jueves, 30 de octubre de 2014

PRESIDENCIA DE ROCA*

Por: Julio Irazusta

Reinstalado de nuevo en Buenos Aires federalizada, Avellaneda transmitió el mando a Roca el 12 de octubre de 1880.

Al otro día de asumir la presidencia el joven caudillo, tan diestro para encumbrarse, aparece menos seguro como estadista. Al explicar a Juárez Celman la formación del ministerio, se muestra menos consciente de sus objetivos de gobierno, que antes de los medios para satisfacer su ambición.

Dice que a Bernardo de Irigoyen le valió el cargo de canciller su competencia y moderación, porque si la guerra con Chile debiera estallar, nadie lo hubiese atribuido a la impaciencia del guerrero joven por una lucha exterior, sino que habría sido inevitable, aun para el prudente don Bernardo. Del ministro de educación Pizarro, dice creerlo fácil de enderezar contra la curia; lo que, si recordamos la energía que demostrara en el 90, no revela mucho conocimiento del hombre.

Esta subestimación del nuevo presidente parecería estar en contradicción con la capacidad exhibida por el general Roca en el admirable mensaje sobre la expedición del desierto, alabado por Lugones con toda justicia. Pero esa objeción se resuelve si tenemos en cuenta que los planes de lucha contra el indio estaban en elaboración hacia siglos, al mejor estilo tradicional; a saber, que los métodos de conducción se acendran con el tiempo por la acumulación de ciertos y descarte de errores a lo largo de varias generaciones.

Como favorito de la fortuna, la presidencia de Roca se inauguró cuando la crisis económica mundial  que afecto a la mayoría de los países europeos había cesado y en todas partes se iniciaba una nueva era de prosperidad y de optimismo. El constante desarrollo ferroviario, el aumento del aluvión inmigratorio, el orden interno al parecer asegurado para muchos años, eran las circunstancias adecuadas para la aplicación del programa presidencial: paz y administración. La primera cuestión importante encarada por el nuevo equipo fue la de las relaciones con Chile. La tensión era tan grande entre los dos países, que la guerra parecía a punto de estallar. Los exaltados la quería y los apáticos la temían.

En efecto, los chilenos seguían maniobrando para sacarnos ventajas en la negociación, pese a las dificultades en medio de las cuales se hallaban. La guerra que llevaban contra Bolivia y Peru seguía con igual vigor para ambos bandos beligerantes aunque los trasandinos mostraran neta superioridad en la lucha desde el comienzo de las hostilidades. Pero el heroísmo de bolivianos y peruanos no desmayo un instante. Uno de los momentos culminantes de la contienda (sobre todo para nosotros) fue la lucha por el morro de Arica, en al que Roque Saenz Peña estuvo junto al coronel Bolognesi, quien murió en la acción. La ocasión era dorada para la Argentina, pues de sumarse a uno de los bandos habría dado neta superioridad al que favorecía. Tanto más cuanto que hasta en tanto los dos países que enfrentaban a Chile estuvieron a punto de incorporarse en una triple alianza con nosotros, que tal vez hubiese impedido la guerra del Pacifico. Pero desde las entrevistas con Balmaceda, nuestros funcionarios de la cancillería habían hecho saber que jamás aprovecharían una ocasión. Y en consecuencia los osados y maniobreros chilenos se mostraban tan atrevidos en sus pretensiones contra nosotros como si ya hubiesen logrado el triunfo que tardaría dos años más en llegar.

Así, cuando se podía esperar una victoria diplomática sin lucha armada, se llegó a la transacción que nos hizo perder el Estrecho de Magallanes y puso en problemas nuestros derechos en sur, que hoy se nos discuten. En el momento de mayor tensión, dos norteamericanos, primos, representante el uno en nuestro país y el otro en el de nuestros adversarios, ofrecen los buenos oficios de una mediación, procedente por casualidad de la nación naturalmente más interesada en estorbar nuestro desarrollo. El 15 de noviembre de 1880, el Osborn (que era el apellido de los dos diplomáticos yanquis) de Chile escribió a su pariente de Buenos Aires que el gobierno chileno estaba dispuesto a ir al arbitraje sobre bases a convenir de común acuerdo. El de aquí contesto creer que el gobierno argentino estaría dispuesto a negociar, pero no a someter el conflicto a la decisión de un árbitro. El 3 de junio el canciller trasandino Valderrama propone una fórmula que fijaba el límite entre los dos países en la cordillera de los Andes. Irigoyen aceptó de inmediato, a condición de que se le agregara: “y pasara por entre las vertientes que se desprenden de un lado y del otro”… el 23 de julio de 1881 se firmaba el tratado que se creía solución definitiva de las tensiones entre los dos países. La demarcación de los límites prevista en el tratado, por obra de  peritos de los dos países a decidirse por otro de un tercer poder, se demoró en exceso. En 1889 aún no se había llegado a nada. Pero esto es otra historia.

