domingo, 24 de julio de 2016

EL PROBLEMA DE LA INDEPENDENCIA DE AMÉRICA

Por: Luis Alfredo Andregnette Capurro

En primer término debe anotarse que este volumen se abre con una sección de notas In Memoriam, a cargo del doctor Ayuso Torres, Secretario del Patronato de la Fundación. De esas páginas queremos destacar dos, que con justicia exaltan las figuras de los queridos camaradas y amigos inolvidables: Eduardo Víctor Ordóñez y Álvaro Pacheco Seré. Ellos representaron las orillas de la Patria Rioplatense. El recuerdo de don Miguel nos hace entrar en las hondas huellas del paso por esta vida de aquellos maestros que nos permiten continuar aprendiendo. Ambos, a no dudar, están “rogando ante el Altísimo por todos nosotros y su amada hispanidad”.

Proseguimos la lectura con creciente interés cuando en la Sección Estudios y tal vez movidos por la cercanía del segundo centenario de la iniciación de la crisis del Imperio Romano Hispánico (1808-2008) llegamos a un título en el que nos detuvimos. Éste no era otro que el que encabeza esta nota: “El problema de la Independencia de América”. El trabajo lucía la firma de Federico Suárez Verdeguer que “fuera Catedrático de Historia en la Universidad de Santiago de Compostela…” trasladándose más tarde a Pamplona para dar comienzo a la que luego fue Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Navarra, donde creó el Seminario de Historia Moderna. Como Director de la “Colección Historia” de esa Casa de Estudios debe destacarse en particular la edición de los “Documentos del reinado de Fernando VII en trece volúmenes aparecidos entre 1965 y 1972”.

De tan insigne profesor no podíamos dar crédito a nuestros ojos y entendederas que en la página 55 del tomo que nos ocupa estampara lo siguiente: “Así como en España… los Reinos de América reaccionaron como los españoles creando Juntas para la defensa de los derechos del Rey. El problema jurídico nace cuando las Juntas de América rehúsan el reconocimiento a la Junta Central o la Regencia” (las negritas son nuestras). “En 1814 —agrega— las circunstancias cambian y los argumentos deben cambiar también. Fernando VII regresa a España en la plenitud de su soberanía y con respecto a América vuelve a ser como antes de 1808. Si se levantaron en defensa de los derechos del Rey, su alzamiento ya no tiene objeto”.

Cabe entonces preguntar cuál era la situación legal de América en los comienzos del siglo XIX. La respuesta se puede sintetizar en forma clara y categórica. Las Indias no eran colonias sino Reinos y estaban unidos a la Corona de Castilla fuera de toda vinculación con el Estado español. Esto era lo que establecía el ordenamiento jurídico originado en los Pactos celebrados por el nieto de los Reyes Católicos con las autoridades indígenas locales.

Todo nos lleva a la época de Carlos V, cuando el César firma, a su paso por Barcelona, en el año 1519, los documentos por medio de los cuales se “estableció la Unidad e Intangibilidad de América”. Durante tres siglos, ése fue el Estatuto.

Ya en el siglo XVIII el accionar de las logias masónicas y la difusión de las ideas iluministas golpearon la estructura sobre la que se apoyaba la relación de los Reinos de Indias y la Monarquía Católica. Como un ejemplo de esto podemos señalar que el fundamento teológico de la autoridad de los Austrias se fue debilitando hasta ser sustituido por el laicismo del poder civil que hizo el absolutismo de la dinastía borbónica, llegada con Felipe V. Un absolutismo cerrado que eliminó el peso iluminador de la Iglesia al que se agregó la adopción del liberalismo con sus ideas en educación y economía.

Y el problema hubo de estallar con la invasión napoleónica de 1808 y en un momento que se puede precisar: el 24 de setiembre de 1810, cuando las Cortes de Cádiz aprobaron la Ley por la cual se dispuso la extinción de Provincias y Reinos diferenciados de España e Indias para dar cabida “a una sola Nación Española”. Era la intolerable subordinación de lo criollo al masonismo peninsular de los liberales diputados gaditanos.

Así fue que se levantó el estandarte del Pacto de los tiempos de Carlos V para sostener la independencia de las Juntas. Pacto que no era el de los enciclopedistas sino el histórico firmado y lacrado con Sellos Reales entre las Indias soberanas y Castilla.

Y llegó 1814, año en el que, según Suárez Verdeguer, el Alzamiento ya no tenía objeto. Instalados los americanos en el campo jurídico, pensaron en la Paz y la Unidad con la restauración de la Monarquía Tradicional.

Consecuencia de ello fueron las misiones como la que desde Buenos Aires encabezaron Belgrano y Sarratea, portadora de un Memorial que decía: “El pueblo de España no tiene derechos sobre los Americanos. El Monarca es el único con el cual celebraron contratos los colonos de América; de él solo dependen y él solo es quien los une a España… La Ley de Indias es la mejor prueba del derecho de las Provincias del Río de la Plata… La Ley en cuestión es el contrato que el Emperador Carlos V firmó en Barcelona el 14 de setiembre de 1519 a favor de los conquistadores y colonos…”

Es indudable que esta Ley es la única que liga personalmente al Monarca y que no tiene relación con España. Pero las apelaciones al Monarca fracasaron porque Fernando VII era hombre desleal, insensible, con ladino orgullo y con un pétreo cerebro que no podía aceptar que su autoridad dependiera del cumplimiento del Pacto y de la “sumisión condicionada de sus leales vasallos”.

