domingo, 29 de julio de 2012

ROSAS, EL NACIONALISTA


Por Julio Irazusta*

Hace cien años moría en Southampton, Inglaterra, don Juan Manuel de Rosas, derrocado un cuarto de siglo antes, luego de una larga dictadura, más corta sin embargo que su prolongado destierro en el extranjero. Este primer hecho que salta a la vista, en el momento de recordar un centenario que sin duda será tan controvertido como todo lo que se refiere al personaje, es un primer indicio acerca del hombre. Raros son los gobernantes  depuestos del más alto rango temporal que hayan sobrevivido tan largo tiempo a la pérdida del poder, con sus tremendas dificultades y sus indudables granjerías. Entre sus contemporáneos, Luis Felipe –su adversario- y Napoleón II –su imitador- no soportaron más de dos años la pérdida de sus coronas. Cierto, ambos murieron septuagenarios, y alguno de los dos, como Napoleón el Pequeño, bastante enfermo desde antes de su caída. Pero el gran Napoleón cayó joven, a los 46 años; y si tuvo desde temprano una enfermedad al hígado, mucho más grave fue la repugnancia por la especie humana que le causaron dos abdicaciones.
¡Qué diferencia con la actitud de Rosas en circunstancias similares! En vez del odio y la execración a sus vencedores, a sus parientes, a sus más fieles seguidores y al mundo entero, demostró una benevolencia pocas veces vista en un vencido, respecto de quienes le habían sucedido en el poder. Constante preocupación por la suerte de la humanidad, por la necesidad de organizar una sociedad de naciones. Utopía. Sin duda. Pero cuán superior esa actitud a la del gran corso, dedicado exclusivamente, durante los seis años de prisión en Santa Elena, a transformar el sentido de su experiencia, a sublimar su figura de Dios de la guerra en el arcángel de la paz, a persuadir –como lo pudo- que el mayor déspota de todos los tiempos merecía ser el paradigma de la libertad.
Pero en esta oportunidad, más que esos fuegos turnantes de la opinión acerca de los personajes históricos, nos interesa apreciar la obra positiva del que nos ocupa en este momento. Ella fue, según consenso casi universal de panegiristas y detractores, la unidad del país. Tal resultado pudo ser el fruto de la resistencia obstinada opuesta a las agresiones externas e internas –por lo general combinadas unas con otras-, por un hombre dotado del más elemental sentido de responsabilidad para conservar intacta la carga que un pueblo le había confiado. Pero en Rosas hubo algo más que ese empirismo del gobernante más mediocre.
Desde muy temprano, al verse enredado en los compromisos de la política, mostró un sentido del Estado, rarísimo entre sus contemporáneos, y más aún en sus próximos y remotos sucesores. La carta del 10 de agosto de 1831 a Vicente González, sobre las facultades extraordinarias, revela neta superioridad, en la materia específica a que se refiere, sobre los pseudointelectuales de la época, ahítos de ideología y racionalismo.
Pero más valioso que eso fue la temprana comprensión de los intereses fundamentales de la nación en el concierto del mundo. En el arreo de las vacas a Santa Fe para compensar la provincia hermana las pérdidas que le habían ocasionado los atracos de los directorales, el joven Rosas asiste a las negociaciones de Estanislao López con los representantes del Cabildo de Montevideo, que pedía ayuda argentina para sacudirse el yugo portugués. Su comprensión del problema es inmediata. Desde entonces se ocupa en preparar la liberación de la Banda Oriental, ayudando a los patriotas uruguayos que, pese a las negativas de los rivadavianos y a las vacilaciones del caudillo santafesino, preparan la insurrección que había de estallar triunfante en 1825 con los famosos 33 Orientales.
No se ha investigado debidamente cómo encaraba la clase dirigente rioplatense, que había tendido fija la mirada en la frontera del Atlántico, que había recuperado varias veces la Colonia del Sacramento –para perderla otras tantas por culpa de la Corona-, que arrancó a ésta la fundación del virreinato, las renuncias de los porteños netos a los territorios de las provincias que no se les sometían incondicionalmente. Pero es de suponer que no toda esa clase que había acaudillado la revolución por el gobierno propio y la independencia estaba conforme con las desmembraciones territoriales. La abdicación entre Bolívar en el Alto Perú después de Ayacucho había dejado estupefacto al propio Libertador del Norte. La renuncia a la Banda Oriental amenazaba repetir los garrafales errores de los comisionados Alvear y Díaz Vélez en el Altiplano. Las voluntades particulares, en el caso de los 33 Orientales, se impusieron a la apatía de los poderes públicos y provocaron la guerra con el Brasil, que por lo menos evitó la incorporación de lo que los portugueses llamaban provincia cisplatina al flamante imperio fundado en Río de Janeiro.
