domingo, 15 de noviembre de 2015

San Martín y Rosas*

Por: Ramon Doll

Hace algunos años las nuevas generaciones iniciaron un pro­ceso de revisión de la Historia oficial que ya ha triunfado, lle­gando a la sentencia definitiva. Ese proceso fue tanto más no­table cuanto que teníamos radicalmente en contra el Régimen vigente. El silencio de los grandes diarios que cuidan sus muer­tos no solo porque son de la familia, sino porque dan de comer; el odio de ridículos Ministros de Instrucción Pública y no menos ridículos Ministros del Interior; el desahucio de maestros y pro­fesores patriotas porque enseñaron desde sus cátedras que Rosas era una figura de prócer, a cuyo lado los enlevitados civilistas de la Organización eran apenas unos pendolistas escribaniles; el complot de cierta oligarquía que dice pertenecer a una alta so­ciedad de discutibles pergaminos, que se oponía a la vindicación del “tirano” porque podía suceder que, hurgando en el pasado, los antecesores de esa plebe enriquecida hubieran sido caballeri­zos o lustrabotas del Dictador; la rabia de cierta clase intelec­tual aburguesada, conservadora, anquilosada y sin ninguna in­quietud crítica, a quienes esta revisión los obligaba a algo, cuan­do menos a contestar; el desbaratamiento de las literaturas ar­gentinas oficiales, de cincuenta años de editoriales flatulentos, de la rutina académica; todo eso y mucho más no pudo nada contra el empuje de la verdad y de la justicia.

Rosas había sido arrojado al osario de los héroes ignorados, porque su recuerdo ofende al espíritu colonial, a ese tremendo servilismo colonial en que yacen los argentinos. No nos referi­mos a nada económico; la colonia económica puede ser un bien,puede ser una etapa necesaria de la independencia real. Lo terrible, lo tremendo es el colonialismo intelectual, psicológico y patético. Un colonialismo intelectual que desemboca en esa triste cosa: el agnosticismo político, mejor dicho, la atrofia del sentido nacional, con el que se percibe la política interna y exter­na. He aquí la cruel verdad.

No tenernos política interna, ni externa; no podemos tenerla. Era sangriento lo que hacía una vez Maurras con un libro suyo, y era colocar como clave de ese libro (trataba de política inter­nacional) una frase arrancada a M. Bergeret, el desengañado “alter ego” de Anatole France: “Usted sabe que no podemos tener política internacional…”. Otra cosa quería decir el inter­locutor de Bergeret, pero Maurras señalaba, esa ausencia, esa mutilación de un órgano de la vida de relación francesa, como una de las calamidades que pueden ocurrirle a un país.

Y bien; nosotros los argentinos no tenemos, no podemos tener política interna, ni exterior, porque estamos mutilados en el ór­gano o aparato sensorial donde residen las percepciones de esas realidades. Son ciento treinta y tres años, en los cuales las metrópolis pensaron, percibieron, reaccionaron, actuaron por nosotros; y el órgano se atrofió.

En tal anuencia, Rosas es un remordimiento; el complejo co­lonial aflora humillador a la conciencia y nos hiere con su ver­dad espantosa. La estructura oficial se ofende: las nuevas gene­raciones, aun asimismo humilladas y ofendidas rompieron la censura y contra el anquilosamiento colonial e intelectual argen­tino impusieron a Rosas en todas partesdonde tiene intereses y en ninguna donde la vida nacional no existe, ni se conecta con la inteligencia, como las Academias de Historia, en su mayor parte paniaguados y adulones de algunas familias que pesan to­davía porque tienen algún poder. Dentro de diez años, cuando quieran rendir el homenaje máximo a la jornada luctuosa de Caseros, las nuevas generaciones serán las que dominen al país. Auguramos una nueva jornada fría, ridícula, con alguna digre­sión histórica pesada e indigesta, con repeticiones insulsas de los maestros de escuela. Todo lo que viva, todo lo que cuente algo en el país, no considerará el centenario de Caseros sino como una ceremonia oficial tan aburrida como las demás.