Manuel Jiménez Quesada, en “Las doctrinas populistas en la Independencia de Hispanoamérica” (Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Sevilla, 1947) transcribe lo que Fray Pantaleón García afirmaba en Buenos Aires allá por 1810: “La fidelidad no es un derecho abstracto que obliga a todo evento; es la obligación de cumplir el contrato que liga a las partes con el todo; obligación recíproca porque debemos guardar respeto y obediencia al Rey pero éste debe guardar nuestros derechos”. Las Cortes de 1810 y 1812, pletóricas de iluminismo jacobino, y Fernando VII con su avaricia absolutista, precursora del liberalismo, sellaron la destrucción del Imperio Católico. Crimen incalificable porque la Revolución (en el sentido del verbo latino “volver hacia atrás”) aspiró a una unión más perfecta con la Metrópoli. Tal como lo exponía el Restaurador el 25 de mayo de 1836 cuando refiriéndose a 1810 afirmaba: “No [se hizo la Revolución] para romper los vínculos que nos ligaban a los españoles sino para fortalecerlos por el amor y la gratitud…”

El Padre Suárez Verdeguer, que fuera Preceptor y Capellán de quien hoy ocupa el Trono de España, tal vez “con signo intelectual declinante” (“declinante incluso en la propia Universidad de Navarra donde se asentó por el contrario el catolicismo liberal enragé…”) escribió al final del Estudio lo que colmó nuestro asombro.

Al preguntarse qué es lo que constituyó el alma de la secesión, se contesta que hay que buscarla “en los signos de los tiempos”. Agregando en párrafo inmediato que “una nueva generación que no pensaba ni sentía como sus abuelos, que estaba desarraigada del pasado porque hundía sus raíces en el sistema que las luces habían descubierto”. Ya ubicado cómodamente en el plano gaucho del historicismo sólo le faltó hablar de “los vientos de la historia”. Páginas para dejar en un piadoso olvido.

Qué pena.



martes, 19 de julio de 2016

INDEPENDENCIA DEL REY, NO DE LA HISPANIDAD: a propósito de un debate entre tradicionalistas