La amistad que Rosas trabó con Lavalleja desde aquella época fue entrañable, y no habrá ejercido poca influencia en la que luego de varias dificultades había de ligarlo con Manuel Oribe. Aunque en ninguno de los dos casos, el caudillo porteño dejó que sus sentimientos personales se sobrepusieran a las exigencias de sus deberes públicos. En los conflictos iniciales del Estado oriental, no influyó a favor de don Juan Antonio en contra de Rivera. Al producirse la ruptura entre Rivera y Oribe en 1837 tampoco se dejó guiar por sus inclinaciones personales en favor de uno u otro de los dos rivales. Pero al intervenir Francia en el Uruguay, para asegurarse una base contra Rosas en su conflicto de 1838, el encargado de la Relaciones Exteriores de la Confederación Argentina reconoció a Oribe, derrocado por los marinos galos, como presidente legal del Uruguay. Se interponen esta vez, no únicamente los franceses, sino también los ingleses. La acción de la fuerza argentina no era consentida por las potencias marítimas europeas. Rosas hace caso omiso de la intimación que le formulan los agentes anglofranceses. Y el conflicto se encamina a la intervención anglo-francesa conjunta contra la República Argentina. Esa intervención no había sido resistida por ningún Estado en ninguna parte del mundo. Ocurrió aquí lo único, lo insólito. Las fuerzas anglo-francesas que se repartieron el globo en el siglo XIX, y crearon dos de los mayores imperios  conocidos, fracasaron ante Rosas.
Vencedores argentinos y orientales en Arroyo grande, en 1842, pasaron al Uruguay, contra la voluntad europea; y desde entonces Oribe se reinstaló en su presidencia legal, al frente del ejército oriental, auxiliado por 10 mil soldados argentinos. Imposible seguir en poco espacio las negociaciones de los Estados rioplatenses con los poderes europeos, con el afán de éstos porque dichos auxiliares argentinos se retirasen de la Banda Oriental. Nada lograron, hasta el pronunciamiento de Urquiza. Y el hecho singular que caracteriza el gobierno de Rosas, es que durante diez años el caudillo mantuvo 10 mil hombres armados en la Banda Oriental para amparar los intereses argentinos y uruguayos, contra las pretensiones brasileñas o europeas, o contra ambas combinadas. Ningún otro gobernante argentino hizo semejante demostración de fuerza, para negociar al mejor estilo diplomático, en la medida de las armas que se dispone. Si a ello se agrega que la ayuda se prestó con una generosidad incomparable, sin compensación alguna, sin el menor compromiso de reciprocidad para el que la recibía, el cuadro quedará completo.
Sin duda, la agresión exterior es el mejor aglutinante para un país en trance de unificación nacional. Pero Rosas agregó a ese factor que debió enfrentar, luego de hacer lo imposible por evitarlo, una habilidad política que ya había mostrado desde el comienzo de su carrera en el manejo del partido que le tocó acaudillar, y de la empresa que le permitió crear la Confederación Argentina. La recomposición del poder central, por medio de precedentes consentidos por las provincias, es una obra maestra práctica. La letra de los decretos por los cuales recreó las facultades de un Poder Ejecutivo nacional, deshecho en la guerra civil se puede rastrear en la constitución de 1853.
       Algunos de sus detractores suponen que debió vivir sus últimos años atormentado por los remordimientos que debieron causarle las tremendas responsabilidades que asumió. Pero es porque olvidan que ellas le fueron impuestas, y no buscadas por él. Otros de sus contemporáneos, como Cavour o Bismark, se hallaron en casos peores: el primero no tuvo tiempo de sufrir remordimientos, porque murió apenas logrado el éxito, pero estuvo a punto de suicidarse, cuando no lograba que Austria le declarase la guerra; el segundo, sí –según su propio testimonio-, pues perdía el sueño al recordar que con sus procedimientos arteros había mandado centenares de miles de jóvenes a la muerte.
Su tranquilidad de espíritu en la vejez queda explicada en la entrevista con los Quesada, padre e hijo, en 1873. Esa visión de sí mismo como un condenado a galeras, que el anciano Dictador les dio a los dos porteños adversarios suyos, será siempre aceptable para todo investigador que haya compulsado en los repositorios documentales del país la masa de papeles manuscritos que Rosas dejó en los archivos públicos, como prueba de que ningún otro primer mandatario dedicó tanto de su tiempo como él al examen de los asuntos que le tocó dirigir.
El Estado argentino está aún en deuda con el gobernante que desarrolló esa extraordinaria labor. La derogación de la ley que lo había condenado como traidor y ladrón, no basta. Todavía no se ha producido un hecho equivalente al que produjo Luis XVIII a poco de restaurarse en el trono, cuando ordenó a uno de sus ministros, el señor De Serre, declarar en el Parlamento que la convención que había decretado la muerte de su hermano había salvado a la nación en Valmy. El Combate de Obligado y el rechazo de la intervención anglo-francesa conjunta no desmerecen en nada, en comparación con aquel hecho que Goethe dijo trascendente en la historia universal, la noche en que ocurrió. Ningún otro país del mundo aceptó con éxito semejante desafío. El país ganaría mucho agradeciéndoselo a quien tuvo la osadía de tomar aquella decisión. ¿Podría volver a encontrar el camino de las grandes empresas, que no se halla tanto en lo materia como en lo espiritual y, en política, en la voluntad esclarecida? Cuando en 1916 Zeballos dijo en el Congreso que al resistir la intervención anglofrancesa toda la fuerza del país residía en la voluntad, no ignoraba la fuerza  argentina de entonces. Quiso decir que la mayor fuerza mundial, mal manejada, nada significa, pero que, en cambio, bien manejada, puede aspirar a lo más alto.


