jueves, 27 de noviembre de 2014

LA CONSTITUCION TRADICIONAL ARGENTINA*

Firma del Pacto Federal
Por: Fernando Romero Moreno

Introducción

Es un lugar común de la historiografía liberal que Rosas no quería una Constitución. Sin embargo, un estudio de las instituciones vigentes en la Confederación Argentina en el período 1829- 1852, nos permiten sostener que no sólo existía entre nosotros una verdadera Constitución, sino también las bases firmes para la formación de toda una arquitectura política adecuada a las exigencias de nuestro medio. Lógicamente que ese orden hubiera estado en la antípodas del ideario iluminista en boga - inspirador luego de la Constitución del 53 (1)- siendo sus fundamentos en cambio, los de la cosmovisión hispano-criolla y católica que constituyen la cultura fundacional de la Argentina. Pero lo que en buena lógica se desprende de esos hechos, no es que Rosas obstaculizara el proceso constitucional de la Nación, sino que – oponiéndose al modelo racionalista y liberal del mismo – prefería una vía histórica y tradicional para alcanzar la Constitución. Una Ley de raíz pactista y consuetudinaria, expresión genuina de la voluntad de los pueblos confederados y fiel a nuestras peculiares costumbres, criollas y americanas. Ese fue, en líneas generales, el Ideal político de la Confederación, mientras la Dictadura sólo un medio transitorio y excepcional para impedir la desintegración nacional. Superada la anarquía interior y las agresiones externas (Francia e Inglaterra sobre todo), la Argentina se constituyó en un Estado Católico, Nacional, Federal, Republicano y Presidencialista, inspirado en los principios de la Tradición hispánica, indiana y criolla. Analicémoslo en detalle.

Los antecedentes hispano- indianos

a) El Estado de Derecho Indiano

Ante todo es necesario estudiar los presupuestos hispánicos de nuestra tradición constitucional, muchos de ellos todavía vigentes en los tiempos de Rosas. En España y América, hasta el advenimiento de los Borbones 1713, rigieron unos principios que tenían hondo arraigo en la Península. Esos principios constituían un todo orgánico cuya clave de bóveda era la propia sujeción del monarca al orden jurídico: “Rex eris si recta facies – enseñaba el Fuero Juzgo -, si non facias non eris”. Es decir, el gobierno debía obrar de acuerdo al Bien Común o perdía gradualmente su legitimidad. Y como garantía frente a los abusos e imprudencias que pudieran cometer el Rey o los funcionarios, existía un adagio recogido en las Partidas y luego en la legislación indiana: “se reverencia pero no se cumple”. Y también el principio del “ius resistendi” frente a la tiranía, que defendían juristas y teólogos. Íntimamente ligado a esta subordinación del orden político al orden jurídico y moral, regía un peculiar “pactismo”, que consistía en reconocer la necesidad del consentimiento popular respecto al régimen político –no tanto al gobernante de turno, sino al régimen en sí– y la importancia de una sana representación de los estamentos sociales ante el poder. Finalmente debemos decir que este “corpus” de principios jurídicos estaba fundamentado en el respeto al derecho natural – aunque tal vez contaminado del voluntarismo de cierta Escolástica Española - , en el acatamiento a la ley divino – positiva y en el fomento de las legítimas diversidades regionales, cuya garantía eran los fueros y en nuestro caso las costumbres indígenas, la legislación castellana y las Leyes de Indias. Siendo la Justicia uno de los fines principales perseguidos por el poder político, su función no correspondía sólo a un órgano o funcionario, sino que “competía a todos los organismos de gobierno, desde el rey hasta los cabildos” (2). En cuanto a las fuentes del Orden Jurídico, las mismas eran plurales (3), con el siguiente orden de prelación: 1°) Leyes de Indias; 2°) Derecho Indígena; 3°) Costumbres locales; 4°) Leyes de Castilla; 5°) Partidas.