                        Continua…


*Tomado de: Irazusta, Julio. Breve Historia de la Argentina. Cap VII. Editorial Huemul.

lunes, 20 de octubre de 2014

La conquista del desierto*

Por: Ernesto Palacio

El problema del indio había sido descuidado veinte años por los gobiernos revolucionarios. No era ajena a esa pasividad la influencia de la revolución ideológica operada a raíz de la guerra contra España y que se tradujo en la exaltación sentimental del aborigen, víctima de la “usurpación”. Ese indigenismo ruseliano, que se exhibe en documentos de tanta trascendencia como el “manifiesto” que dio el Congreso de Tucumán al declararnos independientes, era una confesión de culpa por parte de los hijos de conquistadores y anunciaba un cambio fundamental de política: el fin de la conquista por las armas. El indio no será ya el enemigo, sino el hermano desgraciado a quien había que amparar y el progenitor a quien había que honrar. Tan hondo había calado la influencia de Rousseau que se prefería (aun por quienes no tenían en sus venas una gota de sangre aborigen) apelar a la tradición de aquellas gente “natural”, inocente y desdichada, que a la de sus “corrompidos” y “sanguinarios” sojuzgadores. Esta ideología que dominó en la Asamblea, el Congreso de Tucumán y los Directorios se manifestaba con mayor virulencia en los representantes del norte, donde el aborigen ya no representaba peligro y era más general la mezcla de razas, y entre los “ilustrados” de las ciudades, que solo habían visto a los indios de lejos.

La consecuencia de este indigenismo literario era la indefensión de los poblados y la insolencia cada vez mayor de las tribus, que se acrecentaba a favor de las disidencias civiles. Los doctores del gobierno solían despertar a la realidad después de cada malón imprevisto, con matanzas, incendios y robo de mujeres y ganado, y acudían a reforzar precipitadamente la líneas de frontera o enviaban expediciones punitivas que siempre concluían desastrosamente en carreras agotadoras por el vasto desierto, cuyos secretos solo el indio conocía y dominaba.

Rosas se había criado y hecho hombre en la frontera y tenía en la sangre la tradición viva de la guerra contra el infiel. La estancia de Rincón de López –donde su abuelo materno, don Clemente López de Osornio había muerto víctima de un malón- era una verdadera marca. No participaba, por consiguiente de aquellas ilusiones (que, por lo demás, ya se habían disipado bastante) y consideraba que el problema del indio solo se resolvería por su total sometimiento o el exterminio de los recalcitrantes; es decir la continuación del sistema de la conquista. Durante su actuación como comandante de la campaña había propuesto el avance paulatino de las líneas fronterizas y el sistema mixto de negociación y rigor, que aplicó con éxito, ganando la confianza de los caciques por el cumplimiento riguroso de los compromisos y el castigo de las transgresiones; y se había opuesto a las expediciones punitivas condenadas al fracaso.

Al cabo hubo de convencerse de la insuficiencia de ese método. Los malones se habían convertido en una verdadera industria, apoyada por intereses poderosos que contaban incluso con la complicidad de funcionarios de la campaña: el producto de los robos se negociaba por lo común en Chile y producía a los intermediarios pingue provecho. Era necesario destruir en su origen el mal.

Combinó entonces con el presidente de Chile la realización de una campaña conjunta por medio de tres columnas convergentes. La de la derecha, al mando del general Bulnes, tendría por misión atajar a las tribus que pasasen la Cordillera. En nuestro territorio operaria una columna central al mando del general Quiroga (quien desempeñaría el comando en jefe de la campaña) y otra izquierda al mando de Rosas, las que se encontrarían junto a las nacientes del rio Negro, después de haber limpiado de aborígenes su recorrido. El general Aldao, por su parte avanzaría hacia el sur desde Mendoza. En sustancia, el plan previsto medio siglo atrás por el virrey don Pedro de Ceballos.

