EL IMPERIALISMO INGLES*

Por José María Rosa

Desde Utrecht en adelante, España comenzó poco a poco la entrega económica de América. Los "asientos de negros" primero; la abolición de los galeones después; el libre comercio con puertos españoles de 1778 (que significó en realidad la libre introducción de productos franceses, bastando que éstos fueran consignados por comerciantes españoles para lograr entrada franca en América); el comercio con neutrales de 1797; y finalmente la apertura del puerto de Buenos  Aires al comercio inglés en 1809, fueron las etapas de esta caída.

Hay que tener presente, para comprender en toda su trascendencia lo que significó este último acto, las condiciones técnicas y económicas de la industria inglesa en ese año 1809.

Hasta mediados del siglo XVIII, los productos americanos podían competir con los fabricados en Inglaterra, ya que entre ambos no existía mayor diferencia de coste ni de calidad. Pero en la segunda mitad del XVIII se produce en Inglaterra una formidable transformación en su técnica de elaborar: lo que en la historia europea se llama "revolución industrial". Adviene la máquina, que Jorge Watt y Arkwright emplean en los hilados y tejidos; y la zona carbonífera de Inglaterra se puebla de nuevas ciudades industriales: La gran fábrica reemplaza al modesto taller, y el gran capitalismo substituye, en el manejo de las industrias y del comercio, al pequeño capitalismo y a las viejas corporaciones. Comienza, a partir de la segunda mitad del XVIII, la era de la hegemonía industrial, y como consecuencia mercantil y política británica.

La máquina, permitiendo producir más y a menor precio, ha causado todo eso. Inglaterra, de país preponderantemente agropecuario que era en el siglo XVII, llegó a ser la máxima potencia industrial en el XIX. La máquina produce tanto que supera al consumo; el problema de la superproducción (y sus consecuencias: cierre de fábricas, paros forzosos, quiebras, etc.), se presenta por primera vez en la historia, a lo menos con tan graves caracteres. Se hace necesario, imprescindible, encontrar mercados de consumo; y toda la política inglesa girará alrededor de esta cuestión, para ella absolutamente vital.

Pero en vez de encontrar nuevos mercados, una fatalidad histórica hacía que Inglaterra fuera perdiendo los antiguos. En 1783, se encuentra obligada a reconocer la independencia de los Estados Unidos, nación que inicia su vida independiente, encerrándose dentro de una tarifa aduanera protectora de sus industrias incipientes. Y con Napoleón, en 1805, por obra del "bloqueo continental", se le cierran, a su vez, los puertos de Europa.

Así para Inglaterra, se hizo a partir de 1805 cuestión primordial la conquista política o económica de la América latina. Era entonces el único lugar del mundo donde podía colocarse la producción inglesa. En 1806 y 1807 fracasó en sus intentos de conquista política, pero quedó la posibilidad de la conquista económica.

Esta se hizo factible en 1808, debido al cambio radical de la situación española; desde el 2 de mayo, España se encontraba en guerra contra Napoleón, y por lo tanto, de enemiga que era de los ingleses, se transformó en su aliada. En 1808 obtiene, como premio a su ayuda a Portugal, la libertad de comercio en Brasil.

Inglaterra no ha de arriesgar gratuitamente las tropas de Wellington y la escuadra británica, para defender la Andalucía insurreccionada contra Napoleón. Exige y obtiene Canning que se otorguen amplias facilidades al comercio inglés para volcarse en América latina. En una palabra, exige y obtiene la dependencia económica de América latina a cambio de cooperar en la independencia política de la metrópoli. El 14 de enero de 1809, se firmó el tratado anglo-español (Apodaca-Canning) con la cláusula adicional de "otorgar facilidades al comercio inglés en América". Año y medio antes -el 14 de octubre de 1807- idéntica cláusula había sido colocada en el tratado anglo-portugués.

Estas facilidades no eran otras que la franquicia de libre introducción de mercaderías inglesas, disfrazada desde luego como libertad de comercio.


*En: “Defensa y pérdida de nuestra independencia económica”, quinta edición, cap. 1.

lunes, 19 de octubre de 2015

LA GRANDEZA DE ROSAS

Por: Julio Irazusta

La historiografía de Rosas esta llena de contrasentidos. Hay que examinar algunos para mostrar el sentido de la reivindicación histórica del máximo caudillo de los argentinos. Júzguese su personalidad por los bufones que tuvo, o por sus hábitos gauchescos, o por su literatura. Todos esos aspectos deben considerarse en su historia. Pero específicamente nada tiene que ver con la política, donde se debe radicar el juicio de un estadista. Juzgar a Rosas por aquellos detalles de su vida es como juzgar a Luís XIV por sus queridas entronizadas, o a Isabel de Inglaterra por sus coqueterías, o a Victoria por su germanismo sentimental o a Federico el grande por sus versos.

Igualmente se da excesivo lugar a la moral en la apreciación de la política. Cierto que aquella tiene sobre esta una especie de dominio eminente, y que el político que viola la ley moral es un mal político. Pero, de todos modos, las categorías morales no son específicamente aplicables para juzgar a los estadistas. Por eso jamás se ha examinado como problema fundamental en la historia de estos, si se enriquecieron o si se empobrecieron en el ejercicio de la función pública, etc. Claro está que el político adornado con las virtudes del santo supera a sus congéneres, y que los santos coronados son superiores a los Cesares en una jerarquía total de los valores humanos. Pero no por esto disminuye la grandeza de Cesar en el terreno de su actividad específica. Richelieu no ha sido considerado menos grande por haber acumulado una enorme fortuna en los veinte años de su dictadura, o por haber reprimido con mano de hierro la traición de los nobles francesas que eran instrumentos del rey de España. Y en una época mas próxima a nosotros, Thiers no ha perdido su prestigio de gran liberal del siglo XIX por haber ordenado el fusilamiento de 7.000 prisioneros al sofocar el levantamiento de la Comuna de Paris, en 1781. Así, pues, debe darse carácter subalterno al problema de si Rosas de enriqueció o se empobreció en el gobierno, o si derramó demasiada sangre o solo la necesaria.

Sin embargo, no esta de mas decir que, siendo el hombre mas rico del país antes de subir al gobierno, perdió en él toda su fortuna, habiendo asumido la enorme responsabilidad de gobernar discrecionalmente con plena conciencia de lo que juzgaba; que si fue severo para reprimir la anarquía, esa severidad no se volvió implacable hasta que los alzamientos no se complicaron con la agresión del extranjero enemigo; que si se ha levantado una estadística minuciosa –y exagerada- de sus ejecuciones, se han omitido todos sus actos de clemencia, de los cuales el doctor Ravigniani dio una buena lista en su conferencia de “Amigos del Arte”, sobre Rosas como valor humano; y, por ultimo, que su tranquilidad de conciencia en los años de su dilatada vejez en el destierro se explica porque, si creyó necesaria una severa represión de la anarquía y la traición, jamás provocó deliberadamente el derramamiento de sangre, como lo hizo Bismarck, cuando envió millones de jóvenes a la muerte falsificando un telegrama para provocar la guerra de 1870.

La obra de Rosas es política, y debe ser juzgada políticamente.

