viernes, 25 de septiembre de 2015

ORIGEN DE NUESTRO FEDERALISMO*

Por Ricardo Font Ezcurra

El  brindis de Duarte no fue sólo  efecto del alcohol, ni el diplomático alejamiento de Moreno, en su doble significado, fruto de superficiales disidencias. La necesidad de crear un gobierno que indispensablemente debía sustituir al destituido, dividía a los integrantes de la Junta de Mayo en dos tendencias irreductibles y antagónicas: monárquica una y republicana la otra, dentro ambas del más riguroso centralismo.

La transición pacífica y substancial de súbditos de la monarquía española a ciudadanos independientes del ex monarca, realizada jurídicamente en cuatro días y sin que ningún acontecimiento cruento o espectacular sirviera de rotunda solución de continuidad, fue fundamental  pero poco perceptible.

Por eso se continuó sin violencia la tradición colonial, al hacerse extensiva a todo el virreinato la nueva autoridad que en Buenos Aires había sustituido al Virrey. En algunos decretos de la Junta se lee: “Y en consecuencia ha expedido por reglas generales de invariable observancia de todas las provincias las siguientes declaratorias...”. Y la expedición "que debía auxiliar a las provincias interiores” y la de Belgrano al Paraguay, Corrientes y Banda Oriental, tuvieron como principal y casi única finalidad, someter a los remisos en prestarle acatamiento.

Ese unitarismo o centralización, contra el que chocó desde el primer momento la extensión y configuración geográfica del inmenso virreinato, contó con el asentimiento general de los hombres de Buenos Aires, concretándose su disidencia a la opción entre la monarquía y la república.
La Junta Grande reducida al Triunvirato y concretado éste en el Directorio, y el Estatuto Provisional sancionado en reemplazo del Reglamento Provisorio realizaban esta aspiración unitaria y centralista.  (1)

Y esta forma unitaria de los gobiernos iniciales se hubiera perpetuado, y tal vez impuesto en definitiva – sobre todo de adoptarse el régimen monárquico virtualmente  aceptado en el Congreso de Tucumán –, a no haber hecho su aparición un elemento nuevo, auténtico producto de nuestra nacionalidad en potencia que, encarnando el ideal republicano, habría de gravitar profundamente en nuestra estructuración institucional.

Este elemento nuevo que aparece a partir de 1810 es el núcleo-provincia, esas numerosas entidades autónomas que se formaran en las distintas comarcas teniendo como centro las ciudades, y en que se fragmentará el Virreinato del Río de la Plata, sin que autoridad alguna les hubiera determinado sus límites territoriales ni sus derechos políticos, y cuya resistencia a Buenos Aires haría fracasar las reiteradas tentativas de dar forma constitucional a ese régimen unitario de la primera hora.

¿Cuál es la causa de la aparición de estos entes autónomos? ¿Qué origen tuvo el núcleo-provincia? ¿De dónde procedían sus elementos integrantes y cuáles fueron las causas que presidieron a su desarrollo, que, juntamente con el prestigio de sus gobernadores o caudillos, debía darles esa consistencia autonómica definitiva que alteraría profundamente la fisonomía política del antiguo virreinato?

La cédula ereccional de 1776 que elevó la Gobernación de Buenos Aires a Virreinato del Río de la Plata, integró territorialmente a éste con las siguientes ciudades y regiones: GOBERNACIONES: Buenos Aires, que comprendía el Uruguay, Corrientes, Entre Ríos, Santa Fe, La Patagonia, y parte del Chaco; Asunción y la Provincia de Guayra; Córdoba del Tucumán, constituida por Salta, Tucumán, La Rioja, Catamarca, Córdoba y parte del Chaco. Y las PROVINCIAS: del Alto Perú (Cochabamba, Potosí, La Paz y Chuquisaca) y de Cuyo (Mendoza, San Juan y San Luis).

Todas estas ciudades y pueblos diseminados en dilatadas comarcas y distantes entre sí, fueron puestos por Real Cédula, bajo el gobierno inmediato del virrey, gobernador y capitán general y supremo presidente de la Real Audiencia, con residencia en Buenos Aires. Carecían de derechos políticos o de representación ante éste y sólo existía en ellas un cuerpo colegiado para su administración edilicia y judicial: el Cabildo. El virreinato español es la concepción más rigurosa de centralismo o unitarismo. La autoridad del Virrey no reconocía más limitación que la del Rey.

Durante sus treinta y cuatro años escasos de vida, la autoridad virreinal se hizo efectiva en toda esa enorme extensión. Ocurrida la caducidad de ésta y reemplazado el Virrey por la Junta de Mayo, ese territorio que el dominio español había mantenido unido y sometido fue disgregándose paulatinamente y desconociendo cada vez más, la autoridad de Buenos Aires.

Puede decirse que al movimiento emancipador de Mayo siguieron numerosos movimientos emancipadores locales. Estos que no fueron de resistencia a la revolución, sino a la hegemonía de la Junta (2), se acentuaron luego a raíz de la expulsión de los diputados del interior que habían concurrido a la capital en virtud de la circular del 27 de mayo de 1810, y que dejaba a las ciudades que ellos representaban, sin participación alguna en el gobierno revolucionario.

Rechazado el Reglamento Provisorio y triunfante el golpe de estado del Triunvirato que decretó la disolución  de la Junta Conservadora, los diputados del interior, que pasaron a integrarla al disolverse la Junta Grande, fueron compelidos con palabras injuriosas y en término perentorio a dejar Buenos Aires y regresaron a sus respectivas ciudades, llevando a ellas la señal de alarma contra las ilegítimas aspiraciones de dominación porteña.

Las ciudades del interior reaccionaron contra esa usurpación y esta resistencia, que fue el toque de dispersión, es el hito auténtico que marca el punto inicial de nuestro federalismo.

El origen de nuestro federalismo, inorgánico y revolucionario, reside exclusivamente en el levantamiento de las ciudades del interior contra Buenos Aires, en su reacción disociante e igual y contraria a la centralizante, contra el absolutismo porteño.

