sábado, 9 de diciembre de 2017

EL ARTIGUISMO

Por Federico Ibarguren

Independencia - República – Federación ¡La hermandad rioplatense soñada por Artigas!

El artiguismo aportaba a la acción política, según se ha dicho, el concurso de grandes masas humanas fanatizadas y enroladas por un caudillo decidido a todo. Fue el maduro ex-capitán de Blandengues quien, en este orden de ideas, aglutinó poblaciones enteras en pos de una voluntad revolucionaria de hermandad frente al exterior y de autodeterminación en lo interno. No sólo por oposición a un régimen (el español en vigor) decadente y anárquico que desvirtuaba nuestra convivencia, sino también contra la amenaza de invasión extranjera, atenta siempre a fomentar rivalidades y rencores entre vecinos para empequeñecerlos y dominarlos con más facilidad.  Estos peligros nos amenazaban concretamente desde dos direcciones o centros de irradiación: el continental propiamente dicho (Brasil), y el extracontinental (Estados europeos). 

En ocasión de abandonar Artigas el sitio de Montevideo, emigrando con su pueblo al Ayuí (donde estableció su campamento como un Moisés del siglo XIX), se vio en el Río de la Plata un espectáculo de heroísmo y resolución colectivos que no tenía paralelo en hispanoamérica.

Los epígonos porteños de Sobremonte habían transigido —el 20 de octubre de 1811— con la írrita autoridad del virrey Elío, Y la respuesta de la multitud victoriosa y así sojuzgada de pronto por presión de los intereses británicos, fue unánime: ¡autodeterminación o muerte!  Es con Artigas que se cumple, pues, la verdadera emancipación política y social de estos pueblos ubicados al sur de Río Grande. Con Artigas en el Este y con San Martín en el Oeste. Sin ellos, el 25 de Mayo de 1810 habría quedado en episodio intrascendente y desgraciado luego de la vuelta del rey Femando.

 El encumbramiento de otro jefe popular, igualmente obedecido (don Juan Manuel de Rosas), hará posible más tarde la reestructuración, desde Buenos Aires, de la secular heredad, rota años atrás por la ceguera de las “élites” criollas. 

Y bien ¿cómo fue posible —nos preguntamos ahora nosotros— el milagro (en plena crisis y sin ayuda forastera) de hacer frente “con palos, con las uñas y con los dientes”, según la frase de Artigas, a la defección de unos elencos gobernantes que habían renunciado a la Independencia, cansados de fracasos y de derrotas? Cierto que era muy seria la situación en aquél ambiente de derrotismo psicológico y moral reinante en 1814. Femando VII, lleno de prepotencia inferior, acababa de recuperar el trono español, acéfalo luego de la evacuación bonapartista. Los directoriales porteños, aterrados en el ínterin, suplicaban de Inglaterra la media palabra para volver a someterse, siempre a la rastra de los sucesos europeos, a otro monarca títere que se buscaba, desde luego, con el apoyo de la Santa Alianza. En tanto Artigas, digno émulo de Hernán Cortés y de Francisco Pizarro, proclamaba el deber de resistir hasta la muerte, alzando intransigente la bandera tricolor (la popular bandera), símbolo de sacrificio, fraternidad y autodeterminación, en las ciudades y llanuras de Entre Ríos, Corrientes, Santa Fe y Córdoba y en el corazón de la selva misionera. Le estaba dando así, el jefe de los orientales, la razón a San Martín, el brillante oficial de caballería de Buenos Aires, toda vez que operaba, en la emergencia, bajo el mismo lema revolucionario del fundador de la Lautaro: Independencia y Constitución.

 Ahora bien, el “protectorado” del prócer en nuestras provincias ribereñas del Paraná y Uruguay, no tuvo en ningún momento la finalidad separatista que le atribuyen sus detractores. No fue Artigas el enemigo arbitrario de la Unión; ni mucho menos un vulgar bandolero, fomentador de la anarquía argentina, según lo sentencia Vicente Fidel López. Tampoco es cierto que hiciera fracasar, por ambiciones inconfesables —como lo ha fallado Mitre—, el sueño de Independencia proclamado por los congresales de Tucumán y jurado por el Directorio porteño. ¡Qué esperanzas! La historia nos prueba, precisamente, todo lo contrario.  Artigas oponíase —eso sí— a la homogeneidad racionalista e inhumana, perseguida por las logias en estas tierras. Combatió con todas sus fuerzas, los avances avasalladores del régimen metropolitano, implantado primero en Francia y más tarde en España por los Borbones, bajo el rótulo de “despotismo ilustrado”, lo que llamaríamos en nuestros días “mutatis mutandis”, un Super-Estado Continental regulado, pero a contrapelo de los pueblos.

Y bien, Buenos Aires habíase transformado a partir de 1813 —a las órdenes de una camarilla apoyada por Gran Bretaña desde Río de Janeiro—, en una sucursal vergonzante de aquél Super-Estado regulado (con carácter de factoría) cuya orientación efectiva estaba en manos de la Santa Alianza. Por ello Artigas fue un decidido republicano; pero sin liturgias liberales perturbadoras, y atento siempre al rumbo que iban tomando los hechos en Hispanoamérica.

La monarquía, en el instante lleno de posibilidades porque atravesábamos, representaba para las masas el dócil acatamiento a la media palabra de los vencedores de Napoleón, el cúmplase resignado de los dictados foráneos del Congreso de Viena. Y tal cosa resultaba suicida, por ser contraria a la autodeterminación real perseguida por los rioplatenses, después del triunfo de Las Piedras. “Es cómodo para los directoriales haber desarrollado la política de la cobardía, de la indignidad y de la traición, y escribir después la historia de la calumnia —señala, en página notable como todas las suyas, el historiador Carlos Pereyra—. Para el criterio directorial, la anarquía es del pueblo y sale de abajo, como la fetidez de un pantano. La gente decente está obligada ante todo a defenderse de la canalla, pactando con el extranjero. Ahora bien, esto es no sólo infame, sino falso y absurdo. La anarquía no es producto popular. La anarquía es siempre una falta o un crimen de los directores. ¿Quiénes eran los caudillos y qué representaban? —añade Pereyra—. Entendámonos al hablar de caudillos, y no permitamos una confusión de mala fe. Los caudillos fuertes y primitivos —no los derivados perversos, pequeños y estúpidos que vienen después —, los caudillos hacen frente al enemigo mientras la sabiduría de las clases elevadas capitula miserablemente. ¿Quién salva a Buenos Aires? Güemes, mientras Buenos Aires, paga negociadores llenos de torpeza y abyección en Europa y Río de Janeiro. Salta arroja a los soldados del virrey mientras Rivadavia recibe en Europa, un puntapié de Femando VII. ¿Quién impide que el Río de la Plata se pierda y quede señoreado por un enemigo? Artigas. Sin embargo. Artigas es un criminal. ¡Un criminal porque no trata con los portugueses! Un criminal porque el instinto y el sentimiento le indican el camino de la organización que ha de realizar la historia. Para que Artigas pudiera ser considerado como un criminal se necesitaría que los “hombres de la civilización” hubieran intentado previamente utilizar la fuerza explosiva de la gente de los campos, comprendiendo que esa tenacidad indomable representa un factor del que no podían prescindir los gobernantes. Sí éstos se hubiesen dado cuenta que toda política debía fundarse en la afirmación positiva de la Independencia, y que la Independencia requería un ejército numeroso, bastante para hacer frente a todos los enemigos, en todos los territorios amenazados, bajo una dirección común —termina el pensador mejicano—, Artigas habría tenido que ser un general del ejército regular [y no un San Martín declarado bandolero], y San Martín habría sido el generalísimo de ese mismo ejército [y no un Artigas de gran estilo que expedicionaba en el Pacífico], mientras Artigas defendía el territorio de Misiones, cuna de San Martín, la diplomacia de Buenos Aires se hallaba dispuesta a tratar con todos los enemigos y a inutilizar el esfuerzo de todos sus defensores considerando como delincuencia el patriotismo”.

Y es que las huestes federales seguían entendiendo el patriotismo como un llamado de la “tierra de los padres”. Permanecían fieles al concepto clásico y tradicionalista de cosa recibida en herencia; de legado acrecentado por las generaciones con independencia de toda abstracción política o institucional que desdibujara su entrañable realidad. La minoría directorial urbana, de espaldas a la tierra, confundía el patriotismo con el esplendor de unas recetas aprendidas sobre “formas de gobierno” o “libertades mercantiles”, más o menos bien pergeñadas por la filosofía liberal, inteligible apenas para una “élite” de egresados de Chuquisaca.

Para Artigas, cada provincia —en el concierto confederativo de su sistema— no representaba un ente aislado, sinónimo de individualismo; sino más bien la unidad menor en el conjunto de una patria común organizada desde abajo. Para los epígonos de Sarratea, Rivadavia y Alvear, lo único importante seguía siendo el puerto y sus intereses, que era necesario centralizar desde arriba, pues la riqueza y las teorías de moda —equivalentes, según ellos, a la “civilización”— entraban, en definitiva, por allí, vía atlántica, procedentes de Europa.