Fue el primer organizador de la nación. No la organizó por medio de un congreso constituyente, procedimiento que había fracasado repetidas veces en nuestro país, y que evidentemente no le convenía en aquel momento, sino por el mismo método empírico y tradicional que había presidido la formación de las grandes comunidades nacionales de Europa, como Francia y España, y que presidiría los procesos unificadores de Italia y Alemania inmediatamente después de la caída de Rosas. Ese método consistía en nuclear, alrededor del estado provincial más vigoroso y privilegiado, las provincias pertenecientes a la región unida por lazos geográficos, raciales, históricos y políticos que la destinaban a ser una nación.

Ese método comportaba la suma del poder y la ambición de perpetuarse en el gobierno por lo menos hasta el fin del proceso unificador.

Después de todo lo que se ha visto, aun dentro de las instituciones actuales, realizado por los hombres o los partidos, para conservarse en el gobierno, y no con fines de utilidad general, sino de mero predominio particular, la ambición de Rosas por tomarse todo el tiempo necesario a su magna labor no necesita disculpas, y hasta es admirable.

De otro lado, un gobernante constitucional no podía realizar en nuestro país la tarea de aquel momento. El método deliberativo no nos convenía para constituirnos. La experiencia lo había probado. Y el método empírico, seguido por Rosas, había sido empleado en Europa por países de derecho consuetudinario, como el norte de Francia y el centro de España, para agrupar a los países regionales de derecho escrito, como el sur de la primera, y Cataluña y León de la segunda.

La inconstitución de Buenos Aires, vale decir, la suma del poder, era requisito indispensable de la acción que Rosas se propuso.

Con ella y con el encargo de las Relaciones Exteriores logró extender la autoridad nacional a las provincias, en la justicia, en la policía de seguridad, en la politica religiosa, en el ejercito, etc., etc. Pero su entrometimiento no fue consentido por los gobiernos provinciales sino como necesidad de la situación internacional y como compensación de los beneficios que recibía de aquella autoridad nacional en las leyes aduaneras de Buenos Aires y en el cuidado de las fronteras de cada uno de ellos y de todos. De esos hechos había surgido, al final del periodo, una consuetudo, un derecho político no escrito, que equivalía a un sistema de leyes constitucionales y sobre el que empezó a razonarse como sobre una verdadera constitución. El país había sido organizado de otra manera que por un congreso constituyente.

La política internacional de Rosas, lo más importante de su acción, es difícil de resumir. Pero la falta de espacio obliga a hacerlo.

Unificar el país era el primer artículo de aquella. Pero no en sus actuales fronteras, sino en las del antiguo Virreinato del Río de la Plata, menos las partes a que el país había renunciado solemnemente.
El segundo, hacer respetar la soberanía por todos los Estados, pequeños o grandes, hasta usar la fuerza si era necesario para ello.

El tercero, recibir liberalmente la inmigración extranjera, como convenía a un país escasamente poblado. Pero sustraerla de la influencia de sus países de origen, y nacionalizarla automáticamente al cabo de tres años de residencia.

El cuarto, no celebrar tratados con las grandes potencias, para no darles pretextos de intromisión so capa de proteger a sus connacionales.

Y así de lo demás, en una sucesión de medidas previsoras que seria imposible enumerar someramente.

Los otros aspectos de su acción: el administrador probo e infatigable, el celoso vigilante del bienestar colectivo, el amigo del pueblo, configuran a un gran político. Pero el padre de la patria está en su acción internacional de veinte años, sin la cual no se podría concebir la existencia de la Republica Argentina en su actual contorno territorial, y que lo presenta como a uno de los grandes estadistas de América. Para que esa grandeza se apreciara como es debido solo faltó que la escuela diplomática fundada por él tuviera sus discípulos, mientras sus vencedores estaban empeñados en demoler su obra.


Fuente: “32 escritores con Rosas o contra Rosas”. Editorial Freeland.

domingo, 11 de octubre de 2015

Tres lugares comunes de las leyendas negras

Por Antonio Caponnetto

Introducción

La conmemoración del Quinto Centenario ha vuelto a reavivar, como era previsible, el empecinado odio anticatólico y antihispanista de vieja y conocida data. Y tanto odio alimenta la injuria, ciega a la justicia y obnubila el orden de la razón, según bien lo explicara Santo Tomás en olvidada enseñanza. De resultas, la verdad queda adulterada y oculta, y se expanden con fuerza el resentimiento y la mentira. No es sólo, pues, una insuficiencia histórica o científica la que explica la cantidad de imposturas lanzadas al ruedo. Es un odium fidei alimentado en el rencor ideológico. Un desamor fatal contra todo lo que lleve el signo de la Cruz y de la Espada. Bastaría aceptar y comprender este oculto móvil para desechar, sin más, las falacias que se propagan nuevamente, aquí y allá. Pero un poder inmenso e interesado les ha dado difusión y cabida, y hoy se presentan como argumentos serios de corte académico. No hay nada de eso. Y a poco que se analizan los lugares comunes más repetidos contra la acción de España en América, quedan a la vista su inconsistencia y su debilidad. Veámoslo brevemente en las tres imputaciones infaltables enrostradas por las izquierdas.

El despojo de la tierra

Se dice en primer lugar, que España se apropió de las tierras indígenas en un acto típico de rapacidad imperialista.