No es exacto que su punto de partida sea la creación de las Juntas Provinciales, dejada luego sin efecto, que, al establecer diferencias jerárquicas entre ciudades principales y subalternas, provocó el levantamiento de unas contra otras. Las Juntas Provinciales creadas por la Orden Superior de 10 de febrero de 1811 se constituyeron hacia la mitad de dicho año y los diputados fueron expulsados el 7 de diciembre. En los pocos meses que mediaron entre uno y otro hecho, no se produjeron en el país “levantamientos” de ninguna ciudad contra otra y que pudieran influir o trascender en nuestra organización futura.

Por lo demás, el art. 2°. de la extensa “Orden Superior” que las creaba, establecía lo siguiente:
“Que en la Junta residirá in solidum toda la autoridad del gobierno de la Provincia, siendo de su conocimiento todos los asuntos que por las leyes y ordenanzas pertenecen al Presidente, o al Gobernador Intendente; pero con entera subordinación a esta Junta Superior”

Esta “entera subordinación” de las Juntas Provinciales a la de Buenos Aires, aleja toda idea federal.

Algunos autores por equivocada inferencia analógica pretenden que nuestro federalismo tiene su origen remoto en las autonomías regionales españolas, lo que es absurdo. Nada tiene que ver el fuero  de Aragón o el estatuto vascongado, con nuestras  ciudades cuya legislación  y ancestralismo étnico era uniforme.

Creen varios que su causa reside en la acción de los Cabildos. Sin considerar imposible que éstos hayan asumido en el primer momento la dirección de la resistencia a Buenos Aires, lo cierto es que nuestro federalismo se consolidó después de su abolición.

Otros admiten y sostienen una extraña semejanza con los Estados Unidos de Norte América. Nuestro origen federal difiere profundamente  del norteamericano. En el nuestro, un todo grande el Virreinato, se dividió en numerosas partes pequeñas, algunas de las cuales por virtud de un Pacto Federal, el del 4 de enero de 1831, se unieron luego, formando la actual Confederación Argentina.

Es decir que primero hubo disociación total y luego asociación parcial. En Norteamérica, numerosos estados pequeños y algunas provincias quitadas a los estados vecinos formaron un todo grande.

La ilusoria aspiración bonaerense de gobernar por sí sola todas las demás ciudades unida al acentuado carácter monárquico de sus directivas que equivocadamente la ”minoría ilustrada” le había impreso, acrecentaron, principalmente en el litoral, esos focos de franca y abierta resistencia a Buenos Aires que fueron creando alrededor de las ciudades núcleos comarcanos con fisonomía propia que adquirían día a día una autonomía proporcionada a sus posibilidades económicas y que, la impotencia o incapacidad de la autoridad nacional para mantener el orden general y jerárquico y la necesaria cooperación entre capital y provincias y frenar las ambiciones separatistas de éstas, consolidaría definitivamente.

En los primeros años de su aparición en nuestra historia, las palabras unidad y federación no tenían la acepción que se les atribuye actualmente y que adquirirían mucho después.  La primera era sinónimo de monarquía y la segunda de república.

El lema o divisa  de los caudillos provinciales “Viva la Federación”  no significaba otra cosa  que “Viva la República”, porque era expresión de esa resistencia democrática de las ciudades del interior a la política absorbente y monarquizante de Buenos Aires.

Algunos años más tarde, don Juan Manuel de Rosas, con su clara perspicacia política, puntualizaría en carta a Fecundo Quiroga esa divergencia encuadrándola en esas dos palabras antagónicas:
“Por este respecto, que creo la más fuerte razón de convencimiento soy yo Federal, y lo soy con tanta más razón cuanto de que estoy persuadido que la Federación es la forma de gobierno más conforme con los principios democráticos con que fuimos educados en el estado colonial, sin ser conocidos los vínculos y los títulos de Aristocracia, como en Chile,  Lima, etc., en cuyos Estados los Marqueses, los Condes y los Mayorazgos constituían una jerarquía, que se acomoda más a las máximas  del régimen de unidad y la sostienen”.

En la sesión celebrada  el 19 de julio de 1816 en el Congreso Nacional reunido en Tucumán, se trató la forma de gobierno que debía adoptar la nueva nación, cuya independencia se había proclamado diez días antes. El diputado Serrano se opone al sistema federal (pag. 237, Tomo I, A.C.A.) y convencido de la necesidad del orden y la unión propone la monarquía temperada. La mayoría de los diputados  se inclina hacia la monarquía y el restablecimiento de la Casa de los Incas (Azevedo, Castro, Thames, Ribera, Pacheco, Loria, etc.)

En la sesión del 6 de agosto de 1816 (pág. 242) se renovó la discusión sobre la forma de gobierno y el diputado por Buenos Aires doctor Tomás Manuel de Anchorena pronunció un discurso político exponiendo los inconvenientes del sistema monárquico y señaló como el único medio de conciliar todas las dificultades, “en su concepto”  la federación de provincias.

En el Congreso de Tucumán ningún diputado habla de República. Los que no eran monárquicos dicen: Federación.

“En abril de 1836 -dice Pradere” (“Iconografía de Rosas” pág. 33)- se izó en el Fuerte una bandera con las inscripciones siguientes: “Federación o Muerte”, “Vivan los Federales”, “Mueran los Unitarios”, y adornada con los gorros de la Libertad”. Estos en realidad no eran otra cosa que los gorros frigios que simbolizan la República.

La decidida resistencia de las ciudades del interior revela a la “minoría selecta” su impotencia para imponer su premeditada dominación, impotencia que hacen extensiva a todo el país. Y en la infundada creencia de que el pueblo  argentino no contaba con elementos suficientes para organizar un gobierno propio que pudiera sostener y consolidar la independencia y dominar eso que ellos llaman “anarquía”, intentaron traer ese gobierno “de afuera”. (3)

Y como no era posible importar un Director o un Presidente extranjero, pensaron, con toda lógica dentro de ese orden de ideas, en el protectorado y  la monarquía.   

