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domingo, 6 de agosto de 2023

EL PROBLEMA HISTORICO DE LAS IDEAS POLITICAS EN AMERICA *

 

Por: Vicente Sierra

La historiografía hispanoamericana sobre las ideas políticas de los pueblos del continente ha sido escrita bajo el concepto de que la libertad política, que alcanzó importancia en Atenas y en la Roma republicana, desapareció durante el imperio hasta reaparecer en los últimos dos siglos. La mayoría de tales comentaristas no se han planteado con rigor el sentido de los términos que manejan, y así, al referirse a la democracia, parten del concepto que han recibido del inmediato pasado político europeo, inspirado en un sentido individualista, rechazando, por consiguiente, toda formulación que no se adapte al mismo. Tratase de una posición que responde a un dado momento de una civilización, cuya crisis vivimos y cuya desaparición comenzamos a asistir, basado en esa concepción ideológica del progreso que logró penetrar el espíritu de toda sociedad, desde los conductores del pensamiento hasta los mismos políticos y hombres de negocio, “que son siempre -como dice Christopher Dawson- los primeros en proclamar su falta de confianza en idealismos y su hostilidad hacia las ideas abstractas”.

La idea del progreso fue aceptada por la historiografía liberal como un principio de absoluta verdad y validez universal, evidente por sí misma; de manera que, aun cuando los elementos formales de un juicio histórico demuestren que los conquistadores de América poseían conceptos precisos sobre libertad política, su estimación imparcial resulta difícil, porque el historiógrafo liberal se coloca fuera de la época que estudia para medirla con el cartabón de la que vive. Cartabón que, por cierto, se basa en ideas abstractas y determina una visión idealista del propio presente, ya que la idea del progreso impone la necesidad de afirmar que los conquistadores de América trajeron consigo un espíritu autoritario, como expresión del ambiente político del mundo hispánico. Si así no fuera, la ley del progreso se quebraría en la historias de las ideas políticas americanas, por lo cual todas se inician con la afirmación del autoritarismo de los conquistadores; a pesar de que los elementos formales de que el historiador dispone demuestran que se trata de un disparate histórico en cuanto se lo considere como opuesto a todo sentido democrático en la organización del Estado. Croce hace notar que los requerimientos prácticos que laten bajo cada juicio histórico, dan a toda la historia carácter de “historia contemporánea”, por lejanos en el tiempo que puedan parecer los hechos por ella referidos; es decir que el estado actual de la mente del historiógrafo constituye el material mismo de un juicio histórico. En efecto, y el ilustre filósofo lo dice, el documento por sí mismo de nada sirve, pues “si carezco de sentimientos (así permanezcan latentes), de amor cristiano, de fe en salvación, de honor caballeresco, de radicalismo jacobino o de reverencia por las antiguas tradiciones, en vano escudriñaré las páginas de los Evangelios, de las epístolas de San Pablo o de las epopeyas carolingias, o los discursos pronunciados en la Convención Nacional, o las poesías, dramas y novelas en que el siglo XIX registró su nostalgia de la Edad Media”.

La insensibilidad histórica del historiógrafo liberal, lo que también se advierte en los de tendencia marxista, consiste en que si bien el hombre de hoy -como agrega Croce- es un microcosmos en sentido histórico, es decir, un compendio de la historia universal, lo cual explica, en parte, que sea la historiografía algo moderno, -al punto que son muchos los que estiman que recién el siglo pasado es la era de la Historia- han limitado las posibilidades de comprender el pasado por el afán de someter su proceso a los imperativos de férreas formulaciones o concepciones apriorísticas. Incapaces de liberarse de las ideas vitales de su época, no pueden comprender las del pretérito, posición de la que nos libra la circunstancia de vivir un momento en que las ideas que forjaron el llamado mundo moderno, comienza a perder su poder sobre el espíritu de la sociedad; como también se pierde la faz de la civilización que caracterizaron, perdiendo valor la historiografía consagrada, correspondiente a la misma.

Uno de esos conceptos, aceptado sin reservas, dice: “La Edad Media es la época en la que impera la Iglesia de un modo casi absoluto”. Definida la posición de la Iglesia Católica contra el liberalismo y aceptado el concepto, también “a priori”, de que el liberalismo dotó al hombre de ideas de libertad política que nunca había conocido, la deducción lógica conduce a la afirmación de que la Edad Media sólo tuvo ideas contrarias a todo ideal democrático y, por consiguiente, los conquistadores de América no pudieron traer al Nuevo Mundo otra cosa que ideas afines a sus principios autoritarios o absolutistas de gobierno.

Es claro que, aun aceptando lo difícil que resulta desprenderse de los conceptos de nuestra época, porque formamos parte integrante de la misma -por lo cual hay más historiadores que historiógrafos-, un elemental principio de metodología honesta basta para comprender la conveniencia de comenzar demostrando hasta qué punto es exacto que la Iglesia imperó de un modo absoluto durante la Edad Media, y luego, comprendiendo que la genealogía de las ideas, por mucho que se crea en el carácter rectilíneo del progreso, dista de ser una línea recta, investigar hasta qué punto el liberalismo ha formulado ideas originales en materia de libertad política. Si los historiadores de ideología liberal se hubieran tomado tal trabajo, es probable que, con comprensible desconsuelo, advirtieran lo difícil de semejante demostración. Lo hizo, entre otros, Johannes Bühler, que no pudo menos que referirse con ironía a quienes, partiendo de la posición predominante asignada a la Iglesia, consideran a la Edad Media como la época de la concepción católica del mundo y proceden a enjuiciar sumariamente su cultura con arreglo al punto de vista personal en que el enjuiciador se coloca respecto del catolicismo. Para peor, casi todos los que así proceden, consideran a la Iglesia Católica del medioevo como si fuera la actual, pasando por alto sus sesenta años de inquietudes teológicas y los veinte que consumió el Concilio de Trento, de la cual salió reformada y reestructurada.

Si tal ocurre en cuanto a la Edad Media, en lo que a la comprensión del liberalismo se refiere, todo se reduce en los historiadores a relatar de cómo los escritores franceses difundieron las ventajas del sentido británico de la libertad política, callando la realidad, expuesta en obras serias, por escritores ingleses, de que esas libertades surgían de las entrañas mismas de la Edad Media. Todavía hay profesores que creen, y así lo enseñan algunos textos al uso, que los británicos escribieron en la Carta Magna las libertades que querían obtener, cuando ese documento expresa las que tenían y no querían perder.

Uno de los escritores políticos del pasado que más prestigio tiene entre los historiadores de las ideas políticas en Hispanoamérica es Montesquieu, probablemente más citado que leído, pues cuanto entró a meditar en torno a la historia de las instituciones llegó a la convicción de que el absolutismo era el resultado de una larga usurpación, advirtiendo las antiguas limitaciones del poder real, lo que le condujo a admitir la existencia de rasgos de la humanidad verdadera aún en instituciones consideradas bárbaras. Montesquieu llegó a la conclusión de que el modelo y los fundamentos de la libertad estaban en el pasado, identificando libertad y tradición feudal, por lo que reprochó al absolutismo haber aniquilado viejas costumbres; posición ésta del autor de “El Espíritu de las leyes” que se olvida con sospechosa regularidad.

