martes, 28 de septiembre de 2021

SAN MARTÍN CON MIRADA POLÍTICA

 

                                                     Por: SEBASTIÁN SÁNCHEZ

 

Los que tenemos el consuelo

De saber que la patria es un ensayo de esperanza y de cielo,

Los de la patria antigua y el acento inmortal

Los de la sangre limpia, ¡con usted, General!

 

Ignacio B. Anzoátegui, ‘Oda al General San Martín’

 


La historia oficial ha falseado la figura de San Martín por “vía de ensalzamiento”, menoscabándolo, por ejemplo, al exaltar su ciencia militar y a la vez señalar su “cortedad” en materia política. Ese fue el método avieso de Mitre, que dejó el libreto, de modo que “pegarle” a San Martín ha sido el deporte dilecto de los historiadores al uso. No queremos aquí responder los agravios al General -mejores plumas se han ocupado de eso- sino trazar unas líneas acerca de su obra política, soterrada bajo una montaña de elogios vanos y desfiguradores.

 

Dice Enrique Díaz Araujo que el primer paso en la vida política de San Martín fue venir a Indias, decisión que tomó ante la deriva liberal de la afrancesada corona española y la ilegitimidad del Concejo de Regencia, ese artificio pergeñado por los ingleses en la Isla de León. 

 

A poco de llegar al Plata, y antes de emprender su campaña guerrera, Don José se enfrentó al centralista Primer Triunvirato y depuso a Bernardino Rivadavia, que poco antes había expulsado a los diputados del Interior, mandándolos a “quedarse en casa”.

 

Cuando, tras el combate de San Lorenzo, el General fue enviado en auxilio del Ejército del Norte, sus enemigos Rivadavia y Alvear creyeron que así lo corrían de escena. Pero San Martín no sólo auxilió exitosamente a Belgrano, sino que una vez instalado como Gobernador-Intendente de Cuyo, llevó un gobierno notable que le granjeó la amistad de las provincias de tierra adentro. Y todo mientras organizaba el Ejército de los Andes. Asimismo, desde Mendoza fue partícipe directo de la declaración de la Independencia, de modo tal que, sin él, y Belgrano, el Congreso de Tucumán -católico, monárquico y “protofederal”- no hubiese sido posible.

 

Después vendría el Cruce de los Andes -y Chacabuco y Maipú- y todo en medio de las pestes que azotaban a nuestro Ejército (y al propio Libertador), sin que a nadie se le ocurriera guardarse en cuarentenas eternas. Y, una vez libertado Chile, la hora de la “desobediencia” de San Martín (Mitre “dixit”), que fue su negativa a convertirse en el represor de los caudillos -entre ellos, sus amigos López y Bustos- para saciar la codicia despótica del régimen porteño. Don José hizo caso omiso y se quedó en Chile, preparando la campaña libertadora al Perú.

 

EL PROTECTOR

 

El Protectorado de Perú, que ofrece un retrato preclaro del San Martín político, se sostuvo en dos ejes principales: la búsqueda de la independencia, proveyendo al país de un gobierno fuerte, y la garantía de continuidad de la tradición cultural, jurídica y religiosa americana.

 

El Protector instauró en Perú una dictadura, convencido de que nuestros pueblos necesitaban gobiernos fuertes y justos. No se asuste el lector con la mención de la vapuleada palabra: San Martín promovió una magistratura extraordinaria -así se entendía la dictadura en la antigua Roma- para evitar las consecuencias negativas de la Independencia: desunión, fragmentación territorial de los antiguos virreinatos, anarquía destructiva. 

 

Asimismo, a través del Estatuto Provisional de 1821, el instrumento constitucional de su gobierno, Don José promovió el respeto de las tradiciones e instituciones hispanas (siempre a salvo la Independencia, claro). A modo de ejemplo, mantuvo incólume la estructura de Justicia y el régimen municipal de los cabildos, en la medida en que pertenecían al “ethos” jurídico-político del país.

 

En el marco de esa tenacidad tradicionalista se entiende el resguardo de la religión católica como la propia del Estado, tal como ordena el artículo 1° del Estatuto. Allí se afirmaba la libertad religiosa, pero se omitía toda referencia a la libertad de culto, pues para profesar otras religiones era necesario obtener un permiso del Consejo de Estado “siempre que su conducta no sea trascendental al orden público”. No es ésta una cuestión menor: San Martín advirtió que la libertad de culto, tópico central de las constituciones racional-normativas del liberalismo, conlleva la ruptura de la unidad religiosa. En tal sentido, según el aserto de Díaz Araujo, el Protectorado fue un Estado confesional.

 

La paz con España fue otra cuestión cardinal del Protectorado, siempre con la “conditio sine qua non” de la independencia del país. Ese ánimo pacificador se reveló en las conferencias de Punchauca-Miraflores, en las que el Libertador propuso el establecimiento de una monarquía en el Perú (con ánimo de extenderla a Chile y al Plata). La paz no fue posible por la negativa de los realistas que se resistieron, vaya paradoja, a la posibilidad de la monarquía peruana.    