Llama la atención que, contraviniendo las tesis leninistas, se haga surgir al Imperialismo a fines del siglo XV. Y sorprende asimismo el celo manifestado en la defensa de la propiedad privada individual. Pero el marxismo nos tiene acostumbrados a estas contradicciones y sobre todo, a su apelación a la conciencia cristiana para obtener solidaridades. Porque, en efecto, sin la apelación a la conciencia cristiana —que entiende la propiedad privada como un derecho inherente de las criaturas, y sólo ante el cual el presunto despojo sería reprobable— ¿a qué viene tanto afán privatista y posesionista? No hay respuesta.
La verdad es que antes de la llegada de los españoles, los indios concretos y singulares no eran dueños de ninguna tierra, sino empleados gratuitos y castigados de un Estado idolatrizado y de unos caciques despóticos tenidos por divinidades supremas. Carentes de cualquier legislación que regulase sus derechos laborales, el abuso y la explotación eran la norma, y el saqueo y el despojo las prácticas habituales. Impuestos, cargas, retribuciones forzadas, exacciones virulentas y pesados tributos, fueron moneda corriente en las relaciones indígenas previas a la llegada de los españoles. El más fuerte sometía al más débil y lo atenazaba con escarmientos y represalias. Ni los más indigentes quedaban exceptuados, y solían llevar como estigmas de su triste condición, mutilaciones evidentes y distintivos oprobiosos. Una "justicia" claramente discriminatoria, distinguía entre pudientes y esclavos en desmedro de los últimos y no son éstos, datos entresacados de las crónicas hispanas, sino de las protestas del mismo Carlos Marx en sus estudios sobre             "Formaciones Económicas Precapitalistas y Acumulación Originaria del Capital". Y de comentaristas insospechados de hispanofilia como Eric Hobsbawn, Roberto Oliveros Maqueo o Pierre Chaunu.
La verdad es también, que los principales dueños de la tierra que encontraron los españoles —mayas, incas y aztecas— lo eran a expensas de otros dueños a quienes habían invadido y desplazado. Y que fue ésta la razón por la que una parte considerable de tribus aborígenes —carios, tlaxaltecas, cempoaltecas, zapotecas, otomíes, cañarís, huancas, etcétera— se aliaron naturalmente con los conquistadores, procurando su protección y el consecuente resarcimiento. Y la verdad, al fin, es que sólo a partir de la Conquista, los indios conocieron el sentido personal de la propiedad privada y la defensa jurídica de sus obligaciones y derechos. Es España la que se plantea la cuestión de los justos títulos, con autoexigencias tan sólidas que ponen en tela de juicio la misma autoridad del Monarca y del Pontífice. Es España -con ese maestro admirable del Derecho de Gentes que se llamó Francisco de Vitoria— la que funda la posesión territorial en las más altos razones de bien común y de concordia social, la que insiste una y otra vez en la protección que se le debe a los nativos en tanto súbditos, la que garantiza y promueve un reparto equitativo de precios, la que atiende sobre abusos y querellas, la que no dudó en sancionar duramente a sus mismos funcionarios descarriados, y la que distinguió entre posesión como hecho y propiedad como derecho, porque sabía que era cosa muy distinta fundar una ciudad en el desierto y hacerla propia, que entrar a saco a un granero particular. Por eso, sólo hubo repartimientos en tierras despobladas y encomiendas "en las heredades de los indios". Porque pese a tantas fábulas indoctas, la encomienda fue la gran institución para la custodia de la propiedad y de los derechos de los nativos. Bien lo ha demostrado hace ya tiempo Silvio Zavala, en un estudio exhaustivo, que no encargó ninguna "internacional reaccionaria", sino la Fundación Judía Guggenheim, con sede en Nueva York. Y bien queda probado en infinidad de documentos que sólo son desconocidos para los artífices de las leyendas negras.
Por la encomienda, el indio poseía tierras particulares y colectivas sin que pudieran arrebatárselas impunemente. Por la encomienda organizaba su propio gobierno local y regional, bajo un régimen de tributos que distinguía ingresos y condiciones, y que no llegaban al Rey —que renunciaba a ellos— sino a los Conquistadores. A quienes no les significó ningún enriquecimiento descontrolado y si en cambio, bastantes dolores de cabeza, como surgen de los testimonios de Antonio de Mendoza o de Cristóbal Alvarez de Carvajal y de innumerables jueces de audiencias. Como bien ha notado el mismo Ramón Carande en "Carlos V y sus banqueros", eran tan férrea la protección a los indios y tan grande la incertidumbre económica para los encomenderos, que América no fue una colonia de repoblación para que todos vinieran a enriquecerse fácilmente. Pues una empresa difícil y esforzada, con luces y sombras, con probos y pícaros, pero con un testimonio que hasta hoy no han podido tumbar las monsergas indigenistas: el de la gratitud de los naturales. Gratitud que quien tenga la honestidad de constatar y de seguir en sus expresiones artísticas, religiosas y culturales, no podrá dejar de reconocer objetivamente No es España la que despoja a los indios de sus tierras. Es España la que les inculca el derecho de propiedad, la que les restituye sus heredades asaltadas por los poderosos y sanguinarios estados tribales, la que los guarda bajo una justicia humana y divina, la que Ios pone en paridad de condiciones con sus propios hijos, e incluso en mejores condiciones que muchos campesinos y proletarios europeos Y esto también ha sido reconocido por historiógrafos no hispanistas. Es España, en definitiva, la que rehabilita la potestad India a sus dominios, y si se estudia el cómo y el cuándo esta potestad se debilita y vulnera, no se encontrará detrás a la conquista ni a la evangelización ni al descubrimiento, sino a las administraciones liberales y masónicas que traicionaron el sentido misional de aquella gesta gloriosa. No se encontrará a los Reyes Católicos, ni a Carlos V, ni a Felipe II. Ni a los conquistadores, ni a los encomenderos, ni a los adelantados, ni a los frailes. Sino a los enmandilados Borbones iluministas y a sus epígonos, que vienen desarraigando a América y reduciéndola a la colonia que no fue nunca en tiempos del Imperio Hispánico.

La sed de Oro

Se dice, en segundo lugar, que la llegada y la presencia hispánica no tuvo otro fin superior al fin económico; concretamente, al propósito de quedarse con Ios metales preciosos americanos. Y aquí el marxismo vuelve a brindarnos otra aporía Porque sí nosotros plantamos la existencia de móviles superiores, somos acusados de angelistas, pero si ellos ven sólo ángeles caídos adoradores de Mammon se escandalizan con rubor de querubines. Si la economía determina a la historia y la lucha de clases y de intereses es su motor interno; si los hombres no son más que elaboraciones químicas transmutadas, puestos para el disfrute terreno, sin premios ni castigos ulteriores, ¿a qué viene esta nueva apelación a la filantropía y a la caridad entre naciones. Unicamente la conciencia cristiana puede reprobar coherentemente -y reprueba- semejantes tropelías. Pero la queja no cabe en nombre del materialismo dialéctico. La admitimos con fuerza mirando el tiempo sub specie aeternitatis. Carece de sentido en el historicismo sub lumine oppresiones. Es reproche y protesta si sabemos al hombre "portador de valores eternos", como decía José Antonio, u homo viator, como decían los Padres. Es fría e irreprochable lógica si no cesamos de concebirlo como homo aeconomicus.

Pero aclaremos un poco mejor las cosas.

Digamos ante todo que no hay razón para ocultar los propósitos económicos de la conquista española. No solo porque existieron sino porque fueron lícitos. El fin de la ganancia en una empresa en la que se ha invertido y arriesgado y trabajado incansablemente, no está reñido con la moral cristiana ni con el orden natural de las operaciones. Lo malo es, justamente, cuando apartadas del sentido cristiano, las personas y las naciones anteponen las razones finaneieras a cualquier otra, las exacerban en desmedro de los bienes honestos y proceden con métodos viles para obtener riquezas materiales. Pero éstas son, nada menos, las enseñanzas y las prevenciones continuas de la Iglesia Católica en España. Por eso se repudiaban y se amonestaban las prácticas agiotistas y usureras, el préstamo a interés, la "cría del dinero", las ganancias malhabidas. Por eso, se instaba a compensaciones y reparaciones postreras —que tuvieron lugar en infinidad de casos—; y por eso, sobre todo, se discriminaban las actividades bursátiles y financieras como sospechosas de anticatolicismo. No somos nosotros quienes lo notamos. Son los historiógrafos materialistas quienes han lanzado esta formidable y certera "acusación" ni España ni los países católicos fueron capaces de fomentar el capitalismo por sus prejuicios antiprotestantes y antirabínicos. La ética calvinista y judaica, en cambio, habría conducido como en tantas partes, a la prosperidad y al desarrollo, si Austrias y Ausburgos hubiesen dejado de lado sus hábitos medievales y ultramontanos. De lo que viene a resultar una nueva contradicción. España sería muy mala porque llamándose católica buscaba el oro y la plata. Pero seria después más mala por causa de su catolicismo que la inhabilitó para volverse próspera y la condujo a una decadencia irremisible. Tal es, en síntesis, lo que vino a decirnos Hamilton —pese a sí mismo hacia 1926, con su tesis sobre "Tesoro Americano y el florecimiento del Capitalismo". Y después de él, corroborándolo o rectificándolo parcialmente, autores como Vilar, Simiand, Braudel, Nef, Hobsbawn, Mouesnier o el citado Carande. El oro y la plata salidos de América (nunca se dice que en pago a mercancías, productos y estructuras que llegaban de la Península) no sirvieron para enriquecer a España, sino para integrar el circuito capitalista europeo, usufructuado principalmente por Gran Bretaña. Los fabricantes de leyendas negras, que vuelven y revuelven constantemente sobre la sed de oro como fin determinante de la Conquista, deberían explicar, también, por que España llega, permanece y se instala no solo en zonas de explotación minera, sino en territorios inhóspitos y agrestes. Porque no se abandonó rápidamente la empresa si recién en la segunda mitad del siglo XVI se descubren las minas más ricas, como las de Potosí, Zacatecas o Guanajuato. Por qué la condición de los indígenas americanos era notablemente superior a la del proletariado europeo esclavizado por el capitalismo, como lo han reconocido observadores nada hispanistas como Humboldt o Dobb, o Chaunu, o el mercader inglés Nehry Hawks, condenado al destierro por la Inquisición en 1751 y reacio por cierto a las loas españolistas. Por qué pudo decir Bravo Duarte que toda América fue beneficiada por la Minería, y no así la Corona Española. Por qué, en síntesis —y no vemos argumento de mayor sentido común y por ende de mayor robustez metafísica—, si sólo contaba el oro, no es únicamente un mercado negrero o una enorme plaza financiera lo que ha quedado como testimonio de la acción de España en América, sino un conglomerado de naciones ricas en Fe y en Espíritu. El efecto contiene y muestra la causa: éste es el argumento decisivo. Por eso, no escribimos estas líneas desde una Cartago sudamericana amparada en Moloch y Baal, sino desde la Ciudad nombrada de la Santísima Trinidad y Puerto de Santa María de los Buenos Aires, por las voces egregias de sus héroes fundadores.