Concretándonos a la historiografía hispanoamericana, vemos que actúan contra ella dos factores importantes. El primero surge del armazón de mentiras forjadas alrededor de la historia de España y de su acción en el Nuevo Mundo, como manifestaciones de la “literatura de guerra” heredada del período de lucha por la independencia. Alrededor de esta falsa historiografía se forjaron ideas equívocas, que alcanzaron vigencia hasta mucho después de su nacimiento y de las cuales es difícil desprender a pueblos a los que se impusieron normas plagiadas de vida, desligadas de elementos tradicionales. Y como ha dicho Nicolás Berdiaeff: “El conocimiento histórico no es posible fuera de la tradición histórica”. El segundo factor consiste en hacer girar el proceso progresista alrededor de la literatura política, filosófica o sociológica de moda, en Francia, en los distintos momentos de los últimos dos siglos. Si a ambos factores añadimos la circunstancia particular de que la historia, como actividad intelectual, ha estado en América -y continúa en gran parte estándolo- , supeditada a propósitos antihistóricos, como los de llevar agua al molino de formas políticas, como el liberalismo, o económicas, como el capitalismo, bases ambas de las oligarquías dominantes en el Nuevo Mundo, las que, por lo común, se sostienen por su enfeudamiento a algún gran imperialismo, no es de extrañar que al exponer el desarrollo de las ideas políticas en el continente se haya dicho tanta herejía como la emitida como si fuera buena moneda.

Ese carácter de la historiografía americana se refleja en el afán de hacer de la Historia una especie de tribunal del pasado, con relación a los fines ideales que se quieren defender, sostener y ver triunfantes; y ante los cuales se cita a los hombres que fueron, a que concurran a rendir cuenta de sus actos, alcanzando a unos el premio y el estigma a otros. Dice Benedetto Croce: “Los que, presumiendo de narradores de historia, se afanan por hacer justicia, condenando y absolviendo, porque estiman que tal es el oficio de la historia, y toman su tribunal metafórico en sentido material; están reconocidos unánimemente como faltos de sentido histórico, aunque se llamen Alejandro Manzoni”. Tales opiniones no valen como “juicios de valor”, puesto que no son sino meras “expresiones afectivas”, que se forman con la exaltación de personajes y acciones del pasado o símbolos de libertad y tiranía, de generosa bondad y de egoísmo, de santidad y de perfidia diabólica, de fuerza y de flaqueza, de inteligencia elevada y de estupidez; de donde se deriva, en la historiografía argentina, el odio a Rosas, el desprecio por Quiroga o las mentiras difundida sobre Artigas, junto a la creación de mitos, como el de Bernardino Rivadavia, en el que se llega a ver al “más grande hombre civil de la tierra de los argentinos”; juicio que fue forjado, nutrido y difundido por Mitre, a fin de dotar al partido liberal -de ideología extraña al sentido político tradicional de la nación- de algún sostén histórico con que oponerlo a los altos valores tradicionales de su contrincante, el Partido Federal, cuyos caudillos fueron, mediante la difusión de una “leyenda roja” -especie semejante a la “leyenda negra” con que se combatió todo tradicionalismo hispanista-, sumergidos en las expresiones más antojadizas de una imaginaria barbarie.

Como así se lo enseñaron -magister dixit- así lo ha creído el argentino medio, hasta que, en nuestros días, la crisis del liberalismo desarrollando el sentido histórico del país lo que ocurre siempre en los perídos de encrucijada cuando la angustia colectiva se trueca en interrogantes –admite la necesidad de un revisionismo de lo que se viene enseñando con caracteres de dogma. Esa crisis del liberalismo surge de la convicción de que su doctrina no asegura ninguna libertad bajo el régimen económico capitalista, sino libertades aparentes. Los pueblos empiezan a intuir el fondo de verdad de la afirmación de Harold Laski, cuando dice que “tan preocupada estaba -la doctrina liberal- con las formas políticas que había creado, que falló en darse cuenta de manera adecuada de su dependencia de las bases económicas que ellas expresaban”: y es esa intuición la que alimenta dichosafanes revisionistas, sobre todo en Hispanoamérica, donde los valores de la historia, que habían sido desechados, comienzan a adquirir jerarquía; porque es en ellos donde los pueblos infieren poder encontrar las directivas para, dentro del propio estilo, realizar lo que debe realizarse. Es así como la crisis que mina como el cáncer el alma política de Hispanoamérica, se traduce en un movimiento de profundo análisis de su historia, del que surge, como el Fénix de sus propias cenizas una cada día más vigorosa afirmación de los contenidos esenciales de lo que denominamos Hispanidad.

En 1942, en las páginas finales de nuestro libro El sentido misional de la conquista de América -que fue un aldabonazo que contribuyó a despertar la conciencia hispanista que, como fondo insobornable, se mantenía en el continente- decíamos: “Respondemos de esta manera a una urgencia espiritual ineludible para los pueblos de Hispanoamérica. Un siglo y medio de falsa tradición liberal a la francesa, ha hecho que nuestros pueblos no tengan finalidades que no estén sojuzgadas a determinadas normas institucionales. Y se diluye así el sentido de la nacionalidad al hacer que la nación, en sus expresiones más profundas, sea la finalidad de la nación; entelequia trágica que nos ha conducido en lo económico, a ser simples factorías de imperialismos extraños; en lo político, un mundo de incoherencias; en lo espiritual, algo que huele a prestado. Dijimos que era necesario librarnos de los gobiernos antieconómicos y despóticos de la corona española, y caímos en una economía que nos han enfeudado y nos pusimos muchas veces, a la orden de los jefes más sombríos. Se quiso formar un continente separado de todo sentido religioso, y el fracaso del racionalismo lo deja indefenso, sin un estilo propio frente a una vida que debe aceptar tal como se la han fabricado: débil para crear lo que corresponde. Mas en el fondo insobornable de estos pueblos vive su propio estilo, y es la labor de descubrirlo, para que nos enseñe que debemos hacer lo que hay que hacer -por necesario, por conveniente y por útil- lo que intentamos con estas páginas, mediante una estrecha convivencia, real e intuitiva, con el inagotable tesoro de nuestra historia”

No se trata de escribir la historia con finalidades nacionalistas, porque tanto ellas, como cualquier otra que no responda a la severidad de formular juicios históricos, es hacer falsa historiografía. Se trata de comprender el pasado en sus relaciones con el presente para encontrar la ruta del destino. Labor que no es fácil. Para entender el movimiento oscilante de la historia, cuyos altibajos marcan, a pesar de todo, las etapas de un progreso moral, que se desenvuelve con mucha mayor lentitud que el material, es necesario realizar esfuerzos a fin de comprender los tiempos pasados. Bienvenida la erudición, el papelismo, porque no se debe salir de los límites de la verdad y los documentos son expresiones formales de ella, pero ¡pobre del que crea que en los papeles que poseemos está toda la realidad del pasado! Porque la literatura picaresca española alcanza en un dado momento cierto auge, por ahí andan centenares de páginas diciendo que fue consecuencia de que proliferaban los pícaros, reverso de aquella grandeza de los ideales, acuñado por la miseria que, según cierta historiografía, fue el signo permanente de España. Sería lo mismo que si alguien digiera que la vida argentina está representada o expuesta por la letra de los “tangos”, dada la difusión alcanzada por las mismas. Con toda verdad ha escrito Ignacio Olaguer: “Aquellos que no tengan imaginación, que no se ocupen de la historia. Es un terreno vedado para ellos”. No se trata de la imaginación que tiende, mediante un proceso confuso, a convertir su material palpitante en obra poética; sino aquella capaz de sentir la vida del pasado más allá de cómo se la vivió, para presentarla como fruto de un acto de pensamiento, es decir, como auténtica obra científica.

