lunes, 29 de diciembre de 2014

Asesinato de Quiroga*

Por: Manuel Galvez

Fines de enero. Terrible noticia, que si no impresiona enormemente es porque al personaje no se lo conoce en Buenos Aires: el general Pablo Latorre, héroe de la Independencia y gobernador de Salta, que había caído prisionero el 19 de diciembre, ha sido, diez días más tarde, asesinado en la cárcel y en su lecho por los unitarios jujeños, que habían simulado pretender libertarle.

Y dos meses y medio después de la partida de Quiroga, el 2 de marzo de 1835, lunes de Carnaval, una pavorosa nueva consterna a todos: Quiroga y su comitiva han sido asesinados en la posta de Barranca-Yaco, a diez y ocho leguas de Córdoba  y cuando regresaba de su viaje. Suspéndese las fiestas de Carnaval. Los diarios aparecen enlutados. En el mundo federal hay pánico. Se teme que sigan los asesinatos. Rosas tenía razón.

Reúnese la legislatura. Maza no quiere conservar el mando. No hay una persona que no comprenda la necesidad de poner el gobierno en manos de Rosas. Los diputados, interpretando el deseo de toda la población y el propio, y como quien se refugia del miedo y del abandono –“el nublado se nos viene encima” dice un diputado- en el único apoyo, en la única fuerza grande existente, nombran gobernador a don Juan Manuel de Rosas, por cinco años y con la suma del poder público. No se trata de las facultades extraordinarias sino de mucho más. Buenos Aires quiere que Juan Manuel de Rosas, único hombre en quien cree, mande él solo, que él solo legisle y haga justicia, que encarcele y destierre y fusile cuando lo considere necesario. Buenos Aires quiere ser dominado despóticamente por el bello hombre rubio y poderoso.

Él solicita unos días para contestar. Carteles en las paredes piden orden y ruegan a Rosas que no abandone a sus amigos a la saña de los unitarios. Su respuesta desde la quinta de Terrero en San José de Flores es la de un legalitario y un demócrata: quiere que el pueblo vote si está conforme o no con la suma del poder público. Tres días dura la votación. Todos votan afirmativamente salvo, entre millares, unos cuantos corajudos que ni llegan a diez. Uno de ellos dice estar conforme con el elegido, pero no con el poder que se le otorga. Sus adversarios también votaron como todos. Domingo Sarmiento dirá más tarde que “nunca hubo un gobierno más popular, más deseado”. Otro de sus conspicuos adversarios, Esteban Echeverria, poeta y pensador, escribirá: “su popularidad era indiscutible; la juventud, la clase pudiente, hasta sus enemigos más acérrimos, lo deseaban, lo esperaban cuando empuño la suma del poder”. En 1842, el diario de Montevideo que más le calumnia e injuria dice: hablando de lo que él fue en este tiempo: “habría sido una injusticia no darle el titulo supremo de hombre de esperanzas, de poder, capaz de fijar los destinos argentinos”. Y agrega: “Rosas se paseaba triunfante por las calles de Buenos Aires, hacía gala de su popularidad, recibía a todo el mundo; era un eco de alegría y de aplausos el que se alzaba por donde él pasase; su cara era el pueblo, el pueblo le amaba”.

Juan Manuel de Rosas acepta ahora el cargo de gobernador. Acepta el desafío de los unitarios y se dispone para salvar al país. Buenos Aires exulta de júbilo. El pueblo celebra el triunfo con canciones. Los federales saben que ya nada podrán sus enemigos. La sociedad entera se siente segura, defendida. Todos hacen suyas las palabras pronunciadas en la Sala por uno de los más cultos e inteligentes diputados, por Juan Antonio Argerich, ex coronel y hoy sacerdote: “el pueblo aspira a que mande el ciudadano Juan Manuel de Rosas, pero que mande sin reato, y que mande y despliegue todo ese genio con que la naturaleza le  ha dotado en beneficio de nuestra Patria; todo el pueblo le marca, le desea, y, en una palabra, cree que él solo puede arar y trillar el campo para que la felicidad vuelva a nuestro país. No quiere limites el pueblo…”

Los escritores que más tarde harán oposición a Rosas llamándole “tirano”, y los historiadores actuales, parecen ignorar esas palabras. Ellas, sin embargo, revelan la opinión del pueblo entero. No es un solo hombre quien habla por boca de Argerich: es toda la Provincia, y él así lo dice. Esas palabras, y otra muchas, entre ellas las de Echeverria, demuestran que, para los contemporáneos de Rosas, ciertos actos suyos del primer gobierno, como la ejecución de Montero y los fusilamientos en San Nicolás, tan condenados por los unitarios y por los historiadores oficiales, no han tenido excesiva importancia o han estado justificados. No ha de haber sido Rosas tan tirano cuando todos, voluntariamente, claman por su vuelta al poder. Rosas no se ha apoderado del gobierno. A él lo han buscado, le han rogado. Ricos y pobres, todos creen que él solo, con su dura mano, puede gobernar. Todos saben que él solo puede imponer el orden, destruir la anarquía y organizar de nuevo la nación. Todos saben que él solo tiene el patriotismo y la capacidad de sacrificio para cumplir la misión trágica que anunciaban las palabras proféticas del general San Martin.