El genocidio indígena

Se dice, finalmente, en consonancia con lo anterior, que la Conquista —caracterizada por el saqueo y el robo— produjo un genocidio aborigen, condenable en nombre de las sempiternas leyes de la humanidad que rigen los destinos de las naciones civilizadas.
Pero tales leyes, al parecer, no cuentan en dos casos a la hora de evaluar los crímenes masivos cometidos por los indios dominantes sobre los dominados, antes de la llegada de los españoles; ni a la hora de evaluar las purgas stalinistas o las iniciativas malthussianas de las potencias liberales. De ambos casos, el primero es realmente curioso. Porque es tan inocultable la evidencia, que los mismos autores indigenistas no pueden callarla. Sólo en un día del año 1487 se sacrificaron 2.000 jóvenes inaugurando el gran templo azteca del que da cuenta el códice indio Telleriano-Remensis. 250.000 víctimas anuales es el número que trae para el siglo XV Jan Gehorsam en su artículo "Hambre divina de los aztecas". Veinte mil, en sólo dos años de construcción de la gran pirámide de Huitzilopochtli, apunta Von Hagen, incontables los tragados por las llamadas guerras floridas y el canibalismo, según cuenta Halcro Ferguson, y hasta el mismísimo Jacques Soustelle reconoce que la hecatombe demográfica era tal que si no hubiesen llegado los españoles el holocausto hubiese sido inevitable. Pero, ¿qué dicen estos constatadores inevitables de estadísticas mortuorias prehispánicas? Algo muy sencillo: se trataba de espíritus trascendentes que cumplían así con sus liturgias y ritos arcaicos. Son sacrificios de "una belleza bárbara" nos consolará Vaillant. "No debemos tratar de explicar esta actitud en términos morales", nos tranquiliza Von Hagen y el teólogo Enrique Dussel hará su lectura liberacionista y cósmica para que todos nos aggiornemos. Está claro: si matan los españoles son verdugos insaciables cebados en las Cruzadas y en la lucha contra el moro, si matan los indios, son dulces y sencillas ovejas lascasianas que expresaban la belleza bárbara de sus ritos telúricos. Si mata España es genocidio; si matan los indios se llama "amenaza de desequilibrio demográfico". La verdad es que España no planeó ni ejecutó ningún plan genocida; el derrumbe de la población indígena —y que nadie niega— no está ligado a los enfrentamientos bélicos con los conquistadores, sino a una variedad de causas, entre las que sobresale la del contagio microbiano. La verdad es que la acusación homicida como causal de despoblación, no resiste las investigaciones serias de autores como Nicolás Sánchez Albornoz, José Luís Moreno, Angel Rosemblat o Rolando Mellafé, que no pertenecen precisamente a escuelas hispanófilas. La verdad es que "los indios de América", dice Pierre Chaunu, "no sucumbieron bajo los golpes de las espadas de acero de Toledo, sino bajo el choque microbiano y viral", la verdad —¡cuántas veces habrá que reiterarlo en estos tiempos!— es que se manejan cifras con una ligereza frívola, sin los análisis cualitativos básicos, ni los recaudos elementales de las disciplinas estadísticas ligadas a la historia. La verdad incluso —para decirlo todo— es que hasta las mitas, los repartimientos y las encomiendas, lejos de ser causa de despoblación, son antídotos que se aplican para evitarla. Porque aquí no estamos negando que la demografía indígena padeció circunstancialmente una baja. Estamos negando, sí, y enfáticamente, que tal merma haya sido producida por un plan genocida.
Es más si se compara con la América anglosajona, donde los pocos indios que quedan no proceden de las zonas por ellos colonizados -¿donde están los indios de Nueva Inglaterra?- sino los habitantes de los territorios comprados a España o usurpados a Méjico.
Ni despojo de territorios, ni sed de oro, ni matanzas en masa. Un encuentro providencial de dos mudos. Encuentro en el que, al margen de todos los aspectos traumáticos que gusten recalcarse, uno de esos mundos, el Viejo, gloriosamente encarnado por la Hispanidad, tuvo el enorme mérito de traerle al otro nociones que no conocía sobre la dignidad de la criatura hecha a imagen y semejanza del Creador. Esas nociones, patrimonio de la Cristiandad difundidas por sabios eminentes, no fueron letra muerta ni objeto de violación constante.
Fueron el verdadero programa de vida, el genuino plan salvífico por el que la Hispanidad luchó en tres siglos largos de descubrimiento, evangelización y civilización abnegados.
Y si la espada, como quería Peguy, tuvo que ser muchas veces la que midió con sangre el espacio sobre el cual el arado pudiese después abrir el surco; y si la guerra justa tuvo que ser el preludio del canto de la paz, y el paso implacable de los guerreros de Cristo el doloroso medio necesario para esparcir el Agua del Bautismo, no se hacia otra cosa más que ratificar lo que anunciaba el apóstol: sin efusión de sangre no hay redención ninguna.


La Hispanidad de Isabel y de Fernando, la del yugo y las flechas prefiguradas desde entonces para ser emblema de Cruzada, no llegó a estas tierras con el morbo del crimen y el sadismo del atropello. No se llegó para hacer víctimas, sino para ofrecernos, en medio de las peores idolatrías, a la Víctima Inmolada, que desde el trono de la Cruz reina sobre los pueblos de este lado y del otro del océano temible.

jueves, 1 de octubre de 2015

Bicentenario olvidado y mal recordado*

El lunes 29 de junio se cumplió el Bicentenario de la Independencia e izamiento de la bandera federal argentina (azul y blanca cruzada por una banda punzó) por el Congreso de Oriente, reunido en Arroyo de la China (Concepción del Uruguay), Entre Ríos, convocado por nuestro Protector de los Pueblos Libres, Gral. José Gervasio Artigas, nuestro primer Jefe de Estado independiente. Participaron de dicho Congreso Diputados por Córdoba, Santa Fe, Misiones, Corrientes, Entre Ríos y la Banda Oriental.

¿Hay o no hay rastros documentales o, aunque sea, referencias del Congreso de Oriente en Arroyo de la China convocado por el Protector y acatado por la mitad federal de las provincias de entonces?