Por: Fernando Romero Moreno

El 9 de julio de 1816, en un Congreso mayoritariamente católico y monárquico, se declaró la Independencia de las Provincias Unidas del Río de la Plata, del Rey de España y de todos sus sucesores, agregando días más tarde (a instancias de Don Pedro Medrano), la expresión: “y de toda dominación extranjera”. 
El Manifiesto que el mismo Congreso hiciera redactar en 1817, aunque tiene un fundamento histórico falso – la leyenda negra, que esgrimían también algunos “realistas criollos” –, explica bien las razones jurídicas de tan importante decisión. Se afirma allí que no fue algo apresurado ni opuesto al diálogo con la Corona, sino una medida tomada “in extremis” al cerrarnos Fernando VII cualquier clase de negociación que no fuera sobre la base de la rendición total, absurda para quienes se habían mantenido fieles al Rey – algunos con sinceridad, otros de modo sólo formal- durante seis largos años. Explicaciones total o parcialmente similares a ésta las dieron en su momento el Padre Chorroarín, Mariano Moreno, Carlos María de Alvear, Domingo Matheu, el Padre Castañeda, Tomás Manuel de Anchorena y Juan Manuel de Rosas, entre otros.
Toda sedición separatista contra la autoridad legítimamente constituida es, en general, contraria al orden moral natural. Pero hay una excepción: cuando se trata del último recurso contra una tiranía. Y ese es nuestro caso. Una tiranía que, por cierto, no se constituyó como tal en un día, sino que fue formándose de modo progresivo a partir de la asunción de Felipe V como primer Rey Borbón de las Españas (1713) hasta terminar con el claro despotismo de Carlos IV y Fernando VII. En dicha génesis coinciden graves injusticias por parte de la Corona como otras tantas cometidas por el ilegítimo Consejo de Regencia y las Cortes de Cádiz (1810- 1814). 
Según algunos historiadores (Furlong, Diaz Araujo), el pacto de vasallaje que unía América con la Corona era bilateral y sinalagmático,  lo que liberaba por su incumplimiento a una de las partes. La tesis contraria (Ullate Fabo, Corsi Otálora, Julio González) aduce que las tropelías y atropellos que en realidad veníamos padeciendo desde la llegada de los Borbones en 1713 (Utrecht, Tratado de Permuta, Guerras Guaraníticas, Expulsión de los Jesuitas, Conferencia de Bayona, oposición de la Corona a las ofertas rioplatenses de 1814 y 1815, apoyo a la ocupación portuguesa de la Banda Oriental) justificarían sí la rebelión, más no la independencia (promovida por los ingleses, según ellos). Y esto porque la Corona era garantía de unidad (el mayor de los bienes comunes según Santo Tomás) y de Tradición (el bien común acumulado). 
Frente a los que piensan de ese modo y sostienen que los fueros (en este caso, los americanos), al no ser respetados por el Rey,  podían dar lugar a una legítima rebelión o al no cumplimiento de sus órdenes, más no a la Independencia, decimos que la misma estaba justificada porque esos mismos hechos graves no sólo eran contrarios al derecho positivo vigente sino también a la ley natural. Y ésta desconoce “dependencias absolutas y sin límites” de gobiernos o comunidades políticas. Así lo esgrimieron varios protagonistas de Mayo del Año X como del Congreso de Tucumán de 1816, quienes se apoyaron en “la ley natural y el derecho de gentes”. Probablemente no fue igual la situación en Venezuela en 1811 y sí en cambio la de México en 1821. 
¿Qué norma de derecho natural podía justificar la Independencia, más allá de lo que se interprete sobre el estatuto de autonomía de 1519 y su relación o no con aquélla? Pues el universal “ius resistendi”, el derecho de resistencia a la opresión, en la convicción de que la Corona, además de casi un siglo de daños irreparables a los Reinos de Indias, ya no garantizaba ni la unidad ni la paz, y menos el bien común acumulado, como luego tuvieron que sufrirlo en carne propia, “realistas” ejemplares como  Francisco Xavier de Elío, fusilado en España durante el trienio liberal (1820- 1823)  o los carlistas a partir de 1833. Esto, al no ser algo evidente por sí mismo, requiere argumentación y debemos reconocer que la opinión contraria no carece de fundamentos serios. Por lo tanto nos parece que ambas posturas – la nacionalista y la contraria – responden a visiones respetables y opinables. Es más, afirmamos que no hay nada de traición a la Patria en tradicionalistas opuestos a la Revolución de Mayo o a la Declaración de la Independencia, y sí la hay en “patriotas” que quisieron convertirnos en un dominio colonial de Gran Bretaña (Alvear) o aprovechar el proceso que hubo entre la Autonomía (1810) y la Independencia (1816) para imponer un terrorismo jacobino y subversivo (Mariano Moreno). 
En todo caso, lo que nosotros reivindicamos es la Independencia como derecho concreto y no en base a principios revolucionarios abstractos como el de las “nacionalidades” o el falso del surgimiento de una “nueva” y gloriosa nación. Una Independencia sin desprecio del bien común acumulado o Tradición (unidad católica, patria y nación histórico- tradicionales, régimen mixto de gobierno, autonomía municipal, representación con mandato imperativo, cultura hispano- criolla, proteccionismo industrial) y con fidelidad a la Hispanidad. Una Independencia con el “espíritu” de la reclamada “autonomía” de 1810 y alejada de una ruptura absoluta con la Península. Como, por ej. la que San Martín intentó realizar en 1821,  al proponer una alianza de alta política, ofreciendo al Virrey de la Pezuela primero y al Virrey De la Serna después, la instalación de  una monarquía católica independiente para el Perú, Chile y el Río de la Plata (Conferencia de Punchauca y gestiones preliminares), con un Príncipe de la Casa de Borbón a la cabeza (Don Carlos, hermano de Fernando VII, heredero legítimo de la Corona y más tarde primer rey del tradicionalismo carlista), con principios opuestos a los de la Revolución Francesa (como le escribiera al Arzobispo Las Heras) y un convenio de “doble ciudadanía”  con ventajas comerciales para España. Todo con el fin de que volvieran a reunirse “las familias y los intereses”, según sus propias palabras. Por donde se lo mire, algo absolutamente contrario a los intereses de Inglaterra y de la Masonería (al menos en el Río de la Plata, Perú y México), sociedad secreta esta última funcional a la Corona británica, de la cual uno de sus dirigentes máximos en Lima (Valdés) fuera clave en la oposición a la propuesta sanmartiniana. Valdés era un militar “realista” que estaba en conexión con la logia masónica de Julián Álvarez en Buenos Aires, también al servicio de la Pérfida Albión. Una Independencia que, vale la pena aclararlo, no terminó cuando triunfamos de manera definitiva frente a Fernando VII (1824) sino que necesitó ser defendida luego contra Brasil (1825- 1828), Francia (1838- 1842),  y Francia y Gran Bretaña aliadas (1845- 1848), en el marco ya de la Confederación Argentina, alabada por San Martín en la persona de Rosas, tanto por la defensa del Orden como de nuestra Soberanía Política. Esa Independencia puede no compartirse en tanto decisión prudencial, pero es falso sostener que fuera un juego de los políticos ingleses (aliados a España desde 1808 y a quienes sólo preocupaban la “libertad de comercio” y una eventual desunión de los pueblos americanos), y de quienes decía el Libertador en 1816 que “nada podemos esperar de ellos”, sosteniendo luego, en 1829, que había que oponerse al “círculo británico” que rodeaba a Rivadavia. Y una Independencia, en fin, hecha reafirmando la Realeza Social de Nuestro Señor Jesucristo, como lo dice el Manifiesto de 1817. 
La Independencia del Río de la Plata y del Perú no habrá sido lo ideal, pero tal vez sí el único bien posible, dadas las circunstancias. Las causas de la “implosión” de las Españas tienen causas más serias y profundas. Las “independencias americanas” fueron una de sus muchas consecuencias y deben analizarse por separado. Porque no son iguales las figuras de Miranda, Nariño, Bolívar, San Martín o Ithurbide, ni las razones y los hechos más característicos de lo sucedido en Caracas, Tucumán, Lima o México entre 1811 y 1824. En todo caso, varias de las naciones que surgieron de las independencias, al no poderse conservar la unión de las Españas ni lograr una unidad política hispanoamericana, adquirieron también, con el tiempo, una legitimidad de ejercicio, al forjar comunidades políticas católicas, respetuosas del bien común, fieles a la Hispanidad y en algunos casos,  victoriosas frente al imperialismo anglosajón. Por caso, México con Ithurbide, la Argentina con Rosas, Ecuador con García Moreno o Uruguay con Idiarte Borda. Y con epopeyas similares a las del carlismo, como la de los Cristeros mexicanos (contra el liberalismo masónico) y la de los “cristeros” cubanos (contra el marxismo). Legitimidad que honra a las nuevas naciones hispanoamericanas, sin menoscabo del lícito deseo de una mayor unión continental, como así también de una defensa de la Hispanidad, desde España hasta Filipinas y desde Los Ángeles hasta Tierra del Fuego