Rosas asumió la dirección de la campaña como jefe de la división de Buenos Aires y estableció su cuartel general en Monte. Allí empezó a organizar su ejército, poniendo a contribución –para suplir la reticente ayuda oficial- su propio peculio y el de sus amigos. Contaba con la colaboración de algunas tribus aliadas, inestimable como fuente de información y tropas auxiliares. Para que la empresa diera todos sus frutos, agregó a ella un grupo de técnicos e ingenieros, con el objeto de que estudiasen las características geológicas y naturales de las regiones que se conquistasen, así como de efectuar cateos y mensuras.

El tres de abril de 1833 se puso en macha la columna en dirección al sur. El once de mayo había alcanzado las márgenes del rio Colorado, donde se estableció campamento, después de explorar el territorio al Este y al Oeste con columnas parciales y sosteniendo escaramuzas con las tribus de la zona. El naturalista Darwin, en su viaje alrededor del mundo, llegó a ese punto a la sazón y visitó el campamento, dejándonos testimonios en su diario de la fuerte impresión que le produjo el jefe y de la popularidad de la guerra contra el salvaje en toda la campaña, para cuyos habitantes no era el idílico “hermano” de logistas e ideólogos, sino el enemigo alevoso, cruel y rapaz.

La columna del centro, entre tanto, cuyo comando había delegado Quiroga, por hallarse enfermo, en el general Ruiz Huidobro, había batido a las hordas guerreras del feroz cacique ranquel Yanquetruz, persiguiéndolo hasta las márgenes del Salado. Sin medios para proseguir, por falta de las caballadas que el gobierno de Córdoba, violando sus compromisos, no le proveyó, debió volverse. Como represalia, participaría en la revolución que estalló a poco contra Reinafe, para poner en el gobierno a don Claudio Arredondo. Aunque Quiroga lo desautorizó públicamente, hubo de atribuírsele la instigación de la frustrada intentona, dada su rivalidad con López  –patrono de Reinafe- y la importancia de la situación del centro en el pleito por la hegemonía nacional. Este episodio (al que no eran ajenos los manejos de los unitarios emigrados, que obraban sobre el gobernador de Santa Fe por intermedio de su ministro Cullen) debe destacarse, porque en él se encuentra el origen inmediato de la tragedia de Barranca Yaco.

El general Aldao había seguido el rastro de Yanquetruz. Lo alcanzó en su toldería, donde destrozó los resto de su fuerza. De allí debió emprender la vuelta, también por agotamiento de sus medios de movilidad.

Por lo que hace al general Bulnes, no pudo terminar su misión por el estallido de una revolución en Santiago. Después de haber colaborado breve tiempo, impidiendo el paso de la Cordillera a las tribus acosadas de este lado, se vio obligado a firmar una paz con los ranqueles de los valles del sur, dejando allí un foco de infección y un vivero de malones futuros.

Rosas seguía su marcha hacia el Rio Negro, divididas sus fuerzas en columnas parciales. El 26 de mayo obtuvo el primer triunfo importante. La columna al mando del general Pacheco destruyó completamente, cerca del Choele-Choel, a la tribu del cacique araucano Pallayrén, que le ofreció combate, matando al cacique y a casi a todos los indios de pelea.

Se mandaron de allí destacamentos hacia la cordillera, con el objeto de completar las operaciones que habían dejado inconclusas Bulnes, Aldao y Ruiz Huidobro.

En estas circunstancias tendría Rosas la primera noticia de los extremos a que llegaba contra su persona la hostilidad del gobierno de Balcarce, con quien se habían enfriado sus relaciones por muestras repetidas de reacción contra su política, instigadas por la fracción liberal. Por infidencias de unos indios aliados, supo que desde la capital se los incitaba a la sublevación. Intimados por el general en jefe, los caciques Catriel y Cachul le ratificaron su adhesión y mandaron lancear a los caudillos promotores de rebeldías. En conocimiento de que muchos oficiales, también por intrigas de la capital, se manifestaban descontentos, Rosas los envió de vuelta. No quería, según dijo en esa ocasión, “tener en el ejército hombres que no cooperasen de corazón a la obra grande que se proponía llevar a término, costase lo que costase, de dejar aseguradas las fronteras de la provincia".

Las operaciones prosiguieron con gran energía. El general Pacheco remontó ambas márgenes del rio Negro y destruyó las tolderías del fuerte cacique Chacori. Otra columna liquidó la indiada brava del cacique Pitrioloncoy. La misma división atacaría a nado la isla Choele-Choel, acuchillando a los salvajes que se habían refugiado en ella y aprisionando multitud de familias. En los cerros próximos se dio cuenta del resto de los fugitivos.