Primero fue la misión de Rivadavia y Belgrano a Europa en procura de un rey.

Luego la de Manuel José García a Río de Janeiro a mendigar el protectorado inglés. “En 1815 el Director, General Carlos M. de Alvear le escribía al ministro inglés en Río de Janeiro: La experiencia de cinco años había hecho ver de un modo indudable a todos los hombres de juicio y de opinión que este país no estaba ni en edad ni en estado de gobernarse por sí mismo” y concluía diciéndole: “que se necesitaba de una mano exterior que lo dirigiese y contuviese en la esfera del orden. Fundado en estas consideraciones y en el odio que todos manifestaban por la dominación española, proponía convertir a las Provincias Unidas en Colonia autonómica de la Inglaterra, si ésta se dignaba recibirlas como tales”. (4)

Y más tarde las gestiones de Valentín Gómez en Francia en busca de un príncipe coronable en estas provincias.

En la orientación dada a la política nacional por medio de estas misiones originadas en el presunto complejo de inferioridad argentino y en la correlativa necesidad de traer el gobierno “de afuera” se prescindió invariablemente de las demás provincias. La presuntuosa minoría unitaria-monárquica, la oligarquía directorial bonaerense, decidía por sí y ante sí de la suerte futura de la independencia de la nueva nación que ella era incapaz de defender, llegando en su medrosa incomprensión hasta considerar posible, no ya el humillante protectorado, sino también la incorporación de las Provincias del Río de la Plata  a la monarquía del Imperio del Brasil.

Así lo demuestran las “Instrucciones Reservadísimas” votadas por el Congreso, trasladado de Tucumán a Buenos Aires, el 4 de septiembre de 1816, a los dos meses  de haberse declarado la independencia:
“Si se le exigiese al Comisionado que estas Provincias se incorporen a las del Brasil se opondrá abiertamente manifestando que sus instrucciones  no se extiende a este caso, y exponiendo cuantas razones se presenten para demostrar la imposibilidad de esta idea, y de los males que ella produciría al Brasil. (Pero si después de apurados todos los recursos de la política y del convencimiento insistiesen en el empeño, les indicará [como una cosa que sale de él, y que es lo más tal vez a que podrán prestarse estas provincias] que formando un estado distinto  del Brasil, reconocerán por su monarca al de aquél  mientras mantenga  su corte en este continente, pero bajo una Constitución que les presentará el Congreso; y en apoyo de esta idea esforzará las razones que se han apuntado en las instrucciones que se le dan por separado de éstas y demás que puedan tenerse en consideración). Mas cualquiera que sea el resultado de esta discusión lo comunicará inmediatamente al Congreso por conducto del Supremo Director”. (5)

Este hecho demuestra que la minoría unitaria de Buenos Aires consideraba que el país carecía de los medios necesarios para realizar el pensamiento de Mayo, y explica su impresionante impasibilidad ante la desmembración territorial.

El monarquismo imperante en Buenos Aires desde las postrimerías del Triunvirato dista mucho de ser una exagerada leyenda, un “subterfugio diplomático” para ganar tiempo, una “simulación” para salvar la independencia, como se ha pretendido y asume formas precisas y caracteres profundos bien distintos de los que habitualmente se le atribuyen.

Belgrano de vuelta en Buenos Aires de la misión que juntamente con Rivadavia lo llevara a Europa, informa al Congreso lo siguiente:  
 “…Segundo, que había acaecido una mutación completa de las ideas en la Europa en lo respectivo a la forma de gobierno: Que como el espíritu general de las naciones en los años anteriores, era republicarlo todo, en el día se trataba de monarquizarlo todo: Que la nación Inglesa con el grandor y majestad a que se ha elevado, no por las armas y riquezas, sino por una constitución de Monarquía temperada había estimulado a las demás a seguir su ejemplo: Que la Francia la había aceptado: Que el Rey de Prusia por sí mismo, y estando en el goce de un poder despótico había hecho una revolución en su reino, y sujetándose a bases constitucionales, iguales a los de la nación Inglesa; y que esto mismo habían practicado otras naciones”.
“Tercero, que conforme  a estos principios en su concepto la forma de gobierno más conveniente para estas provincias sería la de monarquía temperada“. (6)

Y en la sesión secreta del 12 de noviembre de 1819 el Congreso resolvió aceptar la forma monárquica de gobierno admitiendo como monarca de estas provincias, el príncipe adquirido en Europa por Don Valentín Gómez.

El acta respectiva dice así:
“Reunidos los señores Diputados en la Sala de Sesiones a la hora acostumbrada, los Señores Diputados encargados en comisión de formalizar el proyecto de las condiciones bajo las cuales había de admitirse la propuesta hecha por el Ministerio de Negocios Extranjeros de París para establecer en las Provincias Unidas una Monarquía constitucional cuyo punto había sido ventilado con la mayor detención en las tres sesiones anteriores, y resuelto en la última la admisión de aquél condicionalmente, hicieron presente a la Sala hallarse en estado de dar cuenta de su comisión. Leído por tres veces el proyecto que presentaron por escrito, se hicieron en general algunas observaciones y se procedió enseguida a considerar separadamente cada condición de las nueve que aquél contenía…”
“Se examinaron por su orden la tercera y cuarta condición y fueron aprobadas en los términos siguientes: 3°. “Que la Francia se obligue a prestar al Duque de Luca una asistencia entera  de cuanto se necesite para afianzar la monarquía en estas Provincias y hacerla respetable…4°. Que estas Provincias reconocerán por su monarca al Duque  de Luca bajo la constitución política que tienen jurada; a excepción de aquellos artículos que no sean adaptables a una forma de gobierno monárquico hereditaria; los cuales se reformarán del modo constitucional que ellas previenen”. (7)

La “máscara” de Fernando VII se transformaba por imposición directorial en un rey de carne y hueso.