El Protector de los Pueblos Libres había luchado por la integridad territorial del Río de la Plata, tal cual existió durante el virreinato, pero con un agregado nuevo: el respeto a las autonomías locales. Sus enemigos de Buenos Aires ¿no pelearon en verdad, por todo lo contrario? Así lo afirman, unánimemente y con razón, reputados estudiosos de la vecina orilla: todos ellos compatriotas del prócer cisplatino. Eduardo Acevedo escribe, por ejemplo, lo siguiente: “Una sola cosa no hizo Artigas: estimular entre sus compatriotas la idea de segregarse de las Provincias Unidas para organizar una república independiente... Artigas, que era una gran cabeza, a la par que una gran voluntad, quería una patria amplia y poderosa, compuesta de todos los pueblos del Río de la Plata”. Y Juan Zorrilla de San Martín anota, a su vez: “¡Reconocimiento de la Independencia de la Banda Oriental!... Eso, como lo veis, y como lo veréis más claro después, tiene todo el carácter de un sarcasmo. Esa independencia de sus hermanos (ofrecida por Alvear y Alvarez Thomas a Artigas) no es tal independencia para la Banda Oriental, es su abandono en ese momento; la soledad de que antes os he hablado como contraria a la esencia misma de la Revolución americana (y por eso fue rechazada de plano por el jefe de los orientales). Artigas no sabía en ese momento, a ciencia cierta, que el Directorio de Buenos Aires (el verdadero precursor del separatismo) estaba concertando en Río de Janeiro, la entrega de la Provincia Oriental a Portugal; pero lo presentía”. Por fin, otro prestigioso historiador uruguayo, Hugo Barbagelata, se expresa así refiriéndose a la política entreguista de nuestros directoriales: “Fueron esos mismos pordioseros de vástagos reales quienes ofrecieron al vencedor [Artigas] como mendrugo, para que se quedara tranquilo, la independencia de la Provincia Oriental, su patria. Parecían ignorar que el título de Protector de los pueblos libres, bastaba y sobraba para quien sólo quería la paz y la Unión Federativa de todas las provincias del ex-virreinato del Río de la Plata”. Y a mayor abundamiento, un investigador contemporáneo — Daniel Hammerly Dupuy— en su interesantísimo y documentado libro, «San Martín y Artigas», consigna en este orden de ideas: “Los que, desconociendo el verdadero sentido de la ideología artiguista, inculpan a Artigas de una actitud separatista irreductible olvidan que fue el prócer que más se interesó en persuadir al Paraguay para que se incorporara a las Provincias Unidas, a tal extremo que los paraguayos llegaron a considerarlo como agente de Buenos Aires. La separación de la Banda Oriental como país totalmente independiente tampoco fue la obra de Artigas siendo que el prócer cuyo concepto de la Patria abarcara todo el territorio del Virreinato del Río de la Plata, fomentó la incorporación de esa provincia a las demás como una de las tantas que formarían una gran República Federal”. Y es que la vieja hermandad histórica en torno a la cuenca fluvial que nos une, obstaculizada, hoy como ayer, por la presión y la intriga anglosajona, contó entre los uruguayos de la otra Banda con grandes partidarios en el siglo pasado. Y acaso continúa habiéndolos también en el presente.

Los auténticos orientales de la gesta emancipadora —aún los de la leyenda antiargentina— la quisieron, como hemos visto, contra la propia tendencia desaprensiva (en el mejor de los casos) de nuestros gobiernos liberales.   Unión tradicional y fe católica. La tradición de un pueblo vivo no es cosa de archivos. Actúa en las entrañas, imperceptiblemente a veces, como la sangre que va irrigando las vísceras de un organismo en estado de salud. Desconocida y aún falsificada por pedagogos o gobernantes, la tradición sin embargo se resiste a ser enterrada como una momia en el sarcófago de sus aburridas rutinas. Ella responde siempre a necesidades reales de los pueblos y está, en cualquier caso, por sobre las ideologías y sistemas con que pretenden suplantarla los teóricos de la política, o los testaferros —nada teóricos, por lo demás—de la hegemonía económica mundial por ellos perseguida. Por eso, apremiados más que nunca por el hecho concreto y por la humana libertad que lo determina, hemos de volver a juntarnos en día no lejano —a pesar de las defecciones de ayer y de las inercias de hoy—, argentinos, uruguayos, paraguayos y bolivianos. Nuestros intereses regionales nada tienen que ver con el panamericanismo al servicio de Washington, ni con los regímenes de esclavitud forzada propuestos por el mesiánico cesarismo de Moscú. Sin antifaces exóticos habremos de reconocernos al fin de la larga jornada, en el claro espejo del propio pasado de cada pueblo al que pertenecemos. Porque la hermandad rioplatense soñada por Artigas y ensayada por Rosas, no es convencional, ni artificial, ni utilitaria; sino que es sencillamente histórica. 

Y bien, José Gervasio Artigas, refugiado en el Paraguay después de Tacuarembó, vernáculo precursor del Federalismo —en cuyo ejemplo habría de inspirarse don Juan Manuel—, tenía 86 años cuando entregó su alma a Dios, en la tarde del 23 de septiembre de 1850. El mejor de sus apologistas, el más talentoso de sus biógrafos, don Juan Zorrilla de San Martín, nos relata con palabra veraz y emocionada los últimos momentos del anciano, tomados de la versión directa de un testigo presencial, relato éste que hace varias décadas le dejara escrito el Obispo en Asunción, Monseñor Fogarín. He aquí, en escueto resumen, la transcripción de que hago referencia: “Cuando la enfermedad de Artigas se agravó, manifestó deseos de recibir los últimos sacramentos... En los momentos en que el sacerdote iba a administrarle el Santo Viático, Artigas quiso levantarse. La encargada del aderezo del Altar le dijo que su estado de debilidad le permitía recibir la comunión en la cama a lo que el General respondió: «Quiero levantarme para recibir a Su Majestad». Y ayudado de los presentes, se levantó, y recibió la comunión, quedando los muchos circunstantes edificados de la piedad de aquel grande hombre... El General, después de recibir el Viático, había quedado tendido en su pequeño catre de tijera y lonjas de cuero; en la semi-obscuridad se distinguía el crucifijo colgado en la pared sobre su cabeza blanca, tan blanca como los lienzos del pequeño altar en que brillaban los dos cirios inmóviles... El silencio se prolongaba, el silencio de la enorme proximidad. Las respiraciones se contenían: las miradas estaban concentradas en aquella cara aguileña, no muerta todavía. Artigas, que tenía los ojos cerrados, los abrió de pronto desmesuradamente. Causaba espanto; parecía muy grande. Se incorporó, miró a su alrededor... ¿Y mi caballo?, gritó con voz fuerte e imperiosa. ¡Tráiganme mi caballo!... Y volvió a acostarse... Sus huesos, ya sin alma, quedaron tendidos a lo largo del catre”. Nosotros debemos estar unidos y dispuestos todos, solidarios con la historia común, a servir bajo la fraternal bandera de la Confederación Rioplatense, por cuya empresa tanto lucharon los verdaderos próceres de Mayo, ya fueran orientales o argentinos, en el pasado.

jueves, 23 de noviembre de 2017

LA REVOLUCION CONSERVADORA DEL NOVENTA

Por: Juan Pablo Oliver. 

Se ha cumplido un nuevo aniversario de la Revolución de Julio de 1890. Fue vencida, pero la crisis económica, junto con la política, provocó la renuncia del presidente Juárez Celman y la asunción del mando por el vice, Carlos Pellegrini.
Todavía viven personas que la han presenciado, lo cual no obsta para que ideólogos y publicistas, acomoden al servicio de su oportunismo político el significado sociológico de aquel movimiento, desvirtuando la realidad de los hechos históricos.
Si se les preguntara, por ejemplo: "Qué significado político y social tuvo el 90?”, posiblemente contestarían: "Fue una revolución liberal progresista de las nuevas fuerzas populares y europeas que surgían en el país, contra la antigua oligarquía conservadora". Y quizá alguno agregue, con primaria dialéctica marxista: "Fue la protesta, embrionaria y aún confusa, de las masas desposeídas, contra el régimen económico-feudal imperante".
El Noventa fue todo lo contrario. Fue un movimiento conceptualmente conservador –sin pueblo masa– provocado por las altas clases tradicionales porteñas contra el gobierno liberal, progresista y de hombres nuevos, que representaba Juárez Celman. En términos actuales, cabría tildar aquel movimiento, sin exageración, de reaccionario o cavernícola.