b) Los órganos del Poder: Unidad de Gobierno y Equilibrio de Funciones

El Régimen Político, por su parte, establecía un orden de magistraturas, con funciones “entrelazadas”, en el marco de una monarquía limitada y representativa. “Las actividades del Estado – explican Floria y García Belsunce – se distinguían entonces por funciones y éstas eran fundamentalmente cuatro: 1) Gobierno, que comprendía la tarea legislativa, el nombramiento de los funcionarios, capitulaciones, mercedes, etc.; en fin, todo lo que hoy se entiende por “administración del Estado” con exclusión de los aspectos impositivos, financieros y militares. 2) Justicia, o sea el ejercicio de la actividad judicial. 3) Guerra, que abarcaba todo lo relativo a la organización y defensa de los reinos de la Corona. Y 4) Hacienda, comprensiva de la organización y administración financiera e impositiva del Reino” (4). Estas cuatro funciones, prosiguen los autores citados, “no eran atribuidas con exclusividad a distintos órganos o funcionarios”. Por el contrario, la mayor parte de éstos desempeñaban varias de las nombradas funciones. Por ejemplo, los gobernadores tenían funciones de gobierno, justicia y guerra; las Audiencias, de gobierno y justicia; los cabildos, de justicia, gobierno y hacienda, y así sucedía en todos los casos. Este sistema, que puede parecer caótico visto superficialmente, no lo era en realidad y respondía a una estructura coherente. Al acumular diversas funciones en un mandatario se producía simultáneamente la diversificación de cada función entre varios de ellos, de modo que resultara un recíproco control entre los diversos magistrados y funcionarios. La clave del sistema residía en el concepto de equilibrio de funciones – a diferencia de la separación moderna de poderes –” (5). Este control recíproco estaba reforzado por las instituciones del juicio de residencia, las visitas y las pesquisas. En cuanto a los órganos de gobierno, junto al Virrey y los Gobernadores, los principales eran las Audiencias y los Cabildos. Éstos últimos tenían a su cargo “el gobierno de la ciudad y su zona rural de influencia” (6). Los cabildos constituyen nuestra tradición más antigua de gobierno local, en la cual – junto a las funciones específicas e indelegables del poder político (Gobierno, Justicia y Defensa)– encontramos el ejercicio de las llamadas funciones subsidiarias como educación, salud pública, asistencia social, etc. y el embrión de una correcta distinción entre gobierno y representación (al existir junto al “cabildo cerrado” o de funcionarios, el “cabildo abierto”, formado por vecinos) (7). Los cabildos fueron, por otra parte, los garantes de la autonomía municipal y de las libertades regionales, lo cual se vincula a la descentralización política y administrativa que tuvo el régimen hispano-indiano hasta la irrupción borbónica. Mención aparte merece la figura de los Caudillos, esbozadas ya en este período y que renacerían con fuerza en el siglo XIX. José María Rosa, que ha estudiado el asunto con especial dedicación (aunque con una hermenéutica populista que no compartimos), nos dice: “La gente‟ encontró su expresión en el caudillo mejor que en los funcionarios reales. El caudillo era la gente hecha acción y cabeza (de allí cabdillo, de capus, cabeza); por su boca hablaron los pobladores y en sus gestos se sintieron interpretados. Ajeno a su destino, el caudillo‟ casi siempre había llegado a Indias como oficial menor o soldado raso: aquí demostró condiciones para ser "cabeza‟ y necesariamente lo fue. Llamáronse en el Río de la Plata Martínez de Irala, Juan de Garay, Hernandarias; en otros Alonso de Ojeda, Hernán Cortés, Francisco Pizarro” (8).

c) Un Orden Social de libertades concretas

Dentro de esta tradición política había además un expreso reconocimiento de libertades concretas que amparaban a las personas y a las corporaciones frente a los peligros del despotismo estatal (9). En efecto y como enseñaba Zorraquín Becú existían “en la legislación vigente garantías directamente vinculadas con los derechos particulares. Así por ejemplo no debían cumplirse las cartas reales para desapoderar a alguno de sus bienes sin haber sido antes oído y vencido. Lo mismo ocurría si se trataba de encomiendas de indios. La legislación reconocía la garantía del juicio previo” (10). En otro pasaje afirma que “el dominio legítimo quedaba amparado (...) y la misma ley exigía que en caso de expropiación por causa de utilidad pública, se diera al dueño otra cosa en cambio o se le comprara por lo que valiera” (11). En cuanto a prácticas contrarias a la dignidad humana (como la tortura judicial, la pena de muerte por motivos religiosos, la esclavitud o los abusos de ciertas reglamentaciones corporativas) hubieran podido eliminarse sin alterar en lo substancial el orden político tradicional. De hecho, algunas fueron tenidas por injustas en los mismos tiempos virreinales y varias fueron modificadas durante el proceso emancipador.

d) Corporativismo y proteccionismo

Por último vale la pena mencionar que en los lineamientos del régimen indiano existían las semillas de una organización profesional de la economía y de un sano corporativismo. Pensamos sobre todo en las funciones del Consulado y de los Cabildos en relación con el comercio, en la regulación de las profesiones liberales por parte del Protomedicato o del Colegio de Abogados, en el Fuero Universitario y otras instituciones similares. También debemos resaltar la vigencia de un prudente proteccionismo económico, implícito en el régimen del monopolio mercantilista (12).