En el libro “Rivadavia y la simulación monárquica”, editada por la Junta de Historia y Numismática Americana, su autor Don Carlos Correa Luna pretende que las gestiones de Rivadavia y Belgrano no fueron otra cosa que una “habilísima simulación” para salvar la Revolución de Mayo. Don Vicente Fidel López, por su parte, las llama “vergonzosa comedia”.

En presencia de estas actas secretas y de las instrucciones Reservadas y Reservadísimas, redactadas y votadas para los “de casa”, no es lícito hablar de simulación. Era mucho simular. Pero si Rivadavia, Belgrano y Valentín Gómez estaban realmente  representando una comedia, es de justicia reconocer que actuaron con tanta eficacia que lograron desencadenar a las Provincias contra Buenos Aires.
El mismo día, 12 de noviembre de 1819, que en Buenos Aires el Congreso Nacional daba principio de ejecución a sus proyectos monárquicos votando, como queda probado, la aceptación del Duque de Luca  para monarca de las Provincias Unidas del Río de la Plata, en el otro extremo del país Don Bernabé Aráoz derrocaba al gobernador directorial y asumía el mando de su provincia que a poco convertiría en “La República Independiente de Tucumán”.
Nuestras guerras civiles se reducen en lo principal, siendo lo accesorio lo que en ellas puso la pasión o el interés local, a la lucha por imponer su predominio, entre estas dos tendencias: la unitaria-monárquica representada por los hombres de Buenos Aires y la republicana-federal que sostenían los núcleos provinciales por medio de sus gobernadores o caudillos que ellos mismos se habían dado.

El proceso de esas luchas se había mantenido latente, diferido podemos decirlo, a la necesidad de combatir unidos por la gran causa de la independencia. San Martín, con muy buen criterio, prefirió combatir a los realistas que bajar al litoral a presentar batalla a la montonera.

Y cuando la independencia se hubo consolidado por esta “desobediencia”, los federales-republicanos “invadieron la provincia de Buenos Aires para libertarla del Directorio y del Congreso  que pactaba la coronación  de un príncipe europeo  en el Río de la Plata contra la opinión de los pueblos”, y al materializar victoriosamente su oposición en la Cañada de Cepeda, su doctrina adquirió forma precisa en el Tratado de Pilar.

El motín de Arequito, primera sublevación en masa de un ejército nacional, es seguramente el hecho más importante de nuestras guerras civiles, que al restar la fuerza al Supremo Director, hizo posible el triunfo de las montoneras en Cepeda y la desaparición, para siempre, de las pretensiones unitario-monárquicas. Y no puede dudarse, de que sus funestos errores, lógico fruto de su permanente divorcio con la masa popular en la que nunca creyó y siempre despreció  sinonimándola  con la barbarie, conducían fatalmente a la disolución nacional, este hecho precipitó en forma incontenible los acontecimientos.

Su causa determinante no fue otra que la enunciada por uno de sus principales autores, el general José María Paz: “Entre tanto; ¿qué se proponía el gobierno abandonando las fronteras del Perú y renunciando a las operaciones militares, tanto allí como en los puertos del Pacífico? ¿Era para oponerla a algunos cientos de montoneros  santafecinos, o para apoyar la coronación del Príncipe de Luca?”
A raíz de la sublevación de Arequito: “Luego que en Córdoba se supo el cambio del ejército, el Gobernador Doctor Don Manuel Antonio Castro abdicó el mando y fue elegido popularmente el Coronel Don José Díaz como Gobernador provisorio. Casi al mismo tiempo, y sin que hubiera habido acuerdo ni la menor combinación, sucedía en Santiago del Estero  el movimiento que colocó en el mando  al Coronel don Felipe Ibarra, que rige hasta hoy en aquella provincia, y en San Juan se sublevaba  el batallón núm. 1 de Los Andes. El Coronel Alvarado ocurrió desde Mendoza con el Regimiento de Granaderos a Caballo, para sofocar la rebelión, pero tuvo que volverse de medio camino y ganar Chile a toda prisa, temeroso de que se comunicase el contagio. En Mendoza y demás pueblos hubo también cambios de gobierno, reemplazando a los nombrados por el Gobierno Nacional, los elegidos por el pueblo. Los pueblos subalternos imitaron a las capitales y se desligaron enseguida constituyéndose en provincias separadas. De este tiempo data la creación de las trece que forman la República, hasta que vino a aumentarse este número con la de Jujuy,  que se separó últimamente”.

A lo referido por el General Paz, quien ha escrito lo que antecede en sus MEMORIAS, hay que agregar  la “República Independiente de Tucumán” de don Bernabé Araoz, la Provincia de Santa Fe, los Litorales y la Oriental, con que el Patriarca de la Federación, el Supremo Entrerriano y el Protector de los Pueblos Libres, habían combatido exitosamente la política extranjerizante del Directorio.

Con el triunfo de las armas federal-republicanas, desapareció para siempre el gobierno nacional unitario de los primeros años, el que a pesar de sus transformaciones   sucesivas -Junta de Mayo, Junta Grande, Triunvirato y Directorio- y de estar desempeñado y asesorado por los “hombres de las luces” –Moreno, Rivadavia, Pueyrredón, etc.- no logró en el decenio de su predominio, 1810-1820, imponer ni prestigiar su autoridad, ni dar cohesión propia al inmenso territorio bajo su mando.

Tal es la causa, sin que esto importe negar la existencia de otros factores concurrentes, de la acefalía nacional y de los acontecimientos que la historia escrita por los hombres de Buenos Aires, desvirtuando intencionalmente su profundo significado, denomina erróneamente “Anarquía del Año XX”, cuya consecuencia inmediata y trascendental fue la consolidación del federalismo.

No hubo tal anarquía, a no ser que se dé este nombre al desorden y desconcierto de la minoría unitaria monárquica ante la inminencia de su derrota. En el año XX   las ciudades del interior enfrentaron decididamente a Buenos Aires y definieron a favor de los republicanos la lucha entre las dos tendencias en que se había bifurcado la Revolución de Mayo.