El Gobierno de Juárez Celman: Una Fiebre de Grandezas

Diez años antes, en 1880, el interior había triunfado, una vez más, en el campo de batalla, sobre la oligarquía pastoril porteña. La Provincia fue decapitada y su capital entregada a la Nación junto con el nuevo Presidente general Julio A. Roca, tucumano de Córdoba. Su gobierno coincidió con un excepcional período de acrecentamiento económico, intensificado durante el gobierno del cordobés Juárez Celman 1886-1890. El país se transformó: de la noche a la mañana se levantaron ciudades como La Plata; se construyeron enormes puertos; diques famosos en su época, como el San Roque; la "Gran Aldea" se convirtió en Metrópoli; se adquirieron escuadras enteras y se creó un ejército moderno. Todo fue hecho a lo grande. De una economía puramente pastoril nos convertimos en el granero del mundo y comenzamos una industrialización fabril que entonces auguraba un desenvolvimiento extraordinario.
De 1886 a 1889, se pasó de 400.000 hectáreas cultivadas a 3 millones, vale decir, que sólo en tres años la producción agrícola se elevó en un 750 %. El comercio exterior se duplicó e igual sucedió con la construcción de vías férreas. Se comprendieron empresas millonarias de las más variadas finalidades, que aún hoy estimaríamos inconcebible: alambres carriles mineros en Chilecito, extracción de hulla y elaboración de kerosene en Mendoza, costosísimas maquinarias e instalaciones para explotar el oro del Neuquén, recién conquistado al indio... En 1889 arribaron 300 mil nuevos inmigrantes, cantidad que sobrepasaba las alcanzadas por Norteamérica. El potencial del Banco de la Provincia asom­braba al mundo. El país contaba con crédito y con una moneda fuerte: por un peso papel se obtenía casi un equivalente legal de 1.6129 gramos de oro, lo cual aseguraba la baratura del con­sumo, mientras los salarios resultaban altos debido a la creciente demanda de mano de obra: así se explica aquella inmensa inmi­gración espontánea e inversión de capitales europeos, seguras ambas de obtener buenas redituaciones. Porque la República no contaba, a la verdad –salvo la naturaleza–, con los factores esenciales de una producción amplia; fue Europa quien suministraba el trabajo, el capital y el espíritu de empresa.
Todas aquellas fueron realidades tangibles, pero después muchas se derrumbaron. Si hubieran conseguido perpetuarse y, además, terminado las que estaban en vías de comenzar en 1889 –canales interprovinciales, compañías nacionales de navegación, 47 nuevas empresas de colonización y distribución de tierras, 38 mil nuevos kilómetros de vías férreas (300 % de las entonces existentes), trenes subterráneos para Buenos Aires, cuando apenas París los tenía proyectados, fábricas de locomotivas y máquinas agrícolas, etc. – ­es indudable que se hubiera cumplido la esperanza de sobrepasar en pocos años a los americanos del Norte, que abrigaba aquella generación eufórica y convencida del progreso vertiginoso e indefinido.
De ahí, quizá, aquella altanera actitud de "América para la Humanidad"… y no para los "americanos" (sic), lanzada como un reto al canciller estadounidense por el delegado y ministro de Relaciones argentino, Roque Sáenz Peña, en el Congreso Inter­nacional celebrado en Wáshington en 1889.
No era desde luego el gobierno quien producía todo aquel progreso material, pero supo correrle a la par con una política adecuada: ordenamiento y respeto jurídico; cumplimiento estricto de las obligaciones financieras; Tribunales de Justicia; garantía a los capitales invertidos; amplias posibilidades de ahorro a los trabajadores... Se cuidaba, en suma, a la gallina de los huevos de oro. Y ese liberalismo económico emparejó un extremo liberalismo espiritual, en su afán de conformar urgentemente la mentalidad y hábitos de la población a la transformación positivista de la República: proliferación de escuelas normales y mercantiles; enseñanza laica; expulsión violenta del Nuncio Papal y de los profesores católicos de la Universidad, en primer término a José Manuel Estrada; Registro Civil; matrimonio civil...
Las protestas de los católicos y de algunos espíritus cautos, recelosos de tanta euforia, caían en el vacío; nadie –ni pueblo, ni gobierno, ni pobres ni ricos– hacía caso de los "retardatarios".
Cualquiera sea nuestra filosofía o convicción íntima al respecto, los hechos, imposibles de tergiversar, demuestran que el período presidencial de Juárez Celman fue el más liberal y de mayor progreso económico que gozó la República en todo el curso de su historia, pese a errores y defectos, que los tuvo y muy graves.

La crisis

Se acercaba la renovación presidencial y el "Unicato" de Juárez Celman tenía asegurada la elección del sucesor, pues contaba con todas las situaciones provinciales (excepto Buenos Aires) y con holgada mayoría parlamentaria. También estaba a su favor lo que se denomina genéricamente "la opinión" o sentir dominante del país en un momento dado: los nuevos ricos y nuevos argentinos, los industriales y los inmigrantes, los masones, garibaldinos y fuerzas armadas, los situacionistas y hasta muchos opositores a quienes resultaba más fácil entenderse con Juárez que entre ellos mismos.
Saldría así ungido su candidato, el joven Ramón J. Cárcano, talentoso hijo de un inmigrante lombardo radicado en Córdoba. En cuanto al pueblo criollo humilde, no hacía mayor cuenta electoral y no había motivo para que prefiriera cualquier otro antes que a Juárez o a Cárcano. Pero, a fines de 1889, se revelaron síntomas de crisis. Dificultades producidas en los mercados financieros europeos, unidas a causas intrínsecas argentinas, provocaron el retractamiento del capital inmigratorio y del capital monetario y luego su repatriación. Hacía falta tiempo –o tino–, especialmente respecto del dinero, para aferrarlo y consubstanciarlo al país como capital productor propio; así dejó de funcionar el "deux ex máchina" propulsor de aquel progreso.
El gobierno trató de hacer frente a la situación con algunas medidas que solo le acarrearon la oposición de muchos que hasta entonces habían aplaudido y lucrado, y ahora temían perder lo adquirido. La crisis siguió su curso y se acentuaron las quiebras, la intranquilidad bancaria y la desvalorización del peso, con el consiguiente encarecimiento de la vida.

La Unión Cívica
Fue en tales circunstancias que la oposición comenzó a organizarse en una agrupación denominada UNION CIVICA DE LA JUVENTUD cuyos promotores e integrantes eran "miembros todos, de las principales familias de Buenos Aires y Provincias que siguen sus estudios en esta ciudad", según explica la obra "Origen, organización y tendencias de la Unión Cívica", editada en 1890 por ellos mismos y que constituye la mejor fuente y fundamento de lo que se expone a continuación. Agrega que esos apellidos tradicionales, y por serios, fueron objeto de befa por los periódicos oficialistas, "Sud América", cuyos elementos –"unos chusmas de malos antecedentes"– perturbaron, además, el acto público organizados por aquellos distinguidos jóvenes el 15 de Diciembre de 1889. Releyendo aquella nómina juvenil opositora, resulta indudable que pertenecía al más puro patriciado, a la clase superior o "elite" tradicional dirigente, pero cuyo patriotismo y desinterés era impropio de ser puesto en solfa.
Esos jóvenes fueron vinculados por los líderes católicos José Manuel Estrada y Goyena con hombres de mayor envergadura política, y surgió así la Unión Cívica, cuya dirección fue ofrecida al General Mitre, que no la aceptó. Entonces se constituyó un Comité Ejecutivo integrado por Leandro N. Alem, como Presidente; Bonifacio Lastra y Mariano Demaría, vicepresidente, y Manuel A. Ocampo, tesorero, todos porteños de cerrada mentalidad conser­vadora, denominaciones partidistas actuales aparte.
La simple lectura de los discursos, manifiestos, programas y crónicas periodísticas de ese movimiento, transcriptas en el volumen citado, demuestran la ausencia total, absoluta, de cualquier preocupación social o inquietud por el mejoramiento de la clase trabajadora o masa humilde criolla, o por cualquier reforma de tipo económico o institucional. Las críticas de carácter económico se limitaron a lamentar el descrédito en que había caído el país ante los capitalistas europeos y perjuicios que acarrearían a las fortunas privadas los despilfarros y desaciertos financieros del gobierno. No existió, tampoco, el menos programa constructivo.
Los ataques de la oposición se limitaron a una violenta crítica contra el "unicato" electoral y corrupción administrativa de "esa animosa oligarquía de advenedizos que ha deshonrado ante propios y extraños las instituciones de la República", según lo expresa el manifiesto revolucionario. Alem los apostrofaba: "Se ríen (los juariztas) de los derechos políticos, de las elevadas doctrinas, de los grandes ideales, befan a los líricos, a los retardatarios que vienen con sus disidencias de opinión a entorpecer el progreso del país". Navarro Viola les espeta: "Su Dios es el vientre".
El gobierno mantuvo la más completa libertad de expresión y solo contaba con dos periódicos favorables, sobre 34 que aparecían en la capital. Juárez Celman nunca se dignó contestar tales imputaciones, y es sabido que a su muerte no dejó mayores bienes y sus hijos vivieron de su trabajo. Esta salvedad no obsta para que fuera cierta la existencia de un clima de especulación y corruptela, incluso en las esferas gubernativas, fenómeno inseparable, en cualquier tiempo o país, de los períodos de enriquecimiento y de transformación social.
Aquél epíteto de "advenedizos", o sea de aventureros oscuros y foráneos sin mérito ni títulos, resultaba injusto aplicado a Juárez, quien contó entre sus colaboradores y partidarios con figuras brillantes e intelectuales de nota, pero resulta evidente que por parte de la oposición, la insistencia en ese calificativo traducía un prejuicio de clase. Se prodigó especialmente a Cárcano: “jovenzuelo advenedizo levantado de la nada... rodeado de una ralea de advenedizos ensoberbecidos”.
El poeta Carlos M. del Castillo satirizaba el origen y preocupa­ciones industriales de los hombres del gobierno:
                                   Que la gente que actúa en el tablero
                                   O salió de una gran carpintería
                                   O es oriunda de algún aserradero
                                   Y así como nosotros
                                   Somos gente de hueso y de levita
                                   Ellos también, los otros,
                                   Son gente de madera y de piolita.

Y todos suspirando por una revancha porteña del 80, clamaban contra "la irrupción del cordobesismo avaro".
Por otra parte, la crisis, el malestar, trajo un sentimiento de fastidio contra los extranjeros que habían embarcado al país en proyectos y deudas, cortando luego sus provisiones al surgir las dificultades; por reacción, apareció en la prensa y literatura opositora un espíritu xenófobo, de exaltado "chauvinismo" con múltiples brotes antisemitas y una nostalgia por volver al pasado, más pobre, pero económicamente más seguro.