Las fuerzas destacadas hacia el norte, en el territorio de los ranqueles, cumplían entretanto la operación de limpieza que debía haber realizado la columna del centro, destrozando al sur de San Luis las indiadas de guerra del cacique Yanquiman, al que se habían plegado los restos de la tribu de Yanquetruz. Por la parte sur del rio Negro, la columna al mando del mayor Ibañez anulaba a los últimos guerreros que quedaban en las inmediaciones bajo el cacique Cayupan, a quien alcanzó y mató antes de que pudiera refugiarse en Chile. En la campaña total se habían liquidado más de diez mil indios de guerra y rescatado cuatro mil cautivos.

A continuación Rosas regresó con su división a Napostá, dejando guarniciones en Choele-Choel, en el cuartel general del rio Colorado, en las márgenes del Negro y en los puntos donde antes se establecían fortines. De allí intimó a los indios borogas (que habían celebrado un pacto con él y no lo habían cumplido, continuando en sus depredaciones) a que devolvieran los cautivos y haciendas que tenían en su poder. Como se negaran, atacando a la partida que llevaba el mensaje, mandó sobre ellos algunos escuadrones veteranos que los exterminaron, matando más de mil indios guerreros y rescatando todo lo robado. Era la última indiada rebelde que quedaba. Los tehuelches y los pampas de Catriel y Chacul estaban sometidos. El peligro del indio no existía ya y no se volvería a hablar de él sino incidentalmente durante los veinte años de gobierno del Restaurador.

*Tomado de: Ernesto Palacio. Historia de la Argentina. Libro III, Cap. XVII. Decimoséptima edición. Ed Abeledo Perrot.

sábado, 11 de octubre de 2014

LA HISPANIDAD

Por: Vicente Sierra

No sabríamos a quien atribuirle aquello de que África comienza en los Pirineos. La boutade –la llamamos así por que huele a producto galo- está más cerca de haber formulado un agudo juicio histórico de lo que pudo suponer su autor. Es exacto, por de pronto, que si por Europa habría de entenderse ese conjunto de armónicas estupideces –según la adjetivación de León Daudet- que dio tono al siglo pasado, Europa terminaba verdaderamente en los Pirineos. Liberales, racionalistas, positivistas, socialistas y hasta los pintorescos librepensadores, no fueron en España sino valores de segunda mano. Lo mismo ocurrió en Hispanoamérica. Algo así como una incapacidad fisiológica de la raza hizo que no se diera un solo escritor de tales tendencias que no fuera un repetidor, incapacitado para toda creación, de autores de allende el Pirineo; mientras que al mismo tiempo surgían, como expresión de la vitalidad de los motivos eternos de la Hispanidad, siempre renovados, figuras señeras y señoras como la de Menéndez y Pelayo, Balmes, González Aristero, Vazquez de Mella, Donoso Cortes y otros. En la literatura de América se destaca una autentica obra maestra: Martin Fierro, de José Hernández, obra de neto pensamiento, forma y fondo racial, que no es sino una dura crítica a la ruptura del equilibrio social que España implantó en América durante el siglo XVI y el Liberalismo destruyó en el XIX. Tales comprobaciones nos dicen que, en este último siglo, Europa terminaba en los Pirineos; pero en los Pirineos comenzaba América. No la América de entonces, ávida de plagios, sedienta de patrias extrañas, que no se reconocía a sí misma porque había renunciado a su pasado y a su legítimo destino. Pero del mal de América no teníamos toda la culpa sus hijos. La tenia también aquella España del siglo XVIII que renunció a ser ella misma y que, cuando en 1767 expulsó de su seno a la Compañía de Jesús, dijo a América que había renunciado a la razón de ser del Imperio. Aquella razón de ser que afirmaron los Reyes Católicos, Carlos I y Felipe II. El conde de Aranda, cerrado de mollera, creyó más en los elogios de Voltaire que en la realidad del mundo hispánico.

Cuando decimos que América comienza en los Pirineos no hacemos geografía, sino historia. Podríamos decir que España comienza en América, y sería lo mismo. El juicio histórico no es un simple orden de conocimientos; es el conocimiento mismo. Después de haber pasado una sucinta revisión de la acción de España en América durante el siglo XVI, comprendemos que lo que comienza en los Pirineos es la Hispanidad, puesto que la siembra gloriosa de aquel siglo fructifico en pueblos que llevan impreso su sello de manera indeleble. Y no es esta una nueva versión del parto de los montes, sino una valoración histórica cuya trascendencia abruma por la responsabilidad que comporta. Responsabilidad imposible de evitar, porque la historia no se plantea problemas que no pueda resolver.