* Irazusta, Julio. De la epopeya emancipadora a la pequeña Argentina. Buenos Aires, Dictio, 1979.

Fuente:
Irazusta, Julio, “Rosas, el nacionalista”, en Revista del Instituto Nacional de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas n° 56, Buenos Aires, Julio / Septiembre 1999, pp. 8-11.


martes, 17 de julio de 2012

EL CATOLICISMO DE JUAN MANUEL DE ROSAS

Por: Ricardo Diaz

Cuando en 1835 Don Juan Manuel de Rosas exige las “facultades extraordinarias” y la “suma del poder público”, no lo hace sólo para contener el caos reinante, sino también para preservar la integridad de la Iglesia Católica, que venía siendo objeto de ataques desde 1810, por la corriente revolucionaria iluminista y liberal, bajo las batutas deMoreno, Monteagudo y Rivadavia.

La Asamblea de 1813 trató de independizar la Iglesia Católica argentina de Roma, y así formar como una especie de “Iglesia Nacional”, tal como había sucedido entre los ingleses en tiempos de Enrique VIII. Se sancionaron medidas anticlericales y se llegó, incluso, a proponer el repudio al Concilio de Trento.

Luego, en 1822, la “reforma” unitaria, impuso el cierre de monasterios, la confiscación de bienes de los conventos, la nacionalización de los seminarios y del senado eclesiástico y la intervención de parroquias y órdenes religiosas.

Mas tarde, en 1826, se celebra con Inglaterra un tratado en el que, en una de sus cláusulas, se autoriza a los súbditos británicos la celebración pública del culto protestante.

Todas estas cuestiones anti-tradicionalistas de una nación cuyo origen raíz y esencia son católicas, produjo una natural reacción encabezada por Juan Manuel de Rosas, quien tras asumir el poder en 1835 por segunda vez, inmediatamente restableció la comunicación con Roma, decretó que se guardasen al obispo los honores, distinciones y prerrogativas que le acordaban las leyes de Indias; favoreció en toda forma el culto católico; prohibió la venta de libros y pinturas que ofendían la moral evangélica y las buenas costumbres; hizo obligatoria la enseñanza de la doctrina cristiana; introdujo congregaciones religiosas dedicadas a la enseñanza; entregó la Universidad a los jesuitas. Cuando estaba por celebrar un concordato con la Santa Sede se produjo su derrocamiento en Caseros. Con la caída del Restaurador de las Leyes el Estado argentino dejó de ser católico.

Ya en su destierro, en Southampton, Rosas se expresaba en sus cartas privadas acerca del problema que agitaba no sólo a nuestra nación, sino a todo el mundo: “Se quiere vivir en la clase de licenciosa tiranía a la que llaman libertad, invocando los derechos primordiales del hombre, sin hacer caso del derecho de la sociedad a no ser ofendida. Si hay algo que necesita dignidad, decencia y respeto es la libertad, porque la licencia está a un paso. Debe ser prohibido atacar el principio en que reposa el orden social”.