La Revolución

La revolución se gestó en el estudio del doctor Del Valle, del que formaban parte los doctores Alem y Demaría; estos, con los doctores Miguel Goyena, Juan José Romero y Lucio V. López, constituyeron la Junta Organizadora de la Revolución, que debía ser esencialmente militar. Consiguieron la adhesión de dos coroneles con mando de tropa, varios oficiales de menor graduación y algunos jefes en disponibilidad: en total, contaron con la adhesión de la mayoría de la Armada y con mil hombres de tropa, sobre seis mil que constituía la guarnición, aparte de la policía.

L o s   F o n d o s


Los fondos necesarios, relativamente cuantiosos, fueron arbitrados por el tesorero de la Unión Cívica, don Manuel A. Campos, ex-presidente del Banco de la Provincia, quien obtuvo los principales aportes –además del suyo propio– de su cuñado, el banquero Heimendhal, (no así de su otro cuñado, Otto Bemberg) y de su padre, ex candidato derrotado a la presidencia como rival de Juárez Celman del banquero Ernesto Tornquist, en cuya casa se efectuaron varias reuniones al efecto: y de los señores Juan J. Romero, Leonardo Pereyra, Félix de Alzaga y Torcuato T. de Alvear; el doctor Carlos Zuberbühler aportó el resultado de una colecta que tomó a su cargo, y el doctor Miguel Goyena, el de un aporte innominado, que irónicamente se apuntó como el del "señor Juan", quizás por las iniciales.
El manifiesto revolucionario, redactado por el doctor Lucio V. López, declaraba que el gobierno que asumiría el Poder lo haría en forma transitoria y breve, al solo efecto de presidir la elección presidencial, de la que estarían excluidos sus miembros; quedó constituido así:
Presidente, doctor Leandro N. Alem, Vicepresidente, doctor Mariano Demara, Relaciones Exteriores, doctor Bonifacio Lastra, Interior, señor Juan E. Torrent. Hacienda, doctor Juan José Romero. Guerra, general Joaquín Viejobueno. Justicia, doctor Miguel Goyena.
Los planes para el futuro de la mayoría de los gestores de la revolución era propiciar la candidatura presidencial del doctor Aristóbulo del Valle, alma del movimiento, quien posiblemente por ello no integró el gobierno revolucionario. En caso de que su calidad de porteño ofreciera oposición en el interior, propug­narían la del senador Manuel D. Pízarro, Jefe del Partido Católico de Santa Fe y Córdoba, pese a su oposición a la acción revolucionaria, pero antítesis de su paisano Juárez Celman.

E l   2 6    d e    J u l i o

El 26 de Julio a la madrugada, se efectuó, exactamente, la concentración de fuerzas en el Parque de Artillería, actual Plaza Lavalle. Allí tomó la dirección militar el general Manuel J. Campos, quien en lugar de obrar rápidamente por sorpresa, tomando los objetivos tácticos previstos, permaneció inactivo, esperando, quizá, el pronunciamiento favorable del gobernador de Buenos Aires, Máximo Paz, que no lo hizo.
Se cuenta que, instado el general Campos a la acción por los doctores Demaría y L. V. López, contestó: "Ustedes son abogados y no les gustaría que un cliente les indicara el modo de dirigir un pleito: yo tengo la responsabilidad de este pleito; déjenme proceder". Lo dejaron, y el resultado fue que el vicepresidente, el "gringo" Pellegrini, abogado, montado en un petizo de carro lechero tomó el mando de las fuerzas del gobierno y sitió a los revolucionarios, a efecto de dar tiempo a que otro, "gringo", el general Levalle, ministro de Guerra, concentrase para el ataque a los regimientos fieles. Entre los revolucionarios cundió el desconcierto, y el coronel Mariano Espina, conocido por su crueldad con los indios, terminó por desacatar a la Junta, amenazando con fusilar al doctor Alem y apoderarse de la Casa de Gobierno por cuenta propia. Afortunadamente la tropa, que no sabía por qué ni por quien combatía, no le secundó.
La revolución fue sofocada, pero el malestar económico fue acentuándose y provocó al mes siguiente la renuncia del presidente Juárez Celman, coyuntura que, por cierto, no aventó la crisis.

Aquel mismo año, el doctor F. Barroetaveña, actor de la revolución, sintetizó su juicio sobre ella: "Sí, es triste, pero debemos confesarlo: el pueblo se alzó contra el gobierno del doctor Juárez Celman alistándose bajo la bandera reaccionaria de la Unión Cívica, menos por amor a la libertad, que por salvar sus intereses económicos, menos por defender sus derechos que por conservar sus propiedades".


Fuente: revista Revisión n° 18, Buenos Aires, Septiembre de 1965.

lunes, 23 de octubre de 2017

“LA NUEVA REPÚBLICA”, O LA LUCHA POR EL ORDEN

Rodolfo Irazusta
Los años 20 fueron un momento en el que parecía que el modelo político y económico liberal estaba en su mayor auge. La expansión de los EEUU -en el ámbito internacional-, la consolidación del régimen democrático argentino dentro de un contexto de orden durante la Presidencia de Alvear, parecían dar la razón a esta convicción. Sin embargo, el mundo había pasado por la Primera Guerra Mundial, y como consecuencia de la misma, la amenaza de la Revolución roja, triunfante en Rusia, se hacía sentir en las naciones de Occidente.  Como reacción ante dicho peligro había surgido en Italia el Fascismo, mostrando la posibilidad de que podía existir un “nuevo orden” que contuviera y encausara el caos revolucionario. Por otra parte, situaciones de revoluciones y guerras internas se daban en países como Portugal o México. En España, la crisis seguida al desastre del 98 condujo a la instauración de la Dictadura del General Primo de Rivera. Y en Francia, Nación que siempre fue muy tenida en cuenta por la intelectualidad argentina, se encontraba consolidada la Acción Francesa como una fuerza contrarrevolucionaria. Eran años preñados de cosas nuevas en el ámbito de la política. Es justamente en este contexto que el Nacionalismo argentino va a tener sus primeras manifestaciones a partir de la publicación de nuevos periódicos. Primero La Voz Nacional, de vida efímera, por iniciativa del médico entrerriano Juan Carulla;  luego, La Nueva República, Órgano del Nacionalismo Argentino -como se subtitulaba-, a partir del año 1927. Analizaremos a continuación cuál era la línea fundamental que poseía dicho periódico. Para eso, luego de presentar escuetamente al mismo -su origen, su director, su staff, sus colaboradores-, trataremos de indagar, a través del análisis de algunos de sus artículos y de las personalidades más relevantes del ámbito de la cultura que eran tomadas como referentes, qué principios eran defendidos desde sus páginas  .

EL PERIÓDICO

     El periódico La Nueva República se dio a conocer el 1° de diciembre del año 1927. El director del mismo fue Rodolfo Irazusta, encargado de la sección política. Los redactores habituales fueron Julio Irazusta -hermano de Rodolfo-, Ernesto Palacio y Juan Carulla. A éste último se debe que el periódico llevara por subtítulo Órgano del Nacionalismo Argentino.
     “Rodolfo Irazusta, con menos cultura libresca que sus compañeros, había sido formado por su padre para la acción, en la que intervino desde muy joven, tomando parte en la vida de comité, desde el retorno del radicalismo al comicio…Durante un viaje a Europa…cayó bajo el influjo de Maurras…
     Como escritor Rodolfo Irazusta fue el periodista nato…
     Ernesto Palacio..tenía acabada formación literaria, y siendo un admirable poeta, se atuvo a la prosa…Fue…el petit anarchiste que Maurras confesó haber sido en su extrema juventud…Entre los años 23 y 27 César Pico había hecho de Ernesto Palacio un católico ferviente y un hombre de orden…
     Julio Irazusta había sido omnívoro pero desordenado lector, hasta que fue a Europa en 1923…Antes de cesar su rechazo a Maurras, y de admirarlo, Julio Irazusta tenía formado el criterio político con que estudió los clásicos de la materia…
     En el segundo número del periódico aparece como editorialista…el Dr. Juan E. Carulla, médico entrerriano residente en Buenos Aires, procedente del anarquismo, a quien la guerra europea, en la que participó como profesional en el frente de Francia, lo hizo evolucionar. Allá volviose asiduo lector de la Acción Francesa.”[1]
El periódico contó además con colaboradores habituales, como César Pico -que tan importante actuación tuvo en la conversión de Palacio hacia la Fe y el Orden-, Alberto Ezcurra Medrano –uno de los precursores del Revisionismo histórico argentino-, y Tomás Casares –que tendría una destacada actuación en la Justicia-.
El periódico tiraba cuatro páginas quincenales, que además de analizar la situación política del momento propagaba sólidos principios doctrinales. Luego salió semanalmente, y durante algún tiempo llegó a ser diario. Entrados los años 30 desapareció y fue reemplazado por otros periódicos como Crisol Bandera Argentina. Sin embargo nadie podrá negarle el mérito de haber sido el primer gran difusor de los principios sobre los que se desarrollaría el Nacionalismo posterior.