Por eso, en historia, es necesario ver más allá de las narices, o sea, más allá del texto de los papeles. Es lo que en nuestro alcance, tratamos de hacer en nuestras páginas, por lo cual comenzamos refiriéndonos a la Edad Media, bajo cuyas influencias ideológicas se forjaron los ideales políticos de los conquistadores de América. Si hasta no hace mucho la historiografía americana creía que bastaba con iniciar la historia de cada uno de los pueblos en el que se atomizó el continente, con el relato de las jornadas primigenias de su emancipación política, como un verdadero progreso se aceptó luego que la era española, mal llamada colonial, constituye nuestro pasado remoto; admitiéndose, inclusive, que las múltiples contingencias del desarrollo histórico no ha podido borrar las huellas de sus pasos, lo que algunos utilizaron para explicar por qué cada Argentina, o cada Perú, o cada Ecuador, no es un Estados Unidos. Este progreso de la historiografía americana ha obedecido a una mala intención: la de iniciar la historia americana con el conquistador y el indio, como surgidos por generación espontánea, con un mundo de ideas -hechas por los historiadores- de acuerdo a un determinado esquema metodológico que acusa de intolerante, autoritario, feudalista, etc., al primero y pinta, con ingenua concepción rousseauniana, la libertad del indio como saldo de factores telúricos, de los que son más los que hablan que los que saben en qué consiste. Algo similar a lo que ocurre con quienes estudian la economía americana durante el período de dominación española, e invocan las leyes económicas denunciando sus constantes violaciones por parte de España, a pesar de que ésta es la hora en que no hay quien pueda demostrar algo más que una supina ignorancia respecto de las presuntas leyes de la economía actual como antigua.

El más remoto pasado americano es España, no el mal llamado período colonial; salvo que se admita que este período no tuvo pasado. En algunos pueblos de América, por el alto grado de mestizaje existente, no se puede desdeñar la influencia de ciertos aspectos de las culturas indígenas pre-colombinas, pero dándoles la importancia que tienen como elementos negativos de los conceptos de libertad política. No en balde el comunismo, que siempre logra más adeptos en los pueblos que no poseen un sentido concreto de la libertad política o en los grupos que lo han perdido, por no ver sino la realidad económica, procura, en América, adoptar posturas indigenistas, de un oportunismo que revela el bajo concepto que tiene de los indios, aunque valoren su utilidad como carne de cañón. A su vez, los grandes imperialismos capitalísticos, favorecen la misma tendencia. Capitalistas y comunistas saben que hablar de hispanidad es hablar de liberación, y hacerlo de indigenismo importa lo contrario. No solo el conquistador no trajo consigo el autoritarismo, como síntesis de su ideario político, sino que el hecho histórico concreto es que encontró el autoritarismo en el Nuevo Mundo, y que, a través de los misioneros, trató de inculcar en los naturales el concepto de libertad de la persona humana, esencial en la doctrina del catolicismo. Es el conquistador quien importa conceptos sobre la libertad política, porque se trata de un ser que surge de la Edad Media, o sea de un período de la historia en que el primero y fundamental aspecto de su pensamiento político fue expresión de la justicia o, dicho de otra manera, que entendía que más allá del derecho del estado, existe un derecho más grande y más augusto: el derecho natural. Hasta Hobbes -por lo menos “tío carnal” del liberalismo- nadie se había atrevido a sostener la doctrina de la soberanía estatal absoluta. Mal podían los conquistadores españoles traer a América lo que aún no existía en el viejo mundo, y que, en España, se impuso casi dos siglos después de la empresa colombina.


* Tomado del libro Historia de las ideas políticas en Argentina, capitulo 1


jueves, 18 de mayo de 2023

¿Qué cosa es la historia?

 


[1]Por Federico Ibarguren

 

La historia no es una mera exposición del pasado. Más que su desarrollo importa la comprensión del mismo. Nexo de unión entre diversas épocas, las hace inteligibles al destacar en perspectiva la continuidad formal, el fin al que tiende el decurso de las generaciones. Es ajena, por eso, a la mera literatura, a la fábula, al tópico. Sus pesquisas buscan la verdad y no el mito, utilizando para ello -en la afanosa y nunca interrumpida investigación- métodos análogos a los empleados en la morfología.

            “Historia -como la define el gran pensador católico[2] europeo, Johan Huizinga- es la forma espiritual en la que un pueblo rinde cuentas de su pasado”.

 

Los historiadores modernos, en general, pierden tiempo tomando datos intrascendentes. Ayudados por la memoria, llenan cuartillas recordando tal o cual suceso trivial, de mayor o menor interés según sea la fidelidad con que es traducido en el papel. Para ellos todo es cuestión de archivos. Se pasan el día en bibliotecas desentrañando documentos, acumulando datos de acontecimientos pasados. Tal será -afirma dogmáticamente la cátedra- un historiador cabal.

Semejante criterio -a nuestro modo de ver, equivocado- padece de un error de punto de vista. No se trata de detalles: es una cuestión de enfoque.

Para nosotros, la historia no consiste en documentar y presentar al público acontecimientos perfectamente relacionados en todos sus pormenores. Reviste un sentido más entrañable. Es un proceso -una forma espiritual- y reconoce, por ello, un principio de arranque y una finalidad a alcanzar.

El concepto de historia tiene una función no de cosa exhumada, de recuerdo, de memoria, sino de hálito vital -si puede referirse esta palabra al mundo del espíritu-. De vida que no se interrumpe sino con la muerte.

En las personas, el pasado enseña más que recuerda. En los pueblos ocurre lo mismo. Nadie puede desconocerlo.

El que sabe quienes son sus ascendientes estará mejor preparado para afrontar el destino o, por lo menos, con más posibilidades de defensa que el que los ignora. Ocurre algo parecido en las sociedades. Cuando los acontecimientos estallan y urge tomar contacto con la realidad, la nación ignorante de su pasado se verá en inferioridad de condiciones para reaccionar. Caerá vencida por los acontecimientos desatados. No sabrá encarar la solución, sucumbiendo, arrollada por la propaganda, los programas de moda y las doctrinas del momento, como pasa con mucha gente que ha alcanzado una posición sin merecerla de verdad.

 

Ahora comenzamos a percibir la importancia que para la conducta tiene el pasado. Porque, al fin, la historia no es sino experiencia de los pueblos; un imponderable que no se vive en vano. Sostenían los antiguos que aquella se hacía transmisible con la madurez, y tenían razón. La madurez fue siempre depositaria de la experiencia vital que es sabiduría. En cambio, para quienes han olvidado su pretérito, toda edad resulta lamentable. Pueblos semejantes están destinados a permanecer eternamente infantiles, desmemoriados y bárbaros. Y quedan siempre sometidos a perpetuas tutelas foráneas.

Ahora bien, no hay efecto sin alguna causa que lo produzca. Así, la historia no está hecha de ideologías. El proceso de adaptación que es en realidad la Historia -fruta madurada en el árbol- resulta negado, repudiado por la tesis, el programa, la utopía pura. Un ser no se desarrolla en virtud de una teoría previa sino que nace de padres dados, ve la luz en un lugar que no ha elegido y tiene amigos y reacciones imprevisibles. De la misma manera, lo histórico no puede someterse estrictamente al razonamiento lógico, por noble, elevado y generoso que parezca en el orden espiritual y moral.

La historia, en definitiva, es un proceso: el desarrollo de un pueblo condicionado por factores atávicos y ambivalentes que, Dios mediante, van jalonando su libertad esencial de ser y de moverse, en el espacio y el tiempo.