 

En síntesis, el plan de San Martín era lograr la independencia del país andino, hacer la paz con España y dejar gobernando a un monarca. Pero el General no pudo y fue derrotado, en parte por la miopía egocéntrica de Bolívar, en parte por la pertinaz persecución de sus enemigos liberales.

 

La derrota política de San Martín, que no puede negarse ni afecta su grandeza, impidió la continuidad de la unidad de la Patria Grande y terminó por asegurar el enseñoramiento de las logias liberales en los gobiernos de nuestras patrias. Por eso la Dictadura de Juan Manuel de Rosas le pareció a Don José “un modelo a seguir por todos los estados americanos”, pues daba continuidad a su proyecto político. Pero Rosas combatió hasta el desastre de Caseros y también partió al ostracismo. El trágico sino del destierro para nuestros más grandes próceres de algún modo prefigura la permanente frustración argentina. San Martín y Rosas nos dejaron el camino a seguir, no es culpa suya que lo hayamos perdido.      

 

SAN MARTÍN Y NOSOTROS

 

Forjado en la prudencia política, la virtud propia del que manda, Don José sabía “leer dentro” de la realidad y obrar en consecuencia. Decía en carta a su dilecto Tomás Guido que “el mejor gobierno es el que hace la felicidad de los que obedecen empleando los medios adecuados a tal fin”. Toda una definición prudencial. 

 

San Martín combatió en búsqueda de una independencia que respetara el “ethos” americano, para que nuestras patrias se realizaran en un orden político justo, con gobiernos vigorosos y afirmados en el respeto al orden natural. Por eso libró el buen combate contra los libertinos y por eso fue monárquico (como Güemes y Belgrano), pues entendió que la reyecía aseguraba la continuidad de un régimen acorde a nuestra naturaleza cultural.

 

A dos siglos de la epopeya sanmartiniana, los argentinos vemos con doloroso estupor la debacle de nuestra independencia económica, política y jurídica. Lo que hoy “mandan”, distraídos como están en sus fenicios afanes partidocráticos, tiran a la basura la sangre de tantos miles de compatriotas que -desde San Lorenzo a Pradera del Ganso- dieron la vida por una Argentina justa y libre.  

 

Padecemos hoy los desvaríos de un remedo patético de triunvirato -como en 1820, el centralismo porteño determina la vida de todos nosotros- que promueve el desorden y la injusticia. El patriótico anhelo sanmartiniano de lograr un orden político centrado en el Bien Común, ha devenido en este innoble desgobierno que, ante el desastre de sus propias inquinas e incapacidades, desprecia a los argentinos conculcando sus más elementales libertades.

 

En 1834, cuando el retorno de Rosas al gobierno aún estaba en ciernes, Don José escribió una carta a Guido, en la que maldecía la cínica paradoja de los que vociferan amor a la libertad, mientras sólo promueven esclavitud. Juzgue el lector si estas palabras no se ajustan al día de hoy:

 

“Los hombres no viven de ilusiones sino de hechos. Que me importa que se repita hasta la saciedad que vivo en un país de libertad, si por el contrario se me oprime. ¡Libertad! Para que un hombre de honor se vea atacado por una prensa licenciosa, sin que haya leyes que lo protejan. ¡Libertad! Para que, si me dedico a cualquier género de industria, venga una revolución que me destruya el trabajo de muchos años y la esperanza de dejar un bocado de pan para mis hijos. ¡Libertad! Para que se me cargue de contribuciones a fin de pagar los inmensos gastos originados porque a cuatro ambiciosos se les antoja, por vía de especulación, hacer una revolución y quedar impunes. ¡Libertad! Para que el dolo y la mala fe encuentren una completa impunidad, como lo comprueba lo general de las quiebras fraudulentas acaecidas en ésta. Maldita sea tal libertad, ni será el hijo de mi madre el que vaya a gozar de los beneficios que ella proporciona, hasta que no vea establecido un gobierno que los demagogos llamen tirano y que proteja contra los bienes que brinda tal libertad”.

 

En sus últimos tiempos en Perú, poco antes de la Entrevista de Guayaquil, el General San Martín le confió a Guido sus planes futuros: tras lograr la independencia quería “volverse con las bayonetas hacia Buenos Aires” para desalojar de allí a los hombres de “infernal conducta”. Sin ceder a la tentación de la historia contrafáctica, podemos decir, casi como una ensoñación: ¡que distinta sería la Argentina si aquellas bayonetas hubieran llegado a destino!   