Vicente Sierra, en la estupenda “Historia de la Argentina”, en su Tomo VI, Libro Tercero, Capítulo Primero, Acápites 5/7, págs. 351/6, dice que el 29 de abril de 1815 sólo fue el día en que el Protector comunicó su propósito de convocar un Congreso y lo hizo ese día con tres de los destinatarios: el Cabildo de Buenos Aires, el de Montevideo y el “de la villa de Concepción” (del Uruguay = Arroyo de la China).

Narra Sierra las elecciones efectuadas en cada provincia e identifica con precisión a los diputados electos en cada una, ponderando a cada gobernador que cumplió satisfactoriamente con el cargo de su Protector y transcribiendo las “Instrucciones” dadas por el de Santa Fe.

“No se conocen Actas de este Congreso…”, que el impecable Artigas seguramente hizo labrar, desaparición nada casual tras la desaparición del primer caudillo federal rioplatense en 1820.

Reunidos ya con él en el lugar de la asamblea, escribe al Cabildo de Montevideo, al parecer, aludiendo a alguna resolución muy poco común (¿la independencia?): “creyendo que lo importante del asunto debía sujetarse al escrutinio de la expresión general de los Pueblos, convoqué a un Congreso de todos los Diputados que hasta la fecha se habían reunido, tanto de la Banda Oriental como de los demás Pueblos que tengo el honor de proteger”. Sierra también recuerda autores que tratan este tema, como Ernesto H. Celesia en “Federalismo Argentino” y el oriental José María Traibel.

Hay asimismo una versión rescatable de estos hechos narrada por José M. Rosa en su “Historia Argentina”,  Tomo III, págs. 145/6. Dice Rosa que desde el 29 de abril, Artigas había convocado al “Congreso de Oriente” o de los Pueblos Libres a reunirse en Concepción del Uruguay (en la convocatoria le sigue dando su antiguo nombre “Arroyo de la China”). Misiones, Córdoba, Entre Rios, Corrientes y la Banda Oriental mandaron sus diputados.

El 29 de junio se reúne el Congreso de Oriente, suponiéndose que su primer acto fue jurar la independencia “absoluta y relativa” e izar el pabellón tricolor (carta de Artigas a Pueyrredón dl 24-07-1816).

No se llevaron actas del Congreso de Oriente, o fueron destruidas. Sus resoluciones se inducen [debería decir “deducen” o “infieren”] de la correspondencia de Artigas y [de] sus integrantes.

El concienzudo ocultamiento de las Actas del Congreso de la mitad federal y oriental de nuestras Provincias que viejos historiadores revisionistas llamaban “de Oriente”  o también “del Uruguay” (apocopando Concepción del…) no debe hacer dudar de su realización y de su principal resolución narradas con firma autógrafa por su inspirador, nuestro Protector Artigas a su masónico rival Pueyrredón en su misiva del 24 de julio de 1816, respondiéndole a la circular enviada ese mes a las Provincias ausentes en la secesionista y sectaria resolución tucumana.

Lamentablemente este hecho ha sido tomado, capturado y desnaturalizado por el revisionismo oficial marxistoide, con Pacho O’Donnell a la cabeza. Y el Gobierno, que había tenido siquiera la intención de festejarlo, feriado mediante, acabó confundiéndolo todo, una vez más.

Pero nosotros, desde estas páginas, recordamos las cosas como fueron.


                                                                                        Adolfo M. Molina

*Publicado en revista Cabildo, 3° época, año XV, N° 113

viernes, 25 de septiembre de 2015

ORIGEN DE NUESTRO FEDERALISMO*

Por Ricardo Font Ezcurra

El  brindis de Duarte no fue sólo  efecto del alcohol, ni el diplomático alejamiento de Moreno, en su doble significado, fruto de superficiales disidencias. La necesidad de crear un gobierno que indispensablemente debía sustituir al destituido, dividía a los integrantes de la Junta de Mayo en dos tendencias irreductibles y antagónicas: monárquica una y republicana la otra, dentro ambas del más riguroso centralismo.

La transición pacífica y substancial de súbditos de la monarquía española a ciudadanos independientes del ex monarca, realizada jurídicamente en cuatro días y sin que ningún acontecimiento cruento o espectacular sirviera de rotunda solución de continuidad, fue fundamental  pero poco perceptible.

Por eso se continuó sin violencia la tradición colonial, al hacerse extensiva a todo el virreinato la nueva autoridad que en Buenos Aires había sustituido al Virrey. En algunos decretos de la Junta se lee: “Y en consecuencia ha expedido por reglas generales de invariable observancia de todas las provincias las siguientes declaratorias...”. Y la expedición "que debía auxiliar a las provincias interiores” y la de Belgrano al Paraguay, Corrientes y Banda Oriental, tuvieron como principal y casi única finalidad, someter a los remisos en prestarle acatamiento.

Ese unitarismo o centralización, contra el que chocó desde el primer momento la extensión y configuración geográfica del inmenso virreinato, contó con el asentimiento general de los hombres de Buenos Aires, concretándose su disidencia a la opción entre la monarquía y la república.
La Junta Grande reducida al Triunvirato y concretado éste en el Directorio, y el Estatuto Provisional sancionado en reemplazo del Reglamento Provisorio realizaban esta aspiración unitaria y centralista.  (1)

Y esta forma unitaria de los gobiernos iniciales se hubiera perpetuado, y tal vez impuesto en definitiva – sobre todo de adoptarse el régimen monárquico virtualmente  aceptado en el Congreso de Tucumán –, a no haber hecho su aparición un elemento nuevo, auténtico producto de nuestra nacionalidad en potencia que, encarnando el ideal republicano, habría de gravitar profundamente en nuestra estructuración institucional.

Este elemento nuevo que aparece a partir de 1810 es el núcleo-provincia, esas numerosas entidades autónomas que se formaran en las distintas comarcas teniendo como centro las ciudades, y en que se fragmentará el Virreinato del Río de la Plata, sin que autoridad alguna les hubiera determinado sus límites territoriales ni sus derechos políticos, y cuya resistencia a Buenos Aires haría fracasar las reiteradas tentativas de dar forma constitucional a ese régimen unitario de la primera hora.

¿Cuál es la causa de la aparición de estos entes autónomos? ¿Qué origen tuvo el núcleo-provincia? ¿De dónde procedían sus elementos integrantes y cuáles fueron las causas que presidieron a su desarrollo, que, juntamente con el prestigio de sus gobernadores o caudillos, debía darles esa consistencia autonómica definitiva que alteraría profundamente la fisonomía política del antiguo virreinato?

La cédula ereccional de 1776 que elevó la Gobernación de Buenos Aires a Virreinato del Río de la Plata, integró territorialmente a éste con las siguientes ciudades y regiones: GOBERNACIONES: Buenos Aires, que comprendía el Uruguay, Corrientes, Entre Ríos, Santa Fe, La Patagonia, y parte del Chaco; Asunción y la Provincia de Guayra; Córdoba del Tucumán, constituida por Salta, Tucumán, La Rioja, Catamarca, Córdoba y parte del Chaco. Y las PROVINCIAS: del Alto Perú (Cochabamba, Potosí, La Paz y Chuquisaca) y de Cuyo (Mendoza, San Juan y San Luis).