Los antecedentes nacionales

a) El Estado Nacional Soberano y la Independencia

Junto a estas instituciones, encontramos otros presupuestos constitucionales de origen específicamente nacional, que –a despecho de los proyectos oficiales del liberalismo criollo– fueron dando forma jurídica real a las Provincias Unidas. El primero a considerar es la Declaración de la Independencia, en la medida en que manifestaba la voluntad de constituir un Estado Nacional Soberano en la comunidad territorial y cultural del extinguido Virreinato del Río de la Plata. El carácter normativo de dicha Declaración ha sido señalado por el Doctor Héctor H. Hernández al sostener que “tenemos aquí un valor constitucional fundamental: la independencia y la soberanía”. La afirmación de que “las Provincias Unidas deben ser libres e independientes‟ se constituye entonces en la norma jurídica positiva suprema preexistente a los pactos” (13), estableciendo la Soberanía –una Soberanía respetuosa de la ley natural y del bien común internacional– como un principio básico del Orden Constitucional. La Declaración de la Independencia, por su parte, tenía justificación en principios del derecho natural y de gentes y no en mitos al estilo del nacionalismo ideológico decimonónico.

b) El Constitucionalismo provincial y la restauración hispano-indiana

En segundo lugar tenemos que analizar el peculiar constitucionalismo provincial. Fracasados los intentos de organización que se proyectaron desde 1810 en adelante, la Argentina entró en una espiral de violencia que – tras la anarquía del año 20 – comenzó a socavar la unidad de las Provincias Unidas, con el riesgo cierto de la desmembración territorial y de la disolución definitiva del Estado Central. Si tal proceso no avanzó e incluso se detuvo, fue gracias a la Dictadura del Gral. Rosas que – además de custodiar con éxito nuestra soberanía frente a las Grandes Potencias del momento – restauró el Estado Central y sentó las bases de un orden constitucional propio. Pero las raíces de la solución comenzaron antes, cuando las Provincias – replegadas sobre sí mismas – fueron elaborando instituciones propias, “criollas”, substancialmente realistas y acordes a nuestra idiosincrasia. En las mismas renacieron los principios y normas de la herencia hispano-indiana. Así lo explicaba Petrocelli: “Hacia 1821, quedó conformado el panorama de trece de las primitivas catorce provincias argentinas” que surgieron –salvo la excepción de Entre Ríos - de “los antiguos cabildos que gobernaban las ciudades y sus zonas adyacentes (...) Como se recordará, cada cabildo era brigadier de su milicia. Pues bien, la reacción contra la dirigencia porteña ha puesto esa milicia bajo la férula de un caudillo, que generalmente se destaca por sus condiciones militares y por su consustanciación con la índole y los intereses de la comunidad que rige; el caudillo es cabeza del pueblo provincial en armas, al que interpreta y comprende en sus necesidades. Se lo conoce como gobernador, palabra de raíz hispánica, que denomina a una institución de ese origen, como es española también la voz “caudillo”. La generalidad de las provincias tuvieron sus caudillos, cuya procedencia no es, como se ha imaginado, el estrato inferior de esas sociedades, sino el superior, en cuanto a posición social y económica, grados militares y aun títulos universitarios (...). Como bien lo dice José María Rosa: “Un gobernador no es Poder Ejecutivo” aunque así lo dice la letra de las constituciones que rigen la provincia. Su poder no puede medirse con vara sajona sino española; no ejecuta, sino que gobierna en los cuatro ramos clásicos: militar, político, justicia y hacienda”. Ya se ha dicho que conduce las milicias provinciales; dicta las leyes siendo asesorado por la sala o junta de representantes que sólo de nombre es el poder legislativo; es juez de alzada de los fallos de los alcaldes ordinarios, o delega esta función en algún letrado; elabora el presupuesto, manda cobrar los tributos, ordena los gastos y publica la situación de la tesorería. No obra arbitrariamente por lo común, sino que para cada función hay peritos y hombres discretos que lo aconsejan: la junta de representantes en lo político, letrados en justicia, junta de hacienda en este ramo, consejo de guerra en lo militar. Cada caudillo-gobernador tiene su secretario o ministro, que generalmente será un abogado o un sacerdote; ellos preparan la legislación o los tratados con otras provincias, redactaban la correspondencia, asesoraban en caso de reunión de un congreso interprovincial, se entendían con la sala. Ésta, que llevaba distintos nombres a demás de éste, como junta de representantes, junta de comisarios, legislatura, congreso provincial, desempeñaba diversas funciones: las propias de los cabildos a los que suplantaron, como atender la educación, la salud pública, el arreglo edilicio, el cuidado de las calles, el abasto, el control de precios, etc.; era también una especie de senado que asesoraba al gobernador en materia de legislación, tratados interprovinciales, declaración de guerra, firma de la paz; confirmaba la elección del gobernador que efectuaban en la realidad las milicias cívicas, esto es, el vecindario urbano y rural armado; sancionaba la constitución provincial que previamente el gobernador admitía y que redactaba por el ministro letrado. La legislatura estaba integrada por vecinos respetables elegidos popularmente pero que los gobernadores consentían anticipadamente como aceptables (…). En materia de justicia, las instituciones de la etapa española se prolongaron en las provincias; en primera instancia fallaban los alcaldes de los cabildos, apelándose o ante el cuerpo capitular en pleno o ante un juez de alzada en materia civil, y ante el gobernador en materia criminal (...). A partir de esta época cada Provincia se fue dictando su constitución, que en muchos casos tuvo un carácter eminentemente hispánico y no anglo-sajón o francés. Algunas contenían la división de poderes, pero ya se ha dicho que la política y la administración las manejaba el gobernador convenientemente asesorado (…) Lo notable de este derecho público provincial – agrega Petrocelli – es que adoptó el sufragio universal cuando no lo había aún ni en Estados Unidos ni en Europa” (14). Pero fue un sufragio universal indirecto y limitado pues el pueblo solía elegir a la Junta de Representantes y sólo ésta al Gobernador, quien a su vez controlaba las candidaturas. En el caso de Rosas, “instintivamente desconfiaba” del sufragio universal, razón por la cual “quería experimentarlo en cabeza ajena y se hacía informar por su ministro Alvear acerca de cómo funcionaba en los Estados Unidos, donde dejaba “muy mucho que desear”, según sus propias palabras” (15).