Anexos documentales

 Adjuntamos al escrito anterior algunos documentos, tanto de la Revolución de Mayo como de la Independencia, que corroboran nuestra tesis acerca de que la misma se realizó respecto del Rey pero no de la Hispanidad como comunidad de pueblos unidos por la misma religión y similares tradiciones
Voto del P. Chorroarín en el Cabildo Abierto del 22 de Mayo de 1810
     “Que bien consideradas las actuales circunstancias, juzga conveniente al servicio de Dios, del Rey y de la Patria se subrogue otra autoridad a la del excelentísimo Virrey, debiendo recaer el mando en el excelentísimo Cabildo, en el interín se dispone la erección de una Junta de Gobierno…” (Voto del P. Luis José de Chorroarín en el Cabildo Abierto del 22 de Mayo de 1810)
Juramento de los miembros de la Primera Junta
 “Desempeñaar lealmente el cargo y conservar íntegra esta parte de América a nuestro Soberano y guardar puntualmente las leyes del Reino” (25 de mayo de 1810).
Cornelio Saavedra
“No queremos seguir la suerte de España ni ser dominados por los franceses, hemos resuelto reasumir nuestros derechos y conservarnos por nosotros mismos” (Cornelio Saavedra, en palabras dichas al Virrey Cisneros, mayo de 1810).
“…un heroico esfuerzo se propuso vengar tantas desgracias, enseñando al opresor general de la Europa, que el carácter americano opone a su ambición una barrera más fuerte que el inmenso piélago que ha contenido hasta ahora sus empresas…” (Primera Junta, Proclama y reglamentación de la Milicias, 29 de Mayo de 1810)
“El sistema robesperriano que se quería adoptar (…), la imitación de revolución francesa que intentaba tener por modelo gracias a Dios que han desaparecido (…). Los pueblos deben comprender ya que la Ley y la Justicia son únicamente las reglas que dominan: que las pasiones, los odios y particulares intereses eran (…) diametralmente opuestas  al ejercicio de las virtudes” (Cornelio Saavedra, Carta del 15 de enero de 1811)
“¿Consiste la felicidad general en adoptar la más grosera e impolítica democracia? ¿Consiste en que los hombres hagan impunemente lo que su capricho o ambición les sugiere? ¿Consiste en atropellar a todo europeo, apoderarse de sus bienes, matarlo, acabarlo y exterminarlo? ¿Consiste en llevar adelante el sistema de terror que principió a asomar? ¿Consiste en la libertad de religión? (…) Si en eso consiste la felicidad general, desde luego confieso que ni la actual Junta provisoria, ni su presidente tratan de ella; y lo que más añado que tampoco tratarán mientras les dure el mando” (Cornelio Saavedra, carta del 17 de junio de 1811)
Domingo Matheu
      “Como vimos que en España todo eran intrigas en los hombres que debían salvar la patria, empezamos a desconfiar de todos: y más cuando los que componían la Junta Central fueron echados la mayor parte por picardías e intrigas, y que los pocos que se pudieron unir nombraron un Consejo de Regencia, sin intervención de las demás provincias, y empezaron a dar empleos a troche y moche por las Américas, no los quisimos reconocer. Puesto que declaradas las Américas parte integral de la monarquía, ¿qué derecho tenían tres hombres, desconocidos de la gran parte libre, para gobernarla desde un peñasco?”
      “Diremos a posteriori que no hubo revolución sino un movimiento popular; lo que hubo fue una necesidad social y doméstica para asegurar la personalidad pública, y en cuanto al exterior por el comercio o subsistencia comercial, porque entonces toda transformación o reforma serían revoluciones, la suspicacia y egoísmo de los mandones sin título ni base a que referirse fueron la causa del trastorno, de la lucha y de los movimientos” (Domingo Matheu, Memorias)
Manifiesto al Mundo del Congreso de Tucumán (1817)
   “Fuimos atacados en el año 1806: una expedición inglesa sorprendió y ocupó la Capital de Buenos Aires por la imbecilidad e impericia del Virrey, que aunque no tenía tropas españolas, no supo valerse de los recursos numerosos que se le brindaban para defenderla. A los cuarenta y cinco días recuperamos la Capital, quedando prisioneros los ingleses con su General, sin haber tenido en ello la menor parte el Virrey. Clamamos a la Corte por auxilios para librarnos de otra nueva invasión que nos amenazaba, y el consuelo que se nos mandó fue una escandalosa real orden en que se nos previno que nos defendiésemos como pudiésemos. El año siguiente fue ocupada la Banda Oriental del Río de la Plata por una expedición nueva y más fuerte; sitiada y rendida por asalto la plaza de Montevideo; allí se reunieron mayores fuerzas británicas y se formó un armamento para volver a invadir la Capital, que efectivamente fue asaltada a pocos meses, mas con la fortuna de que su esforzado valor venciese al enemigo en el asalto, obligándolo con tan brillante victoria a la evacuación de Montevideo y de toda la Banda Oriental.
No podía presentarse ocasión más halagüeña para habernos hecho independientes, si el espíritu de rebelión o de perfidia hubieran sido capaces de afectarnos, o si fuéramos susceptibles de los principios sediciosos y anárquicos que se nos han inspirado. Pero ¿a qué acudir a estos pretextos? Razones muy plausibles tuvimos entonces para hacerlo. Nosotros no debíamos ser indiferentes a la degradación en que vivíamos. Si la victoria autoriza alguna vez al vencedor para ser árbitro de los destinos, nosotros podíamos fijar el nuestro, hallándonos con las armas en la mano, triunfantes y sin un regimiento español que pudiese resistirnos; y si ni la victoria ni la fuerza dan derecho, era mayor el que teníamos para no sufrir más tiempo la dominación de España. Las fuerzas de la Península no nos eran temibles, estando sus puertos bloqueados y los mares dominados por las escuadras británicas. Pero a pesar de brindarnos tan placenteramente la fortuna, no quisimos separarnos de España, creyendo que esta distinguida prueba de lealtad mudaría los principios de la Corte y le haría conocer sus verdaderos intereses.
¡Nos engañábamos miserablemente y ríos lisonjeábamos con esperanzas vanas! España no recibió tan generosa demostración como una señal de benevolencia, sino como obligación debida y rigorosa. La América continuó regida con la misma tirantez, y nuestros heroicos sacrificios sirvieron solamente para añadir algunas páginas a la historia de las injusticias que sufrimos.