 

Así como la semilla precede la planta en el ciclo de la generación, la esencia es anterior a la existencia. Por tanto, es fundamental para nosotros comprender la esencia de lo histórico antes de adentrarnos en el estudio extensivo de sus distintas etapas evolutivas, de su existir como tal.

La historia es, en efecto, interpretación jerárquica de los hechos. No basta la mera información exhaustiva. Aquella debe superar lo anecdótico, buscando contacto con las categorías que ordenan el acontecimiento particular. Se trata de una síntesis, de una forma, para hablar en lenguaje escolástico.

Todos sabemos que, en el fondo, el problema de la inteligencia es ontológico y no está regido por leyes necesarias de la física material, sino que depende de las de la metafísica. La subordinación de la historia a este orden jerárquico del pensamiento -ínsitamente contenido en la filosofía- va sin decirlo, aún cuando el historiador no lo confiese explícitamente o lo ignore las más de las veces. Esto quiere decir que el criterio filosófico condiciona el criterio histórico, toda vez que la historia no tiene valor independiente de ciencia, al menos como entiende a esta el positivismo moderno.

¿Qué es lo histórico, entonces, en el orden de las ideas? ¿Cuál es su raíz? Acostumbrados a pensar con instrumental positivista, lo primero que se nos ocurre es que la historia es una ciencia: colección de hechos históricos minuciosamente explicados por documentos o testimonios escritos de la época. Ciencia experimental que el historiador -siempre un especialista- estudia en archivos: única fuente de donde puede extraer el material para recomponer, enhebrando los hechos, el drama del pasado. El concepto general que se tiene de la historia es éste: ciencia cronológica de los hechos. Cuanto menor sea la interpretación personal de los mismos que dé el historiador -se piensa- más real y verdadero resultará el relato. Hasta aquí el criterio general difundido en nuestra materia.

Pero, afortunadamente, la esencia de los históricos no es el dato aislado. Porque si descansara únicamente en documentos y testimonios escritos bastaría que una generación perdiera sus papeles para que el pasado desapareciera y la continuidad en el tiempo quedara quebrada. Y ello es un absurdo.

 

La Historia no reposa en último término -como lo pretende el positivismo científico- en la prueba material de los hechos pretéritos; aún cuando ésta sirva siempre para respaldar las afirmaciones del escritor. Por encima de lo visible, trascendiendo los restos que podamos hallar de una época dada -sobre las olas del naufragio temporal- quedará grabada por siglos, como una estela sutil, la huella de lo que una vez surcó su superficie. Es el inteligible de lo que existió, la parábola móvil denunciadora de la vida que marcha y no se detiene, a instancias del impulso motor de la historia.

Para los sabios de nuestro tiempo siempre habrá, sin embargo, dos maneras de estudiar la naturaleza humana: pulsando las reacciones y estímulos del hombre vivo, o desmenuzando en partículas su cadáver. Así ocurre también por analogía, con relación a los pueblos. Los historiadores del siglo pasado han elegido casi todos, el segundo procedimiento: aguardaban la muerte de una generación para hacerle la autopsia y exhibirnos en seguida sus vísceras.

Pero lo histórico no debe especular con la muerte para existir. Es otra cosa que la mera anatomía social. Está informado por leyes creadoras de vida, continuidad y sucesión. Reconoce un alma que alienta a la cultura a la que ese pueblo pertenece. Tiende al logro de una finalidad de tipo universalista: trascender en lugar de quedarse egoístamente, cada pueblo, satisfecho con su caudal propio en la soltería y esterilidad permanentes[3].

La historia, más que la ciencia experimental, se os aparece así -a despecho de las escuelas positivistas modernas- como una especie de rama particular de esa disciplina que los antiguos llamaban con verdad “la madre de todas las ciencias”: la filosofía. Aunque ella sea en rigor una filosofía no especulativa, sino aplicada a los hechos concretos. Una filosofía, por decirlo  así, de lo encarnado.

“Toda auténtica reflexión histórica es auténtica filosofía, o es sólo labor de hormigas”, ha escrito egregiamente el olvidado tudesco Oswald Spengler.

 

La materia histórica es, como hemos visto, fluida por naturaleza; razón por la cual no corresponde clasificarla entre las disciplinas científicas propiamente dichas -“la esencia misma de la historia es el cambio”, anota J. Burkhardt-. Sin embargo ella descansa en ciertas constantes que, en último término, le dan fijeza y continuidad.

Una de esas constantes -acaso la de mayor importancia- es la tradición. Ella actúa de regulador, decantando la vida de los pueblos en el molde de hábitos, costumbres, maneras y modos de ser que se van transmitiendo de padres a hijos; no obstante el aporte original -inédito- de cada generación que la enriquece de continuo en el decurso de su existencia.

Así, las evoluciones y revoluciones propias del tiempo encuentran su reposo -su equilibrio armónico y viable- cuando son asimiladas por la tradición del pueblo que las sufre. Sólo ésta es capaz de dar sentido y estabilidad a la incesante mutación de los siglos. Lazo de unión, puente -por así decir- que junta el pasado con el futuro, actúa de catalizador en el proceso temporal del desarrollo de las comunidades humanas. Sin ella la vida carecería de contrapeso, volveríase puro presente: jugueta del vendaval de los acontecimientos como las hojas en otoño, desprendidas de la planta.

 

La tradición marca, así, la ruta de nuestro destino al hacer imposible la cotidiana victoria de las tendencias anárquicas de la naturaleza sobre el orden sedimentado en que descansa una forma social, impidiendo que el capricho social triunfe sobre el futuro factible y la muerte sobre la vida. Ella -la tradición- otorga verdadera personalidad a los hombres y a los pueblos. Porque traduce, en el último término, el ser de la historia.

“El conocimiento histórico no es posible fuera de la tradición histórica -expresa al respecto Berdiaeff-. El reconocimiento de la tradición es una especie de apriorismo, es algo categóricamente absoluto en el conocimiento histórico. Sin ello nada hay completo y nos quedan tan sólo fragmentos”.

Como se ha visto, la tradición es el elemento estático de la historia. Lo dinámico son las ideas y los hombres que, por contraste, de continuo cambian renovando la vida. Explícase, por lo demás, esta trasmisión casi inalterable -a través del tiempo- de hábitos y costumbres teniendo en cuenta su origen religioso, diría yo, en el sentido amplio y lato de la palabra. Ya que la tradición tiene sus raíces -como en el teatro- en el drama trágico de la conducta y no en la comedia frívola de los caprichos circunstanciales y de las modas. En sus comienzos, nace de la actitud sacra -no profana- del hombre ante el gran misterio del mundo circundante. Los pueblos van conformando toda su liturgia social, que luego recoge la posteridad, como reacción frente a la naturaleza bruta o al medioambiente en el que viven. Sólo asi puede explicarse sin deformaciones la fuerza terriblemente conservadora que informa todo resabio de tradición verdadera.

“Religio praecipuum Humanae societatis vinculum” (“La religión es el vínculo capital de la sociedad humana”), enseñaba Bacon con verdad. En este orden de ideas, nos repite contemporaneamente Hilaire Belloc: “La Religión es el elemento determinante que actúa en la formación de toda civilización”.

 

En Europa tenemos reflejada, según todavía lo ve el estudioso, esa tradición histórica ineludible y fecunda, sin negaciones ni violentos saltos atrás. Por más que los bárbaros de la Edad Media se propusieron destruir el mundo ancestral de la cultura, con el tiempo sus jefes victoriosos, convertidos a la Iglesia Católica, serían los sucesores de los desacatados emperadores muertos.