c) Las libertades concretas en la Confederación Argentina

En cuanto a la protección de las libertades concretas y al derecho privado – más allá de ciertas concesiones al liberalismo hechas desde tiempos de la Revolución de Mayo - siguieron rigiendo las disposiciones de la legislación castellana e indiana, más las prescripciones de las constituciones provinciales. “En el virreinato del Río de la Plata, y luego de la Independencia – dice Lambías – en las Provincias Unidas del Río de la Plata, la legislación española existente en 1810 continuó en vigencia hasta su derogación por el Código Civil, a partir del 1° de enero de 1871. Hasta entonces rigió en nuestro país la Nueva Recopilación de 1567, que contenía leyes provenientes del Fuero Real, del Ordenamiento de Alcalá, del Ordenamiento de Montalvo y de las leyes de Toro. Por lo demás, las antiguas leyes quedaron subsistentes, aplicándose de ordinario el derecho contenido en las leyes de Partida” (16). Las restricciones de la Dictadura no anularon el orden legal vigente, sino que simplemente limitaron el ejercicio de los derechos en función de los fines establecidos: la defensa de la Fe Católica y de la Federación. Fueron limitaciones temporales y excepcionales, exigidas por el Bien Común y sujetas a la Ley. Los derechos fundamentales – a la vida, a la propiedad, a la seguridad – y las garantías procesales, siguieron legalmente amparados. Los abusos y/o crímenes que pudieran haberse cometido no invalidan el orden constitucional de la Confederación, aunque permiten reconocer sus limitaciones y su innegable carácter de régimen perfectible, como sucede con todas las realizaciones humanas.

d) Los Pactos entre Provincias

Por último es importante mencionar los pactos interprovinciales, germen de la restauración del Estado Central y raíz de la adopción del Federalismo como Forma de Estado y de la República como Forma de Gobierno. Este pactismo regional se tradujo en un método empírico de organizar el país, que conduciría finalmente al mencionado acuerdo de 1831, instrumento jurídico- político de primer orden en el constitucionalismo de la Confederación.