En tal obra de vindicación justiciera, Don Ricardo Font Ezcurra tiene una significación sobresaliente. Hace algunos años logramos corporizar un pequeño instituto de estudios rosistas que ha llegado a ser la anti-Academia—el Instituto de Investi­gaciones Históricas “Juan Manuel de Rosas”—. En esa misma época el doctor Font Ezcurra hizo su aparición en el mundo in­telectual con un sólido, fornido e inexpugnable tanque de verdades de a puño, contra aquellos famosos unitarios a los que Ricardo Rojas los describe con las tintas que se usan para evocar las figuras sacrosantas. Peregrinos de la libertad, soñadores de la patria, proscritos enfebrecidos de santo odio contra los tira­nos, así aparecen con sus frentes pálidas, enamorados de Elvira, ardiendo en sus ojos el fuego de una pasión inextinguible; así aparecen en una iconografía al uso, vestidos con toda la ropave­jería de un romanticismo averiado y trasegado. Pero ¿qué fue­ron? ¿Qué hicieron? ¿Qué ambicionaron en realidad? Lo que Don Ricardo Font Ezcurra mostró a las generaciones atónitas diciéndoles como en el gran mandato: “Tomad, leed.” ¿Qué fueron? ¿Qué hicieron? Aventureros, intrigantes, espiones, soplones de embajada, anduvieron lamiendo las alfombras diplo­máticas en Chile, en Brasil, en Londres, en Francia, para que las fuerzas armadas extranjeras invadieran el territorio argentino, recibiendo en cambio el pago traidor de enormes zonas de la República.

Con ese testimonio fundado en documentos emanados de los mismos traidores, el publicista sagaz y pacienzudo que es Font Ezcurra construyó su libro La Unidad Nacional. Millares de ejemplares fueron vendidos, y sus ediciones agotadas revelan que Font Ezcurra había entrado por la puerta ancha, y no por la ventana, al recinto de los verdaderos historiógrafos. Lo había hecho con pasión de justicia. Había hurgado documentos con pasión de patria, no como mero ratón de biblioteca que se pre­ocupa en saber bajo qué gomero tomaba mate el General Lavalle. No era un prurito libresco. Era la necesidad de desenmas­carar a los histriones que ni pasaron sed, ni pasaron hambre, ni anduvieron peregrinos por ningún lado, ni siquiera se molesta­ron en esperar a que los desterraran, sino que algunos se deste­rraron solos cuando vieron que se medraba mejor en otra parte. Ahí está el libro de Font Ezcurra. Ahí están los documentos.

¿Quién hizo la unidad nacional? ¿Sarmiento, que promovía la infiltración chilenista en Cuyo? ¿Mitre, que como Sarmiento quería ceder la Patagonia a Chile? ¿O Rosas, que hacía frente a dos flotas armadas en Obligado, en Quebracho, en Ramallo?

Nadie contestó el libro de Font Ezcurra. Los plumíferos asueldo de las ediciones dominicales no se atrevieron a refutar nada. El libro está ahí, sin embargo. Los documentos también. Lo único que falta es, de parte de nuestros adversarios, verdadera dignidad intelectual para enfrentarse con ideas nuevas que pronto serán del siglo.

Las relaciones entre San Martín y Rosas han sido cuidadosa­mente soslayadas por nuestros liberales. Conviene decir que es necesario, de una vez por todas, hacer algún día la revisión his­tórica de la bibliografía sanmartiniana. Un escritor y publicista español, residente entre nosotros, Don Augusto Barcia Trelles, está reajustando con rigor lógico todas esas fallas, lagunas o des­cuidos deliberados de nuestros Mitre, Rojas y Otero. Y aun siendo dicho escritor Barcia Trelles liberal definido, tiene mu­cha más honradez que los nuestros. Debemos decirlo porque somos amigos antes que de nuestros mismos amigos, de la ver­dad, según el proverbio socorrido.

Tanto a San Martín como a Bolívar se los presenta como especie de demo-liberales antecesores de toda la guacamayería hispano-americana, que ha hecho de estas naciones una loca zara­banda de oradores y demagogos. Mentira, solemne mentira. Bo­lívar es partidario de gobiernos estables, toma del Abate Sieyès sus modelos constitucionales con presidente vitalicio y senados hereditarios; condena en el Congreso de Angostura el desenfre­no de las masas y abomina del demagogo Páez como del oligarca Santander. Muere declarando que estos países serán víctimas de las siete cabezas de la hidra jacobina. San Martín no tiene acaso la misma vocación política, pero la entiende, como que su genio no es el de un especialista en batallas. Ocurre, al promediar su vida, un hecho muy grave, que en San Martín deja huella pro­funda. Presencia San Martín, allá por el año 1808, en Sevilla, la muerte inicua del General Solano, por las turbas enloquecidas y maniobradas por agentes provocadores. Esa inmolación, a to­das luces injusta, causó a San Martín tan hondísima impresión —dice Barcia Trelles, liberal, y por lo tanto insospechable en este caso— que en lo sucesivo desconfió siempre de los movi­mientos demagógicos y de los procedimientos basados en el desempeño de las multitudes.