Cosa parecida ha ocurrido con relación a España entre nosotros. Estudiando nuestro pasado con imparcialidad, vemos cómo se produce el proceso cultural en América, y sobre qué bases o puntos de partida se hace necesario proceder a la revisión integral de la historia del Río de la Plata.



[1] IBARGUREN, Federico. “Nuestra tradición histórica”, Dictio, Bs. As., 1978.

[2] Huizinga es un pensador de raigambre protestante (nota del compilador).

[3] “El conservatismo puro y abstracto se niega sencillamente a continuar el proceso histórico, alegando que todo cuanto debía acontecer ya ha acontecido, y que hoy día tan solo se trata de conservarlo. Es evidente que en estas condiciones no es posible llegar a ninguna percepción de lo histórico -dice Nicolás Berdiaeff en su libro EL SENTIDO DE LA HISTORIA-. El contacto íntimo con el pasado significa también un contacto íntimo con su dinamismo creador. Seguir fieles a las tradiciones y a los testamentos del pasado significa reconocer el dinamismo creador de nuestros antepasados. Por eso, el contacto espiritual del pasado, con los antepasados, con la idea de Patria y con otros conceptos de carácter sagrado es, en realidad, un contacto con el dinamismo de antaño, que admitimos como dirigido al futuro suyo, hacia nuestro presente, que proyectamos hacia el futuro nuestro, hacia la resolución histórica, en forma de una concepción de un nuevo mundo, de una nueva vida. Es algo así como una unión de este nuevo mundo con el mundo antiguo. Este proceso se verifica en el seno de un proceso histórico único, esencialmente dinámico. Es una conjunción perpetua a través de la existencia eterna”. (Nota y negritas del autor)


lunes, 21 de febrero de 2022

ALBERTO EZCURRA MEDRANO: CUARENTA AÑOS EN LA GUARDIA SOBRE LOS LUCEROS (1982-2022)

 


Por: Fernando Romero Moreno

          Hace 40 años, un 19 de febrero de 1982, fallecía en Buenos Aires Don Alberto Ezcurra Medrano, uno de los fundadores del Nacionalismo Argentino y del Revisionismo Histórico de orientación católica y tradicionalista. Había nacido en 1909 y se dedicó principalmente a la investigación histórica, al periodismo y a la enseñanza. Hijo de Alberto Ezcurra Jolly y de Sara Medrano, contrajo matrimonio con María Rosa Uriburu Peró con quien tuvo siete hijos (tres de ellos sacerdotes), todos varones. Sus estudios primarios los realizó en su hogar, por motivos de salud. Cursó en cambio el Secundario en el Colegio Champagnat de los Hermanos Maristas. Desde muy joven tuvo una clara inclinación política, que abordó desde una profunda Fe católica y una rica vida interior.  A principios de 1928, fundó con Francisco Bellouard Ezcurra y Eugenio Frías Bunge el Comité Monárquico Argentino, fugaz organización pero de cuyos estatutos pueden extraerse las ideas principales que defendería hasta el fin de sus días. “El fin que se propone este comité - se afirma en los Estatutos firmados el 14 de febrero de 1928 - es sembrar la idea monárquica en la conciencia de los pueblos y apoyar las tendencias de la derecha contra las ideas democráticas, comunistas y revolucionarias que hoy pervierten a la sociedad”. La preferencia monárquica la cambiaría por la de una república clásica, jerárquica, presidencialista, federal y con representación corporativa, en el marco de un régimen mixto (síntesis de los principios monárquicos, aristocráticos y democráticos) más acorde con la realidad argentina (los proyectos monárquicos habían fracasado aquí, de manera definitiva, en 1820/21) y con las tendencias más de moda en aquellos tiempos. El “empirismo organizador” de Maurras, que los hermanos Irazusta siguieron en esta materia, fue lo que iluminó a la primera generación nacionalista en relación al régimen político, de la cual formó parte Ezcurra Medrano. A su vez el tradicionalismo católico y contrarrevolucionario tendría en él a uno de sus más fieles servidores. En la primera reunión del Comité Monárquico Argentino, se decidió “contribuir con un óbolo, a la colecta organizada por el Diario ‘El Pueblo’ en favor de los católicos de México”. Y en efecto, tal como informa este Diario el 19 de Febrero de 1928, el Comité Monárquico Argentino colaboró con una suma de $30 a la gesta de los Cristeros, suma que está entre las más grandes, salvo algunas pocas de $50 realizadas por personas individuales y ciertas instituciones. La aparición del periódico La Nueva República en diciembre de 1927, de cuya existencia Ezcurra Medrano tuvo noticias a mitad de abril de 1928 supuso la disolución del Comité Monárquico Argentino y la incorporación de sus miembros al Nacionalismo Argentino, que tendría poco después una expresión más ortodoxa con la fundación de El Baluarte, publicación donde integraría el Consejo de Redacción junto a Juan Carlos Villagra y Mario Amadeo. El Nacionalismo de El Baluarte estuvo inspirado sobre todo en el pensamiento de Santo Tomás de Aquino, Joseph de Maistre, Louis De Bonald, Juan Donoso Cortés y Juan Vázquez de Mella. Sin embargo no dejó de colaborar con otras publicaciones como La Fronda, La Nueva República (segunda etapa), Bandera Argentina, Crisol, El Pueblo, Criterio o Sursum. Como todo el Nacionalismo Argentino apoyó la Revolución del 6 de septiembre de 1930, que tuvo en los mitines políticos de la Liga Republicana de su primo Roberto de Laferrere, una de las tantas expresiones públicas que prepararon el clima pre-revolucionario.