El Pacto Federal de 1831 y la Institución Encargado de las Relaciones Exteriores

Con la llegada de Rosas al Gobierno de la Provincia de Buenos Aires comienza una de las etapas más decisivas de nuestra historia, cuyos frutos serán la restauración del Estado Central y la defensa de nuestra Tradición y Soberanía. El marco institucional de este proceso fue el régimen político y jurídico de la Confederación. La estructura fundamental de este régimen radicaba, como dijimos anteriormente, en el Pacto Federal de 1831 y en la Institución Encargado de las Relaciones Exteriores. Conviene estudiar por separados ambos instrumentos:
a) Pacto Federal: fue firmado por las Provincias litorales el 4 de enero de 1831 y a él se adhirieron paulatinamente las demás con el transcurso del tiempo. Sus disposiciones principales eran:
- La adopción del Federalismo como Forma de Estado. Técnicamente fue una Confederación laxa –como señaló Irazusta - que sólo gradualmente adoptó los caracteres de un Estado Federal.
- La alianza militar entre las Provincias y la regulación del derecho a celebrar tratados y del derecho de extradición.
- El reconocimiento de las mismas libertades para los habitantes de las provincias. firmantes, con la única excepción de que alguna hubiera especificado el requisito de ser natural de la misma para acceder al cargo de Gobernador.
- La creación de una Comisión Representativa con facultades referidas al manejo de las Relaciones Exteriores, de la Defensa Común y de la convocatoria a un Congreso General Federativo que arreglara definitivamente la administración del país. Los poderes de esta Comisión pasaron luego al Gobernador de Buenos Aires.
b) Institución Encargado de las Relaciones Exteriores: fue una magistratura delegada por las Provincias en el Gobernador de Buenos Aires, constituyéndose en la raíz de nuestro actual Poder Ejecutivo. Según Tau Anzoátegui la figura aparece en 1827 (algunos historiadores sostienen que su aparición es anterior a esa fecha) pero “es con Rosas – dice Petrocelli – que el Encargado va ampliando su esfera de atribuciones transformándose en un verdadero jefe de Estado nacional...” (17). ¿Cuáles eran esas atribuciones? Si sumamos a las estudiadas por Irazusta, las consignadas por Tau Anzoátegui, podemos resumirlas en las siguientes: declarar la guerra y hacer la paz, nombrar jefes de los ejércitos nacionales, negar a las provincias el ejercicio del derecho de legación, intervenirlas para uniformar la marcha de todas en el sentido de la federación, reglamentar las materias eclesiásticas en lo que competía al poder temporal, prohibir o permitir la exportación del oro y la plata, vigilar la circulación de los escritos sediciosos, juzgar a los reos políticos de carácter nacional, celebrar tratados internacionales sujetos a la ratificación legislativa, la interpretación y aplicación del pacto Federal de 1831, ejercer función de árbitro y mediador oficioso en los diferendos interprovinciales, otorgar concesiones mineras a los extranjeros como también autorizar la enajenación o arriendo de tierras de jurisdicción provincial, resolver las cuestiones de límites interprovinciales, conceder indultos, controlar el tráfico pluvial por los ríos Paraná y Uruguay y conceder permisos de ingresos al país (18). Como vemos, las atribuciones más importantes de un verdadero Gobierno Central para la República.

Otras cuestiones de índole constitucional en la Confederación

En torno a estas bases firmes -el Pacto Federal y la Institución Encargado de las Relaciones Exteriores- fue realizándose una constitución empírica que tenía los siguientes caracteres:
- El poder electoral detentado por el pueblo.
- La facultad de legislar en manos de las legislaturas provinciales, salvo lo delegado en el Encargado de las Relaciones Exteriores. Esas facultades provinciales implicaban legislar sobre: derecho sustancial (civil, comercial y penal); acuñación y circulación de moneda metálica; contribución directa en materia impositiva; reglamentación del derecho de minería; derechos aduaneros locales y derechos de tránsito.
- El Poder Ejecutivo Nacional desempeñado por el Gobernador de Buenos Aires.
- Aspectos organizativos como: sujeción del extranjero a nuestras leyes y aplicación del “jus soli” para sus hijos; adopción del sufragio universal pasiva y activamente; navegación exclusivamente nacional de nuestros ríos interiores; uso de la moneda fiduciaria en circunstancias en que el patrón oro regía universalmente; defensa del artesanado mediante el proteccionismo industrial; banca estatal promotora de la economía; trato diplomático y económico preferencial a las naciones hermanas hispanoamericanas; progresiva abolición de la esclavitud; y en palabras textuales de Estanislao Zevallos “en materia de extranjeros: el domicilio como arraigo de la personalidad civil y jurídica y de los capitales introducidos al país; el servicio militar obligatorio para todos los domiciliados sin distinción de nacionalidades en defensa de sus propios hogares, familias y bienes; el domicilio como base de la nacionalización de los extranjeros; la nacionalidad argentina de los hijos de extranjeros nacidos en territorio nacional; la soberanía argentina sobre los ríos de la Plata e interiores, de acuerdo con las leyes y reglamentos de la República” (19).
. Dentro de este conjunto de disposiciones debemos incluir asimismo a la Ley de Aduana de 1835 y en general al orden económico de la Confederación. Petrocelli resume así la cuestión: “Lo económico – financiero estuvo vinculado con la reconstrucción del Estado central y con la defensa de la soberanía que protagonizara el Dictador (...) Por empezar, en diciembre de 1835, dicta una ley de aduana proteccionista para satisfacer el clamor provinciano que venía de lejos, coadyuvando así al logro de la unidad nacional. La protección lo es no solamente a la industria, sino también a la agricultura y al desarrollo de nuestra marina mercante (…). En materia financiera Rosas expresó que no había suma del poder; rindió cuentas estrictas de la administración de los dineros públicos (...) Rosas dividió los recursos en dos grandes categorías. Los nacionales, constituidos por los derechos de exportación e importación, estaban destinados al pago de los gastos militares, al mantenimiento de las relaciones exteriores y al pago de la deuda externa, cuando empezó a hacer algunas entregas a los tenedores de bonos del empréstito Baring; también al pago de la deuda pública interna. Los demás impuestos recaudados, contribución directa, sellado, patente, alcabala, etc. eran utilizados para solventar el presupuesto provincial. Liquidó el Banco nacional no renovando la concesión al vencer la misma en 1836; los billetes del mismo pasaron a ser papel moneda del estado. En su lugar se creó la casa de la Moneda, que aún subsiste como Banco de la Provincia de Buenos Aires; sus atribuciones eran administrar la moneda de papel y la metálica, liquidar el Banco nacional, recibir depósitos de particulares, conceder créditos y admitir los depósitos judiciales. Fue banco estatal enteramente y su giro fue todo un éxito ya en la época de Rosas” (20). Podríamos seguir enumerando los distintos aspectos de la economía de la Confederación pero lo dicho basta para advertir aquellos puntos que más se vinculan con la vigencia de un orden constitucional.