La humanidad se encuentra dividida entre dos campos ideológicos, más se equivocan quienes creen que es el de la lucha del proletariado contra el capitalismo, entre los restos del demoliberalismo y las formas absorbentes del Estado, o el del encuentro de las tantas formas bastardas con que el hombre procura esquivar la comprensión de ciertas cosas esenciales; la lucha es entre Cristo y el Anticristo, entre el Bien y el Mal, entre la Verdad y la Mentira, entre el Catolicismo y el comunismo materialista, entre la Hispanidad y esa falsa Europa que termina en los Pirineos, castigada por la gran herejía de la falsa Reforma y las desviaciones del falso Renacimiento. Se acerca el final de los cuarenta días y las cuarenta noches en el desierto, donde el diablo tentó a los hombres, y es hora de decir: “¡Vete, Satanás!. También está escrito: no tentaras al Señor, tu Dios”. Pues bien: la trinchera salvadora del catolicismo, la trinchera de Cristo será la Hispanidad. Solo ella siente la Fe como una milicia, porque solo en el hombre de la Hispanidad se une el caballero al cristiano, en fusión perfecta e identificación radical, concretadas en una personalidad absolutamente individual y señera, a la que García Morente denominó el “caballero cristiano”. Tal la importancia histórica que tiene el comprender que la Hispanidad comienza allí mismo donde termina lo otro.

La reconstrucción que la Humanidad reclama no es un problema material; es, sobretodo, una cuestión moral. De él no se trata en la Sociedad de Naciones porque en su seno está oculto el gran culpable: la herejía. Este siglo destaca dos hechos auténticamente legítimos: la Revolución Rusa y la Guerra Española. La primera es hija de la Reforma; la segunda, de la mal llamada Contrarreforma. Anverso y reverso de una misma medalla. ¡Al aire con ella! ¡Guay de los hombres si en vez de caer cruz cae cara! ¡Si en lugar del signo de la Redención sale el busto, en traje de calle, de algún embalsamado tirano de oriente!

Vivimos la hora de regresar. España supo hacerlo a tiempo, y cuando la vimos regresar, como el padre de la parábola del hijo prodigo, los hombres de América dijimos: “Este tu hermano era muerto y ha revivido… Menester es hacer fiestas y holgarnos”. Pero nuestro holgorio es hablar de Hispanidad. Hasta poco antes hablamos de confraternidad hispanoamericana. Al hablar de Hispanidad termino aquella paparrucha de que, cierto día, los pueblos de América se sintieron mayorcitos de edad y resolvieron trabajar por su cuenta, abandonando la casa paterna, para retornar algún día a enterrar –eso sí, piadosamente- a los padres. Tanta tontería de tipo familiar comienza a ser sustituida por la convicción de la identidad del pensamiento hispánico en lo fundamental, en cuyo mundo nadie muere, ni hay padres, ni hermanos, ni hijos, ni nadie con quien fraternizar. Por el camino de la confraternidad – que huele a masonería- se nos quiso hacer encontrar en el futuro, pero ¿Cómo habríamos de lograrlo si habíamos renunciado a encontrarnos en el pasado? Y ese encuentro en el pasado equivalía a redescubrir nuestro sentido de la persona humana, nuestro amor a la libertad, nuestro estilo  de vida, nuestras normas de conducta, nuestra comprensión de los deberes para con nosotros mismos y con nuestros semejantes en la vida temporal, así como nuestra obligación de asegurarnos la vida eterna. Todo esto, hasta no hace muchos años olía a rancio, despertaba tremebundas imágenes de autos de fe y evocaba siniestras procesiones de mojes y frailes denunciadores de hipócritas intenciones. Era la época en que un escritor francés, refiriéndose a los americanos, decía con ingenua convicción: “Vosotros no sois hijos de España, vosotros sois hijos de la Revolución Francesa”, sin que el infeliz se diera cuenta que ni siquiera los franceses auténticos tienen semejante padre. Pero América lo creyó o, por lo menos, deploró que no fuera verdad. Paseó entonces por las rutas de la Hispanidad Ramiro de Maeztu, y dijo que España, era una encina medio sofocada por la hiedra, a pesar de lo cual el ideal hispánico está en pie, no era agua pasada, y no sería superado mientras quedara en el mundo un solo hombre que se sintiera imperfecto. Porque la Hispanidad es resultado de la desilusión y la fe. No se atrevió Maeztu a fijar el destino de los pueblos de América, pero en genial iluminación dijo: “presumo que los caballeros de la hispanidad están surgiendo en tierras muy diversas y lejos unos de otros, lo que no les impedirá reconocerse”.