Este es el estado en que nos halló la revolución de España. Nosotros acostumbrados a obedecer ciegamente cuanto allá se disponía, prestamos obediencia al Rey Fernando de Barbón, no obstante que se había coronado, derribando a su Padre del Trono por medio de un tumulto suscitado en Aranjuez. Vimos que seguidamente pasó a Francia; que allí fue detenido con sus Padres y Hermanos, y privado de la corona que acababa de usurpar. Que la Nación ocupada por todas partes de tropas Francesas se convulsionaba, y entre sus fuertes sacudimientos y agitaciones civiles eran asesinados por la plebe amotinada varones ilustres que gobernaban las Provincias con acierto, o servían con honor en los ejércitos. Que entre estas oscilaciones se levantaban en ellas Gobiernos, y titulándose Supremo cada uno se consideraba con derecho para mandar soberanamente a las Américas. Una Junta de esta clase formada en Sevilla tuvo la presunción de ser la primera que aspiró a nuestra obediencia; y los Virreyes nos obligaron a prestarle reconocimiento y sumisión. En menos de dos meses pretendió lo mismo otra Junta titulada Suprema, de Galicia; y nos envió un Virrey con la grosera amenaza de que vendrían también treinta mil hombres si era necesario. Erigióse luego la Junta Central, sin haber tenido parte nosotros en su formación, y al punto la obedecimos cumpliendo con celo y eficacia sus decretos. Enviamos socorros de dinero, donativos voluntarios, y auxilio de toda especie para acreditar que nuestra fidelidad no corría riesgo en cualesquiera prueba a que se quisiese sujetarla.
Nosotros habíamos sido tentados por los agentes del Rey José Napoleón, y alagados con grandes promesas de mejorar nuestra suerte si adheríamos a su partido. Sabía mas que los españoles de la primera importancia se hablan declarado ya por él; que la Nación estaba sin ejércitos y sin una dirección vigorosa tan necesaria en los momentos de apuro. Estábamos informados que las tropas del Río de la Plata, que fueron prisioneras a Londres, después de la primera expedición de los ingleses, hablan sido conducidas a Cádiz y tratadas allí con la mayor inhumanidad; que se hablan visto precisadas a pedir limosna por las calles para no morir de hambre; y que desnudas, sin auxilio alguno, hablan sido enviadas a combatir contra los franceses. Pero en medio de tantos desengaños permanecimos en la misma posición, hasta que ocupando los Franceses las Andalucías, se dispersó la Junta Central.
En estas circunstancias se publicó un papel sin fecha, y firmado solamente por el Arzobispo de Laodicea, que había sido presidente de la extinguida Junta Central. Por él se ordenaba la formación de una Regencia, y se designaban tres miembros que debían componerla. Nosotros no pudimos dejar de sobrecogernos con tan repentina como inesperada nueva. Entramos en Cuidado, y temimos ser envueltos en las mismas desgracias de la Metrópoli. Reflexionamos sobre su situación incierta, y vacilante, habiéndose ya presentado los franceses a las Puertas de Cádiz, y de la Isla de León: recelamos de los nuevos reo gentes, desconocidos para nosotros, habiéndose pasado a los franceses, los españoles de más crédito, disuelta la Central, perseguidos y causados de traición sus individuos en papeles públicos. Conocíamos la ineficacia del decreto publicado por el arzobispo de Laodicea, y sus ningunas facultades para establecer la Regencia; ignorábamos si los franceses se hablan apoderado de Cádiz, y consumada la conquista de España, entretanto que el papel había venido a nuestras manos; y dudábamos que un Gobierno nacido de los dispersas fragmentos de la Central no corriese pronto la misma suerte que ella. Atentos a los riesgos en que nos hallábamos, resolvimos tomar a nuestro cargo el cuidado de nuestra seguridad, mientras adquiríamos mejores conocimientos del estado de España, y se conciliaba alguna consistencia su Gobierno. En vez de lograrla, vimos caer luego la Regencia y sucederse las mudanzas de Gobierno de unas a las otras en los tiempos de mayor apuro.
Entretanto nosotros establecimos nuestra Junta de Gobierno a semejanza de las de España. Su institución fue puramente provisoria, y a nombre del cautivo rey Fernando. El virrey don Baltasar Hidalgo de Cisneros expidió a los Gobernadores para que se preparasen a la guerra civil, y armasen unas Provincias contra otras. El Río de la Plata fue bloqueado al instante por una Escuadra; el Gobernador de Córdoba empezó a organizar un ejército; el de Potosí el Presidente de Charcas hicieron marchar otro a los confines de Salta; y el Presidente del Cuzco, presentándose con otro tercer ejército sobre las márgenes del Desaguadero, hizo un armisticio de cuarenta días para descuidarnos; y antes de terminar éste, rompió las hostilidades, atacó nuestras tropas y hubo un combate sangriento en que perdimos más de mil y quinientos hombres. La memoria se horroriza de recordar los desafueros que cometió entonces Goyeneche en Cochabamba. ¡Ojala fuera posible olvidarse de este americano ingrato y sanguinario; que mandó fusilar el día de su entrada al honorable Gobernador Intendente Antesana; que presenciando desde los balcones de su casa este inicuo asesinato, gritaba con ferocidad a la tropa que no le tirase a la cabeza porque la necesitaba para ponerla en una pica; que después de habérsela cortado, mandó arrastrar por las calles el yerto tronco de su cadáver, y que autorizó a sus soldados con el bárbaro decreto de hacerles dueños de vidas y haciendas, dejándolos correr con esta brutal posesión muchos días!