Respecto de la paz social y la armonía internacional, Rosas escribe que se debería “reunir un Congreso de representantes de todos los países, cuyas discusiones francas y sin reservas, se publiquen tales cuales se pronuncien, día a día, para formar y escuchar la opinión de los pueblos”.


También propone el establecimiento de una “Liga de las Naciones Cristianas” presidida por el Papa, para llegar a establecer el “Tribunal de las Naciones y la paz general”.

Además se preocupa por la situación del Papa Pío IX y su entorno: “Si el Papa ha de salvar a la Iglesia Católica, necesita dar unas cuantas sacudidas con la tiara a la polilla que la carcome”En cuanto a los problemas que afectan a las monarquías, propone que “se deben fortalecer los ejércitos, para que así, pueda ser posible, sin desmedro del orden ni del principio de autoridad, conceder pero no ceder”.

Por otra parte, señala que el medio más eficaz de alcanzar el equilibrio social y político en Europa y sostener a la Iglesia, es la unión de los reyes alrededor del Sumo Pontífice. Y respecto de la cuestión social escribe que “Es que los gravámenes continúan terribles. Los labradores y arrendatarios sin capital siguen trabajando sólo para pagar la renta y las contribuciones. Viven así, pidiendo para pagar, pagando para pedir”.

También se pronunció respecto a la organización y tendencia de “La Internacional”, señalando que es “una sociedad de guerra, de odio, que tiene por base el ateísmo y el comunismo, por objeto la destrucción del capital y el aniquilamiento de los que poseen, por medio de la fuerza brutal, del gran número que aplastará a todo cuanto intente resistirle”.

Otra cuestión que critica se refiere al divorcio entre la Iglesia y el Estado, la libertad de la enseñanza laica con lo cual “Se propagan las malas semillas de la revolución y de la impiedad”. Y también predice que “el amor a la patria se extinguirá, el gobierno constitucional será imposible, porque no encontrará la base sólida de una mayoría suficiente para seguir un sistema en medio de la opinión pública confundida, como los idiomas en la torre de Babel. Ahora mismo Francia, España y los Estados Unidos están delineando el porvenir. Las naciones, o vivirán constantemente agitadas, o tendrán que someterse al despotismo de alguno que quiera y pueda ponerlas en paz”.

Creo que ha quedado debidamente documentado que Don Juan Manuel de Rosas no luchó solamente para restaurar las leyes en su nación, sino también en las naciones europeas, igualmente de origen, raíz y esencia católicas, de lo cual, en la actualidad están renegando.

Y también ha quedado documentado que dio todo de sí hasta el fin de sus días, y entonces podemos imaginar que, como cuando fue derrocado, dijo: “Más no he podido hacer”.-

Fuente: Federico Ibarguren, “Nuestra tradición histórica”, Ed Dictio,1978, Buenos Aires
                                                                                 
Tomado de: http://diariopregon.blogspot.com.ar/2011/05/el-catolicismo-de-juan-manuel-de-rosas.html

miércoles, 4 de julio de 2012

UNA INDEPENDENCIA ADULTERADA


9 de julio de 1816: Fundación de un Estado Continental independiente de toda dominación extranjera.

El 9 de julio de 1816 en San Miguel de Tucumán se reunió un Congreso integrado por tres diputados por Charcas o Chuquisaca, un diputado por Chichas o Potosí, un diputado por Mizque, dos diputados por Salta, un diputado por Jujuy, dos diputados por Tucumán, dos diputados por Santiago del Estero, tres diputados por Córdoba, dos diputados por Mendoza, dos diputados por San Juan, un diputado por La Rioja, dos diputados por Catamarca y siete diputados por Buenos Aires. Eran veintinueve en total. Invocando su carácter de “representantes de las Provincias Unidas en Sud América” declararon de manera solemne la voluntad de esas Provincias Unidas de “romper los vínculos que las ligaban a los reyes de España” “recuperar los derechos de que fueron despojadas” “e investirse del alto carácter de una nación libre e independiente del rey Fernando VII, sus sucesores y metrópoli y de toda dominación extranjera”.

Estas últimas palabras “y de toda dominación extranjera” fueron propuestas por el Doctor Pedro Medrano representante por Buenos Aires, con una premonitoria concepción del futuro.

Este primer documento público de nuestro país proclamó por lo tanto la independencia de todas las Provincias Españolas del Continente de América del Sur. La fuerza de este pensamiento provenía de diputados formados intelectualmente, la mayoría de ellos, en las Universidades de Charcas o Chuquisaca (once), de Córdoba (cinco) y de San Felipe de Santiago de Chile (tres). La Universidad de Buenos Aires en esa época no existía.