¡Magnifica intuición!. Magnifica, porque es evidente que comenzamos a reconocernos. Dice el mejicano Fuentes Mares: “Como ayer, hoy en América la Hispanidad implica un concepto militante del mundo y de la vida. Sin duda contamos con la más poderosa de todas las armas: son ideas que no solo se defienden solas, sino que son activas y se imponen por sus propios méritos en las conciencias. El tono que se emplee para enunciarlas es realmente lo de menos: el escritor de la Hispanidad entona las ideas, pero no las crea; las rescata de los hechos de su historia tal y como en su historia se entregan, y las hace llegar a la luz, donde ya las ideas se defienden solas hasta imponerse y triunfar por fin. Se ha dicho que nuestro hispanismo es agresivo porque se le compara con el de nuestros abuelos, poseídos por franco complejo de inferioridad. Mas no es, en el fondo, que seamos agresivos, sino que nada hay en si más agresivo y más tranquilo a la vez que la verdad”.

Cuando nos adentramos en la labor que España desarrolló durante el siglo XVI, comprendemos que entonces se integró la personalidad y el ser del hombre de hispanoamerica, no solo se integró un continente en lo material; se lo formó en lo espiritual; y esa labor se consolidó sobre tales bases, que vanos fueron los esfuerzos realizados para borrar sus huellas. Desparecida la riada destructora, sobre el camino permanecieron las marcas de los que antes caminaron por él, señalando la orientación para llegar, una vez más a donde debemos llegar. “El diablo introdujo en la Iglesia al hombre del libre albedrio”, dijo Lutero. En Trento, por boca española se subrayó el dogma de la libertad, es decir el de la posibilidad de colaborar en la obra divina, poniendo a salvo la Encarnación en cada hombre, la real existencia de un cuerpo místico. En Trento se afirmó la existencia de la libertad en la posibilidad de consistir o resistir. Mientras Lutero decía que la Gracia encuentra al hombre corrompido y corrompido lo deja, agregando que su acción se reduce a no otorgarle la no imputabilidad del pecado, los misioneros de España, que no creían que la Gracia fuera una ficción jurídica, sino una renovación vital, penetraron en las fragosidades de las selvas americana para llevarla a los naturales, seguros de que ella, vivificando a la naturaleza como una perfección elevaría a un ser perfectible. Tal es la siembra estupenda del siglo XVI. Frente al mundo que se debate en la angustia y el asco, solo los ideales de la Hispanidad ofrecen salvación. Tenían razón Carlos I y Felipe II. Mientras los ideales que terminan en los Pirineos continúan dividiendo, los que allí comienzan unen a muchos pueblos dentro de lo esencial: un mismo sentido de la vida. El destino de la Hispanidad tiene que ser, por todo eso, salvar, en el caos que se avecina, la persona humana y, con ella, vencer al anticristo. Es el imperativo que dejaron en América, sellado con su sangre, como un deber de conciencia. Legado que los hombres de América deben recibir, salvo que renunciaran a su propio ser y a su propia personalidad para insistir, por las vías del plagio, en recorrer caminos de muerte, como fueron aquellos en que los falsos apóstoles de la política sumergieron a América durante el último siglo. Pero muchas voces anuncian que ese peligro ha pasado. La voz autentica del estilo de la raza vuelve a ser escuchada. Los hispanoamericanos principiamos a comprender que Dios está en nosotros, porque Dios está en la Hispanidad; y está en ella porque la Hispanidad –como sentido de la vida- es la verdad. La siembra española del siglo XVI se abre en esperanzas, que dicen que América, en las luchas del futuro, estará donde le corresponde: ¡con Cristo Rey!. Desde los muros seculares de El Escorial, así lo ordena la voz rectora de Felipe II.

Laus Deo.

Buenos Aires. Enero de 1952. En el día de la conversión de San Pablo.

Tomado de: “Así se hizo América”. Cap. XX. Editorial Dictio.