Por lo demás, en caso de haber existido ésta realmente, una anarquía triunfante supone siempre del otro lado un gobierno impotente o desprestigiado.  La historia es la depositaria de la reputación de los hombres del pasado, no es posible entonces, lícitamente, seguir imputando la responsabilidad histórica de esta guerra civil a los “anarquistas” Artigas, Ramírez, López, Bustos, etc., que en realidad no hicieron otra cosa que acaudillar al pueblo en su legítima rebelión contra los hombres de Buenos Aires que pretendieron frustrar su destino.

Y la antigua inmensidad virreinal cuya “autoridad superior” asumiera en fecha memorable la Junta de Mayo, se desmembró exactamente  a los diez años, en numerosas “soberanías” independientes entre sí, quedando como único vestigio de la omnipotencia de Buenos Aires, una precaria y provisoria delegación para los asuntos internacionales y de Paz y Guerra.

Así nació y se desarrolló nuestro federalismo. Buenos Aires había emancipado de España el Virreinato del Río de la Plata y las comarcas que integraban a éste se independizaron, a su vez, de Buenos Aires.

Notas:
1)    Con ser aparentemente sinónimas ambas denominaciones, el Estatuto  Provisional era típicamente unitario y el Reglamento Provisorio de tendencia provincialista.
2)         Los diputados venidos a Buenos Aires en virtud de la circular citada, reclamaron su inmediata incorporación a la Junta, invocando entre otras, la siguiente razón: “La capital no tiene títulos legítimos para elegir por sí sola gobernantes que las demás ciudades deben obedecer”. Es de hacer notar que el diputado, que lo era el Deán Funes decía ciudades y no provincias. Esta palabra se usaba entonces, como sinónimo de comarca.
3)        A. Saldías, “La Evolución Republicana durante la Revolución Argentina”. Página 57. Buenos Aires 1906.
4)       Clemente L. Fregeiro, “Estudios Históricos sobre la Revolución de Mayo”. Edición de la Junta de la Historia y Numismática, Tomo VII, página 100.
5)      “Asambleas Constituyentes Argentinas”, Tomo I, pág. 500. Lo contenido entre doble paréntesis fue suprimido en sesión del 27 de octubre de 1816, Pág. 512.
6)        “Asambleas Constituyentes Argentinas”, Tomo I, página 482.
7)        “Asambleas Constituyentes Argentinas”,  Tomo I, pág. 576.


* Revista del Instituto de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas n° 6, Buenos Aires, Diciembre de 1940.

jueves, 10 de septiembre de 2015

ALBERDI, ADMIRADOR DE ROSAS

Por: E. T. Corvalán Posse


“Desde mi punto de vista personal, creo que nunca mejor que ahora debe reverse el juicio histórico sobre Rosas”.

“He dicho que el Rosas de la tradición se nos ofrece hoy como un Rosas adulterado, pero estoy muy lejos de afirmar que ya tenemos conocido al que va a reemplazarlo. Nada de eso. Lo que sí puede concretarse, en definitiva, es que se hace necesario desechar todo lo que se afirma sobre Rosas y estudiarlo a él y a su época totalmente de nuevo, sin más afán que el de la verdad, cualquiera que sea la que se nos vaya evidenciando”. Rómulo D. Carbia. (Año 1927)


Disconforme y como protesta contra la dictadura de Rosas y aceptando los ruegos de su amigo don Miguel Cané, para colaborar con “El Nacional” de Montevideo, don Juan Bautista Alberdi emigró del país luego de solicitar su pasaporte en Noviembre de 1838, siendo acompañado hasta el puerto por sus amigos los señores Posadas y Echeverría. Era un emigrado y no un perseguido el que se alejaba. (1)

“Historiadores” fabulistas y  “escritores” cuentistas, cuando nos hablan o se ocupan de la vida de Alberdi se refieren al destierro de éste durante la época de Rosas, pero guardan el más llamativo y enigmático silencio sobre el otro ostracismo de Alberdi, el sufrido después de la caída de Rosas en 1852. Ese extrañamiento no existe para ellos, porque ocurrió en épocas de “libertad”. Alberdi, después de esa fecha, fue perseguido, calumniado y hasta dejaron de abonarle sus sueldos como embajador argentino ante las cortes europeas para crearle de ese modo toda clase de dificultades y todo género de contratiempos; y cuando en períodos de “libertades” quiso regresar a su patria, se le amenazó con procesos. Esto no es cuento, ni literatura terrorífica, ni fábula de mala ley, como las que se hacen correr sobre don Juan Manuel de Rosas. A don Juan Bautista Alberdi, le dejamos la palabra, si se nos permite la frase, para probar lo que afirmamos. En carta enviada al doctor Quesada, Alberdi le decía: “… Ya he dejado de ser; soy una sombra que espera la muerte. (pág. 4) El martirio que he sufrido pocos lo comprenden; usted mismo no tiene aún la experiencia suficiente para sospecharlo. No conozco entre nosotros hombre alguno a quien sus contemporáneos hayan hecho víctima de igual ferocidad y calculada crueldad”. Más crudas, elocuentes y desgarradoras, no pueden ser las palabras de Alberdi.

En el año 1863 Alberdi se quejaba de que no le habían abonado los sueldos que como embajador argentino debía haber percibido por los años 1859 y 1860. He aquí su lamento:

“París 30 de Abril de 1863. - Señor Máximo Terrero. Mi querido señor y amigo: No quiero dejar pasar ni un día sin cumplimentarle y darle gracias por su espiritual y brillante carta que acabo de recibir: brillante, sí, por el lujo de nobles sentimientos que rebosa en ella”.