LOS PROPÓSITOS DEL PERIÓDICO

La Argentina de la década del 20, en particular la del período alvearista, se caracterizó por la paz y la prosperidad creciente. En 1926 nuestro país había exportado once millones de toneladas de productos agropecuarios. “En medio de esta euforia, un grupo de jóvenes escritores procedentes de los más diversos sectores políticos, se reunía y conversaba acerca de una revista que sometiera aquella brillante apariencia al cernidor de una crítica rigurosa”[2]. El objetivo se concretó, como ya señalamos más arriba, el 1° de diciembre de 1927, cuando salía a la luz pública La Nueva República. Ese primer número era categórico, no dejaba ningún lugar a dudas: “La sociedad argentina pasa por una profunda crisis. La robustez del organismo hace que el mal se oculte….pero él existe y es profundo”[3].
Así se presentaba el nuevo periódico, en un editorial titulado “Nuestro Programa”. ¿Por qué hablar de crisis en un momento  en el que todo parecía marchar en forma exitosa? El mismo artículo trae la respuesta: la crisis que sacude a la sociedad argentina es de orden espiritual, y tiene su origen en las ideologías que se habían difundido en las décadas anteriores. “Cuarenta años de desorientación espiritual han producido en nuestras clases directivas, sobre todo universitarias, el más grande caos de doctrinas e ideologías”[4]. Las ideologías que enfermaban el organismo social eran aquéllas nacidas a partir de la Revolución Francesa. En el mismo número 1 Ernesto Palacio lo dejaba clarísimo en el artículo titulado en forma contundente “Organicemos la Contrarrevolución”“Tenemos a nuestras espaldas más de medio siglo de desorientación espiritual. Los sofismas del romanticismo y la revolución francesa, que emponzoñaron toda la actividad pensante de varias generaciones argentinas”[5].
El mito de la soberanía popular difundido por la Revolución había llevado al desconocimiento de las jerarquías: “Negación de la jerarquía sobrenatural de la Iglesia de Cristo; negación de la jerarquía natural del Estado. Predominio del arbitrio individual…”[6] Esta situación se veía agravada por la difusión de estos principios a través de la educación impartida en los ámbitos escolares y académicos, producto de la ley 1420 y de la Reforma Universitaria: “La escuela laica y el sectarismo de la enseñanza que se imparte en nuestros colegios y universidades, unidos a la prédica disolvente de los partidos avanzados y a la propaganda de la prensa populachera, contribuyen al mantenimiento de se estado de espíritu”. La demagogia a la que había contribuido la difusión de la democracia, y el “obrerismo bolchevizante”, producto de la influencia de la Revolución Rusa, también eran denunciados por Palacio.
Frente a los males enumerados correspondía recuperar el Orden. El artículo concluía poniendo el ejemplo de dos naciones que marchaban en esa senda: la España del General Primo de Rivera, y la Italia de Benito Mussolini.

PRINCIPIOS SOSTENIDOS POR EL PERIÓDICO

     Hemos dejado planteado el propósito claramente “restauracionista” que el periódico tenía. Los principios que lo animaban iban en esa línea. Presentaremos escuetamente algunos de los mismos sin pretender agotar el tema.
En primer lugar, y ya hemos hecho referencia a ello, el periódico dejaba en claro la necesidad de recuperar las jerarquías en el orden social. La demagogia reinante, reiteradamente denunciada, debía ser reemplazada por la excelencia. “Quince años de demagogia, han bastado para desquiciar todos los organismos del Estado”, sentenciaba el programa presentado en el número uno; “La jerarquía en las funciones del Estado”, se titulaba un artículo escrito por Rodolfo Irazusta en el mismo número.
Este análisis nos lleva a otro de los temas que aparece en los primeros números: la necesidad de distinguir entre el sistema republicano y la democracia. Frente a la exaltación de la “democracia” que siguió a la Ley Sáenz Peña, y que es impulsada a partir del triunfo del Radicalismo, pero que en realidad ya era parte del discurso circulante desde la imposición de la filosofía liberal con la sanción de la Constitución de 1853, los “neorrepublicanos”, se dedican a distinguir “república”, entendida como un sistema orgánico sustentado en Instituciones, de la “democracia”, con toda la carga de plebeyismo e inorganicidad que dicho régimen supone. En este sentido, se preocuparon de demostrar que en realidad la Constitución de 1853 en ningún momento hace referencia al sistema democrático[7]. En el número 12 del periódico se señalaba que “en los ciento y tantos artículos de la constitución del 53, ni una sola vez se habla de la democracia…Esto se debe a que sus autores, algunos de ellos muy cultos, conocían los clásicos políticos y sabían el verdadero significado de los vocablos. Sabían que la Democracia era el desorden, la crisis de las repúblicas y de las monarquías y no un sistema de gobierno y tenían fresco el recuerdo de los horrendos crímenes que el desborde del Demos había producido en Francia en el año 93”. Es claro que la crítica se dirige más a las consecuencias de la Ley Sáenz Peña, que hizo efectiva la democracia –y su consecuencia la demagogia-, que al texto mismo de la Constitución. Esta primera generación nacionalista, que tenía clarísimos los principios fundamentales, todavía no había desarrollado una postura profundamente crítica acerca del texto de la Constitución, y del espíritu que la animaba: esto es, el Liberalismo sobre el que la misma se sustenta, causa directa de la irrupción democrática. Nos dice al respecto Antonio Caponnetto: “Era a ésta (la ley Sáenz Peña) y no a la Ley del ’53 a la que atacaban los primeros revisionistas, puestos a hacer política…”[8]
En el número 13, del 5 de mayo de 1928,  se vuelve a remarcar la diferencia entre el sistema republicano proclamado por la Constitución y la democracia: “Este espíritu republicano ha sido desvirtuado por el partido democrático que nos gobierna desde hace veinte años…La democracia ha podido hasta ahora con el régimen autonómico y con el principio de autoridad, y quizá emprenda de aquí a poco decididos ataques contra el régimen de la propiedad y la familia”. La crítica a la democracia va intrínsecamente unida a la condena del sufragio universal. No sólo porque permite el triunfo de lo más bajo, sino porque detrás de la propaganda electoral que dicho método de elección exige, opera en forma oculta una “plutocracia” que busca obtener sus propios beneficios: “Se sabe…que en Francia se opera subterráneamente, al mismo tiempo que la propaganda eleccionaria, una batalla de grupos industriales, de concesionarios de Estado, de compañías coloniales…Ningún régimen es tan caro como el democrático”.[9]
Digamos finalmente, para cerrar este tema, que La Nueva República mostró con claridad la enemistad del Nacionalismo con la Democracia: “La democracia es el reino de la impostura…triunfa el que miente mejor…EL nacionalismo persigue el bien de la nación, de la colectividad humana organizada; considera que existe una subordinación necesaria de los intereses individuales, al interés de dicha colectividad…Los movimientos nacionalistas actuales se manifiestan en todos los países como la restauración de los principios políticos tradicionales, de la idea clásica del gobierno, en oposición al doctrinarismo democrático…Frente a los mitos disolventes de los demagogos erige las verdades fundamentales que son la vida y la grandeza de las naciones: orden, autoridad, jerarquía”.[10]
     La crítica a la Democracia lleva a los miembros de la Nueva República a abrevar en las fuentes clásicas, donde redescubren el valor de la “forma mixta” de Gobierno. Bajo el título “La forma mixta de gobierno”, escribía Rodolfo Irazusta en el número 5 del periódico: “Todos los gobiernos son monárquicos, aristocráticos y democráticos al mismo tiempo…Platón, Aristóteles, Santo Tomás de Aquino, Maquiavelo, Vico, Rivarol reconocen como la mejor forma de gobierno a aquella que  concilie los anhelos de libertad con las exigencias de la autoridad. La aparición de los ideólogos con sus constituciones escritas provocó el olvido del orden tradicional que se había establecido espontáneamente”. Esta defensa del régimen mixto lo lleva a condenar a la Democracia moderna: “La democracia sistemática que conocemos, es lo más absurdo que hay, es el pecado contra el espíritu”.
La referencia al “pecado” que representa la Democracia nos lleva a otro punto importante en el pensamiento del grupo, y es la relación que establecen entre política y moral. En un artículo firmado por Tomás Casares se afirma: “el Estado no legisla, organiza ni manda en vista de la felicidad inmediata de los súbditos. Legisla, organiza y manda para disponer el ambiente social en que cada súbdito halle la posibilidad y aun véase constreñido a realizar un destino que no es fruto de su arbitraria elección individual, sino que le es propuesto y moralmente impuesto por una ley superior a todo humano arbitrio[11]”.
La concepción moral planteada por Casares remitía a un principio teológico al que el jurista se remitía explícitamente: la Ley de Dios. Esto lleva a analizar qué concepto tenían estos hombres acerca de la relación entre el Estado y la Iglesia. Aquí también se mostraron en profundo desacuerdo con el Liberalismo establecido: “El Estado vive en una sociedad y su religión no puede ser otra que la de la sociedad. Tal es el caso del Estado argentino cuya religión no puede ser otra que la de la sociedad argentina. La sociedad argentina es católica desde su nacimiento”.[12]
    La profunda crítica al Liberalismo, a la Democracia y a la Demagogia, llevó a iniciar una revisión del relato del pasado argentino construido a partir de Mitre. Lo que para éste eran valores identificados con la Nacionalidad, para los miembros de La Nueva República eran antivalores, y era falso identificar a la Nación con los mismos. Es en esta perspectiva que en el número 16 se cuestiona el relato clásico sobre la Revolución de Mayo. Ésta no tenía nada que ver, para los “neorrepublicanos”, ni con la Revolución Francesa, ni con la Democracia, ni el Liberalismo. Por supuesto que había que esperar hasta los años 30 para que se inicie un movimiento de revisión a fondo, pero era un primer paso.

