lunes, 18 de septiembre de 2017

Alberdi y las ideas constitucionales del 53. *

Por: JOSÉ MARÍA ROSA

II
LA BIBLIOTECA DEL CONGRESO

La Biblioteca del Congreso Constituyente no era muy nutrida. Por confesión del propio Gutiérrez la formaba solamente un libro: una edición del federalista que había pertenecido a Rivera Indarte, y que Dios sabe como había ido a parar a Santa Fe. Aún este sólo libro, siguiendo el destino señalado en su  ex-libtis, acabó por desaparecer misteriosamente de su anaquel.
      La falta de oxígeno constitucional habría sido angustiosa, si Alberdi no tomara la precaución de hacer llegar un cajón con ejemplares de sus Bases, publicada poco antes en Valparaíso, (la primera edición de las Bases fue tirada el 1º de mayo de 1852, con anterioridad, pues, a la inauguración del Congreso, 20 de noviembre). El especialista en derecho político entre los jóvenes mayos de 1837 se hacía presente en el Congreso, sin abandonar su remunerado bufete chileno, y con algo más eficaz que un acta de “representante del pueblo” lograda después del consabido “he dispuesto que sea elegido” del Libertador.

LA FILOSOFÍA POLÍTICA DE LAS “BASES”.

      En contradicción absoluta con el pensamiento historicista expuesto en su Fragmento de 1837, (Bases 138) Alberdi sostenía en las Bases que la organización política liberal solamente podría hacerse eliminando o rebajando la raza argentina. La antinomia entre un pueblo hispánico de naturaleza guerrera con instituciones anglosajonas de índole comercial, la resolvía dando preferencia a éstas sobre aquél: “Es utopía, es sueño y paralogismo puro –decía en Bases- el pensar que nuestra raza hispanoamericana, tal como salió formada de su tenebroso pasado colonial, pueda realizar hoy la república representativa”. Y con el mismo pensamiento agregaba: “No son las leyes las que necesitamos cambiar, son los hombres, las cosas. Necesitamos cambiar nuestras gentes incapaces de libertad por otras gentes hábiles para ella”.
      El error de Rivadavia había consistido en hacer reformas liberales para un pueblo naturalmente antiliberal; por eso fracasó. No era con reformas superficiales que se lograría  el amoldamiento de un pueblo hispánico y católico a constituciones y leyes sajonas y protestantes.  “A Rosas le bastó agitar la pampa –había dicho Sarmiento en Facundo- para echar por tierra el edificio  hecho en la arena”. Era necesario introducir el liberalismo de manera más firme, más radicalmente firme. Reemplazar la arena natural por dura argamasa importada; expulsar al criollo tan entusiasta por su tierra y sus caudillos y tan desapegado hacia los valores liberales fundados en el comercio y la industria.
      “Con tres millones de indígenas, cristianos y católicos, no realizaréis la República ciertamente” decían las Bases con evidente lógica dando a república el significado de “república a la norteamericana”. “No la realizaréis tampoco con cuatro millones de españoles peninsulares, porque el español puro es incapaz de realizarla, allá o acá. Si hemos de componer nuestra población  para nuestro sistema de gobierno, si ha de sernos más posible hacer la población para el sistema proclamado que el sistema para la población, es necesario fomentar en nuestro suelo la población anglosajona”, raciocinio perfectamente encuadrado en el pensamiento liberal que antepone las formas, las apariencias a la misma realidad. La sola manera de lograr una civilización anglosajona consistía, claro está, en reemplazar la población católica por otra de índole protestante: “Ella está identificada al vapor, al comercio, a la libertad, y nos será imposible radicar esta cosas entre nosotros sin la cooperación activa de esta raza de progreso y de civilización”.
      ¿Podría acaso lograrse, mediante la  “educación” el cambio total del espíritu hispanoamericano? Eso había sido el dueño utópico de Rivadavia: “¿Podrá el clero dar a nuestra juventud los instintos mercantiles e industriales, que deben  distinguir al hombre de Sud América? ¿Sacará de sus manos esa fiebre de actividad y de empresa que lo haga ser el yanquee hispanoamericano?” [Bases]. Imposible.
      El pensamiento fundamental consistía en implantar la libertad; la libertad liberal, se entiende –es decir entendida a lo protestante-, libertad de los individuos para obrar sin trabas, que no libertad de los individuos para oponer el interés general a la gravitación de otros individuos más fuertes. La libertad como autolimitación  de la sociedad  para no intervenir  en el despotismo de los fuertes contra los débiles: de hacer a los individuos de tutelas sociales para que el struggle for life  jugara plenamente  la eliminación de los menos aptos en la lucha por la vida. Y los menos aptos, en esa civilización materialista que alborea eran los criollos que no tenían aficiones mercantiles: “La libertad es una máquina que, como el vapor, requiere maquinistas ingleses de origen. Sin la cooperación de esa raza es imposible aclimatar la libertad en parte alguna de la tierra”, confesaban las Bases. La libertad individual había sido el medio para imponer el dominio de las razas protestantes. Y alucinado por el medio, Alberdi aconsejaba la entrega total de la Argentina a esas razas comerciales.