“La idea que por sus escritos diplomáticos tengo del personaje aludido, corresponde de tal modo a la que me da usted de su persona y conducta privada cerca de la familia del General Rosas, que se puede decir que usted la describe por completo. En carta que me ha escrito últimamente –(semioficial porque no le conozco de otro modo) – ha tenido la bondad de decirme, “que no es este gobierno sino el otro”, el que me debe mis sueldos; que yo debí cobrarlos a su tiempo y que viendo que no me los pagaban, yo debí renunciar”.

“Para apreciar mejor el alcance de esta moral política, es preciso que usted sepa que los sueldos que me deben corresponden a los años 1859 y 1860, en que hice mis dos últimos viajes a España, el uno para negociar el tratado de reconocimiento de nuestra independencia nacional, y el otro para canjear las ratificaciones”.

“Sabrá usted que al mismo tiempo que así ultraja el nombre del General Rosas –(porque “La Nación” es periódico semioficial)–  el señor Elizalde ha entrado en sus últimos trabajos diplomáticos con la misma política exterior que el General Rosas tuvo antes que conociera la Europa. Fiel a su destino, se ve que Elizalde marcha siempre a raya del General Rosas. ¡Ah! ¡Si al menos imitaran su energía y dignidad!.  Alberdi”.

Todavía en el año 1869, cuando don Juan Bautista Alberdi, redacta su testamento (en París, el 11 de Julio) se le adeudaban sus sueldos, pues al disponer de los pocos bienes que tenía en ese tiempo, entre lo que dice que deja, expresa en la cláusula décima primera del mismo, lo siguiente: “…y siete mil pesos fuertes que me adeuda la República Argentina por resto de mis sueldos atrasados…”.

Así trataron a don Juan Bautista Alberdi, autor de las “Bases” y de “El crimen de la guerra”, algunos gobiernos posteriores a Rosas, haciéndole pasar necesidades y tal vez vergüenzas.

Debemos recordar que Alberdi murió desamparado y en la miseria el 18 de Julio de 1884, en una Casa de Sanidad, en Neuilly y que “en la pieza mortuoria, donde expiró, apenas había una pobrísima cama, donde estaban tendidos sus restos; sobre una silla había una lamparita medio apagada. Estos restos del más eminente argentino, se encontraban abandonados, encerrados bajo llave en una pieza en dicho establecimiento, envuelto en sábanas sucias…”

Y refiriéndose Alberdi al destierro de Rosas y al suyo, escribió:

“St. André, 26 de Noviembre de1876.- Señor Máximo Terrero. Apreciable amigo y señor mío: Están en mi poder sus dos atentas cartas del 18 y 23, y le confieso que me ha sorprendido la noticia que contiene la última de su inminente viaje a la patria, no porque en sí sea muy natural y comprensible, sino porque no lo esperaba. Soy de opinión, por demás, que su presencia en Buenos Aires influirá favorablemente en la gestión de sus reclamos que, según he (pág. 5) oído con mucho gusto, están en manos de mi amigo el doctor Fidel López y después que obtenga usted  los bienes de su señora como es de esperar, será llegado el día de trabajar en remover las dificultades, que la política más que la justicia impidió el regreso del señor General a su país nativo. Habría una afectación mentida de liberalismo en mantener obstinadamente su proscripción, hasta el fin de sus días. Al menos es de creerlo en hombres, que, en el fondo no profesan ni sostienen sino lo mismo que sostuvo el General Rosas en lo sustancial de nuestra política interior. ¿No tiene usted la prueba de ello en su actitud a mi respecto?  ¿Estoy menos proscripto que el General por haber sido el opositor de su gobierno? ¿No es curioso que los dos estemos en Europa, llevando nuestra vida solitaria, el Canal de la Mancha, de por medio, uno por haber sostenido el pro y el otro el contra de los mismos problemas? Yo no he sido condenado es verdad; pero sin estar condenado, mi seguridad habría sido menor en mi país, que lo sería la del General Rosas no obstante su condenación de mera parada en gran parte”.

Usted que ha pasado su proscripción voluntaria en el país libre por excelencia, sabe que la más viva divergencia de opiniones políticas, es del todo conciliable con el mutuo respeto y aprecio personal. Así no le costará convenir que mis tradiciones de opositor a la administración del General Rosas no incluye mis simpatías por sus padecimientos y la sinceridad de mis votos por verlos terminados”. 

Doña Manuelita se muestra digna de su rango y de la admiración que no dejará de excitar su partido de quedar al lado de su señor padre, durante la ausencia de usted; pues bien que esa determinación es la más natural del mundo no es poca virtud el respetar la naturaleza de los grandes deberes que su moral nos impone. Hágame el gusto de saludarla de mi parte, lo mismo que al señor General, y a sus interesantes jóvenes”.

“Muy agradecido de las órdenes que me pide para Buenos Aires, recibiré con gusto en Europa las que quiera usted dejarme, mientras no nos veamos por allá, como es posible que suceda antes que tal vez lo piensa usted”.

“Créame entretanto su afmo. S. S. y amigo. J. B. Alberdi”.

Hemos dicho que cuando intentó volver al país fue amenazado con procesos. He aquí las propias afirmaciones de Alberdi: “…Bajo el mismo gobierno de Sarmiento yo hubiese vuelto a nuestro país; pero usted oyó o leyó en los diarios que me amenazó con procesos, cediendo a viejos y pobres rencores literarios”. (De Alberdi a don Máximo Terrero, en carta fechada en Caen el 6 de Julio de 1874).
Como se ve, parece que después de la época de Rosas, también se pretendía perseguir y molestar a los hombres, y, en este caso, nada menos que al padre de la Constitución Nacional, a don Juan Bautista Alberdi, que todavía espera su estatua, no obstante que otros con menos títulos que él ya están parados en el bronce de las suyas.