 

 

Tomado de: https://www.laprensa.com.ar/492463-San-Martin-con-mirada-politica-.note.aspx?fbclid=IwAR0zFJi8MM19asgpRPuU3hEgLupaRl_23WL6Wrf7hwuLIoYC71vIR22V7_A

 


jueves, 2 de septiembre de 2021

ENTREVISTA AL DR. ANTONIO CAPONNETTO CON OCASIÓN DE SU LIBRO "INDEPENDENCIA Y NACIONALISMO"

 

‒ Javier Nacascués Pérez: Por lo que sabemos, frente al Bicentenario de la Independencia, o de las independencias americanas, usted se ubica en un lugar equidistante. ¿Cuál sería ese lugar?

 ‒ Antonio Caponnetto: Estoy en contra de los que celebran con alborozo la Independencia porque disfrutan con la desmembración del Imperio Hispano Católico; y estoy en contra, a la par, de los que nos acusan de traidores o de felones, como si aquella desmembración hubiera sido causada primero por nosotros, y como si entre los mejores de los nuestros no hubieran existido claros exponentes del fidelismo, del arraigo y de la conservación del inmenso patrimonio cristiano y español heredado.

 

‒ Pero ¿cómo se hace para sostener la tesis del arraigo y del fidelismo cuando era generalizado el afán de emanciparse, de tener gobiernos propios y de librar guerras por estos ideales? 

A.C.: ¿Cómo se hace? Distinguiendo. Una cosa es la “independencia” de los ideólogos masones y liberales; otra la autonomía gubernativa conservando las formas monárquicas, las grandes unidades geopolíticas americanas y la prosapia cultural de tres siglos gloriosos de evangelización española. Una cosa es la emancipación –concepto netamente kantiano, iluminista y rousseauniano‒ y otra cosa es la autodeterminación fruto del legítimo ejercicio del ius resistendi a la tiranía. Una cosa es un ejército como el sanmartiniano, que castiga la blasfemia y nombra a la Virgen del Carmen su Generala, repartiendo escapularios a la tropa; y otra cosa son las hordas rapaces de libertarios, conducidas por impíos, que no dejaron sacrilegio por cometer, sobre todo en el tradicional ambiente norteño de nuestro país. Una cosa, al fin, es querer tener bandera con los colores de la Inmaculada Concepción, y otra fabricarse un himno, al lado del cual, La Marsellesa parece el Oriamendi.

 

‒ Pero usted convendrá conmigo, en que más allá de las distinciones –que le admito‒ se impusieron los ideólogos del descastamiento… 

A.C.: No sólo lo admito, lo deploro y condeno. Y denuncio además la doble imposición que padecimos y padecemos de ese mal. Porque se trató de una imposición política pero también historiográfica. Nos hicieron creer que la única historia existente –los únicos hechos registrables‒ eran los que llevaban el signo maldito de los descastados. Pero cuidado; porque el descastamiento no revistaba solamente en ciertas filas americanas o en testas criollas. El llamado con error “bando realista” tuvo sus exponentes repudiables, en la península y en el territorio de ultramar. Manifestaciones repudiables tanto teóricas como prácticas, tanto en  hechos e ideas como en personajes. No somos fabricantes ni compradores de leyendas, sean negras o rosas. “La verdad: sol duro pero claro”, decía Maurras. Y nos gusta el sol dando de pleno en la cara; además de Maurras, claro.

 

‒ Por lo que usted nos comenta, entonces, se cumplió también en este caso aquello de que “Dios ayuda a los malos…” Pero, ¿por qué habla del erróneamente llamado bando realista? 

El éxito no es criterio de verdad, se sabe desde Aristóteles. Que hayan ganado los malos no prueba que tuvieran razón, ni mucho menos que su triunfo nos conforme o beneficie a los hispanoamericanos. Se cumplió más o menos la simpática coplita que me recuerda. Y de rondón retomo algo de una pregunta suya precedente. No era “generalizado” ese afán de emanciparse. El pueblo simple, de misa y olla, no lo deseaba. A nadie le importaba el sapere aude de Kant, y no escasean los testimonios de hispanistas ilustres, como Ramiro de Maeztu, Eugenio Vegas Latapié o José María Pemán, que han dejado asentado en solventes ensayos esta aquiescencia popular criolla hacia la noble matriz española. Tampoco eran más los ideólogos que los genuinos libertadores, ni había multitudes rugientes en las plazas mayas o julias pidiendo saber de qué se trataba aquello. Dios no ayudó a los más. Es un aristócrata, diría Castellani. El demonio metió la cola, que es “la especialidad de la casa”. De la casa del diablo, quiero decir.

 

‒ Pero lo de los realistas que le comentaba… 

Ya voy a eso, perdone la disgresión previa. En cuanto a realistas eran casi todos o todos los que pugnaban entre sí. No diré fernandinos o proborbones –que los hubo y sobre todo entre los liberales vernáculos más exaltados‒ pero sí favorables a mantener un sistema monárquico. La diferencia mayor era otra: o se respetaba o se conculcaba el principio de intangibilidad americana; ese privilegio americano de pertenecer al monarca legítimo, y no a cualquier sustituto colocado por un déspota o devenido en marioneta del Clan Bonaparte.