La posteridad se asombra de la ferocidad con que se han encarnizado contra nosotros unos hombres interesados en la conservación de las Américas; y nunca podrá admirar bastantemente el aturdimiento con que han pretendido castigar un paso que estaba marcado con sellos Indelebles de fidelidad y amor. El nombre de Fernando de Barbón precedía en todos los decretos del Gobierno y encabezaba sus despachos, el Pabellón español tremolaba en nuestros buques y servia para inflamar nuestros soldados. Las Provincias viéndose en una especie de orfandad por la dispersión del Gobierno Nacional, por la falta de otro legítimo y capaz de respetabilidad, se había levantado un Argos que velase sobre su seguridad; y las conservase intactas para presentarse al cautivo rey, si recuperaba su libertad. Era esta medida imitación de la España, incitada por la declaración que hizo a la América parte integrante de la monarquía, e igual en los derechos con aquélla; y había sido antes practicada en Montevideo por consejo de los mismos españoles.
Nosotros ofrecimos continuar los socorros pecuniarios y donativos voluntarios para proseguir la guerra, y publicamos mil veces la sanidad de nuestras intenciones, y la sinceridad de nuestros votos. La Gran Bretaña, entonces tan benemérita de la España, interponla su mediación y sus respetos, para que no se nos diese un tratamiento tan duro y tan acerbo. Pero estos hombres, obcecados en sus caprichos sanguinarios, desecharon la mediación y expidieron rigurosas órdenes a todos los Generales para que aprestasen más la guerra y los castigos: se elevaron por todas partes los cadalsos y se apuraron los inventos para afligir y consternar.
Ellos procuraron entonces dividirnos por quantos medios han estado a sus alcances, para hacernos exterminar mutuamente. Nos han suscitado calumnias atroces atribuyéndonos designios de destruir nuestra sagrada Religión, abolir toda moralidad, y establecer la licenciosidad de costumbres. Nos hacen una guerra religiosa, maquinando de mil modos la turbación y alarma de conciencias, haciendo dar decretos de censuras eclesiásticas a los Obispos españoles, publicar excomuniones, y sembrar por medio de algunos confesores ignorantes doctrinas fanáticas en el Tribunal de la penitencia. Con estas discordias religiosas han dividido las familias entre si; han hecho desafectos a los padres con los hijos; han roto los dulces vínculos que unen al marido con la esposa; han sembrado rencores y odios implacables entre los hermanos más queridos, y han pretendido poner toda la naturaleza en discordia.
Ellos han adoptado el sistema de matar hombres indistintamente para disminuirnos, y a su entrada en los pueblos han arrebatado hasta a los infelices vivanderos, y los han ido fusilando uno a uno. Las ciudades de Chuquisaca y Cochabamba han sido algunas veces los teatros de estos furores.
Ellos han interpolado entre sus tropas a nuestros soldados prisioneros, llevándose los oficiales aherrojados a presidios, donde es imposible conservar un ano la salud; han dejado morir de hambre y de miseria a otros en las cárceles, y han obligado a muchos a trabajar en las obras públicas. Ellos han fusilado con jactancia a nuestros parlamentarios, y han cometido los últimos horrores con jefes ya rendidos y otras personas principales, sin embargo, de la humanidad que nosotros usamos con los prisioneros: de los cuales son buena prueba el Diputado Matos de Potosí; el capitán general Pumacagua; el General Angulo y su hermano, el comandante Muñecas, y otros Jefes de partidas fusilados a sangre fría después de muchos días de prisioneros.
Ellos, en el Pueblo de Valle Grande, tuvieron el placer brutal de cortar las orejas a sus naturales, y remitir un canasto lleno de estos presentes al Cuartel General: quemaron después la población, incendiaron más de treinta pueblos numerosos del Perú, y Se deleitaron en encerrar a los hombres en las casas antes de ponerlas fuego, para que allí muriesen abrasados.
Ellos no sólo han sido crueles e implacables en matar: se han despojado también de toda moralidad y decencia pública, haciendo azotar en las plazas religiosos ancianos, y mujeres amarradas a un callón, habiéndolas, primero, desnudado con furor escandaloso y puesto a la vergüenza sus carnes.
Ellos establecieron un sistema inquisitorial para todos estos castigos: han arrebatado vecinos sosegados, llevándolos a la otra parte de los mares, para ser juzgados por delitos supuestos, y han con¬ducido al suplicio, sin proceso, a una gran multitud de ciudadanos.
Ellos han perseguido nuestros buques, saqueado nuestras costas, hecho matanzas con sus indefensos habitantes, sin perdonar a sacerdotes septuagenarios; y por orden del General Pezuela, quemaron la iglesia del Pueblo de Puna, y pasaron a cuchillo viejos, mujeres y niños, que fue lo único que encontraron. Ellos han excitado conspiraciones atroces entre los españoles avecindados en nuestras ciudades, y nos han puesto en el conflicto de castigar con el último suplicio padres de familias numerosas.
Ellos han compelido a nuestros hermanos e hijos a tomar armas contra nosotros; y formando ejércitos de los habitantes del país, al mando de sus oficiales, los han obligado a combatir con nuestras tropas. Ellos han excitado insurrecciones domésticas, corrompiendo con dinero, y toda clase de tramas, a los moradores pacíficos del campo, para envolvernos en una espantosa anarquía, y atacarnos divididos y debilitados.
Ellos han faltado con infamia y vergüenza indecible a cuantas capitulaciones les hemos concedido en repetidas veces que los hemos tenido debajo de la espada: hicieron que volviesen a tomar las armas cuatro mil hombres que se rindieron con su general Tristán en el combate de Salta, a quienes, generosamente concedió capitulación el general Belgrano en el campo de batalla, y más generosamente se las cumplió, fiando en la fe de su palabra.
Ellos nos han dado a luz un nuevo invento de horror envenenando las aguas y los alimentos, cuando fueron vencidos en la Paz por el General Pinto, y a la benignidad con que los trató éste después de haberlos rendido a discreción, le correspondieron con la barbarie de violar los cuarteles que tenían minado de antemano.
Ellos han tenido la bajeza de incitar a nuestros Generales y Gobernadores, abusando del derecho sagrado de parlamentar, para que nos traicionasen, escribiéndoles cartas con publicidad y descaro a este intento. Han declarado que las leyes de la guerra, observadas entre Naciones cultas, no debían emplearse con nosotros; y su General Pezuela, después de la batalla de Ayohuma, para descartarse de compromisos, tuvo la serenidad de responder al General Belgrano Que con insurgentes no se podían celebrar tratados.