Conclusión

En síntesis, entonces: el Orden Político de la Confederación suponía la voluntad de conformar un Estado Nacional Soberano según la Declaración de la Independencia de 1816 y su Constitución “real” establecía la Confederación como Forma de Estado, de acuerdo a lo dispuesto por el Pacto Federal; instauraba el régimen republicano como Forma de Gobierno y un sistema electoral de sufragio universal indirecto y limitado; creaba una magistratura especial como Suprema Potestad de la Confederación, consolidando otras menores en el orden provincial o nacional; conservaba como vigentes muchos principios heredados de la tradición hispano- criolla y amparaba el rico patrimonio del constitucionalismo provincial; finalmente la Ley de Aduana de 1835 establecía una suerte de Sistema Argentino de Economía Nacional. Este orden incipiente era, repetimos, una auténtica Constitución, sin copias artifíciales de modelos extranjeros, copias que a la postre se demostraron contrarias a nuestros hábitos y a las exigencias concretas del Bien Común. Como enseñaba Julio Irazusta “el método deliberativo no nos convenía para constituirnos. La experiencia lo había probado”. Con el método de Rosas en cambio, “había surgido, al final del período una consuetudo, un derecho político no escrito, que equivalía a un sistema de leyes constitucionales y sobre el que empezó a razonarse como sobre una verdadera constitución. El país había sido organizado de otra manera que por un congreso constituyente” (21).