AUTORES CITADOS

Otra perspectiva desde la cual abordar la postura del periódico es analizar a los pensadores y autores citados y comentados en sus páginas. Cuando optamos por este método se refuerza la constatación de la postura claramente contrarrevolucionaria del periódico. Aparecen Joseh de Maistre, Chesterton, Donoso Cortés, León XIII….
Como muestra basta un botón. Terminábamos el apartado anterior refiriéndonos a la crítica a la Revolución Francesa, de la cual se quería separar a nuestra Revolución de Mayo. Oponerse a los efectos de la Revolución Francesa es el núcleo central de una postura contrarrevolucionaria. Justamente en el número del 26 de mayo de 1928 Juan Carulla comentaba el libro de Pierre Gaxotte sobre La Revolución Francesa:
“…la revolución francesa ha sido y es nefasta…Todas las fallas de nuestra organización política y de nuestra cultura tiene su origen en ese comienzo…Las generaciones han venido recibiendo una cultura superficial y equivocada en sus fines. Su resultado se llama democracia absoluta…Extinguida la generación de la Independencia…se estableció el predominio de los secuaces de Rousseau…
   Gaxotte….(ha mostrado) que la leyenda heroica de la Revolución Francesa es una fantasía teatral, que oculta un fondo de lodo y de sangre…
…La Revolución Francesa no difiere en nada de las demás revoluciones que ha conocido la historia. Mentira que haya contribuido al progreso de los pueblos. Mentira que haya mejorado la situación económica de la clase obrera. Mentira que haya suprimido las guerras…La Revolución…lo único que consiguió realmente, (es) matar, masacrar y mutilar a 20.000.000 de hombres, destruir las jerarquías naturales indispensables para los pueblos e inficionar el mundo de absurdas doctrinas que aún siguen haciendo estragos.”

CONCLUSIÓN

Al analizar esta primera expresión del Nacionalismo Argentino que fue el periódico La Nueva República emerge con claridad que el mismo significó una reacción contundente contra la Democracia, el Liberalismo y la Izquierda revolucionaria. El Nacionalismo significó por tanto, en la historia de nuestra Patria, la primera y principal fuerza reaccionaria y contrarrevolucionaria del siglo XX . Lo que vino después, sobre todo a partir de los años 50, 60 y 70 –el llamado “nacionalismo de izquierda”- no es más que lo radicalmente opuesto, una deformación monstruosa de lo que el auténtico Nacionalismo fue en sus orígenes.


                                                                                  Lic. JAVIER RUFFINO


Notas:
[1] Irazusta, Julio. El Pensamiento político nacionalista. De Alvear a Yrigoyen, 15-18
[2]Ibídem2.
[3] La Nueva República. Año I. N° 1. Dic. 1 de 1927.
[4] Íbidem.
[5] Íbidem.
[6] Íbidem.
[7] Esto es obra del Pacto de Olivos de 1994, consagrándose el culto a la nueva “deidad” difundido a partir del Alfonsinismo.
[8] Caponnetto, Antonio. Los críticos del revisionismo histórico. T. I, 74.
[9] La Nueva República. Año I. N° 11.
[10] La Nueva República. Año I. N° 13.
[11] La Nueva República. Año I. N° 4.
[12] La Nueva República. Año I. N° 12.

miércoles, 4 de octubre de 2017

EL PLAN DE OPERACIONES*

Por Federico Ibarguren

Considero agotada la polémica historiográfica en torno a la autenticidad del Plan de Operaciones –habida cuenta de comprobadas interpolaciones que el copista dejó en el texto, como simples gazapos, sin enervar la contextura filosófica del Plan reproducido-  luego de la aparición del libro  Epifanía de la libertad. Documentos secretos de la Revolución de Mayo. Ed. Bs As 1953. Libro este dado a luz por el académico de la historia y distinguido investigador, Dr. Enrique Ruiz Guiñazu, quien publica in extenso el interesantísimo documento concebido por Mariano Moreno, en el apéndice final de aquella obra suya, muy poco comentada por nuestros críticos y profesionales del tema. Ahora bien, reconociendo el valor informativo de esta obra, desde mi punto de vista personal discrepo, sin embargo, con ciertos enfoques subjetivos del autor sobre la emancipación argentina.

El “Plan” de referencia publicóse por primera vez en Buenos Aires –íntegramente- con prólogo del Dr. Norberto Piñeiro, en un trabajo titulado Escritos de Mariano Moreno (año 1896). Allí aparecía la transcripción de una copia hallada en el Archivo de Indias de Sevilla, la que había sido parcialmente utilizada por el historiador español Torrente en una obra suya dada a luz en 1829. La discusión acerca de la autenticidad de dicha copia (el original es de puño y letra de Moreno, según la nota final que contiene el papel hallado en el Archivo de Indias), fue iniciada con brillo literario y ardoroso pasionismo por Paul Groussac, quien impugnó de falso y apócrifo el “Plan” en dos largos artículos (contradictorios en cuanto a sus fundamentos) aparecidos en la revista La Biblioteca que él dirigía: el primero en 1896 y el segundo dos años más tarde. Entre ambos alegatos tendientes a absolver de toda responsabilidad al Secretario de la Junta, debe intercalarse la sólida y mesurada réplica del Dr. Piñero (1897), cuyos prolijos argumentos y pruebas que exhibió, -sin desconocer ciertos lapsus atribuidos al copista-, desvirtuaban la tesis inicial de Groussac, espectacular y de mejor estilo literario-; el cual había afirmado en 1896, aludiendo a las terribles clausulas concebidas por el “numen” de Mayo y utilizadas por Torrente, que las mismas “bastan para deshonrar la causa americana en la persona de su ilustre caudillo” (sic).

Luego de la violenta escaramuza Piñero-Groussac, la mayor parte de nuestros historiógrafos que trataron el tema o aludieron a la acción política del primer gobierno patrio, dieron su aprobación (explícita o implícita) a la validez intrínseca del discutido documento, atribuido a Mariano Moreno. Entre los mismos, pertenecientes a aquella generación del siglo pasado, destacanse Ernesto Quesada, José Maria Ramos Mejia y Juan Agustín Garcia.

Ahora bien, los estudiosos argentinos de la historia pertenecientes al siglo XX (excepción hecha de Ricardo Levene y Vicente D. Sierra, ambos invocando parecidas razones formales), dan por sentada tácitamente la opinión sostenida desde el comienzo de la polémica trabada en 1896, por el Dr. Piñero (vgr., Emilio P. Corbiere, Emilio A. Coni, J. Cobos  Darac, Carlos Roberts, Alberto Ezcurra Medrano, José María Rosa, Mario Cesar Grass, etc.).

Entre los más apasionados y recientes defensores de esta tesis (o sea a favor de la autenticidad de fondo del documento impugnado) figura don Enrique de Gandia en el opúsculo Las ideas políticas de Mariano Moreno. Autenticidad del Plan que le es atribuido. Bs As 1946.

El Dr. Enrique Ruiz Guiñazu, por último, en la obra Epifanía de la libertad –ya citada al comienzo- abona su punto de vista publicando extractos de una copiosa documentación inédita, extraída en gran parte de los archivos del Museo de Petropolis (Brasil), entre cuyos papeles –hasta hace poco desconocidos- se destaca la correspondencia secreta cursada por la princesa Carlota de Borbón a su hermano el rey Fernando VII, en la cual correspondencia (de los años 1814/15) se hacen concretas referencias a aquel famoso “Plan” del gobierno de Buenos Aires: “doctrina de un doctor Moreno –dice doña Carlota Joaquina, con cabal conocimiento de causa- que hicieron para el método del gobierno revolucionario, que puntualmente está siguiendo” (sic). A lo cual le responde Fernando, acusando recibo de la copia del “Plan”, en esquela escrita de su puño y letra: “…también he visto el plan de la revolución de América que me has remitido, el cual demuestra bien la perfidia y maldad de esos perversos insurgentes, gracias a tus desvelos y cuidados que en cuanto cabe han podido contener ese torrente”.

Pues bien –cabe preguntarse en consecuencia-, de no existir realmente un plan terrorista autentico, salido del intelecto de Moreno, ¿Cómo explicar su concreta referencia en el epistolario privado, íntimo, de quienes –se ha dicho- habrían sido los falsificadores o cómplices del apócrifo papelote revolucionario fechado en 1810? ¡Increíble!. Nadie se engaña a sí mismo por cierto. Aquella inédita correspondencia entre los hermanos Borbones de España, publicada en Buenos Aires por el Dr. Ruiz Guiñazu, lo prueba sin lugar a dudas. Debemos entonces, creo yo –respetando los principios de la sana lógica-, descartar de plano la hipótesis “Groussaquiana” (compartida luego por Levene y Vicente Sierra) de que el engendro  del 30 de Agosto fue elaborado a designio por espías españoles y/o agentes portugueses anticriollos, al solo efecto de desprestigiar la política rioplatense de la flamante Junta de Mayo.

Tal es, al menos, mi sincera opinión de fondo (como estudioso de la historia argentina) sobre este particular debate en torno a las concepciones de gobierno del Dr. Mariano Moreno, demostradas por lo demás en hechos, y a través de reveladores papeles públicos (como las Instrucciones a Castelli del 12 de Septiembre) que son indubitables y de los que hablaremos enseguida. En cuanto a ciertos editoriales de “La Gazeta” atribuidos al “numen” de Mayo –con los cuales se ha pretendido desvirtuar su filosofía política terrorista-, es de advertir que dichos escritos del periódico evidentemente propagandísticos, no llevan firma del autor responsable.