Todas estas ciudades y pueblos diseminados en dilatadas comarcas y distantes entre sí, fueron puestos por Real Cédula, bajo el gobierno inmediato del virrey, gobernador y capitán general y supremo presidente de la Real Audiencia, con residencia en Buenos Aires. Carecían de derechos políticos o de representación ante éste y sólo existía en ellas un cuerpo colegiado para su administración edilicia y judicial: el Cabildo. El virreinato español es la concepción más rigurosa de centralismo o unitarismo. La autoridad del Virrey no reconocía más limitación que la del Rey.

Durante sus treinta y cuatro años escasos de vida, la autoridad virreinal se hizo efectiva en toda esa enorme extensión. Ocurrida la caducidad de ésta y reemplazado el Virrey por la Junta de Mayo, ese territorio que el dominio español había mantenido unido y sometido fue disgregándose paulatinamente y desconociendo cada vez más, la autoridad de Buenos Aires.

Puede decirse que al movimiento emancipador de Mayo siguieron numerosos movimientos emancipadores locales. Estos que no fueron de resistencia a la revolución, sino a la hegemonía de la Junta (2), se acentuaron luego a raíz de la expulsión de los diputados del interior que habían concurrido a la capital en virtud de la circular del 27 de mayo de 1810, y que dejaba a las ciudades que ellos representaban, sin participación alguna en el gobierno revolucionario.

Rechazado el Reglamento Provisorio y triunfante el golpe de estado del Triunvirato que decretó la disolución  de la Junta Conservadora, los diputados del interior, que pasaron a integrarla al disolverse la Junta Grande, fueron compelidos con palabras injuriosas y en término perentorio a dejar Buenos Aires y regresaron a sus respectivas ciudades, llevando a ellas la señal de alarma contra las ilegítimas aspiraciones de dominación porteña.

Las ciudades del interior reaccionaron contra esa usurpación y esta resistencia, que fue el toque de dispersión, es el hito auténtico que marca el punto inicial de nuestro federalismo.

El origen de nuestro federalismo, inorgánico y revolucionario, reside exclusivamente en el levantamiento de las ciudades del interior contra Buenos Aires, en su reacción disociante e igual y contraria a la centralizante, contra el absolutismo porteño.

No es exacto que su punto de partida sea la creación de las Juntas Provinciales, dejada luego sin efecto, que, al establecer diferencias jerárquicas entre ciudades principales y subalternas, provocó el levantamiento de unas contra otras. Las Juntas Provinciales creadas por la Orden Superior de 10 de febrero de 1811 se constituyeron hacia la mitad de dicho año y los diputados fueron expulsados el 7 de diciembre. En los pocos meses que mediaron entre uno y otro hecho, no se produjeron en el país “levantamientos” de ninguna ciudad contra otra y que pudieran influir o trascender en nuestra organización futura.

Por lo demás, el art. 2°. de la extensa “Orden Superior” que las creaba, establecía lo siguiente:
“Que en la Junta residirá in solidum toda la autoridad del gobierno de la Provincia, siendo de su conocimiento todos los asuntos que por las leyes y ordenanzas pertenecen al Presidente, o al Gobernador Intendente; pero con entera subordinación a esta Junta Superior”

Esta “entera subordinación” de las Juntas Provinciales a la de Buenos Aires, aleja toda idea federal.

Algunos autores por equivocada inferencia analógica pretenden que nuestro federalismo tiene su origen remoto en las autonomías regionales españolas, lo que es absurdo. Nada tiene que ver el fuero  de Aragón o el estatuto vascongado, con nuestras  ciudades cuya legislación  y ancestralismo étnico era uniforme.

Creen varios que su causa reside en la acción de los Cabildos. Sin considerar imposible que éstos hayan asumido en el primer momento la dirección de la resistencia a Buenos Aires, lo cierto es que nuestro federalismo se consolidó después de su abolición.

Otros admiten y sostienen una extraña semejanza con los Estados Unidos de Norte América. Nuestro origen federal difiere profundamente  del norteamericano. En el nuestro, un todo grande el Virreinato, se dividió en numerosas partes pequeñas, algunas de las cuales por virtud de un Pacto Federal, el del 4 de enero de 1831, se unieron luego, formando la actual Confederación Argentina.

Es decir que primero hubo disociación total y luego asociación parcial. En Norteamérica, numerosos estados pequeños y algunas provincias quitadas a los estados vecinos formaron un todo grande.

La ilusoria aspiración bonaerense de gobernar por sí sola todas las demás ciudades unida al acentuado carácter monárquico de sus directivas que equivocadamente la ”minoría ilustrada” le había impreso, acrecentaron, principalmente en el litoral, esos focos de franca y abierta resistencia a Buenos Aires que fueron creando alrededor de las ciudades núcleos comarcanos con fisonomía propia que adquirían día a día una autonomía proporcionada a sus posibilidades económicas y que, la impotencia o incapacidad de la autoridad nacional para mantener el orden general y jerárquico y la necesaria cooperación entre capital y provincias y frenar las ambiciones separatistas de éstas, consolidaría definitivamente.

En los primeros años de su aparición en nuestra historia, las palabras unidad y federación no tenían la acepción que se les atribuye actualmente y que adquirirían mucho después.  La primera era sinónimo de monarquía y la segunda de república.

El lema o divisa  de los caudillos provinciales “Viva la Federación”  no significaba otra cosa  que “Viva la República”, porque era expresión de esa resistencia democrática de las ciudades del interior a la política absorbente y monarquizante de Buenos Aires.

Algunos años más tarde, don Juan Manuel de Rosas, con su clara perspicacia política, puntualizaría en carta a Fecundo Quiroga esa divergencia encuadrándola en esas dos palabras antagónicas:
“Por este respecto, que creo la más fuerte razón de convencimiento soy yo Federal, y lo soy con tanta más razón cuanto de que estoy persuadido que la Federación es la forma de gobierno más conforme con los principios democráticos con que fuimos educados en el estado colonial, sin ser conocidos los vínculos y los títulos de Aristocracia, como en Chile,  Lima, etc., en cuyos Estados los Marqueses, los Condes y los Mayorazgos constituían una jerarquía, que se acomoda más a las máximas  del régimen de unidad y la sostienen”.

En la sesión celebrada  el 19 de julio de 1816 en el Congreso Nacional reunido en Tucumán, se trató la forma de gobierno que debía adoptar la nueva nación, cuya independencia se había proclamado diez días antes. El diputado Serrano se opone al sistema federal (pag. 237, Tomo I, A.C.A.) y convencido de la necesidad del orden y la unión propone la monarquía temperada. La mayoría de los diputados  se inclina hacia la monarquía y el restablecimiento de la Casa de los Incas (Azevedo, Castro, Thames, Ribera, Pacheco, Loria, etc.)

En la sesión del 6 de agosto de 1816 (pág. 242) se renovó la discusión sobre la forma de gobierno y el diputado por Buenos Aires doctor Tomás Manuel de Anchorena pronunció un discurso político exponiendo los inconvenientes del sistema monárquico y señaló como el único medio de conciliar todas las dificultades, “en su concepto”  la federación de provincias.

En el Congreso de Tucumán ningún diputado habla de República. Los que no eran monárquicos dicen: Federación.

“En abril de 1836 -dice Pradere” (“Iconografía de Rosas” pág. 33)- se izó en el Fuerte una bandera con las inscripciones siguientes: “Federación o Muerte”, “Vivan los Federales”, “Mueran los Unitarios”, y adornada con los gorros de la Libertad”. Estos en realidad no eran otra cosa que los gorros frigios que simbolizan la República.