Notas:
(1) Para un análisis de la ideología iluminista de la Constitución del 53 cfr. Sampay, Arturo Enrique, “La Filosofía del Iluminismo y la Constitución Argentina de 1853”, Verbo N° 303- 304- 305, Año XXXII, Jun.- Jul.- Ag. 1990, págs 43 y ss.
(2) Petrocelli, Héctor B., “Lo que a veces no se dice de la Conquista de América”, Ediciones Didascalia, Rosario, 1992, pág. 153.
(3) Puy Francisco, “Derrecho y tradición en lo foral”, Verbo (Speiro), N° 128-129, Septiembre –Octubre- Noviembre 1974.
(4) Floria, Carlos Alberto y García Belsunce, César A., “Historia de los argentinos”, Ediciones Larousse, Bs. As., 1992, pág. 111.
(5) Floria, Carlos Alberto y García Belsunce, César A., “Historia de los argentinos”, Ediciones Larousse, Bs. As., 1992, pág. 111- 112.
(6) Petrocelli, Héctor B., Op. Cit., pág. 165.
(7) Máxime cuando no llegó a formarse de modo pleno entre nosotros el andamiaje más completo de Cortes, Procuradores (salvo quizás el Síndico Procurador), Mandato Imperativo, etc. que sí tuviera vigencia en la Península y en otros Virreynatos de Indias.
(8) Rosa, José María, Historia Argentina, T. I, Editorial Oriente S.A., Bs. As., 1972. págs. 117-118.
(9) Para un análisis de las libertades concretas y las libertades abstractas en el marco de la tradición política española, cfr. Elías de Tejada, Francisco “Libertad abstracta y libertades concretas” en Contribución al estudio de los cuerpos intermedios (Acta de la VI Reunión de Amigos de la Ciudad católica), Speiro, Madrid, 1968, y Llopis de la Torre, Felipe, Montejurra. Tradición contra Revolución, Editorial Rioplatense, Bs. As., 1976.
(10) Zorraquín Becú, Ricardo, La organización política argentina en el período hispánico, Tercera Edición, Editorial Perrot, Buenos Aires, 1967, pág. 27.
(11) Zorraquín Becú, Ricardo, Op. Cit. Pág. 26, nota 2.
(12) Irazusta, Julio, Breve Historia de la Argentina, Editorial Independencia S.R.L., Bs. As., 1981, págs. 46-47.
(13) Hernández, Héctor H., “Otro pensamiento constitucional (Una cuestión dogmático-jurídico-política y de filosofía y lógica de las normas)”, San Nicolás de los Arroyos, 2002, Inédito. Cfr. de este mismo autor “El cuento, la Constitución y el barco. Otro pensamiento constitucional (Una cuestión dogmático-jurídico-política y de filosofía y lógica de las normas)”, en Revista Jurídica de Mar del Plata, nro. 1, Universidad FASTA, 2002, p. 159.
(14) Petrocelli, Héctor B., Historia Constitucional Argentina, Editorial Keynes Universitaria, Rosario, 1988, págs. 105- 106.
(15) Ezcurra Medrano, Alberto, El sentido histórico de la época de Rosas, en La Independencia del Paraguay y otros ensayos, Instituto de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas, Colección Estrella Federal, Bs. As, 1999, págs. 124- 125.
(16) Llambías, Jorge Joaquín, Tratado de Derecho Civil, Parte General, Tomo I, Editorial Perrot, Bs. As., 1964, págs. 176-177.
(17) Petrocelli, Héctor B. La obra de Rosa que San Martín elogiara, Rosario, 1994, pág. 40,nota 1.
(18) Petrocelli, Héctor B., La obra de Rosas…, pág. 39.
(19) Petrocelli, Héctor B., La obra de Rosas, pág. 44.
(20) Petrocelli, Héctor B., Historia Constitucional Argentina, Editorial Keynes Universitaria, Rosario, 1988, págs. 156 y ss.

* El hipervalor político-constitucional, “El Derecho”-Sección Constitucional, Nº XLVII, 15 de abril de 2009.

miércoles, 19 de noviembre de 2014

PRESIDENCIA DE ROCA (Ultima parte)


Por: Julio Irazusta

La conclusión de la guerra contra los indios en todas las fronteras desérticas del territorio se llevó adelante con energía, pero duró bastante más que la expedición inicial de 1879. Muchos años. En ella se distinguieron especialmente el coronel Conrado Villegas en el sur y el capitán Fontana, que fundó la gobernación de Formosa. Esa extensión de las zonas urbanizadas coincidió con un notable aumento de la red ferroviaria, sobre la base de concesiones a contratistas ingleses, con intereses garantidos que aseguraban una ganancia sin riesgo alguno. Contra la experiencia hecha por el país, en el Ferrocarril Oeste y el Norte de Córdoba a Tucumán (por capitales privados argentinos con apoyo del crédito público) se dio por adquirido, según el pregón de los organizadores del 53, que el país no tenía recursos para financiar el desarrollo nacional. La colonización agrícola, que en la época de Avellaneda se hizo por empresarios argentinos con bastante división de la tierra, se prosiguió por obra de empresarios extranjeros que adquirían grandes extensiones de los campos que el gobierno nacional vendía en la bolsa de Londres a precios irrisorios y que los acaparaban en detrimento de los pequeños agricultores inmigrantes llegados a nuestros puertos con una mano atrás y otra adelante. Paralelamente, la tendencia a favorecer el interés extranjero se acentúa en la legislación. El generoso liberalismo de la Constitución ya no bastaba. Había que liberar a las empresas británicas de todos los recaudos elementales con que en un principio se acompañaba (como en todos los países civilizados) el reconocimiento de la personería jurídica a las personas morales, recaudos que se exigían a los capitalistas nacionales de una provincia para explotar un servicio público en otra; tal el caso del concesionario de los tranvías en las principales ciudades entrerrianas, porteño de origen y con domicilio legal para su empresa en Buenos Aires, obligado a establecer otro en Paraná. En 1885 empezaron las reformas del Código de Comercio, destinadas a poner la ley de acuerdo con los hechos. El texto primitivo de su artículo 398 decía que “las sociedades anónimas estipuladas en países extranjeros con establecimientos en el Estado, tienen obligación de hacer igual registro (que las nacionales) en los Tribunales de comercio respectivo del Estado. Mientras el instrumento del contrato no fuese registrado, no tendrá validez contra terceros”. Requisito que no tardará en desaparecer de la legislación.