EL RACISMO DE LAS “BASES”.

      Racista, fuerte y ardientemente racista, era el escrito de Alberdi. Como lo eran también los escritos de su rival Sarmiento, y de los hombres todos de su generación. Racismo a contrario sensu, para lograr la prevalencia de las  razas de afuera contra las razas de adentro. Admiración a lo foráneo y desprecio a lo propio: “haced pasar el roto, el gaucho, el cholo, unidad elemental de nuestras masas populares, por todas las transformaciones  del mejor sistema de instrucción: en cien años no haréis de él  un obrero inglés que trabaja, consume, vive digna y confortablemente” (Bases).
      ¡Cómo desconocería las condiciones de la vida obrera en Inglaterra por ese entonces, para estampar  semejante afirmación! ¡Cómo comparar la modesta pero digna, vida de un gaucho argentino en 1852, con las del proletariado londinense en ese primero y sórdido período del capitalismo industrial! . (“No es raro encontrar a un hombre con su mujer y cuatro o cinco niños, y algunas veces también los abuelos, viviendo todos en un cuarto redondo de diez a doce pies de lado, donde comen, duermen o trabajan. El arreglo interior de estas habitaciones revela grados diversos de miseria, que llega con frecuencia hasta la falta completa de los muebles más indispensables, y la sustitución de las camas por harapos sucios”, decía F. Engels de las condiciones obreras de Londres en 1860 (c. por A. Efimov, Historia del capitalismo industrial). Un funcionario inglés informaba en la misma fecha sobre las casas para obreros de Glasgow: “son generalmente tan sucias que no sirven ni para establos”)
      No se eliminaba al gaucho por su posible poca instrucción. No era eso, no; se lo eliminaba sencillamente por ser extranjero o, mejor dicho, por ser extranjero a la nueva Argentina: “En Chiloé y en el Paraguay saben leer todos los hombres del pueblo y, sin embargo, son incultos y selváticos al lado de un obrero inglés o francés que muchas veces no conoce ni la o”. (Bases). No era, pues, una preferencia por grado más o menos de cultura: era porque la raza no les daba aptitudes marcadamente comerciales, haciéndolos incultos y selváticos, al lado de hombres que sabían atesorar y manejar el dinero.
      Así el criollo sería extranjero en su propia tierra. La nueva patria no estaría en la raza, en la historia, en la gloria vivida en común. “La patria es la libertad, es el orden, la riqueza, la civilización organizada en el suelo nativo bajo su enseña y su nombre” , enseñaban las Bases definiendo a la nueva Argentina materialista y sin tradiciones que comenzaba.
      Lograr una Argentina sin argentinos: he aquí el propósito de gobernar es poblar. “Poblar” como despoblar de criollos y repoblar con “razas superiores”; toda la filosofía de la organización se centraría en esa máxima.

EL CAPITAL FORÁNEO.

      No era fácil la tarea de desarraigar nada menos que una raza. De allí que el apoyo extranjero se hiciera imprescindible para lograr la completa desargentinización de la Argentina. “Los tratados de amistad y comercio son el medio honorable de colocar la civilización sudamericana bajo el protectorado de la civilización del mundo” (ésta y las siguientes hasta el final son citas de las Bases), reclama Alberdi, iniciando la civilización mercantilista bajo la lógica protección  de las naciones mercantilistas favorecidas. Las cuatro frases sonoras que habrían de reconocer en la futura Constitución los derechos y garantías del hombre extranjero y del capital extranjero, quedarían inviolables bajo la protección del cañón de todos los pueblos”. Abdicar la soberanía nacional en cambio de unos derechos constitucionales en exclusivo beneficio del foráneo era la gestión más patriótica –en el nuevo concepto- que podía pedirse. Frente a esos cañones, ¿qué derechos, qué garantías podrían reivindicar a su vez los nativos, desarmados, disminuidos, ahuyentados?
      El medio de lograr el apoyo del  “cañón extranjero” consistía en hacerlo defender intereses propios. “Proteged al mismo tiempo empresas particulares (fiscales  ¡jamás!) para la construcción de ferrocarriles. Colmadlas de ventajas, de privilegios, de todo favor imaginable sin deteneros en medios. Preferid este expediente a cualquier otro”. ¡Consejo seguido al pié de la letra  y del cual pueden dar fe las posteriores leyes de concesiones ferroviarias! El capital foráneo era el gran factor de civilización. “Entregad todo a capitales extranjeros. Dejad que los tesoros de fuera, como los hombres, se domicilien en nuestro suelo. Rodead de inmunidades y de privilegios el tesoro extranjero para que se naturalice entre nosotros”.
      La Nación desaparece ante los intereses materiales.  La naturalización que pedía Alberdi no se efectuaba, claro está,  por una asimilación del capital foráneo al país, sino precisamente a la inversa: por asimilación del país al capital foráneo. No quería significar que las sociedades habrían de prescindir de su nacionalidad de origen para adquirir la del lugar donde efectuaban la explotación de servicios públicos, que los directorios antepusieran las conveniencias argentinas a sus propios intereses, o que los accionistas perdiera su mentalidad extranjera por el hecho de cobrar dividendos argentinos. La naturalización sería en realidad del país, que al ser atado al capital extranjero se extranjerizaría también: se tornaría en colonia, en factoría. Con mentalidad de colonia, es decir, con mentalidad civilizada.