Nuestros liberales se encargaron de subestimar la impresión que en San Martín produjo la inmolación del General Solano, víctima de la brutalidad y de la incomprensión popular, acicateado el pueblo por los demagogos. San Martín admiraba y quería entrañablemente al General Solano, hombre culto, afrancesado tal vez, pero no traidor como lo creyó el pueblo sevillano.

Estas son también las mismas razones por las cuales apenas se han hecho conocer las relaciones entre San Martín y Rosas. Don Ricardo Font Ezcurra nos presenta agotada esa correspondencia, donde se transparenta el respeto y la consideración que el Libertador le guardó al Restaurador. Cuando San Martín tiene cono­cimiento de que la Argentina está bloqueada por la flota fran­cesa de Le Blanc, ofrece sus servicios. El General Rosas los agra­dece, acaso por una razón diplomática; no conviene por el momento abultar ante el mismo gobierno de Luis Felipe la signi­ficación de la guerra, mientras los franceses mismos no se encar­guen de magnificarla con hechos. Luego San Martín, designado embajador en Lima, declina el honroso ofrecimiento y en todo momento el Encargado de las Relaciones Exteriores de la Con­federación guarda al Héroe el máximo de consideraciones y éste le retribuye con el mismo respeto y admiración.

San Martín rebosa amargura contra aquella gente “cuya in­fernal conducta” ya había anatematizado, es decir: los rivadavianos, los hombres civiles que—según una de las cartas que el lector conocerá— llevaban la bajeza de sus procedimientos a so­bornarle a San Martín sus sirvientes para que hicieran de soplo­nes. ¡He aquí calificados los funestos señores de las logias, con­tra quienes Rosas debió luchar toda su vida!

Aquí tienen las palabras documentadas del Gran Capitán; aquí tienen todas las pruebas y la definitiva, la que un hombre provee cuando se halla cerca de la sepultura, es decir: el testamento, en el que le lega su sable a Juan Manuel de Rosas, en atención al patriotismo y la energía que ha desplegado el Ilustre Restaura­dor de las Leyes.

Don Ricardo Font Ezcurra comenta con gran oportunidad esta correspondencia de uno y otro lado intercambiada. Refuta juicios interesados respecto a ciertas actitudes de Rosas e infa­mias extendidas sobre la pretendida declinación de San Martín cuando redactara el legado del sable que lo acompañara en su gloriosa existencia.


Nuevamente acredita aquí el Dr. Font Ezcurra sus condicio­nes de publicista documentado y parsimonioso en el ajuste de datos y en la comprobación inobjetable de los hechos. Al mis­mo tiempo, la investigación sirve a un concepto central, como debe servir siempre la historia que no es mero pasatiempo pa­pelero.


*Prólogo al libro “San Martín y Rosas” del Dr. Ricardo Font Ezcurra. Buenos Aires, 15 de mayo de 1943

viernes, 6 de noviembre de 2015

APERTURA DEL PUERTO DE BUENOS AIRES*

Por: Jose Maria Rosa

Baltasar Hidalgo de Cisneros fue nombrado (11 de febrero de 1809) Virrey por la Junta de Sevilla con posterioridad al tratado que "otorgaba facilidades al comercio inglés". Días después de su llegada a Buenos Aires (30 de julio de 1809) se llena este puerto de buques ingleses, provenientes de Río de Janeiro, que enviaba el embajador inglés en el Brasil -el poderoso Lord Strangford- pues esa plaza estaba tan abastecida de toda clase de géneros, que algunos bastimentos no habían podido evacuar la menor parte de ellos; y se tuvo por positivo de que se habían abierto y franqueado, o iba a verificarse pronto al comercio inglés los puertos españoles" (21). Una razón comercial inglesa, Dillon y Thwaites, consignataria de uno de estos navíos, pide al Virrey que le permita "por esta vez" comerciar sus productos. He aquí el origen del expediente que dio lugar a la apertura del puerto de Buenos Aires.

El Virrey, marino de profesión, procede como debe hacerlo un capitán de barco en situaciones extraordinarias: llama a consejo de oficiales. Debe descartarse que él conocía los términos del tratado anglo-español, pero dicho tratado sólo establecía la promesa de una "facilidad", que aún no se había traducido en su correspondiente ley. Por eso ordena que se forme expediente: oye al Cabildo, al Consulado, al representante de los comerciantes de Cádiz, y al de los hacendados -la famosa "Representación" de Moreno- concluyendo por otorgar el permiso. Como Virrey carecía de autoridad para no hacer cumplir la ley que prohibía la libre introducción de mercaderías extranjeras: pero no obró como Virrey, sino como marino ante una situación extraordinaria. De esta manera, hallándose documentada la opinión favorable de la mayoría -y desde luego que se habían movido los resortes del Fuerte para lograr esa mayoría-, quedaba cubierto con la responsabilidad de otros, su propósito de hacer cumplir el aún ignorado oficialmente acuerdo con Inglaterra.