Y, cuando por fin resuelve regresar a su patria, empezó a recibir en París, con una precisión y continuidad sorprendente, libelos y cartas difamatorias. ¡Adiós promesas de dichas, esperanzas de quietud en el seno de la propia tierra! Los rescoldos del odio habíanse avivado de pronto. ¿Quién escribía o inspiraba esos libelos? Alberdi creyó reconocer la mano experta en el manejo de la maza, según lo expresa en carta fechada el 5 de Abril de 1879. Dice Alberdi: “Al momento comprendí que esos envíos no provocados, venidos de un agresor frío, eran calculados para intimidarme; terrorismo estratégico de la escuela de los Facundo, de la cual es (pág. 6) propia la “doctrina de que sólo en teoría son vedados los medios ilegítimos”. Era la moral de Troppmann, cuando usaba el ácido prúsico para ganar fortuna. Tampoco dudé que fueran ajenos a Tucumán los que me insultan (2).Al momento reconocí la inspiración y la pluma que había escrito en Chile los “Ciento y una” –libelos más sucios y salvajes que esos artículos– doce años antes de la guerra del Paraguay, es decir, de la pretendida traición a la patria”. (3)

Y siguen las desdichas e infortunios de Alberdi. Cuando el General Roca llegó a la Presidencia de la República, dictó un decreto con fecha 12 de Noviembre de 1880, ordenando la publicación de las obras completas de Alberdi y es entonces cuando este comprende definitivamente que está de más en su propia patria, que es un extranjero en ella, y en plena época de libertad se ve obligado  a emigrar de nuevo, como en la época de Rosas, pues a raíz de ese decreto, el General Mitre, con fecha 16 de Noviembre de 1880, “inició en su diario una serie de artículos con el fin de criticar las ideas de Alberdi y de establecer el alcance del inoportuno decreto, “muestra clásica de la ignorancia –decía– y la falta de conciencia de la administración que lo ha formulado, dándole la solemnidad de un acto trascendental”. “Y de seguida el hombre el hombre múltiple, militar, historiógrafo, periodista y traductor del Dante, ensayaba una crítica destinada a demostrar la falta de originalidad de las ideas de Alberdi, algunos de cuyos más afamados postulados eran patrimonio de Rousseau cuando no del jurisconsulto helvético Rossi.  Ese y otros ataques maduraron en Alberdi la idea de marcharse. ¿Para qué había venido? Su casa de Paris, sus horas afables y tranquilas, sus libros y objetos familiares presentáronsele de pronto con la fuerza de una incitación irrenunciable. Comunicó su determinación a los amigos. El hombre con el alma cruzada de heridas, anhela el silencio, la soledad bienhechora, el contacto escaso de unos pocos amigos. Y así se aleja, como vencido, después de la ruda lección recibida. La hospitalidad es cosa relativa, fruto máximo de los espíritus selectos, y nadie como los griegos supieron practicarla con más inteligencia y alegría de alma. Alberdi, por la vez última, desde el barco que ha de volverse a Europa, contempla la ciudad todavía colonial, la gran aldea de Lucio López con sus casas blancas y bajas y las torres desiguales de sus iglesias provincianas. . .” (4)

Esta vez Alberdi, al embarcarse, no tuvo necesidad, como en 1838, de sacarse del ojal de la levita “la divisa roja que a todos nos ponía el gobierno ese tiempo” y que Alberdi echó “al agua con algunas palabras bromistas que dieron risa a los testigos”,  como él mismo escribiría después.

“Mire usted, que pueden verlo desde tierra y detener el bote, –me dijo el señor Balcarce–, que era uno de los compañeros de embarcación. El señor Balcarce emigraba para servir en el extranjero al tirano en su país; yo para combatirlo. Esto debía valer un día a mi compañero la simpatía,  y a mí la aversión y persecución de los liberales de mi país”. (5)

Después de la caída de Rosas, no tuvo Alberdi necesidad de hacer esas “bromas”, pero, sí, emigrar de nuevo, volver al ostracismo, a ese ostracismo ignorado del cual los “historiadores” “fabulistas” y “escritores” cuentistas no dicen (pág. 7) palabra. No figuran en las páginas de la “historia” o de sus libros, los años amargos en que Alberdi estuvo exiliado en el extranjero después de los sucesos relatados.

Se fue triste y desconsolado, con su espíritu aplastado, el cual ya no estaba para “bromas”. El desengaño fue grande, tremendo. “La desventura moral pronto iría acompañada de la desventura física. En llegando a Burdeos sufrió las consecuencia de un ataque de parálisis”.

Y todavía “más allá de la tumba” le sigue la saña de Sarmiento que, 1886, intenta lapidarlo desde las columnas de “El Censor”. Pero ¿por qué entrañarse si en 1912, en oportunidad de dársele el nombre de Alberdi a una calle de Buenos Aires. “La Nación” saltará a la arena articulando el mismo rencor?”

“Bajo epígrafe”: “Un premio a la traición”, “dijo el gran diario muy crueles palabras sobre Alberdi, reprochándoles a las autoridades edilicias de Buenos Aires que recordaran su nombre en una calle, aún secundaria”: “Después de la lectura de las siguientes manifestaciones, podrá pensarse que el concejo habrá hecho un flaco servicio a la memoria del doctor Alberdi, ya que cada chapa de su calle, a medida que la historia se  vaya haciendo de tan sólidos materiales como los presente habrá de asemejarse día por día a una lápida”.

“En seguida reproduce “La Nación”, a dos columnas varias cartas cambiadas entre el Presidente López –(del Paraguay)– y su Ministro en Francia, don Cándido Barreiro. Fechadas todas antes de la guerra, aluden a Alberdi y Urquiza y en nada ofenden su fama de patriotas. ¡La montaña parió un ratón! Nada lesivo brota de los papeles con acritud tanta remozados”.

“En coro rechazó la prensa argentina el gratuito agravio”.

Uno de los diarios de época, decía: “Para resucitar esta tremenda acusación, que ha sido desmentida definitivamente hace rato: para lanzar una especie semejante sobre el nombre de un patricio, “La Nación” se apoya en varias cartas que nada prueban ni nada agregan a lo conocido al respecto. Esas cartas no son sino un pretexto para renovar el dicterio”.