Nuestra pertenencia era a la potestad regia castellana, no a los mercaderes de Cádiz, los pescadores de León, o a las arbitrariedades de un dipsómano instalado por el complot inicuo de los renegados de España. O se respetaba o se conculcaba ese pacto de vasallaje recíproco. Ahí está la diferencia sustancial de los bandos en pugna. Pero la triste realidad es que, al momento de la independencia, había más defensores de las aspas de Borgoña en estas tierras argentinas y menos sepultureros del gorro frigio en España.

No se ha tenido aún suficientemente en cuenta la significativa paradoja de que los más intransigentes defensores de la obediencia Fernando VII, aquí, en América, no eran contrarrevolucionarios que abrevaban en las tradiciones escolásticas. Eran masones perseguidores mortales (en sentido estricto) de los católicos; y eran agentes ingleses. El ejemplo más patético es el de Bernardino Rivadavia. Y no es un ejemplo de detalle, puesto que llegó a ocupar los puestos más encumbrados del Estado, ¡la presidencia misma de la República!

 

‒ Pacto antiguo y medieval, aclara usted; ¿para diferenciarlo de otros pactismos, verdad? Me parece entender mejor ahora porqué afirman estar ‒usted y los suyos‒ entre dos fuegos. ¿Cómo sería más específicamente ese cruce de disparos? 

Sí; he aclarado esos de los pactos, porque lo que me faltaba era ser tenido por sospechoso de adherir a ese “hombre nefasto”, como llamó José Antonio a Rousseau en el Discurso Fundacional de Falange, o de adherir sin retaceos al granadino Francisco Suárez. Un fuego absurdo e irritativo es el que disparan, por un lado, quienes creen que nacimos hace 200 años. Pero el otro, no menos erróneo e incluso avieso, es que toma la fecha de nuestra independencia como certificado de defunción de la patria. Si yo fuera psicoanalista (¡las cosas que hay que conjeturar para hacerse entender!), diría que a unos los mueve la libido dominandi y a otros el instinto tanático. No conviene explicar la historia con pulsiones instintivas, sino más bien con categorías teológicas. Y aclaro que esto lo dice alguien tan poco clerical como Nietzsche.

 

‒ La verdad es que no me lo imagino psicoanalista, tampoco obispo; pero ya que mentó la cuestión, ¿cuál o cuáles serían esas categorías teológicas que estarían faltando para la comprensión de este drama independentista, que así veo también que lo llama en alguna parte? 

En un libro anterior a éste, he tratado de probar que el oficio del historiador es analogable al del liturgo. Por lo menos, el oficio del católico puesto a historiar. El historiador, como el liturgo, por ejemplo, debe comprender que el cielo irrumpe en la tierra, que hay una vinculación fontal entre los visibilia e invisibilia Dei. El historiador, como el liturgo, debe inteligir el sentido del leiton ergon, de la obra, función o ministerio público proyectados al servicio del bien común. Hay muy buenos consejos al respecto; de San Vicente Ferrer, de San Alberto Magno o del Cardenal Newman. Aplicado esto al tema que nos ocupa, diré y digo que hay un modo sacramental de entender nuestro pasado. Nuestras tierras tienen su bautismo, su confirmación, su primera eucaristía, sus contricciones, y están necesitadas con urgencia de la Unción de los Enfermos.

 

‒ Perdone, pero ¿en dónde se ha explayado sobre este criterio? Le confieso que me inquieta… 

En un libro titulado “Poesía e historia: una significativa vinculación”, que lleva más de quince años andando. Desde esta categorización teológica de la historia, sostengo, por ejemplo, que no es la Independencia “oficial” la que nos inaugura como patria, sino el bautismo que recibimos el 12 de octubre de 1492, y más específicamente el 1 de abril de 1520, fecha de la primera celebración eucarística en el territorio argentino. La independencia antagónica a la emancipación y al desarraigo; la independencia de los hombres fieles a la Tradición; que haya sido derrotada o pisoteada, no anula la gracia recibida en esos sacramentos. Nuestro drama es que la emancipación se impuso por sobre el doloroso y legítimo acto independentista. Y como fue una derrota tanto política como historiográfica, según ya se lo he dicho, en vez de hacernos celebrar sacramentos nos imponen efemérides laicas y masónicas. ¡Ay de esos pueblos!, dice Pieper en su libro “Una teoría de la fiesta”, a los que les cambian los festejos sacros por otros mundanos o impíos.

 

‒ Vale la pena entender e incorporar estas categorías teológicas, ya veo. Tal vez sean un poco inusuales y disonantes a los oídos vulgares. 