En 1937 apareció Restauración, la expresión más pura del Nacionalismo Argentino según Ezcurra Medrano, donde escribió junto a otros destacados nacionalistas como Héctor Bernardo, Héctor Llambías y Alfredo Villegas Oromí. Como afirmara años más tarde, Restauración, “abandonando el nacionalismo empírico o con ribetes ‘Maurrasianos’ o ‘nazis’, fue profundamente católica, hispánica y rosista. Fue, inconfundiblemente, nuestro nacionalismo, o sea la doctrina que quiso que nuestra política fuese expresión de nuestro ser nacional y tradicional, y no de doctrinas artificiales o exóticas. Hoy que miro ‘El Baluarte’ con una perspectiva de más de 30 años, me doy cuenta hasta qué punto sigo siendo en 1960 el mismo ‘baluartista’ de 1929. Mi nacionalismo es esencialmente católico y tradicionalista. Fue una reacción de mi patriotismo contra el internacionalismo marxista y el desprecio por la patria de los liberales”. Fue precisamente en El Baluarte donde aclaró, en un artículo de mayo de 1930, que el Nacionalismo Argentino nada tenía que ver con el principio de las nacionalidades (por no aplicarse a la realidad hispanoamericana), el estatismo condenado por Pío XI en el Syllabus, ciertos errores del Fascismo italiano y la Acción Francesa, el chauvinismo y el nacionalismo continentalista antiyanqui de corte populista y/o izquierdista. Además de estas publicaciones y a lo largo de su vida, escribió en otras como Nueva Política, Choque, Combate, Revista del Instituto de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas, Nuevo Orden, Ofensiva, Sí sí -No no, El Pampero, Cabildo (Diario), El Federal, Nuestro Tiempo, El Debate, Balcón, Presencia, Boletín del Instituto Rosista de Investigaciones Históricas (La Plata), Sexto Continente, Revisión de la Historia, Genealogía, Esquiú, Jauja, Roma y Cabildo (revista). De sus libros sobre política e historia editados vale mencionar Las otras tablas de sangre (1934), Catolicismo y Nacionalismo (1936), La Independencia del Paraguay (1941), Sarmiento Masón (1952) y la Historia del Anticristo (edición póstuma de 1990). De los aún no editados, San Martín, Protector del Perú (1950) y Memorias (1956, con un Apéndice de 1960).  Además de haber frecuentado los Cursos de Cultura Católica en los años 30, fue miembro de instituciones como la Liga Universitaria de Afirmación Católica, la Junta Americana de Homenaje y Repatriación de los restos del Brigadier General Juan Manuel de Rosas, la Comisión de Homenaje al Combate de la Vuelta de Obligado, el Instituto de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas, la Junta de Recuperación de las Islas Malvinas, la Comisión Honoraria del Plebiscito de la Paz, la Junta Organizadora del Congreso de Recuperación Nacional, el Instituto Argentino de Ciencias Genealógicas, la Comisión de Homenaje a la Revolución del 6 de septiembre de 1930, el Instituto Hugo Wast y la Comisión de Homenaje al Gral. Ángel Pacheco. Como dijimos ut supra, también dedicó su vida profesional a la docencia. Gracias a su producción historiográfica obtuvo la habilitación oficial para desempeñarse como Profesor de Religión y de Historia. Dictó cátedra en el Colegio Nacional Sarmiento y Anexo a la Escuela Normal Mariano Acosta, en el Colegio Nacional de Buenos Aires, en la Escuela de Comercio N° 9 y en el Colegio Nacional Reconquista. También participó como miembro del Jurado en los Concursos para la selección de docentes de Historia en el Instituto Nacional de Profesorado de la ciudad de Paraná y cumplió funciones en el Consejo Nacional de Educación. Al igual que Don Julio Irazusta, murió hace 40 años, en 1982, meses antes de la recuperación provisoria de nuestras Islas Malvinas, Causa por la que había trabajado con empeño, como muchos otros argentinos. Poco antes de entregar su alma al Creador dijo unas palabras que coronaron toda una vida puesta al servicio de Dios y de la Patria: “No me arrepiento de haber sido católico, nacionalista y rosista”. A 40 años de su partida y próximos a celebrar el primer centenario del Nacionalismo Argentino, no dejemos que se pierda ese legado y transmitámoslo purificado y enriquecido a las nuevas generaciones. Como escribió su hijo primogénito, el Padre Alberto Ezcurra Uriburu en el prólogo a la reedición del libro Catolicismo y Nacionalismo: “Hoy el mundo parece encaminarse hacia un ‘Nuevo Orden Internacional’, bajo el dominio de un solo centro de poder (…), vigilante universal encargado de velar por el mismo e imponer a los díscolos (…) el cumplimiento de las más arbitrarias resoluciones de las Naciones Unidas (…). En este ambiente sufren los creyentes la tentación de confundir el espíritu universal del catolicismo, que respeta y asume todo lo bueno y positivo de las culturas nacionales, con el internacionalismo nivelador y masificante. Corren el riesgo de pensar que todo nacionalismo es aislamiento, egoísmo, cerrazón y xenofobia, de perder hasta el sentido mismo de la Patria y de convertirse, en el espíritu de la ‘Nueva Era’, a la religión de la humanidad. Por eso el tiempo presente nos exige no sólo orientar al nacionalismo en el sentido de la Verdad católica, mostrar la coherencia entre catolicismo y nacionalismo, sino también y ante todo justificar la existencia misma de la Nación como algo que deriva del Orden Natural, es decir querido por Dios e irreemplazable”. Palabras escritas en 1991 y que tienen absoluta actualidad ante la embestida globalista, supracapitalista y progresista que estamos padeciendo

                                                                                           

BIBLIOGRAFIA

Archivo Histórico de la Familia Ezcurra Uriburu (Bella Vista)

Cabildo (Revista), 2a época, Año VI, N° 51, Marzo de 1982, Alberto Ezcurra Medrano (nota necrológica).

Cloppet, Ignacio Martín, Semblanzas biográficas publicadas como epílogos a la edición póstuma de la Historia del Anticristo (1990) y a la tercera edición (1991) de Catolicismo y Nacionalismo.

Ezcurra, Alberto Ignacio, Prólogo a la tercera edición de Catolicismo y Nacionalismo, Cruz y Fierro Editores, Buenos Aires, 1991.


martes, 27 de octubre de 2020

Vicente Sierra, liturgo de la historia argentina

Por: Sebastian Sanchez 

 

Enseña Chesterton que existen tres modos de escribir historia. El primero, "que solíamos encontrar en los libros de nuestra infancia, era pintoresco y en extremo falso. Otro, adoptado por los académicos, es el de pensar que se puede seguir siendo falso, siempre que se evite ser pintoresco". Para estos eruditos -dice Chesterton- "es suficiente que una mentira sea oscura para que se la crea verdadera". (¡Ay! ¡cuantos cultores de lo abstruso y apócrifo abundan por estos pagos!).

 

Pero para el genial Gordo existe aún un tercer modo de escribir historia, aquél "que utiliza lo pintoresco de tal forma que parezca un símbolo de la verdad en lugar de un símbolo de la mentira". Así, de esa original manera, que consiste en hacer evidente la verdad sin mengua de la belleza, supo escribir Vicente Sierra, nuestro gran historiador.

 

No abundaremos demasiado en su ilustre biografía salvo para decir que nació en Buenos Aires en 1893 y que allí murió en 1982, a poco de terminar la Guerra de Malvinas. Asimismo, no es ocioso recordar que fue esencialmente autodidacta por lo que no deja de asombrar la vastedad y profundidad de su sapiencia. Durante muchos años ejerció el noble oficio de profesor de secundaria (solía decir que "lo que en la escuela argentina se enseña no es Historia; apenas si es un no siempre atractivo anecdotario... y muchas veces falso") y más tarde, ya maduro, enseñó en la Universidad de Buenos Aires y en la del Salvador. Por otro lado, no puede obviarse su paso por la función pública -siempre bajo los gobiernos peronistas a los que adhirió, aunque no sin reservas- y el hecho de que en 1973 sucediera a Jorge Luis Borges en la dirección de la Biblioteca Nacional.

 

Vicente Sierra le obsequió a la Argentina un conjunto extraordinario de libros, entre los que mencionamos sólo algunos: Los jesuitas germanos en la conquista espiritual de Hispanoamérica (1944); Historia de las ideas políticas en la Argentina (1950); Así se hizo América (1952); Los Reyes Católicos. En torno a las Bulas Alejandrinas de 1493 (1953) y El hombre argentino y su historia (1966). Sin embargo, más allá de lo hasta aquí indicado, importa dejar anotado lo que a nuestro entender representa las columnas fundamentales, los ejes vertebrales de su obra histórica.

 

LOS PUNTALES

 

Lo primero es su cabal comprensión de que el origen y el ser de la Argentina no se inteligen sin la Cristiandad hispana o la Hispanidad cristiana, que lo mismo da. De Castilla y de la Iglesia venimos -por ellas "somos"- y esa certeza recorre todas sus páginas.

 

El segundo gran puntal de su trayectoria intelectual es su incondicional amor por la Argentina. Fue el suyo -¿cómo no?- un amor doliente pero no desesperanzado. Nuestro autor no peroró sobre la "inviabilidad" de la Argentina sino que, por el contrario, procuró contribuir en las vías de su salvación. Cierto es que, como muchos, creyó honestamente que el peronismo era el camino, pero no seremos nosotros quienes apuntemos el índice acusador por ese yerro.