El Congreso designó a Santa Rosa de Lima, figura sacra y vernácula, patrona de América del Sur.
La nueva nación se incorporaba de esa manera a la comunidad internacional con extensiones geográficas muy grandes y con deslindes jurídicos y religiosos muy precisos.

El Congreso permaneció sesionando en San Miguel de Tucumán hasta el 17 de enero de 1817. No pudo continuar su bien pensada obra de organizar y hacer funcionar como país independiente a las Provincias Unidas en Sud América. Presiones y circunstancias forzaron su traslado a Buenos Aires. Los diputados que previendo la fuerza disociadora de los intereses de la Ciudad puerto se opusieron a ese traslado fueron declarados cesantes. Tales los casos de Eduardo Pérez Balnes y de José Antonio Cabrera diputados por Córdoba.

Los libros de Actas del Congreso de Tucumán han de haber registrado actos muy significativos y esclarecedores de nuestra incomprensible historia porque a principios de este siglo fueron robados o perdidos.

El Congreso de Tucumán, que había declarado la independencia una vez instalado en Buenos Aires dictó una constitución de influencia francesa (22 de abril de 1819) y continuó sesionando como Poder Nacional hasta el 11 de febrero de 1820. En esta fecha debió disolverse ante las presiones incontenibles de una anarquía política y militar que, promovida en el interior e instigada desde el exterior abarcó todo el país.
Entonces, la Ciudad de Buenos Aires y su territorio provincial, adquirieron una autonomía casi independiente al igual que las demás provincias de la Unión. El Cabildo de la Ciudad de Buenos Aires expidió una Resolución que emitió a todas las provincias indicando que todas ellas quedaban en estado “de haber por sí mismas lo que más convenga a sus intereses y al régimen interior” (1). La unidad del país quedaba de esta manera rota, desvertebrada por decisión de la Ciudad Puerto de Buenos Aires.

De esta manera el territorio de nuestro país quedó sin identidad jurídica y sin fines económicos.
Esta trágica situación estuvo muy bien reflejada en los versos de nuestro gran poeta, Bartolomé Hidalgo, hoy condenado al olvido. Decía Bartolomé Hidalgo (2)

“En diez años que llevamos
De nuestra resolución
Por sacudir las cadenas
De Fernando el balandrón
¿qué ventajas hemos sacado?
Le diré con su perdón,
Robarnos unos a otros,
Aumentar la desunión,
Querer todos gobernar,
Y de facción en facción
Andar sin saber que andamos,
Resultado en conclusión
Que hasta el nombre de paisanos,
Parece de mal sabor,
Y en su lugar yo no veo
Sino un eterno rencor.
Y una tropilla de pobres
Que metida en un rincón
Canta al son de su miseria:
¡No es la miseria un mal son!
...
Desde principio, Contreras.
Esto ya se equivocó,
de todas nuestras provincias
se empezó a hacer distinción.
Como si todas no fuesen
alumbradas por un sol...
...
Y así, Hemos de ser libres
Cuando hable mi mancarrón...

Y con estos versos, los criollos de aquel entonces expresaban muy bien los resultados de una independencia adulterada.

El 9 de diciembre de 1824, el último ejército español que combatía en América del Sur, fue derrotado en el Perú en la batalla de Ayacucho por el Mayor General Don Antonio José de Sucre al mando de las fuerzas de Bolívar. Con esto terminó la guerra con España por la independencia.

Varios meses antes del 5 de marzo de 1824 por iniciativa del gobierno la Provincia de Buenos Aires había dictado una ley (3) invitando “a los pueblos de la Unión” a reunir “lo más pronto posible” la “Representación Nacional”.

En virtud de esta convocatoria, el 16 de diciembre de 1824 (pocos días después de la batalla de Ayacucho) se instaló en Buenos Aires un Congreso General Constituyente que se fue integrando por diputados representantes de las siguientes provincias: Buenos Aires Capital (diez), Buenos Aires Territorio Desmembrado de la Capital (ocho), Córdoba (seis), Corrientes (cinco), Catamarca (cuatro), Entre Ríos (cuatro), Mendoza (cuatro), Misiones (dos), Montevideo (cuatro), La Rioja (dos), Salta y Jujuy (seis), Santiago del Estero (seis), Santa Fe (dos), San Juan (uno), San Luis (tres), Tucumán (cuatro), Tarija (uno).