La decidida resistencia de las ciudades del interior revela a la “minoría selecta” su impotencia para imponer su premeditada dominación, impotencia que hacen extensiva a todo el país. Y en la infundada creencia de que el pueblo  argentino no contaba con elementos suficientes para organizar un gobierno propio que pudiera sostener y consolidar la independencia y dominar eso que ellos llaman “anarquía”, intentaron traer ese gobierno “de afuera”. (3)

Y como no era posible importar un Director o un Presidente extranjero, pensaron, con toda lógica dentro de ese orden de ideas, en el protectorado y  la monarquía.   

Primero fue la misión de Rivadavia y Belgrano a Europa en procura de un rey.

Luego la de Manuel José García a Río de Janeiro a mendigar el protectorado inglés. “En 1815 el Director, General Carlos M. de Alvear le escribía al ministro inglés en Río de Janeiro: La experiencia de cinco años había hecho ver de un modo indudable a todos los hombres de juicio y de opinión que este país no estaba ni en edad ni en estado de gobernarse por sí mismo” y concluía diciéndole: “que se necesitaba de una mano exterior que lo dirigiese y contuviese en la esfera del orden. Fundado en estas consideraciones y en el odio que todos manifestaban por la dominación española, proponía convertir a las Provincias Unidas en Colonia autonómica de la Inglaterra, si ésta se dignaba recibirlas como tales”. (4)

Y más tarde las gestiones de Valentín Gómez en Francia en busca de un príncipe coronable en estas provincias.

En la orientación dada a la política nacional por medio de estas misiones originadas en el presunto complejo de inferioridad argentino y en la correlativa necesidad de traer el gobierno “de afuera” se prescindió invariablemente de las demás provincias. La presuntuosa minoría unitaria-monárquica, la oligarquía directorial bonaerense, decidía por sí y ante sí de la suerte futura de la independencia de la nueva nación que ella era incapaz de defender, llegando en su medrosa incomprensión hasta considerar posible, no ya el humillante protectorado, sino también la incorporación de las Provincias del Río de la Plata  a la monarquía del Imperio del Brasil.

Así lo demuestran las “Instrucciones Reservadísimas” votadas por el Congreso, trasladado de Tucumán a Buenos Aires, el 4 de septiembre de 1816, a los dos meses  de haberse declarado la independencia:
“Si se le exigiese al Comisionado que estas Provincias se incorporen a las del Brasil se opondrá abiertamente manifestando que sus instrucciones  no se extiende a este caso, y exponiendo cuantas razones se presenten para demostrar la imposibilidad de esta idea, y de los males que ella produciría al Brasil. (Pero si después de apurados todos los recursos de la política y del convencimiento insistiesen en el empeño, les indicará [como una cosa que sale de él, y que es lo más tal vez a que podrán prestarse estas provincias] que formando un estado distinto  del Brasil, reconocerán por su monarca al de aquél  mientras mantenga  su corte en este continente, pero bajo una Constitución que les presentará el Congreso; y en apoyo de esta idea esforzará las razones que se han apuntado en las instrucciones que se le dan por separado de éstas y demás que puedan tenerse en consideración). Mas cualquiera que sea el resultado de esta discusión lo comunicará inmediatamente al Congreso por conducto del Supremo Director”. (5)

Este hecho demuestra que la minoría unitaria de Buenos Aires consideraba que el país carecía de los medios necesarios para realizar el pensamiento de Mayo, y explica su impresionante impasibilidad ante la desmembración territorial.

El monarquismo imperante en Buenos Aires desde las postrimerías del Triunvirato dista mucho de ser una exagerada leyenda, un “subterfugio diplomático” para ganar tiempo, una “simulación” para salvar la independencia, como se ha pretendido y asume formas precisas y caracteres profundos bien distintos de los que habitualmente se le atribuyen.

Belgrano de vuelta en Buenos Aires de la misión que juntamente con Rivadavia lo llevara a Europa, informa al Congreso lo siguiente:  
 “…Segundo, que había acaecido una mutación completa de las ideas en la Europa en lo respectivo a la forma de gobierno: Que como el espíritu general de las naciones en los años anteriores, era republicarlo todo, en el día se trataba de monarquizarlo todo: Que la nación Inglesa con el grandor y majestad a que se ha elevado, no por las armas y riquezas, sino por una constitución de Monarquía temperada había estimulado a las demás a seguir su ejemplo: Que la Francia la había aceptado: Que el Rey de Prusia por sí mismo, y estando en el goce de un poder despótico había hecho una revolución en su reino, y sujetándose a bases constitucionales, iguales a los de la nación Inglesa; y que esto mismo habían practicado otras naciones”.
“Tercero, que conforme  a estos principios en su concepto la forma de gobierno más conveniente para estas provincias sería la de monarquía temperada“. (6)

Y en la sesión secreta del 12 de noviembre de 1819 el Congreso resolvió aceptar la forma monárquica de gobierno admitiendo como monarca de estas provincias, el príncipe adquirido en Europa por Don Valentín Gómez.

El acta respectiva dice así:
“Reunidos los señores Diputados en la Sala de Sesiones a la hora acostumbrada, los Señores Diputados encargados en comisión de formalizar el proyecto de las condiciones bajo las cuales había de admitirse la propuesta hecha por el Ministerio de Negocios Extranjeros de París para establecer en las Provincias Unidas una Monarquía constitucional cuyo punto había sido ventilado con la mayor detención en las tres sesiones anteriores, y resuelto en la última la admisión de aquél condicionalmente, hicieron presente a la Sala hallarse en estado de dar cuenta de su comisión. Leído por tres veces el proyecto que presentaron por escrito, se hicieron en general algunas observaciones y se procedió enseguida a considerar separadamente cada condición de las nueve que aquél contenía…”
“Se examinaron por su orden la tercera y cuarta condición y fueron aprobadas en los términos siguientes: 3°. “Que la Francia se obligue a prestar al Duque de Luca una asistencia entera  de cuanto se necesite para afianzar la monarquía en estas Provincias y hacerla respetable…4°. Que estas Provincias reconocerán por su monarca al Duque  de Luca bajo la constitución política que tienen jurada; a excepción de aquellos artículos que no sean adaptables a una forma de gobierno monárquico hereditaria; los cuales se reformarán del modo constitucional que ellas previenen”. (7)

La “máscara” de Fernando VII se transformaba por imposición directorial en un rey de carne y hueso.

En el libro “Rivadavia y la simulación monárquica”, editada por la Junta de Historia y Numismática Americana, su autor Don Carlos Correa Luna pretende que las gestiones de Rivadavia y Belgrano no fueron otra cosa que una “habilísima simulación” para salvar la Revolución de Mayo. Don Vicente Fidel López, por su parte, las llama “vergonzosa comedia”.

En presencia de estas actas secretas y de las instrucciones Reservadas y Reservadísimas, redactadas y votadas para los “de casa”, no es lícito hablar de simulación. Era mucho simular. Pero si Rivadavia, Belgrano y Valentín Gómez estaban realmente  representando una comedia, es de justicia reconocer que actuaron con tanta eficacia que lograron desencadenar a las Provincias contra Buenos Aires.
El mismo día, 12 de noviembre de 1819, que en Buenos Aires el Congreso Nacional daba principio de ejecución a sus proyectos monárquicos votando, como queda probado, la aceptación del Duque de Luca  para monarca de las Provincias Unidas del Río de la Plata, en el otro extremo del país Don Bernabé Aráoz derrocaba al gobernador directorial y asumía el mando de su provincia que a poco convertiría en “La República Independiente de Tucumán”.
Nuestras guerras civiles se reducen en lo principal, siendo lo accesorio lo que en ellas puso la pasión o el interés local, a la lucha por imponer su predominio, entre estas dos tendencias: la unitaria-monárquica representada por los hombres de Buenos Aires y la republicana-federal que sostenían los núcleos provinciales por medio de sus gobernadores o caudillos que ellos mismos se habían dado.