Tal era la conducta de los españoles con nosotros cuando Fernando de Borbón fue restituido al trono. Nosotros creímos entonces que había llegado el término de tantos desastres: nos pareci6 que un Rey que se había formado en la adversidad, no sería indiferente a la desolación de sus pueblos; y despachamos un Diputado para que lo hiciese sabedor de nuestro estado. No podía dudarse que nos daría la acogida de un benigno príncipe, y que nuestras súplicas lo interesarían a medida de su gratitud y de su bondad, que habían exaltado hasta los cielos los cortesanos españoles. Pero estaba reservado para los países de América una nueva y desconocida ingratitud, superior a todos los ejemplos que se hallan en las historias de los mayores tiranos.
El nos declaró amotinados en los primeros momentos de su restitución a Madrid; él no ha querido oír nuestras quejas ni admitir nuestras súplicas, y nos ha ofrecido por última gracia un perdón. El confirmó a los Virreyes, Gobernadores y Generales que había encontrado en actual carnicería. Declaró crimen de Estado la pretensión de formarnos una Constitución para que nos gobernase, fuera de los alcances de un poder divinizado, arbitrario y tiránico, bajo el cual habíamos yacido tres siglos: medida que sólo podía irritar a un Príncipe enemigo de la justicia y de la beneficencia, y, por consiguiente, indigno de gobernar.
El se aplicó luego a levantar grandes armamentos, con ayuda de sus ministros, para emplearlos contra nosotros. El ha hecho transportar a estos países ejércitos numerosos para consumar las devastaciones, los incendios y los robos. El ha hecho servir los primeros cumplimientos de las potencias de Europa, a su vuelta de Francia, para comprometerlas a que nos negasen toda ayuda y socorro y nos viesen despedazar indiferentes. El ha dado un reglamento particular de corso contra los buques de América, que contiene disposiciones bárbaras, y manda ahorcar la tripulación; ha prohibido que se observen con nosotros las leyes de sus ordenanzas navales formadas según derecho de gentes, y nos ha negado todo cuanto nosotros concedemos a sus vasallos apresados por nuestros corsarios. El ha enviado a sus generales con ciertos decretos de perdón, que hacen publicar, para alucinar a las gentes sencillas e ignorantes, a fin de que les faciliten la entrada en las ciudades; pero al mismo tiempo les ha dado otras instrucciones reservadas, y autorizados con ellas, después que las ocupan, ahorcan, queman, confiscan, disimulan los asesinatos particulares, y todo cuanto daño cabe hacerse a los supuestos perdonados. En el nombre de Fernando de Borbón es que se hacen poner en los caminos cabezas de oficiales patriotas prisioneros; que nos han muerto a palos, y a pedradas a un Comandante de partidas ligeras, y que al coronel Camargo, después de muerto, también a palos por mano del indecente Centeno, le cortaron la cabeza y se envió por presente al General Pezuela, participándole: que aquello era un milagro de la Virgen del Carmen.
Un torrente de males y angustias semejante es el que nos ha dado impulso para tomar el único partido que quedaba. Nosotros hemos meditado muy detenidamente sobre nuestra suerte; y volviendo la atención a todas partes, sólo hemos visto vestigios de los tres elementos que debían necesariamente formarla: ¡oprobio, ruina y paciencia! ¿Qué debía esperar la América de un rey que viene al trono animado de sentimientos tan crueles e inhumanos? ¿De un rey que antes de principiar los estragos, se apresura a impedir que ningún príncipe se interponga para contener su furia? ¿De un rey que paga con cadalsos y cadenas los inmensos sacrificios que han hecho para sacarlo del cautiverio en que estaba, sus vasallos de España? Unos vasallos que a precio de su sangre y de toda especie de daños, han combatido por redimirlo de la prisión, y no han descansado hasta volver a ceñirle la corona? Si unos hombres a quienes debe tanto, por sólo haberse formado una Constitución, han recibido la muerte y la cárcel por galardón de sus servicios, ¿qué debería estar reservado para nosotros? Esperar de él y de sus carniceros ministros un tratamiento benigno, habría sido ir a buscar entre los tigres la magnanimidad del águila.
En nosotros se habrían entonces repetido las escenas cruentas de Caracas, Cartagena, Quito y Santa Fe; habríamos dejado conculcar las cenizas de 80.000 personas que han sido víctimas del furor enemigo, cuyos ilustres manes convertirían contra nosotros con justicia el clamor de la venganza; y nos habríamos atraído la execración de tantas generaciones venideras condenadas a servir a un amo, siempre dispuesto a maltratarlas, y que por su nulidad en el mar ha caído en absoluta impotencia de protegerlas contra las invasiones extranjeras.
Nosotros, pues, impelidos por los españoles y su Rey nos hemos constituido independientes, y nos hemos aparejado a nuestra defensa natural contra los estragos de la tiranía con nuestro honor, con nuestras vidas y haciendas. Nosotros hemos jurado al Rey y Supremo Juez del mundo, que no abandonaremos la causa de la justicia; que no dejaremos sepultar en escombros, y sumergir en sangre derramada por mano de verdugos la patria que él nos ha dado; que nunca olvidaremos la obligación ele salvarla de los riesgos que la amenazan, y el derecho sacrosanto que ella tiene a reclamar de nosotros todos los sacrificios necesarios, para que no sea deturpada, escarnecida y hollada por las plantas inmundas de hombres usurpadores y tiranos. Nosotros hemos grabado esta declaración en nuestros pechos, para no desistir jamás de combatir por ella. Y al tiempo de manifestar a las naciones del mundo las razones que nos han movido a tomar este partido, tenernos el honor de publicar nuestra intención de vivir en paz con todas, y aun con la misma España desde el momento que quiera aceptarla.
Dado en la Sala del Congreso de Buenos Aires, a veinticinco de Octubre de mil ochocientos diecisiete”
 Dr. Pedro Ignacio de Castro y Barros
Presidente
Dr. José Eugenio de Elias
Secretario