Era voluntad de todas estas provincias constituir el país y terminar con el aislamiento en que vivían.
El Congreso de las Provincias comenzó inmediatamente su cometido reiterando de manera expresa y solemne la existencia de la “Unidad Nacional” y de la “Independencia de la Nación” conforme lo establecía el Acta de la Independencia del 9 de julio de 1816. Estos conceptos macizos quedaron vertidos en la Ley Fundamental del 23 de enero de 1825 cuyo artículo 1ro. establecía lo siguiente: “Las Provincias del Río de la Plata reunidas en Congreso reproducen por medio de sus diputados y del modo más solemne el pacto con que se ligaron desde el momento en que sacudiendo el yugo de la antigua dominación española se constituyeron en nación independiente, y protestan de nuevo emplear todas sus fuerzas y todos sus recursos para afianzar su independencia nacional y cuanto pueda contribuir a su felicidad” (4).

Empero, en su artículo 7mo. la Ley Fundamental desvirtuó estos criterios de integridad e independencia para todo un país constituido, adjudicando al gobierno de Buenos Aires una supremacía de política exterior frente a los demás gobiernos provinciales. Este artículo 7mo. dispuso esto: “Por ahora y hasta la elección del Poder Ejecutivo Nacional, queda éste provisoriamente encomendado al Gobierno de Buenos Aires con las facultades siguientes: 1) Desempeñar todo lo concerniente a negocios extranjeros, nombramientos y recepción de ministros y autorización de los nombrados. 2) Celebrar tratados, los que no podrá ratificar sin obtener previamente especial autorización del Congreso” (5).

Notificado el Gobierno de Buenos Aires del texto de la Ley Fundamental, respondió al Congreso el 27 de enero de 1825 aceptando el ejercicio provisorio del Poder Ejecutivo Nacional con las facultades expresas del artículo 7mo. “por lo urgente que es expedirse en los negocios de Relaciones Exteriores”. Firma el Gobernador General Don Juan Gregorio de Las Heras y su Ministro Interino de Hacienda y Relaciones Exteriores y Gobierno Don Manuel José García (García en su triple ministerio había sido designado por Las Heras el 14 de mayo de 1824) (6).

Quedando de esta manera, quienes gobernaban Buenos Aires, con el mango de toda la política exterior de la Nación, el 29 de enero de 1825, es decir dos días después de haber asumido esas funciones, recibieron la propuesta de firmar “con el representante de Gran Bretaña el primer Tratado internacional”. Es el primer tratado era en los términos de la propuesta inglesa de “Amistad y Comercio”, pero su contenido posterior fue bien distinto. Reiterando otra vez “lo urgente que es expedirse en los negocios de las relaciones exteriores” el General Las Heras y su Ministro García dictaron este decreto: “Buenos Aires, Enero 29 de 1825. Habiendo informado oficialmente el Señor Woodbine Parish, Cónsul General de J.M.B., Residente en esta Ciudad, de hallarse dispuesto a tratar, ajustar y concluir un tratado de amistad y comercio ente el Gobierno de las Provincias Unidas del Río de la Plata y J.S. el Rey del Reino Unido de la Gran Bretaña, en virtud de instrucciones y plenos poderes que le habían sido conferidos al efecto, el Gobierno de la Provincia de Buenos Aires, como encargado del Poder Ejecutivo Nacional por el Congreso General de dichas Provincias, ha acordado y decreta: Art. 1): Queda nombrado el Señor Don Manuel José García, Ministro Secretario de Relaciones Exteriores y Gobierno en la clase Plenipotenciario, para ajustar con el Plenipotenciario de J.M.B., un tratado de Amistad y Comercio. Art. 2): Expídanse los poderes según corresponda e insértese en el Registro Nacional. Heras-Manuel José García” (7).

Así el Congreso de 1824-1827 y el Gobernador de Buenos Aires, encargado del Ejecutivo Nacional en forma provisoria, General Juan Gregorio de Las Heras, antes de establecer los derechos que los criollos tendrían sobre su tierra emancipada de España, determinaron los privilegios que Gran Bretaña y los súbditos británicos recibían y habrían de mantener dentro de la estructura económica argentina.

Tal fue el objeto del Tratado del 2 de febrero de 1825 que en nuestros días del año 2002, continúa en total e ininterrumpida vigencia porque no tiene fecha de vencimiento. Este es el resultado de una independencia improvisada.

                                                                  Dr. Julio C. Gonzalez

Tomado de: http://www.argentinaoculta.com/