A propósito de tan discutido asunto, el Dr. Carlos Ibarguren en su obra póstuma La Historia que he vivido, Bs. As. 1955, expresa esta convincente opinión al margen del análisis pormenorizado de nuestra critica historiográfica profesional: “Mucho se ha discutido acerca de la autenticidad del Plan del 30 de Agosto de 1810, atribuido al “numen” de la Revolución –dice- tachado de apócrifo por Groussac y el doctor Levene, y considerado autentico por Norberto Piñero y Enrique Ruiz Guiñazu; pero sea o no fraguado ese Plan, es indudable que los procedimiento que el mismo recomienda y muchos conceptos que expresa, resultan semejantes a los indicados en las instrucciones dadas a Castelli el 12 de Septiembre de aquel mismo año (cuya pieza original, por otra parte, aun conservamos intacta los herederos del Dr. Carlos Ibarguren). Tales instrucciones –que desencadenaron una sangrienta tragedia- parecen agitadas por un soplo de furor (continua el historiador citado) que contrasta con la mansedumbre conciliatoria de las expedidas por Belgrano a Arenales, que trato en páginas anteriores, y muestran las dos visiones distintas que tenían aquellos próceres sobre el modo de ejecutar la revolución e implantar el “nuevo sistema”. Las inspiradas por Moreno aplican como medio eficaz para triunfar: el terror, el exterminio, el engaño y el halago al interés personal. “En la primera victoria que logre –indican ellas- dexara que los soldados hagan extragos en los vencidos para infundir el terror en los enemigos”. Castelli debía obrar por sorpresa como agente terrible y siniestro: “tendrá particular cuidado en guardar profundo silencio en sus resoluciones, de suerte que sus medidas sean siempre un arcano que no se descubra sino por los efectos, pues este es el medio más seguro de que un general se haga respetable a sus tropas y temible a sus enemigos”. Se condena a muerte en masa, sin incoar proceso alguno, a todos los jefes políticos, militares y eclesiásticos que dirigían la resistencia contra la política de Buenos Aires: “el presidente Nieto, Córdoba, el gobernador Sanz, el obispo de la Paz, Goyeneche y todo hombre que haya sido director principal de la expedición, deben ser arcabuceados en cualquier lugar donde sean habidos”. Se recomienda proceder con la mayor perfidia contra los enemigos, engañándolos en cuanto pueda, “alimentándolos de esperanzas, pero sin creer jamás sus promesas y sin fiar sino en su fuerza… tendrá particular cuidado en aceptar toda negociación, pero sin detener por esto su marcha, antes bien, entonces, deberá apresurarla lisonjeando a los contrarios en las palabras”. El interés personal era el que debía tomarse en cuenta para atraer a los hombres al nuevo orden de cosas y elegirlos para los empleos, debiendo proponerse a los que “sientan un interés personal en la conservación del nuevo sistema”… Toda la administración pública de los pueblos se pondrá en manos patricias  y seguras, uniendo de este modo el interés individual al bien general del Estado”. En la lista de los que debían ser traídos presos a Buenos Aires, con el pretexto de “necesitar la Junta sus luces y concejos” (sic), figura el doctor Matías Terrazas, deán de Charcas, que había sido el protector, como padre de Moreno, en cuya casa vivió cuando estudiaba en la Universidad de Chuquisaca. Este importantísimo documento –finaliza Carlos Ibarguren, comentando aquellas instrucciones dadas por Moreno a Castelli, el 12 de Septiembre de 1810, en nombre del gobierno porteño- está suscripto por todos los miembros de la Junta, con la disidencia del doctor Alberti, sacerdote, cuya letra temblorosa acusa el horror que lo dominaba: “Firmo –dice- los anteriores artículos con exclusión de las penas de sangre”. Castelli cumplió inexorablemente lo que le fuera mandado…”.

Considero inútil y redundante seguir insistiendo aquí en el tema polémico arriba sintetizado. Por ahora al menos (y tal es mi convencida opinión), creo que con lo dicho basta. Huelga cualquier otro comentario al respecto.

*Tomado de Federico Ibarguren. Las etapas de Mayo y el verdadero Moreno. Ed. Theoria. Bs. As. 1963


lunes, 18 de septiembre de 2017

Alberdi y las ideas constitucionales del 53. *

Por: JOSÉ MARÍA ROSA

II
LA BIBLIOTECA DEL CONGRESO

La Biblioteca del Congreso Constituyente no era muy nutrida. Por confesión del propio Gutiérrez la formaba solamente un libro: una edición del federalista que había pertenecido a Rivera Indarte, y que Dios sabe como había ido a parar a Santa Fe. Aún este sólo libro, siguiendo el destino señalado en su  ex-libtis, acabó por desaparecer misteriosamente de su anaquel.
      La falta de oxígeno constitucional habría sido angustiosa, si Alberdi no tomara la precaución de hacer llegar un cajón con ejemplares de sus Bases, publicada poco antes en Valparaíso, (la primera edición de las Bases fue tirada el 1º de mayo de 1852, con anterioridad, pues, a la inauguración del Congreso, 20 de noviembre). El especialista en derecho político entre los jóvenes mayos de 1837 se hacía presente en el Congreso, sin abandonar su remunerado bufete chileno, y con algo más eficaz que un acta de “representante del pueblo” lograda después del consabido “he dispuesto que sea elegido” del Libertador.

LA FILOSOFÍA POLÍTICA DE LAS “BASES”.

      En contradicción absoluta con el pensamiento historicista expuesto en su Fragmento de 1837, (Bases 138) Alberdi sostenía en las Bases que la organización política liberal solamente podría hacerse eliminando o rebajando la raza argentina. La antinomia entre un pueblo hispánico de naturaleza guerrera con instituciones anglosajonas de índole comercial, la resolvía dando preferencia a éstas sobre aquél: “Es utopía, es sueño y paralogismo puro –decía en Bases- el pensar que nuestra raza hispanoamericana, tal como salió formada de su tenebroso pasado colonial, pueda realizar hoy la república representativa”. Y con el mismo pensamiento agregaba: “No son las leyes las que necesitamos cambiar, son los hombres, las cosas. Necesitamos cambiar nuestras gentes incapaces de libertad por otras gentes hábiles para ella”.
      El error de Rivadavia había consistido en hacer reformas liberales para un pueblo naturalmente antiliberal; por eso fracasó. No era con reformas superficiales que se lograría  el amoldamiento de un pueblo hispánico y católico a constituciones y leyes sajonas y protestantes.  “A Rosas le bastó agitar la pampa –había dicho Sarmiento en Facundo- para echar por tierra el edificio  hecho en la arena”. Era necesario introducir el liberalismo de manera más firme, más radicalmente firme. Reemplazar la arena natural por dura argamasa importada; expulsar al criollo tan entusiasta por su tierra y sus caudillos y tan desapegado hacia los valores liberales fundados en el comercio y la industria.
      “Con tres millones de indígenas, cristianos y católicos, no realizaréis la República ciertamente” decían las Bases con evidente lógica dando a república el significado de “república a la norteamericana”. “No la realizaréis tampoco con cuatro millones de españoles peninsulares, porque el español puro es incapaz de realizarla, allá o acá. Si hemos de componer nuestra población  para nuestro sistema de gobierno, si ha de sernos más posible hacer la población para el sistema proclamado que el sistema para la población, es necesario fomentar en nuestro suelo la población anglosajona”, raciocinio perfectamente encuadrado en el pensamiento liberal que antepone las formas, las apariencias a la misma realidad. La sola manera de lograr una civilización anglosajona consistía, claro está, en reemplazar la población católica por otra de índole protestante: “Ella está identificada al vapor, al comercio, a la libertad, y nos será imposible radicar esta cosas entre nosotros sin la cooperación activa de esta raza de progreso y de civilización”.
      ¿Podría acaso lograrse, mediante la  “educación” el cambio total del espíritu hispanoamericano? Eso había sido el dueño utópico de Rivadavia: “¿Podrá el clero dar a nuestra juventud los instintos mercantiles e industriales, que deben  distinguir al hombre de Sud América? ¿Sacará de sus manos esa fiebre de actividad y de empresa que lo haga ser el yanquee hispanoamericano?” [Bases]. Imposible.
      El pensamiento fundamental consistía en implantar la libertad; la libertad liberal, se entiende –es decir entendida a lo protestante-, libertad de los individuos para obrar sin trabas, que no libertad de los individuos para oponer el interés general a la gravitación de otros individuos más fuertes. La libertad como autolimitación  de la sociedad  para no intervenir  en el despotismo de los fuertes contra los débiles: de hacer a los individuos de tutelas sociales para que el struggle for life  jugara plenamente  la eliminación de los menos aptos en la lucha por la vida. Y los menos aptos, en esa civilización materialista que alborea eran los criollos que no tenían aficiones mercantiles: “La libertad es una máquina que, como el vapor, requiere maquinistas ingleses de origen. Sin la cooperación de esa raza es imposible aclimatar la libertad en parte alguna de la tierra”, confesaban las Bases. La libertad individual había sido el medio para imponer el dominio de las razas protestantes. Y alucinado por el medio, Alberdi aconsejaba la entrega total de la Argentina a esas razas comerciales.