En dicho expediente se encuentran tres escritos importantísimos. Son los de Yáñiz, síndico de Consulado, y Agüero, apoderado de los comerciantes gaditanos: ambos favorables al antiguo sistema protector; y el de Mariano Moreno -firmado por un señor José de la Rosa- abogando por el librecambio. El profesor Molinari, en su obra citada, cree que este último no tuvo mayor trascendencia, en cuanto al acto en sí de la apertura del puerto. Desde luego que desde la primera página del expediente puede conocerse el decidido interés del Virrey en hacer lugar al petitorio de Dillon y Thwaites; y también es cierto que ninguno de los considerandos de la resolución definitiva fue tomado de la "Representación de los hacendados".

El debate sobre la conveniencia de la protección o el librecambio, tal cual surge del expediente de 1809, nos deja muchas enseñanzas. Yáñiz y Agüero defendieron con razones de experiencia y de sana lógica a la economía vernácula. Moreno, en la posición contraria, expuso su doctrina con acopio de citas y de erudición. Es la polémica entre comerciantes prácticos que han tomado de la experiencia sus enseñanzas, y un economista teórico, que busca en los libros el conocimiento de la vida. Con la diferencia, fundamental, que los defensores de la posición proteccionista argumentaban con perfecto conocimiento de las condiciones económicas producidas por el industrialismo maquinista; en cambio el liberal ignoraba este detalle, tal vez, por que sus libros de Quesnay y de Filangieri eran anteriores a la "revolución industrial".

Yañiz comprende que la libertad de comercio significaría la ruina de la industria americana, pues la técnica manufacturera no ha de poder luchar contra la mecánica: "Sería temeridad – dice - equilibrar la industria americana con la inglesa; estos audaces maquinistas nos han traído ya ponchos que es un principal ramo de la industria cordobesa y santiagueña, estribos de palo dados vuelta a uso del país, sus lanas y algodones que a más de ser superiores a nuestros pañetes, zapallangos, bayetones y lienzos de Cochamba, los pueden dar más baratos, y por consiguiente arruinar enteramente nuestras fábricas y reducir a la indigencia a una multitud innumerable de hombres y mujeres que se mantienen con sus hilados y tejidos". Y, agrega refutando el sofisma de la mejor conveniencia de los productos extranjeros a causa de su menor precio; "Es un error creer que la baratura sea benéfica a la Patria; no lo es efectivamente cuando procede de la ruina del comercio (industria), y la razón clara: porque cuando no florece ésta, cesan las obras, y en falta de éstas se suspenden los jornales; y por lo mismo, ¿qué se adelantará con que no cueste más que dos lo que antes valía cuatro, si no se gana más que uno?".

Agüero, a su vez, encuentra que la admisión del librecambio ha de producir la desunión del virreinato: "las artes, la industria, y aun la agricultura misma en estos dominios llegarían al último grado de desprecio y abandono; muchas de nuestras provincias se arruinarían necesariamente, resultando acaso de aquí desunión y rivalidad entre ellas". Y con visión profética se pregunta: "¿Qué será de la Provincia de Cochabamba si se abarrotan estas ciudades de toda clase de efectos ingleses?", previendo como lógica consecuencia de la libertad de comercio la segregación del Alto Perú. Y "¿qué será de Córdoba, Santiago del Estero y Salta?", dice más adelante, temiendo las luchas civiles que pudieran encenderse - y efectivamente se encendieron - entre el interior y el litoral, teniendo entre otras causas, ese primordial motivo económico (22).

Agüero examina a conciencia los efectos que produciría el imperialismo económico inglés ante la incipiente industria criolla, una vez que ésta fuera entregada atada de pies y manos al capitalismo invasor. "No dejarán de hacer contratos de picote, bayeta, pañete y frazadas, semejantes y acaso mejores que los que se trabajan en las provincias referidas, por la cuarta parte del precio que en ellas tienen". Es el dumping, recurso conocido de la guerra económica. "Con esto – continúa - lograrán para su comercio la grande ventaja de arruinar para siempre nuestras groseras fábricas, y dar de esta suerte más extensión al consumo de sus manufacturas, que nos darán después al precio que quieran, cuando no tengamos nosotros dónde vestirnos."