 

La tercera y fundamental columna de su tarea historiológica es el entendimiento del carácter Cristocéntrico de la historia. Nadie más lejos del historicismo que Vicente Sierra pues entendió la historia a la luz de la irrupción del Verbo en ella. Ni quiso ni pudo estudiar el pasado de un modo distinto -por no decir prosaico- que el otorgado por el sentido de lo Eterno, sub specie aeternitatis.

 

En ese aspecto, es posible que su libro más señalado sea el excepcional El sentido misional en la Conquista de América (1942), obra de abundante trabajo archivístico y hermenéutico y a la vez pletórica de originales reflexiones sazonadas con poético talante. En ese libro esencial Sierra explica la forja de la Cristiandad indiana que, proviniendo de la Iglesia y de Castilla, se resolvió finalmente en nuestras patrias autónomas.

 

Y lo propio se vislumbra en su agotadísima e inhallable Historia de la Argentina -cuyos 10 tomos escribió entre 1956 y 1972- en la que el sentido providencial de la historia palpita detrás del factum, de cada hecho descripto y explicado, lo mismo si se trata de un tratado que de un negociado económico, de una batalla heroica, una misión religiosa o un acuerdo constitucional. Por esas páginas despunta siempre la feliz asociación entre labor científica y atención a lo Alto, sin que nunca quede desmentida la distinción entre lo natural y lo sobrenatural.

 

EL MODO CATOLICO

 

Vicente Sierra fue un científico -conoció y enseñó por las causas- pero se engañará quien busque en sus libros las estrecheces mentales del positivista o el reduccionismo petulante del materialista. El hizo ciencia histórica al modo católico, con el esencial auxilio de la poesía y la metafísica.

 

Por eso, con toda justicia puede considerársele un historiador "liturgo" -siguiendo el acertado y singular descubrimiento de Antonio Caponnetto- pues escribió historia reconociendo el plan de la Providencia, entendiendo el pasado de modo sacramental, recorriéndolo con la certeza de la fe y la guía de la teología.

Vicente Sierra, ajeno al "pensamiento enjaulado" de las ideologías, carente de taras historiográficas, dejó a los argentinos una obra superlativa, hoy casi olvidada. Entendemos su ausencia del panteón de los "taitas oficiales" de la historia, como ocurrente y certeramente enseñó Castellani, pero no nos resignamos a su ingrato olvido.

 

Haga la prueba, amable lector, y procure conseguir algún libro de este noble historiador. Será tarea inútil. Hoy lo importante es ser amigo de las novedades, obnubilarse con la "bibliografía actualizada" -por falsa que sea- y desechar la antigua, por buena, bella y verdadera que sea. Quizás -¿quién lo sabe?- esta página sirva para que algún buen librero, de esos que nos consta aún subsisten, se proponga la reedición de los libros de este liturgo de la historia argentina. Dios lo permita.


Tomado de http://www.laprensa.com.ar/476044-Vicente-Sierra-liturgo-de-la-historia-argentina.note.aspx

 

jueves, 3 de octubre de 2019

Reportaje al Gran Historiador Don Julio Irazusta (1969)

Hablar de Julio Irazusta es hablar, automáticamente, de revisionismo. Fue uno de los primeros —si no el primero— en plantear seriamente, sobre bases documentales y con un nutrido aparato erudito, la necesidad de revisar la versión clásica de nuestra historia, en especial el capítulo sobre Rosas.

Desde hace muchos años viene bregando este entrerriano de aspecto vagamente británico, por una nueva visión de la historia que para él constituye una parte de la visión nacional.
Estamos en su casa, en San Telmo (“un barrio que está de moda”, nos dice, sonriendo) que alberga su biblioteca de 10.000 volúmenes y más de 500 carpetas confeccionadas con recortes de diarios, hojas de libros, fotos y mapas. Ese acervo bibliográfico y documental significa un trabajo de muchos años.

—Cuando yo era estudiante — nos dice— compraba tres ejemplares de cada libro. Uno para leer y formar mi biblioteca y los restantes para destrozarlos y con sus restos formar mi fichero...

Hablamos de sus libros; “Argentina y el Imperialismo Británico" (1934. en colaboración con su hermano Rodolfo); “Ensayo sobre Rosas” (1935), “Actores y Espectadores” (1938), que logra un premio municipal. En 1941 aparece el primer tomo de "Vida Política de Rosas”, cuya obra completa abarca siete volúmenes y es, sin duda, el trabajo histórico más enjundioso de Irazusta. Más adelante publicará “Tomás de Anchorena”, “Tito Livio”, "Urquiza y el Pronunciamiento” y ya en otra temática, “Perón y la Crisis Argentina", "Balance de Siglo y Medio”, “Genio y Figura de Leopoldo Lugones”. Siempre su obra está adscripta a una preocupación política.

—Yo preferiría pasar mis días leyendo lo nuevo y releyendo lo viejo. Todos mis libros fueron escritos instado por mis amigos, mis compañeros de generación. Y si la preocupación dominante es la política, es porque se trata de "la cenicienta del espíritu”, la más desprestigiada y sin embargo la única actividad intelectual que puede resolver los grandes problemas humanos...

—¿Cuando descubrió que la historia argentina debía ser revisada?

—Cuando Uriburu entregó el poder a los conservadores. Durante la conspiración que culminó el 6 de setiembre de 1930 el General nos decía siempre que los conocía muy bien, y después les dejó el gobierno. .. Además, vimos a esos conservadores haciendo en el poder una política totalmente contraria a la que habían sostenido antes, sobre todo en el problema de las carnes. Allí empecé a advertir la existencia de una gran mentira.

—¿Cuáles fueron sus fuentes de información?

—Primeramente toda la literatura unitaria, de la que saqué distintas conclusiones. Y también el libro de Saldías sobre Rosas, que profundizó algunas de las contradicciones de la línea historiográfica unitaria. Los dos primeros tomos de mi “Vida Política de Rosas" se basan exclusivamente en lo editado. Después de concluirlos empecé a trabajar en los archivos. Allí estuve siete años, desde 1943 hasta 1950, con horarios completos de invierno y verano. De modo que los tres últimos editados y los dos que estoy terminando son fruto de una investigación propia.

—¿Cuál libro quiere más, de los suyos? ¿Cuál le dio más satisfacción económica?

—Satisfacción económica, ninguno. Intelectual, el “Ensayo sobre Rosas", porque muchos espíritus preclaros me dijeron que yo los habla convencido con mi razonamiento, entre ellos don Manuel Gálvez. Pero hay un libro que quiero mucho, tal vez porque es inédito, un hijo nonato: es “La Monarquía Constitucional en Inglaterra”.

—¿Cuál es su filósofo favorito?

—En mi juventud era apasionado lector de Platón. Después aprendí mucho con Croce. Ahora prefiero a Santo Tomás y a Aristóteles. A Santo Tomás, sobre todo, porque es el mejor filósofo político de toda la Historia

-¿Qué realidad la cuesta aceptar más?

—Que la Argentina, al país más rico del mundo, si se tiene en cuenta la proporción entre su inmensa riqueza actual y su escasa población, sea el único que no puede resolver una crisis que ya dura treinta años.. .

-¿Cuál serla el sueño que le gustaría concretar?

Que la Argentina hiciera su revolución nacional.

¿Qué está escribiendo últimamente?