Vale la pena entender e incorporar la filosofía y la teología de la historia, que no son inventos míos. Yo no he descubierto el Mediterráneo. Pero se necesita, por cierto, un sensus fidei y sobre todo, como distingue Pascal, un reemplazo del espíritu de geometría por el esprit de finesse. Fíjese que me he enterado de un sujeto –que adhiere al tradicionalismo‒ según el cual la Primera Misa; esto es, la primera patencia de Cristo en cuerpo, sangre,alma y divinidad en estas tierras argentinas, no tiene para él ningún sentido. Y hasta cree hilvanar una ironía, diciendo que si Cataluña se independizara de España, entonces una misa podría “fundarla”. Como si nuestra bendita Primera Misa, en los albores del siglo XVI, hubiese sido un grito de rebeldía separatista o un acto revolucionario de cuño marxistoide. Por querer pasarse de sarcástico incurrió en blasfemia. Ahí tiene un espíritu geométrico, por no decir canibalesco, incapaz de toda sutileza. Lo grave es que si tamaña carencia hermenéutica tienen los “nuestros”, ¿qué les puedo pedir a los enemigos?

 

‒ ¿Hay alguna otra categoría o concepto teológico que nos pudiera ayudar a comprender su posición en este complicado tema?

 Siempre me llamó la atención un texto de Santo Tomás –está en la cuestión 76 de la primera parte de la Suma‒ en el que el Aquinate enseña que el alma está presente entera en todo el cuerpo y en cada parte del cuerpo, pero no del mismo modo, sino del modo aquel que conviene al ser y a la acción de cada parte. El alma católica e hispana se mantuvo en el cuerpo de la americanidad según la totalidad de sus energías y fuerzas y según conviniera a su ser y a su obrar. Porque era aquello –las Españas‒ una sola alma y un solo cuerpo. Es cierto que no faltaron desalmados, de un lado y del otro del Atlántico; y que los mismos terminaron quedándose con el triunfo. Pero no puede decirse sin faltar gravemente a la justicia, que todo y todos en nuestra independencia fue obra de desalmados. También sería faltar a la justicia que los españoles no vieran la viga inmensa en el ojo propio que les cupo en este penoso proceso de disolución.

 

‒ Sí; sí; nadie ignora que en todo esto hay culpas y responsabilidades compartidas. No podemos conservar un maniqueísmo simplón. Pero más allá de los legítimos enfoques sobrenaturales que usted hace, ¿no considera la posibilidad de causas más terrenas o demasiado humanas, como la injerencia británica? 

Claro que sí; y expresamente me refiero a ellas. Hace muy bien en bajarme a la tierra. Yo en esto prefiero pecar de conspirativista que de ingenuo, aunque bien sé que la tesis del complot se usa muchas veces de comodín cuando no se quieren encontrar explicaciones más complejas. Pero si nos atenemos al ejemplo singular que usted me pone, allí se ve otra vez, con claridad, que las dicotomías de los manuales no ayudan a entender lo sucedido. Hay una gran cantidad de documentos, privados y públicos, que muestran la enemistad entre San Martín y los ingleses, o que prueban el modo heroico con que Cornelio de Saavedra combatió a los britanos, antes y después del famoso 25 de Mayo de 1810. Y esto por mencionarle a dos exponentes famosos del “bando criollo” o independentista. Paralelamente, hay otra documentación del mismo calibre que prueba la ominosa connivencia del borbonato con ingleses y franceses. En “El equipaje del Rey José”, Benito Pérez Galdós dice sin ambages que en aquella desdichada España “los franceses salen por un lado y los ingleses entran por otro”.

 

‒ Pero no se puede negar la presencia de agentes británicos entre los llamados independentistas. 

¡Claro que no! Pero lo que me preocupa, y en realidad me irrita, es que no se tenga en cuenta que la denuncia y el repudio de esta injerencia británica fue desde siempre uno de los ejes de la llamada escuela revisionista o nacionalista. Aquí nadie quiso ocultar nada al respecto. Lo mismo sucede cuando se trae a colación el asesinato de Liniers o la heterodoxia del llamado clero revolucionario. Fuimos nosotros, salieron de nuestras filas, los repudiadores de estos episodios y de estos personajes. ¿De qué leyenda rosa me hablan?

 

‒ ¿Usted quiere decir que no han ignorado la existencia de los llamados planes para humillar a España? 

Eso mismo. Hay incluso entre estos autores revisionistas-nacionalistas un estudioso como Federico Rivanera Carlés (con quien tengo mis discrepancias, nobleza obliga), que ha abordado un tema muy poco conocido, como el de las rebeliones contra España ya en la primera mitad del siglo XVII, cuando gobernaban los Austrias. Esas rebeliones contra la unidad del Imperio estuvieron manejadas por la marranía, y por eso se han convertido en un tema tabú. No sé de autores españoles que hayan abordado este punto. Todos suelen quejarse de que se socavó la autoridad de un tirano como Fernando VII. Pero sobre los intentos judaicos de acabar con la España Católica de los Austrias no veo mucho material procedente de los españoles anti-independentistas americanos.

 

‒ Está fuera de duda el amor y la gratitud que le profesa a España; y no hablo sólo de su caso personal sino de la corriente de pensamiento que usted expresa, pero me parece importante establecer algunas precisiones. ¿Cómo se definiría entonces la patria y porqué ese concepto –el de una patria independiente‒ no entra en contradicción con la fidelidad a España? 