Destruye también la falacia de que el libre comercio hará subir de valor la riqueza agropecuaria de Buenos Aires. Su experiencia le ha enseñado que no siempre los precios se rigen por la ley de la oferta y la demanda, y que son muchos los medios de que puede valerse una economía fuerte como lo era la inglesa, para obtener el precio que quisiera en un mercado débil como el Río de la Plata. "Al fin los ingleses nos han de poner la ley, aun en el precio de nuestros frutos. Así ha sucedido no ha muchos días con respecto al sebo, que habiendo subido con la saca que ellos mismos hacían de contrabando, se vinieron todos juntándose en la Posada de los Tres Reyes, e imponiéndose una multa considerable que debía pagar el que comprase a mayor precio del que ellos acordaron." Es el cartel de compradores, estableciendo el precio al cual han de comprar los productos.

¿Y qué contestaba a esos argumentos, Mariano Moreno, en la Representación de los hacendados?, "Los que creen la abundancia de efectos extranjeros como un mal para el país ignoran seguramente los primeros principios de la economía de los Estados", contesta con la suficiencia de un hombre versado en la literatura del siglo XVIII.

Es el Moreno de entonces: hombre de biblioteca, desconocedor de la realidad. Se encastilla en su ciencia, y a las razones prácticas de Yáñiz y de Agüero, contesta con una andanada de libros: Quesnay, la "fisiocracia", Fitangieri, Jovellanos, Adam Smith. A hombres, como Agüero y Yáñiz, que basaban sus argumentos en la realidad económica inglesa, en la revolución industrial británica, en la máquina, en el dumping, el cartel, ha de contestar tan sólo que todo eso "es risible", que Filangieri nada ha dicho de eso, que es "ignorar la ciencia", que el precio, como lo dice Adam Smith, se regula exclusivamente por la ley de la oferta y la demanda, que los fisiócratas han dicho que "cuando es rico el agricultor, lo es también el artista que lo, viste, el que fabrica sus casas, construye sus muebles, etc.". E imbuido de sus conocimientos librescos, llega a decir que la introducción de mercaderías inglesas, en lugar de significar un mal para los industriales criollos, ha de reportarles un gran bien, pues les permitiría imitar la producción británica. Es decir, cree que juntamente con la entrada de los tejidos ingleses, llegarían al país las condiciones técnicas que producían esos tejidos: la máquina, el carbón, el capital, en una palabra, todo el desenvolvimiento industrial sajón. "¡Artesanos de Buenos Aires!-llega a decir- si insisten (Agüero y Yáñiz) en decir que los ingleses traerán muebles hechos, decid que los deseáis para que os sirvan de regla, y adquirir por su imitación la perfección en el arte".

Evidentemente hay demasiada puerilidad en esta falta de diferenciación entre el industrialismo inglés en la etapa de la máquina, y el americano que se desenvolvía todavía en el período del taller. Hay, en realidad, un desconocimiento evidente de todo aquello que no se encuentra en las teorías de los fisiócratas o de Adam Smith; una gran ignorancia de lo que es y cómo funciona la economía capitalista.

Tanto, que llega a afirmar que "las telas de nuestras provincias no decaerán, porque el inglés nunca las proveerá tan baratas, ni tan sólidas como ellas".

EL LIBRECAMBIO

Así, en 1809, seis meses antes del grito de Mayo, el Río de la Plata pasaba a ser virtual colonia económica inglesa.

¿Qué es una colonia económica? Es un "mercado para la venta de mercaderías industriales, que provee a su vez materias primas y víveres", dice una conocida definición. Y a ese estado se encontró reducido el Río de la Plata en 1809, por la obra coordinada de la política inglesa, la guerra de la independencia española, y, si se quiere, de la biblioteca de Mariano Moreno. Atrás de todo ello, estaba la política "imperialista" de Canning y su agente en el Río de la Plata el solícito Mr. Alex Mackinnon, presidente de la Comisión de Comerciantes de Londres en Buenos Aires, y cliente del bufete profesional de Moreno.

Derrotada Inglaterra en 1806 en su política de expansión política, triunfaba tres años después en su expansión económica. Pese a Quesnay, los talleres criollos tuvieron que cerrar, pues no podían resistir la competencia británica. Y como lo había profetizado Agüero, las provincias industriales - el Alto Perú y el Paraguay - recelaron en la Ordenanza un beneficio puro y exclusivo para los extranjeros y los porteños. Tampoco las dos intendencias del Tucumán vieron con agrado una medida que arruinaba sus obrajes de tejidos e hilados y perjudicaba la floreciente industria vinícola de Cuyo.


*En: “Defensa y pérdida de nuestra independencia económica”, quinta edición, cap. 1.