El estado de espíritu que predominaba en el país era de optimismo y euforia sin límites. Las cifras del comercio exterior aumentaban de año en año, las tierras valorizadas por el desarrollo ferroviario enriquecían a los terratenientes, la facilidad del crédito oficial a los especuladores favoritos del régimen, los bancos garantidos otorgaban generosos préstamos a la clientela de los caudillos provinciales y nacionales, en un clima de inconsciencia que en pocos años (bajo la dirección del sucesor de Roca) se traduciría en un amargo desengaño. El gobierno creyó oportuno establecer la convertibilidad del peso papel a oro. En verdad que el momento parecía el más adecuado. La existencia del precioso metal en el país era crecida; superior al 40 % del circulante: veintiún millones de oro sellado para cincuenta millones de pesos papel. Pero el intento fracasó muy pronto; las condiciones de la economía no eran tan buenas como se había creído. En 1885, los conductores de la Hacienda decidieron decretar la inconvertibilidad de la moneda nacional. A Victorino de la Plaza, ex condiscípulo del presidente en el colegio de Concepción del Uruguay, le tocó en uno de sus interinatos de 1883 a 1885 la desagradable misión de refrendar los decretos que decidieron la inconversión. Con gran previsión, el ministro acompañaba la medida con otra que disponía la inmovilización del encaje metálico. No tardaron en llover solicitudes de los banqueros, en buena parte extranjeros, para que se les permitiese movilizar sus reservas en metálico. En un primer momento el presidente se había mostrado firme. Pero al transformárselas solicitudes en protestas, cedió, abandonando a su colaborador, quien debió renunciar mientras el oro emigraba del país hasta desaparecer del todo. En este periodo fue que se votó la Ley 1420 de educación común, estableciendo la enseñanza gratuita, obligatoria y laica para todos los niños en edad escolar. El gran historiador jesuita, Guillermo Furlong dice que desde la independencia hasta ese momento ningún gobierno se había atrevido a osar una medida tan desafiante para el espíritu de un país católico, cuya constitución daba a la Iglesia romana una situación de primacía (en medio de la libertad de cultos) que parecía inconmovible. Ni los masones Mitre y Sarmiento intentaron nada semejante. La ley fue promulgada el 8 de julio de 1884 y reglamentada veinte días más tarde. La trascendente medida provocó la reacción del Nuncio Apostólico, Monseñor Matera, quien aconsejó a las familias de su feligresía no enviar sus niños a las escuelas sin Dios. De inmediato el poder ejecutivo decretó la expulsión del prelado, quedando interrumpidas las relaciones diplomáticas de la Argentina con el Vaticano.

Desde 1881 un grupo de distinguidos caballeros bajo la dirección del Dr. Carlos Pellegrini, había fundado el Jockey Club, destinado a ser una de las instituciones más prestigiosas de la ciudad. La primera comisión directiva se componía de doce miembros, la tercera parte de los cuales eran ingleses o de familias anglo – argentinas. Este detalle estaba tan acorde con el espíritu de la época, que en una ciudad entrerriana se había fundado en 1869 una sociedad similar llamada de “las carreras inglesas”, cuya directiva contaba en su seno con mayor proporción de residentes extranjeros. Hacia la misma época se había organizado una Sociedad Rural que el 2 de marzo de 1886 inauguraba su primera Exposición Internacional de ganadería y agricultura.

Al aproximarse la renovación presidencial la voluntad de Roca de imponer a su pariente Juarez Celman como sucesor provocó la reacción de los más importantes consulares del régimen. Sarmiento en medio de expresiones irreproducibles por su crudeza, dijo comentando el hecho: “La sociedad argentina tiene la voluntad de perdición”. El diario de Mitre dedicó, el día de la transmisión del mando, un editorial durísimo sobre las condiciones en que Roca había impuesto por la fuerza a su concuñado, que finalizaba de este modo: “Es necesario, por último, que la administración no sea una palabra vana, sino un hecho que coopere al progreso del país en vez de perturbarlo; y en ese sentido, la primera necesidad es equilibrar los gastos con las entradas, saliendo del circulo vicioso que nos hace vivir de empréstitos que se hacen necesarios para pagar su propio servicio”.

Tomado de: Irazusta, Julio. Breve Historia de la Argentina. Cap VII. Editorial Huemul.