En la cosmovisión pagana, la patria es exclusivamente la terra patrum, la tierra de los padres, el alrededor geográfico heredado de los antepasados. La cosmovisión cristiana no anula este concepto, pero lo ordena a otro superior que permite desdeñar el mero carnalismo, o la tentación de la carnalización. En perspectiva cristiana, la patria es un don de Dios y subsiste en Él. Es un todo donado por Cristo y para Cristo que Dios Padre quiere llevar a su plenitud, como enseña Alberto Caturelli. Por lo tanto nosotros –hablo en plural deliberadamente‒ tenemos este don de Dios que se nos ha dado, llamado La Argentina; este don que el Señor nos dá para que seamos capaces de cultivarlo y de guardarlo, tal como leemos en el libro inicial del Génesis. Y el primerísimo bien que tenemos que cultivar y que guardar en esta tierra donada, es el patrimonio recibido en herencia de la terra patrum. Pero a su vez, ese patrimonio incuestionable de la terra patrum no es un gobierno, un monarca, una dinastía o un costumbrismo. Es un espíritu, un alma. Es la Hispanidad.  Y antes de que me pregunte me anticipo a decirle que la Hispanidad es una rama viva de la Cristiandad.

 

‒ ¿La Independencia que usted concibe y defiende no anula la Hispanidad, qué sería el núcleo de lo que acaba de decirnos? 

En parte es al revés. Si yo puedo defender una independencia que no expulsa a la Hispanidad sino que la supone como condición sine qua non, es porque esa Independencia y esos independentistas existieron. Aunque fueron derrotados, insisto. Y los triunfadores nos inventaron una patria en la cual no queda ni la terra patrum ni el don de Dios. Queda ese “lodo, lodo, lodo”, que repetía el precitado Padre Castellani.

Bien entendidas las cosas, Hispanidad e Independencia se suponen necesariamente la una a la otra. Por eso llamo a la Independencia un acto legítimo pero doloroso. Lo primero en tanto ese acto revistió las formas de la clásica resistencia contra una tiranía que pone en riesgo la existencia misma de la sociedad política. Lo segundo; esto es lo doloroso, porque nunca es grato tener que llegar al límite de poner en práctica el ius resistendi.

Pero entiéndase que nuestra noción de patria y nuestra práctica del patriotismo no declaman sólo una hispanofilia. Obligan a una hispanofiliación, como decían Goyeneche y Anzoátegui. Aquí son dos los errores simétricos que hay que evitar. Uno, el de concebir ese don patrio sin lo esencial de la terra patrum que es la Hispanidad. El otro, reducir la Hispanidad a un carnalismo en cualquiera de sus variantes, desde el racial hasta el de un linaje en particular. Si en lo primero tenemos muchos pechos vernáculos para golpear gritando mea culpa; en lo segundo, hay pechos españoles que deberían llevarse, por lo menos, algunos dedos índices acusatorios.

 

‒ Me quedé pensando en la independencia como dolor… 

Muchos se quedaron pensando en ello. El poeta Leopoldo Marechal le canta a la patria como “un dolor que se lleva en el costado sin palabra ni grito”. Hay en la historia personal y en la historia general de la humanidad muchos dolores que fueron germinativos y que a juzgar después por sus frutos eran dolores inevitables unos, necesarios los otros, permitidos por Dios, en suma.

 

‒ Le hablaba antes de la necesidad de establecer algunas precisiones. La de la patria quedó zanjada, pero ¿qué pasa con el concepto de nación, y de su derivación natural, el polémico tema del nacionalismo? 

En cuestiones que se han prestado y se prestan a tanta oscuridad, no veo otro modo de ser claro que ser simplote y básico. El punto de partida es la Cristiandad, y el modo peculiarísimo en que ella nos accede a nosotros, los americanos, que es mediante la Hispanidad. La Iglesia tiene promesas de vida eterna, la Cristiandad lamentablemente no. Es, o fue, un modelo de organización política, en el sentido amplísimo de la palabra, que supo resumir León XIII diciendo que en ella el Evangelio informaba la filosofía de las sociedades. Desaparecida la Cristiandad, queda el deber y el derecho de anhelar su instauración en el lugar de nacimiento de cada uno de nosotros. Ese lugar de nacimiento es la nación o natus. Y ese programa o anhelo de instauración de Cristo en las naciones no es otro que el sintetizado por San Pío X, o el definido por Pío XI en la Quas Primas. Programa o anhelo que supieron enunciar de otro modo, pero con no menos vigor, pontífices como Juan Pablo II y Benedicto XVI.

 

‒ ¿Qué sería entonces el Nacionalismo? 