*Galvez,Manuel. Vida de don Juan Manuel de Rosas.

sábado, 20 de diciembre de 2014

Conflicto entre gobernadores, interviene Quiroga*

Por: Manuel Galvez

Lo único importante del gobierno de Maza es la misión encomendada a Quiroga. La idea con seguridad, ha sido de Rosas, a quien tanto le preocupan las disensiones partidarias. Ocurre que la causa federal peligra en el norte de la República. El gobernador de Tucumán, Alejandro Heredia, es federal con fervor; pero transige con los unitarios, llevado por su espíritu liberal. Rosas le ha reprochado esta política, y le ha predicho que le será funesta. Los unitarios han reclutado gente en Tucumán para derrocar al general Pablo Latorre, gobernador de Salta. Han fracasado en su intentona y emigrado a Bolivia. Latorre cree ver en esa tentativa, lo mismo que en los propósitos de los jujeños de separar a su región de la provincia de Salta, la complicidad de Heredia. Los ejércitos de Tucumán y de Salta están prontos para atacarse. Solo una persona puede evitarlo: Juan Facundo Quiroga. Solo él tiene prestigio en el Norte como para una mediación eficaz. Rosas insinúa a Maza la idea de enviarlo allá.

Esto se organiza en muy pocos días, a mediados de diciembre de 1834. Quiroga escribe el 13 a Rosas comunicándole la solicitación que le ha hecho Maza y pidiéndole su opinión. A Rosas, que está de nuevo en San Martin, le parece no solo bien, sino urgente y necesario. Pero como quiere hablar con él y despedirlo y acompañarlo un poco, le ruega avisarle el día de la partida, para esperarlo en Flores, en la quinta de Terrero. La dificultad de llegar hasta Rosas, aun por medio de una carta, debe ser muy grande cuando el mismo Rosas le dice a Quiroga que entregue su carta a Corvalan, encareciéndole su importancia. Quiroga vuelve a escribirle el 16, y él redacta unas líneas el 17 –que tal vez no fueron enviadas- diciéndole que, por no interrumpirle en los  momentos que tanto necesita, no pasa personalmente a despedirse. “pero me permito hacerlo por esta expresión de mi sincera amistad, rogando al Todopoderoso le conceda la mejor salud y acierto: con estos votos le seguirá siempre, deseándole toda suerte venturosa”.

El 17 de diciembre, el general Quiroga, que ha partido esa mañana de Buenos Aires, llega en su galera a San José de Flores. Se detiene en la quinta de Terrero, en donde se encuentra con Rosas y con Maza. Todo ese día y parte del siguiente duran las conversaciones. El 18, Quiroga emprende su largo viaje. Rosas lo hace subir a su galera. En Lujan se detienen un rato y al oscurecer llegan a la estancia de Figueroa, próxima a San Antonio de Areco. Allí conversan los dos generales por última vez. Quedan en que Quiroga partirá a la madrugada y en que Rosas le enviara un chasque con una carta política.

Durante esa noche y parte de la mañana siguiente, Rosas dicta su secretario Antonino Reyes su famosa carta de la hacienda de Figueroa. Es un notable documento doctrinario, que basta para mostrar al gran estadista que hay en Rosas. Sus enemigos, y los escritores e historiadores que le son adversos, han negado que él pudiera haberlo escrito. Pero la afirmación de Reyes, muchos años más tarde, treinta después de la caída de Rosas, no permite dudar de que es obra de don Juan Manuel.

Comienza Rosas citando las agitaciones en las provincias y los planes de los unitarios. El país ha retrogradado, alejando el día de la constitución. Ese estado anárquico es el mejor argumento para probar lo que él siempre ha sostenido: que no debe empezarse por una constitución, sino por vigorizar las provincias para labrar sobre esta base la constitución nacional.  Los unitarios fracasaron por haber dictado una constitución sin tener en cuenta el estado y la opinión de las provincias, que la rechazaron enérgicamente. El congreso que alguna vez se elija “debe ser convencional y no deliberante; debe ser para estipular las bases de la unión federal y no para resolverla por votación”. En estas palabras de Rosas esta todo el sentido realista y oportunista de su política, tan opuesto al doctrinarismo  romántico y libresco de sus enemigos. “Las atribuciones que la constitución asigne al gobierno general deben dejar a salvo la soberanía e independencia de los estados federales”. El gobierno general, en una república federativa, no une a los pueblos: los representa unidos ante las demás naciones. La organización nacional que él propicia básase, pues, en la soberanía e independencia de los Estados. “Si no hay estado bien organizados y con elementos bastantes para gobernarse por sí mismos y asegurar el orden respectivo, la república federal es quimérica y desastrosa”. Primero, pues, orden, paz, unión y organización interna de cada provincia. Y luego, organización y constitución nacionales. Pero es preciso empezar por destruir los elementos de discordia, por terminar con el Partido Unitario. “Esto es lento, a la verdad, -reconoce Rosas- pero es preciso que así sea; y es lo único que creo posible entre nosotros, después de haberlo destruido todo y tener que formarnos del seno de la nada”.

Rosas manda su carta con un chasque y vuelve a su vida de hombre de campo.

*Manuel Galvez, Vida de don Juan Manuel de Rosas