Francisco de Paula Castañeda
      “Nuestra revolución fue sin duda la más sensata (…),  no se redujo más que a reformar nuestra administración corrompidísima, y a gobernarnos por nosotros mismos en el caso que o Fernando no volviese al trono, o no quisiese acceder a nuestras justas reclamaciones.
La revolución así concebida no contenía en sus elementos el menor odio contra los españoles, ni la menor aversión contra sus costumbres, que eran las nuestras, no contra su literatura que era la nuestra, no contra sus virtudes que eran las nuestras, ni mucho menos contra su religión que era la nuestra.
Pero los demagogos (…) impregnándose en las máximas revolucionarias de tantos libros jacobinos (…) empezaron a revestir un carácter absolutamente antiespañol; ya vistiéndose de indios para no ser ni indios, ni españoles; ya aprehendiendo el francés para ser parisienses de la noche a la mañana; o el inglés para ser misteres recién desembarcaditos de Plimouth.
Estos despreciables entes avanzaban (…) para (…) propinar al pueblo, ya el espíritu británico, ya el espíritu gálico, ya el espíritu britano-gálico, pero lo que resultó fue lo que no podía menos de resultar, esto es una tercera entidad, o el espíritu triple gaucho-britano-gálico; pero nunca el espíritu castellano, o el hispanoamericano, e iberocolombiano, que es todo nuestro honor, y forma nuestro carácter; pues por Castilla somos gente, y Castilla ha sido nuestra gentilitia domes…””(P. Francisco de Paula Castañeda)
Juan Manuel de Rosas
     “¡Qué grande, señores y qué plausible debe ser para todo argentino este día (el 25 de mayo), consagrado por la nación para festejar el primer acto de soberanía popular, que ejerció este gran pueblo en mayo del célebre año de mil ochocientos diez! (…) No para sublevarnos contra las autoridades legítimamente constituidas, sino para suplir la falta de las que acéfala la Nación, habían caducado de hecho y de derecho. No para rebelarnos contra nuestro soberano, sino para preservarle la posesión de su autoridad, de que había sido despojado por el acto de perfidia. No para romper los vínculos que nos ligaban a los españoles, sino para fortalecerlos más por el amor y la gratitud, poniéndonos en disposición de auxiliarlos con mejor éxito en sus desgracias. No para introducir la anarquía, sino para preservarnos de ella y no ser arrastrados al abismo de males, en que se hallaba sumida España.
   Esto, señores fueron los grandes y plausibles objetos del memorable Cabildo Abierto celebrado en esta ciudad el 22 de mayo de mil ochocientos diez (…) Pero ¡Ah!… ¡Quién lo hubiera creído! …. Un acto tan heroico de generosidad y patriotismo, no menos que de lealtad y fidelidad a la Nación española y a su desgraciado monarca; un acto que, ejercido en otros pueblos de España con menos dignidad y nobleza, mereció los mayores elogios, fue interpretado en nosotros malignamente, como una rebelión disfrazada, por los mismos que debieron haber agotado su admiración y gratitud para corresponderle dignamente.

     Y he aquí, señores, otra circunstancia que realza sobre manera la gloria del pueblo argentino, pues ofendidos en tamaña ingratitud, hostigados y perseguidos de muerte por el gobierno español, perseveramos siete años en aquella noble resolución, hasta que cansados de sufrir males sobre males, sin esperanzas de ver el fin, y profundamente conmovidos del triste espectáculo que presentaba esta tierra de bendición, anegados en nuestra sangre inocente con ferocidad indecible por quienes debían economizarla más que la suya propia, nos pusimos en manos de la Divina Providencia, y confiando en su infinita bondad y justicia, tomamos el único partido que nos quedaba para salvarnos: nos declaramos libres e independientes de los Reyes de España y de toda dominación extranjera” ( Discurso pronunciado por el Brigadier General Juan Manuel de Rosas ante el Cuerpo Diplomático reunido en el fuerte del 25 de Mayo de 1836).