El querer instaurar en Cristo todas las cosas de nuestra nación; ese abrir de par en par las puertas a Cristo a todos y a cada uno de los ámbitos de la vida social, para que Cristo señoree sobre ella, para que sea factible la soberanía o principalía social de Nuestro Señor. Como se verá, este Nacionalismo reclama de modo indisoluble ser calificado y sustantivizado como católico. Y no tiene ni quiere tener nada que ver con separatismos, regionalismos, segregacionismos, cismas, revoluciones francesas o invocados principios de las nacionalidades.

 

‒ Es difícil de entender esto en Europa, pero también en la Argentina, donde hay nacionalistas que no adoptan esta cosmovisión católica como columna vertebral.

 Yo creo que esta dificultad comprensiva podría disiparse si hubiera un poco más de buena fe y alguna lectura nueva o vieja repasada. Hablo en principio para los españoles o europeos en general. Pío XI, por ejemplo, descalificó en su momento en la Ubi arcano Dei, a lo que llamó un “nacionalismo inmoderado”. ¿De dónde brota esa inmoderación? Precisamente de la matriz revolucionaria moderna que desliga a la nación de la Cristiandad y sustituye el Derecho de Gentes por el Derecho Nuevo. No es nuestra postura. La condenamos.

Un autor como Joseph Delos, en su obra “El problema de la civilización”, gana en sensatez cuando retrata un “Nacionalismo de Civilización”, amparado en el supuesto despertar de las conciencias nacionales que sería un fenómeno equivalente al despertar de los derechos individuales del hombre y del ciudadano. Retórica iluminista pura, en las antípodas de nuestro pensamiento. Para quienes puedan comprender el guiño localista, rápidamente asociarán esto de Delos a lo que dice Sarmiento. Nosotros, claro, no seríamos el “nacionalismo de civilización” sino el de la barbarie. Esto es, el del respeto a las tradiciones hispanocatólicas.

 

‒ Más allá de estas distinciones sobre el Nacionalismo, la independencia, en la práctica, ¿no suponía necesariamente disgregar a América en naciones individuales convertidas en repúblicas democráticas? 

No; necesariamente no. Que eso haya sido buscado por los ideólogos del liberalismo y de la masonería bajo la  siniestra tutela británica, es un hecho. Y trágicamente se impuso. Pero también es un hecho –aunque sus propulsores hayan sido vencidos‒ que los genuinos independentistas hablaban de Nación Americana, no de Estados Nacionales. En el mismo Congreso de Tucumán que declaró nuestra independencia se hace referencia a las Provincias Unidas de América del Sur, no a tal o cual país por separado. San Martín le dice a Echavarría en carta del 1 de abril de 1819: “mi país es toda América”. Era el sentir de los libertadores. Pero ganaron los emancipadores, ya quedó dicho. Nociones como las de Imperio o Patria Grande quedaron abolidas. Entonces se impusieron las republiquetas.

 

‒ ¿Esa victoria podría explicar,entre otras cosas,no sólo la disgregación de las “naciones” sino la imposición de la democracia como sistema políticamente correcto?

 Daré dos ejemplos que permiten deducir lo que se me pregunta. Uno lo ha advertido con maestría Enrique Díaz Araujo. Estudiando la propuesta monárquica, cristiana e hispanocriolla trazada por San Martín en Punchauca, en 1821, su biógrafo oficial, liberal y masón, Bartolomé Mitre, llega a la conclusión de que San Martín “cayó como Libertador” en el preciso momento en que desconoce una supuesta ley inexorable de la historia, según la cual, “el progreso político no admite sino las formas democráticas y republicanas de gobierno”. La demencia mitrista quedó consagrada y estampada. Independencia y democracia eran lo mismo. Patria y Democracia eran lo mismo; y todo el que se opusiera quedaba al margen de la “civilización” (¡otra vez!) y del progreso. Este pensamiento hizo escuela; yo diría que es hoy Política de Estado.

 

‒ ¿Y el segundo ejemplo que mencionaba? 

Lo encontré para mi consuelo leyendo el largo y enjundioso estudio preliminar que le hace Eugenio Vegas Latapié a la obra de Marius Andre: “El fin del imperio español en América”. Allí, el notable hispanista, analiza el mal ingénito del sufragio universal, la perversión connatural del sistema democrático, la inmoralidad intrínseca del régimen de votaciones mayoritarias. Y concluye que fue la adopción de este mal horrendo como lo políticamente correcto, lo que condujo a América, una vez independizada, a su desgajamiento físico y espiritual. Y tiene razón.

 

‒ A esta altura de nuestro diálogo, y teniendo en cuenta estos factores que han ido apareciendo en el transcurso del mismo, ¿no cree usted que sería prudente condicionar un poco la valoración del concepto de independencia? 