El proceso de esas luchas se había mantenido latente, diferido podemos decirlo, a la necesidad de combatir unidos por la gran causa de la independencia. San Martín, con muy buen criterio, prefirió combatir a los realistas que bajar al litoral a presentar batalla a la montonera.

Y cuando la independencia se hubo consolidado por esta “desobediencia”, los federales-republicanos “invadieron la provincia de Buenos Aires para libertarla del Directorio y del Congreso  que pactaba la coronación  de un príncipe europeo  en el Río de la Plata contra la opinión de los pueblos”, y al materializar victoriosamente su oposición en la Cañada de Cepeda, su doctrina adquirió forma precisa en el Tratado de Pilar.

El motín de Arequito, primera sublevación en masa de un ejército nacional, es seguramente el hecho más importante de nuestras guerras civiles, que al restar la fuerza al Supremo Director, hizo posible el triunfo de las montoneras en Cepeda y la desaparición, para siempre, de las pretensiones unitario-monárquicas. Y no puede dudarse, de que sus funestos errores, lógico fruto de su permanente divorcio con la masa popular en la que nunca creyó y siempre despreció  sinonimándola  con la barbarie, conducían fatalmente a la disolución nacional, este hecho precipitó en forma incontenible los acontecimientos.

Su causa determinante no fue otra que la enunciada por uno de sus principales autores, el general José María Paz: “Entre tanto; ¿qué se proponía el gobierno abandonando las fronteras del Perú y renunciando a las operaciones militares, tanto allí como en los puertos del Pacífico? ¿Era para oponerla a algunos cientos de montoneros  santafecinos, o para apoyar la coronación del Príncipe de Luca?”
A raíz de la sublevación de Arequito: “Luego que en Córdoba se supo el cambio del ejército, el Gobernador Doctor Don Manuel Antonio Castro abdicó el mando y fue elegido popularmente el Coronel Don José Díaz como Gobernador provisorio. Casi al mismo tiempo, y sin que hubiera habido acuerdo ni la menor combinación, sucedía en Santiago del Estero  el movimiento que colocó en el mando  al Coronel don Felipe Ibarra, que rige hasta hoy en aquella provincia, y en San Juan se sublevaba  el batallón núm. 1 de Los Andes. El Coronel Alvarado ocurrió desde Mendoza con el Regimiento de Granaderos a Caballo, para sofocar la rebelión, pero tuvo que volverse de medio camino y ganar Chile a toda prisa, temeroso de que se comunicase el contagio. En Mendoza y demás pueblos hubo también cambios de gobierno, reemplazando a los nombrados por el Gobierno Nacional, los elegidos por el pueblo. Los pueblos subalternos imitaron a las capitales y se desligaron enseguida constituyéndose en provincias separadas. De este tiempo data la creación de las trece que forman la República, hasta que vino a aumentarse este número con la de Jujuy,  que se separó últimamente”.

A lo referido por el General Paz, quien ha escrito lo que antecede en sus MEMORIAS, hay que agregar  la “República Independiente de Tucumán” de don Bernabé Araoz, la Provincia de Santa Fe, los Litorales y la Oriental, con que el Patriarca de la Federación, el Supremo Entrerriano y el Protector de los Pueblos Libres, habían combatido exitosamente la política extranjerizante del Directorio.

Con el triunfo de las armas federal-republicanas, desapareció para siempre el gobierno nacional unitario de los primeros años, el que a pesar de sus transformaciones   sucesivas -Junta de Mayo, Junta Grande, Triunvirato y Directorio- y de estar desempeñado y asesorado por los “hombres de las luces” –Moreno, Rivadavia, Pueyrredón, etc.- no logró en el decenio de su predominio, 1810-1820, imponer ni prestigiar su autoridad, ni dar cohesión propia al inmenso territorio bajo su mando.

Tal es la causa, sin que esto importe negar la existencia de otros factores concurrentes, de la acefalía nacional y de los acontecimientos que la historia escrita por los hombres de Buenos Aires, desvirtuando intencionalmente su profundo significado, denomina erróneamente “Anarquía del Año XX”, cuya consecuencia inmediata y trascendental fue la consolidación del federalismo.

No hubo tal anarquía, a no ser que se dé este nombre al desorden y desconcierto de la minoría unitaria monárquica ante la inminencia de su derrota. En el año XX   las ciudades del interior enfrentaron decididamente a Buenos Aires y definieron a favor de los republicanos la lucha entre las dos tendencias en que se había bifurcado la Revolución de Mayo.

Por lo demás, en caso de haber existido ésta realmente, una anarquía triunfante supone siempre del otro lado un gobierno impotente o desprestigiado.  La historia es la depositaria de la reputación de los hombres del pasado, no es posible entonces, lícitamente, seguir imputando la responsabilidad histórica de esta guerra civil a los “anarquistas” Artigas, Ramírez, López, Bustos, etc., que en realidad no hicieron otra cosa que acaudillar al pueblo en su legítima rebelión contra los hombres de Buenos Aires que pretendieron frustrar su destino.

Y la antigua inmensidad virreinal cuya “autoridad superior” asumiera en fecha memorable la Junta de Mayo, se desmembró exactamente  a los diez años, en numerosas “soberanías” independientes entre sí, quedando como único vestigio de la omnipotencia de Buenos Aires, una precaria y provisoria delegación para los asuntos internacionales y de Paz y Guerra.

Así nació y se desarrolló nuestro federalismo. Buenos Aires había emancipado de España el Virreinato del Río de la Plata y las comarcas que integraban a éste se independizaron, a su vez, de Buenos Aires.

Notas:
1)    Con ser aparentemente sinónimas ambas denominaciones, el Estatuto  Provisional era típicamente unitario y el Reglamento Provisorio de tendencia provincialista.
2)         Los diputados venidos a Buenos Aires en virtud de la circular citada, reclamaron su inmediata incorporación a la Junta, invocando entre otras, la siguiente razón: “La capital no tiene títulos legítimos para elegir por sí sola gobernantes que las demás ciudades deben obedecer”. Es de hacer notar que el diputado, que lo era el Deán Funes decía ciudades y no provincias. Esta palabra se usaba entonces, como sinónimo de comarca.
3)        A. Saldías, “La Evolución Republicana durante la Revolución Argentina”. Página 57. Buenos Aires 1906.
4)       Clemente L. Fregeiro, “Estudios Históricos sobre la Revolución de Mayo”. Edición de la Junta de la Historia y Numismática, Tomo VII, página 100.
5)      “Asambleas Constituyentes Argentinas”, Tomo I, pág. 500. Lo contenido entre doble paréntesis fue suprimido en sesión del 27 de octubre de 1816, Pág. 512.
6)        “Asambleas Constituyentes Argentinas”, Tomo I, página 482.
7)        “Asambleas Constituyentes Argentinas”,  Tomo I, pág. 576.


* Revista del Instituto de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas n° 6, Buenos Aires, Diciembre de 1940.