EL RACISMO DE LAS “BASES”.

      Racista, fuerte y ardientemente racista, era el escrito de Alberdi. Como lo eran también los escritos de su rival Sarmiento, y de los hombres todos de su generación. Racismo a contrario sensu, para lograr la prevalencia de las  razas de afuera contra las razas de adentro. Admiración a lo foráneo y desprecio a lo propio: “haced pasar el roto, el gaucho, el cholo, unidad elemental de nuestras masas populares, por todas las transformaciones  del mejor sistema de instrucción: en cien años no haréis de él  un obrero inglés que trabaja, consume, vive digna y confortablemente” (Bases).
      ¡Cómo desconocería las condiciones de la vida obrera en Inglaterra por ese entonces, para estampar  semejante afirmación! ¡Cómo comparar la modesta pero digna, vida de un gaucho argentino en 1852, con las del proletariado londinense en ese primero y sórdido período del capitalismo industrial! . (“No es raro encontrar a un hombre con su mujer y cuatro o cinco niños, y algunas veces también los abuelos, viviendo todos en un cuarto redondo de diez a doce pies de lado, donde comen, duermen o trabajan. El arreglo interior de estas habitaciones revela grados diversos de miseria, que llega con frecuencia hasta la falta completa de los muebles más indispensables, y la sustitución de las camas por harapos sucios”, decía F. Engels de las condiciones obreras de Londres en 1860 (c. por A. Efimov, Historia del capitalismo industrial). Un funcionario inglés informaba en la misma fecha sobre las casas para obreros de Glasgow: “son generalmente tan sucias que no sirven ni para establos”)
      No se eliminaba al gaucho por su posible poca instrucción. No era eso, no; se lo eliminaba sencillamente por ser extranjero o, mejor dicho, por ser extranjero a la nueva Argentina: “En Chiloé y en el Paraguay saben leer todos los hombres del pueblo y, sin embargo, son incultos y selváticos al lado de un obrero inglés o francés que muchas veces no conoce ni la o”. (Bases). No era, pues, una preferencia por grado más o menos de cultura: era porque la raza no les daba aptitudes marcadamente comerciales, haciéndolos incultos y selváticos, al lado de hombres que sabían atesorar y manejar el dinero.
      Así el criollo sería extranjero en su propia tierra. La nueva patria no estaría en la raza, en la historia, en la gloria vivida en común. “La patria es la libertad, es el orden, la riqueza, la civilización organizada en el suelo nativo bajo su enseña y su nombre” , enseñaban las Bases definiendo a la nueva Argentina materialista y sin tradiciones que comenzaba.
      Lograr una Argentina sin argentinos: he aquí el propósito de gobernar es poblar. “Poblar” como despoblar de criollos y repoblar con “razas superiores”; toda la filosofía de la organización se centraría en esa máxima.

EL CAPITAL FORÁNEO.

      No era fácil la tarea de desarraigar nada menos que una raza. De allí que el apoyo extranjero se hiciera imprescindible para lograr la completa desargentinización de la Argentina. “Los tratados de amistad y comercio son el medio honorable de colocar la civilización sudamericana bajo el protectorado de la civilización del mundo” (ésta y las siguientes hasta el final son citas de las Bases), reclama Alberdi, iniciando la civilización mercantilista bajo la lógica protección  de las naciones mercantilistas favorecidas. Las cuatro frases sonoras que habrían de reconocer en la futura Constitución los derechos y garantías del hombre extranjero y del capital extranjero, quedarían inviolables bajo la protección del cañón de todos los pueblos”. Abdicar la soberanía nacional en cambio de unos derechos constitucionales en exclusivo beneficio del foráneo era la gestión más patriótica –en el nuevo concepto- que podía pedirse. Frente a esos cañones, ¿qué derechos, qué garantías podrían reivindicar a su vez los nativos, desarmados, disminuidos, ahuyentados?
      El medio de lograr el apoyo del  “cañón extranjero” consistía en hacerlo defender intereses propios. “Proteged al mismo tiempo empresas particulares (fiscales  ¡jamás!) para la construcción de ferrocarriles. Colmadlas de ventajas, de privilegios, de todo favor imaginable sin deteneros en medios. Preferid este expediente a cualquier otro”. ¡Consejo seguido al pié de la letra  y del cual pueden dar fe las posteriores leyes de concesiones ferroviarias! El capital foráneo era el gran factor de civilización. “Entregad todo a capitales extranjeros. Dejad que los tesoros de fuera, como los hombres, se domicilien en nuestro suelo. Rodead de inmunidades y de privilegios el tesoro extranjero para que se naturalice entre nosotros”.
      La Nación desaparece ante los intereses materiales.  La naturalización que pedía Alberdi no se efectuaba, claro está,  por una asimilación del capital foráneo al país, sino precisamente a la inversa: por asimilación del país al capital foráneo. No quería significar que las sociedades habrían de prescindir de su nacionalidad de origen para adquirir la del lugar donde efectuaban la explotación de servicios públicos, que los directorios antepusieran las conveniencias argentinas a sus propios intereses, o que los accionistas perdiera su mentalidad extranjera por el hecho de cobrar dividendos argentinos. La naturalización sería en realidad del país, que al ser atado al capital extranjero se extranjerizaría también: se tornaría en colonia, en factoría. Con mentalidad de colonia, es decir, con mentalidad civilizada.

LIBRE NAVEGACIÓN.

      La entrega total de la Argentina debía completarse con la absoluta entrega de sus ríos navegables. Era preciso renunciar  a la soberanía  argentina sobre ellos, porque “Dios no los ha hecho grandes como mares para que sólo se naveguen por una familia”.
      Rosas había guerreado –y triunfado- sosteniendo contra Inglaterra y Francia la soberanía argentina de los ríos. Por los tratados de 1849 y 1850, esta soberanía había sido  reconocida formalmente , aunque no faltaran entre los  propios argentinos  corifeos de la “libre navegación” –Varela, Valentín Alsina, etc- que sostuvieron la tesis colonial.  La libre navegación de los ríos –que es decir: la renuncia a la soberanía argentina de los ríos  -había sido una de las cláusulas impuestas por el Brasil en su tratado con Urquiza, y acababa de estamparla el Libertador en el Acuerdo de San Nicolás. Ahora Alberdi daba la explicación económica a este desgarramiento político :era conveniente esa libertad, para que “penetrara  por los ríos la civilización europea”. Había que hacer de los ríos mares; y mares libres, mares de “alta mar”. “Es necesario entregarlos a la ley de los mares”, clamaba renunciando a todas pretensión soberana. Que  “cada afluente navegable reciba los reflejos civilizadores  de la bandera de Albión; que en las márgenes del Bermejo y del Pilcomayo brillen confundidas las mismas  banderas de todas partes que alegran las aguas del Támesis, río de Inglaterra y del universo”, demostrando con ello no conocer el Támesis, donde no alegra sus aguas otra bandera que la inglesa. Y demostrando ignorar el “Acta de Navegación” de Cromwell, origen del poderío marítimo inglés.

MORAL ALBERDIANA.

      Vivir sin honor, pero con dinero: ahíto, conforme, sin Dios y sin Patria: he aquí el ideal de las Bases.  “La gloria es la plaga de nuestra pobre América del Sur”, dicen por ahí; “el laurel es planta estéril en América”, por otro lado; “nuestros patriotas de la  primera época (la Independencia) no son los que poseen ideas más acertadas sobre el modo de hacer prosperar esta América… Las ficciones del patriotismo, el artificio de una causa puramente americana de que se valieron como medio de guerra, los dominan y poseen hasta hoy mismo. Así hemos visto a Bolívar hasta 1826, provocar, ligar, para contener a la Europa, y al general San Martín aplaudir en 1844 la resistencia de Rosas  a reclamaciones accidentales de algunos estados europeos… La gloria militar que absorbió sus vidas, los preocupa todavía más que el progreso… Pero nosotros, más fijos en la obra de la civilización que en la del patriotismo de cierta época, vemos venir sin pavor todo cuanto la América puede producir en acontecimientos grandes”.
      La gloria, en efecto ¿para qué sirve?. “La paz nos vale el doble que la gloria”, con la paz habría dinero, aunque fuera en manos foráneas; pero algunas migajas podrían  recoger los nativos que facilitaron la libre entrada de los extranjeros.
      En estas complacencias llegaba Alberdi a los extremos más lamentables.  Hasta ofrecer a los extranjeros “el encanto que nuestras hermosas y amables mujeres recibieron de su origen andaluz”, convencido que los foráneos las fecundarían mejor que los naturales. Filosofía de marido complaciente  que engorda y medra entregando a otro su casa  y su mujer; que, por otra parte, es el  gran fundamento moral de nuestro liberalismo.
      Esta moral tuvo su lógico corolario. El de afuera tomó la casa y la mujer, poniendo al dócil marido a la puerta. Y éste, convencido que la “paz vale el doble que la gloria”, ni siquiera protestó, esperando que el nuevo dueño de casa le hiciera de cuando en cuando la limosna de algún producto de su propia huerta; y admitiendo, en total envilecimiento, dar su nombre –que en otro tiempo fuera glorioso- a los hijos espúreos que no llevaban su sangre ni amaban sus tradiciones. ¿Para qué reaccionar?  “La gloria es la plaga de nuestra pobre América del Sur”.


*Parte del artículo publicado en la Revista del Instituto  de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas, (Nº 11; 1943) que luego publicaría el autor en “Nos los Representantes del Pueblo”