Corroboró “La Razón”:  “¿Cuáles son las nuevas pruebas? Fragmentos de cartas del presidente López al representante del Paraguay, señor Barreiro, suministradas por “un historiador residente entre nosotros”. En un juicio, nadie, absolutamente nadie, llegaría a presentar como pruebas de un delito, del delito de traición a la patria! – tales elementos fragmentarios. Si Alberdi tuviera sucesión o esa sucesión tuviera un diario, nadie arrojaría sobre su nombre de prócer la oscuridad de esta mancha”. (6)

Esas fueron algunas de las muchas vicisitudes que tuvo que soportar Alberdi en sus destierros y en su patria, después de la caída de Rosas, vicisitudes sobre las cuales nadie nos habla.  (7)

Presumimos que ese mal trato dado y ocasionado a don Juan Bautista Alberdi, se debe en gran parte a los juicios serenos y favorables a don Juan Manuel de Rosas, emitidos desde el año 1837, cuando publica  su “Fragmento Preliminar al Estudio del Derecho”, dedicado al Gobernador y Capitán General de la Provincia de Tucumán, don (pág. 8) Alejandro Heredia, y donde puede leerse el siguiente párrafo:

“…por lo demás, aquí no se trata de calificar nuestra situación actual: sería arrogarnos una prerrogativa de la historia. Es normal, y basta: es porque es, y porque no puede no ser. Llegará tal vez un día en que no sea como es, y entonces sería tal vez tan natural como hoy. El Sr. Rosas, considerado filosóficamente, no es un déspota que duerme sobre bayonetas mercenarias. Es un representante que descansa sobre la buena fe, sobre el corazón del pueblo. Y por el pueblo no entendemos aquí la clase pensadora, la clase propietaria únicamente, sino también la universidad, la mayoría, la multitud, la plebe. Lo comprendemos como Aristóteles, como Montesquieu, como Rousseau, como Volney, como Moisés y Jesucristo. Así, si el despotismo pudiera tener lugar entre nosotros, no sería el despotismo de un pueblo: sería la libertad déspota de sí misma; sería la libertad esclava de la libertad. Pero nadie se esclaviza por designio, sino por error. En tal caso, ilustrar la libertad, moralizar la libertad, sería emancipar la libertad”.

“Y séanos permitido creer también en nombre de la filosofía, que nuestra patria, tal cual hoy existe, está, bajo ese aspecto, más avanzada que los otros Estados meridionales”.

Diez años más tarde, sin dejar de ser enemigo de la dictadura, escribía: “Aunque opuesto a Rosas como hombre de partido, he dicho que escribo esto con colores argentinos”.

“Rosas no es un simple tirano, a mis ojos. Si en su mano hay una vara sangrienta de fierro, también veo en su cabeza la escarapela de Belgrano. No me ciega tanto el amor del partido para no reconocer lo que es Rosas bajo ciertos aspectos”: (J. B. Alberdi, “La República Argentina 37 años después de la revolución de Mayo”. Año 1847).

Y es Alberdi, por último el que declara sin ambages: “Para mí, la vida del general Rosas tiene dos grandes fases: en una de ellas como jefe supremo de Buenos Aires, he sido su opositor; en la otra de refugiado en Inglaterra, SOY SU ADMIRADOR”. (De la carta enviada a don Máximo Terrero, en el año 1865).

Y así seguiría dando opiniones favorables a don Juan Manuel de Rosas, hasta varios años después de la muerte de éste, ocurrida en el año 1877.

Por eso creemos que al ocuparnos de Rosas debemos remontarnos siempre a la época en que le tocó actuar, sin olvidar que esos años “eran de bronce y que no hay que aplicarles los principios morales de nuestros tiempos” y que no se trata de defender tiranías ni dictaduras, sino de la verdad histórica, que es cosa bien distinta, por cierto.


NOTAS:

(1) Una versión muy en boga es el de las persecuciones de Rosas a los principales hombres de la época, escritores, literatos, etc. ”que se vieron obligados a dejar el país por esas causas”. Nada más incierto. ¿Quién afirma que eso es incierto? ¡Pues algunos de los que se fueron! Veamos lo que dice Alberdi en “La Revista del Plata”, por él fundada en Montevideo: “Emigrados espontáneamente, sin ofensas, sin odios, sin motivos personales, nada más que por odio a la tiranía como millares de argentinos hubiesen venido también si los hubiesen podido efectuar, nuestras palabras jamás tendrán por resorte motivo alguno personal”.
En el año 1874 al publicar en parís su folleto  “Palabras de un ausente”, ratifica rotundamente lo expresado anteriormente. Con posterioridad, en una carta a sus compatriotas de Salta, Alberdi, les decía: “Nunca tuve el honor de ser desterrado por la tiranía de mi país”. . .¿Qué los emigrados pasaron penurias y miserias? Otro exiliado lo desmiente. Don Félix Frías, unitario, tuvo el valor de declarar en 1857, en plena legislatura de Buenos Aires, lo siguiente: “…que muchos que emigraron se fueron a comer el pan amargo de la emigración,  saturado con vino champagne y buenas ostras”…
(2) Como se ha visto, también en el año 1879, se insultaba a los próceres.
(3) Ricardo Sáenz Hayes. – “El último viaje de Alberdi y su muerte”. “La Prensa”, 16 de febrero de 1930.
(4) Del mismo artículo
(5) J. B. Alberdi: “Autobiografía”
(6) En el año 1912, también se acusaba de traidores a los próceres.
(7) “Alberdi no pudo, pues, regresar al país durante las presidencias de Mitre y de Sarmiento”. …”Hacía 41 años que había salido de su país”… (José Nicolás Matienzo. De la conferencia dada en la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires, celebrando el centenario del nacimiento de Alberdi). Catorce años duró el exilio de Alberdi durante la dictadura de Rosas, de 1838 a 1852 y veintisiete años de sufrido, después de la caída de éste, o sea de 1852 a 1879.

Fuente:

Revista del Instituto de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas n° 3, Buenos Aires, Marzo de 1945.