LIBRE NAVEGACIÓN.

      La entrega total de la Argentina debía completarse con la absoluta entrega de sus ríos navegables. Era preciso renunciar  a la soberanía  argentina sobre ellos, porque “Dios no los ha hecho grandes como mares para que sólo se naveguen por una familia”.
      Rosas había guerreado –y triunfado- sosteniendo contra Inglaterra y Francia la soberanía argentina de los ríos. Por los tratados de 1849 y 1850, esta soberanía había sido  reconocida formalmente , aunque no faltaran entre los  propios argentinos  corifeos de la “libre navegación” –Varela, Valentín Alsina, etc- que sostuvieron la tesis colonial.  La libre navegación de los ríos –que es decir: la renuncia a la soberanía argentina de los ríos  -había sido una de las cláusulas impuestas por el Brasil en su tratado con Urquiza, y acababa de estamparla el Libertador en el Acuerdo de San Nicolás. Ahora Alberdi daba la explicación económica a este desgarramiento político :era conveniente esa libertad, para que “penetrara  por los ríos la civilización europea”. Había que hacer de los ríos mares; y mares libres, mares de “alta mar”. “Es necesario entregarlos a la ley de los mares”, clamaba renunciando a todas pretensión soberana. Que  “cada afluente navegable reciba los reflejos civilizadores  de la bandera de Albión; que en las márgenes del Bermejo y del Pilcomayo brillen confundidas las mismas  banderas de todas partes que alegran las aguas del Támesis, río de Inglaterra y del universo”, demostrando con ello no conocer el Támesis, donde no alegra sus aguas otra bandera que la inglesa. Y demostrando ignorar el “Acta de Navegación” de Cromwell, origen del poderío marítimo inglés.

MORAL ALBERDIANA.

      Vivir sin honor, pero con dinero: ahíto, conforme, sin Dios y sin Patria: he aquí el ideal de las Bases.  “La gloria es la plaga de nuestra pobre América del Sur”, dicen por ahí; “el laurel es planta estéril en América”, por otro lado; “nuestros patriotas de la  primera época (la Independencia) no son los que poseen ideas más acertadas sobre el modo de hacer prosperar esta América… Las ficciones del patriotismo, el artificio de una causa puramente americana de que se valieron como medio de guerra, los dominan y poseen hasta hoy mismo. Así hemos visto a Bolívar hasta 1826, provocar, ligar, para contener a la Europa, y al general San Martín aplaudir en 1844 la resistencia de Rosas  a reclamaciones accidentales de algunos estados europeos… La gloria militar que absorbió sus vidas, los preocupa todavía más que el progreso… Pero nosotros, más fijos en la obra de la civilización que en la del patriotismo de cierta época, vemos venir sin pavor todo cuanto la América puede producir en acontecimientos grandes”.
      La gloria, en efecto ¿para qué sirve?. “La paz nos vale el doble que la gloria”, con la paz habría dinero, aunque fuera en manos foráneas; pero algunas migajas podrían  recoger los nativos que facilitaron la libre entrada de los extranjeros.
      En estas complacencias llegaba Alberdi a los extremos más lamentables.  Hasta ofrecer a los extranjeros “el encanto que nuestras hermosas y amables mujeres recibieron de su origen andaluz”, convencido que los foráneos las fecundarían mejor que los naturales. Filosofía de marido complaciente  que engorda y medra entregando a otro su casa  y su mujer; que, por otra parte, es el  gran fundamento moral de nuestro liberalismo.
      Esta moral tuvo su lógico corolario. El de afuera tomó la casa y la mujer, poniendo al dócil marido a la puerta. Y éste, convencido que la “paz vale el doble que la gloria”, ni siquiera protestó, esperando que el nuevo dueño de casa le hiciera de cuando en cuando la limosna de algún producto de su propia huerta; y admitiendo, en total envilecimiento, dar su nombre –que en otro tiempo fuera glorioso- a los hijos espúreos que no llevaban su sangre ni amaban sus tradiciones. ¿Para qué reaccionar?  “La gloria es la plaga de nuestra pobre América del Sur”.


*Parte del artículo publicado en la Revista del Instituto  de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas, (Nº 11; 1943) que luego publicaría el autor en “Nos los Representantes del Pueblo”