He intentado hacerlo. Por lo pronto, diciendo que la independencia, como la libertad no son bienes absolutos, ni fines per se. Independizarse de Dios, de la Verdad, de la Iglesia; como ser libres para delinquir, apostatar o blasfemar, no son fines apetecibles ni plausibles. Nosotros, los argentinos, tenemos el caso de regiones que integraban nuestro territorio. O al revés, si se prefiere: integrábamos el territorio nuestro con otros, y fueron segregados violentamente, de un modo artificial, con clara y aviesa injerencia extranjera. Lo que quedaba de la Patria Vieja o Patria Grande devino aún en individualidades separadas, enfrentadas, rivales. Un absurdo. Pero en todo esto hay una paradoja o una contradicción de parte de quienes impugnan nuestra independencia.

 

‒ ¿Cuál sería? 

La paradoja o contradicción es que se convierta la dependencia o la obediencia en un valor absoluto. Cuando miradas las cosas con rectitud doctrinal, hay casos en los que corresponde desobedecer, rebelarse, desacatar o independizar el propio juicio o la propia conducta de una autoridad devenida en tiránica o en mala.

Le hablaré con crudeza. La mayoría de los sectores que critican nuestra desobediencia independentista a Fernando VII pertenecen a esa clase de fieles que se sintieron moralmente obligados a desobedecer al Papa, al Concilio Vaticano II y al grueso de las directivas de la Roma Conciliar. No los critico. Digamos que los pondero. Pero ¿cómo es esto? Se puede uno independizar de un Papa para salvar la fe católica amenazada y conservarla íntegra, ¿y no cabe la posibilidad de independizarse de un monarca canalla y de una dinastía purulenta, para salvar la integridad del patrimonio hispánico heredado?

 

‒ ¿Qué balance hace de 200 años de Independencia? 

Difícil pregunta; para mí al menos. Hay que tener cuidado, por lo pronto, de no caer en la falacia aquella que confunde correlación con causalidad. Esto es, no todo lo que sucede después de un hecho es efecto de ese hecho. Muchos males que hoy padecemos son la consecuencia directa de la prevalencia de esa emancipación kantiana, rousseauniana, iluminista, masónica, etc., etc. Sin duda. Otros males no, en cambio; son de adquisición propia; pura responsabilidad o culpabilidad nuestra.

También hay que evitar la otra falacia o argucia de la llamada historia contrafáctica. ¿Qué hubiera pasado si… tal cosa o tal otra? Pues sencillamente no lo sabemos. La historia es historia de lo que fue, no de lo que pudo haber sido, mucho menos de lo que nos hubiera gustado que fuese. Pero para quienes amamos profundamente a España, como se ama a una madre, verla en el actual estado de descomposición al que ha llegado, no nos alimenta mucho la esperanza de que nuestra suerte hubiera sido mucho mejor sin la independencia.

Todavía nos lastima aquella obscenidad pronunciada por Alfonso Guerra en 1982, y según la cual: “vamos a poner a España que no la va a reconocer ni la madre que la parió”. No debió permitirse que se llegara tan lejos. Pero la tragedia descripta en este exabrupto no es sólo patrimonio de España o de Europa. Es la llamada civilización cristiana la que está amenazada de muerte. Principalmente por causa del proceso de heretización y de apostasía que se vive hoy en la Iglesia.

 

‒ ¿Ve alguna esperanza en medio de esta tragedia, como la ha llamado? 

Siempre veo esperanza. No verla sería incurrir en el pecado de la desesperación o de la presunción. La esperanza existe y es posible, asida fuertemente a ella, intentar –para parafrasear lo indigno y volverlo digno‒ recuperar ese rostro que sea reconocible y amable para la madre que nos dio a luz. En estos días (el 8 de octubre en el ABC, para ser exactos), Juan Manuel de Prada, hizo el elogio de la conducta de los colombianos, que no aceptaron la tramposa paz con la guerrilla homicida. Déjeme que le lea textualmente uno de estos párrafos, precisamente por el carácter esperanzador que encierra: “Todavía enorgullece llevar sangre española en las venas, aunque el pueblo español, antaño tan valeroso ante las agresiones de sus enemigos, se haya convertido en una papilla amorfa y bardaje. Pero en América, allá donde la sangre de españolas venas se fundió con la sangre nativa para fundar la raza más hermosa, allá donde nuestra lengua se hizo dulce y fecunda, todavía queda dignidad […]. Ojalá esa dignidad vuelva algún día –¡mediante gozosa transfusión de sangre!– a su desnaturalizada madre”.

Lo que está reconociendo con una hidalguía inusual el señor De Prada, es que aquí en América, todavía quedan restos o vestigios o simientes de esa grandeza antigua y venerable que recibimos hace cinco siglos. Más aún: nos está pidiendo una transfusión de sangre, que en este caso, no sería sino una devolución o restitución de la sangre heredada. Es lo que dice nuestro poeta Vocos:

“Yo sé que en todas partes hay semillas /

de tus claros varones aguardando /

surcos de gestación en maravillas”.

Esto es lo que me da esperanza. Y a fe mía, que no me parece escaso motivo.

 

Tomado de: https://revistacabildo.com/entrevista-al-dr-antonio-caponnetto-con-ocasion-de-su-reciente-libro-independencia-y-nacionalismo/