Varias cosas. Una historia argentina, pero pensada y escrita en términos políticos. Una historia de Gualeguaychú, mi pueblo. Unas memorias de las que tengo escrito ya un tomo y serán dos en total. Y un ensayo, “La Política, Cenicienta del Espíritu” que ya está escrito en su totalidad pero quiero reescribir.

—¿Qué opina de la revolución estudiantil mundial? (Mayo francés)

—No descarto la Influencia exterior. Sólo una orquestación montada por usinas poco visibles pero reales podría movilizar un movimiento como el que presenciamos en nuestro tiempo. Pero entendámonos: la sociedad capitalista del mundo occidental está dejando sin resolver mucho de los problemas planteados por el desarrollo económico, científico y tecnológico Se explica, por consiguiente, que los estudiantes estén descontentos en todos lados

—¿Cree en la juventud argentina?

—Sin ninguna vacilación. Las generaciones anteriores nos dieron una patria pero luego ella se achicó lamentablemente y así perdimos condiciones que inicialmente eran más favorables, aun, que las de Estados Unidos. Tengo la esperanza de que la nueva generación, al estar bien Informada, esclarecida, sobre los errores del pasado, sepa actuar mejor. Esa es la función de los hombres que reconstruyen el pasado: dar la verdad para que ella evite repetir las grandes equivocaciones nacionales


Lucrecia Orrego
Bibliografía: Revista ·"Todo es Historia" numero 30 - octubre de 1969


lunes, 14 de noviembre de 2016

HISTORIADORES AL BORDE DE UN ATAQUE DE NERVIOS

Por: Anibal D´Angelo Rodriguez

¿Qué hace falta para ser historiador? Un papel, un lápiz y un cerebro. Las dos primeras cosas pueden reemplazarse por sus equivalentes: un papiro, un pergamino, una pluma de ganso y hasta una computadora. 
El cerebro no es negociable. La prueba de que esto es exacto es que desde Herodoto hasta Guicciardini no era mucho más que eso lo que tenían todos los historiadores. Luego, tras el Renacimiento y la modernidad —pero en especial desde el siglo XIX— comenzó a forjarse la historia académica (también llamada “historia científica”) y entonces se hizo prescriptivo el estudio en una de las instituciones del circuito académico, lo que confería una especie de “venia docendi” (o permiso para enseñar) sin el cual lo que se publicaba resultaba sospechoso.

Pasó con la Historia lo mismo que con tantos otros saberes que se “cientifizaron” y quedaron prisioneros de una Academia real o virtual formada por las cátedras, las Instituciones, las publicaciones, los premios. Todo eso es lo que da hoy patente de historiador, y el que no lo tiene está frito. En el diario “La Nación” Beatriz Sarlo se ocupó de hacer una excursión por esta doble historia hoy existente: la académica y la “popular”. Sin embargo, lo real sigue siendo lo que dijimos al principio: los estudios, títulos, publicaciones y premios son muy útiles si uno quiere juzgar al Señor Fulano, que escribe historia. Pero para juzgar su historia, la historia que Fulano escribe, lo que hay que ver es la adecuación a la realidad de su versión de los hechos que relata, su capacidad mayor o menor de interpretar esos hechos y de ponerlos al alcance del lector, su destreza en el relato, etc. 
Todas cosas que tienen una relación muy remota e indirecta con el curriculum académico del historiador. Por ejemplo: nadie ha igualado la interpretación global de la historia argentina que hizo Ernesto Palacio, y no tenía otro título que el de abogado. No hay, en suma, historiadores académicos y populares. Hay historiadores buenos y malos, y las críticas a Pacho O’Donnell y Felipe Pigna no deben dirigirse a la ausencia o presencia de tales o cuales antecedentes, sino a la estrechez de sus miras, a su carencia de ideas generales, a su incapacidad de situar los hechos en una perspectiva histórica esclarecedora.
 
Algo parecido pasa en España (ya lo hemos relatado más de una vez) con Pío Moa, el historiador que le ha pasado el trapo, en cinco minutos, a toda la historiografía edificada desde la muerte de Franco. Que tenga o no títulos académicos es cosa, claro, que aquí tampoco tiene la menor importancia.

Le bastó con exponer los hechos de manera sencilla pero verídica para derrumbar todos los miles de estudios hechos por historiadores profesionales que intentaban explicar lo ocurrido en 1936 como un simple alzamiento de los militares contra la “República Española” auxiliados por nazis y fascistas. 
Con calma, con documento tras documento, Moa mostró que en julio de 1936 no había tal República y que la guerra civil la habían iniciado, en 1934, los supuestos defensores de esa República. Gracias a los recortes que me envía, con paciencia sin igual, mi viejo amigo ARP, tengo un panorama muy completo de las vicisitudes de esta batalla. No cansaré al lector con sus detalles (que a mí me llenan de gozo) pero no puedo omitir un artículo en el que un historiador de los que tienen licencia para escribir lo políticamente correcto se desata en lo que bien podríamos calificar de ataque de nervios.
 
Julián Casanova, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza, publica en “El País” del 20 de diciembre de 2005 un feroz artículo contra Pío Moa al que, una vez más, no nombra, pero dedica cada una de las líneas de lo que escribe. Este demócrata nato, este progresista de pura cepa está tan fuera de sí con su enemigo, que no trepida en estampar: “Ya no se trata de juzgar a los verdugos franquistas, sino de evitar, por medio de instrumentos legales, que se haga apología de esa dictadura sanguinaria y del general que la presidió y de impedir también que esas alabanzas puedan difundirse en público”.

¿Qué tal? Esto es, claro, propiciar la censura, y al final hay todavía una última coz: “Hay que ilustrar libremente a los ciudadano sobre su pasado (lo) que puede traer importantes beneficios en el futuro, siempre y cuando esa educación histórica no se base en la apología de la dictadura y el crimen organizado, como hacen hoy todavía conocidos periodistas, falsos historiadores y políticos de la derecha”. ¿Qué tal? Las viejas “historias oficiales” de fines del XIX y principios del XX acogieron con disgusto los revisionismos, pero no pretendieron censurarlos. Ya vemos cómo piensa esta nueva Historia Oficial que la izquierda está edificando en todo el mundo. 

Tomado del Blog de Cabildo

miércoles, 16 de diciembre de 2015

LOS ENEMIGOS DE LA "NACIÓN CATÓLICA": SANATEANDO

Enrique Díaz Araujo dedica un trabajo a David Rock, a quien describe como enemigo de su objeto de estudio, esto es del Nacionalismo Argentino. Creo que la calificación es perfectamente aplicable al personaje del que me quiero ocupar en esta ocasión: Loris Zanatta, que también tiene una serie de obras destinadas al nacionalismo argentino, y en particular al objetivo central del mismo que es restaurar la Patria en Cristo . Don Zanatta viene a advertirnos que todo eso de creer que la Argentina es de Cristo no es más que un mito, y que encima es la causa principal de todos los males que nos han agobiado a lo largo del siglo XX. Frente a tan gran mal, Loris nos ofrece crear una República secular, pluralista y democrática. O sea, el gran proyecto alfoncínico. Y todos felices.

A propósito de la elección del Papa argentino don Loris volvió a las andadas. Esto es a las sanatas. Y ha publicado un libro que ha denominado “La larga agonía de la Nación católica. Iglesia y dictadura en la Argentina”. Y vuelve sobre el argumento remanido: la Argentina en el siglo XX, en particular desde los años 30, ha sido víctima de un “Mito” que le ha costado ríos de sangre. De este mito, que se expresó a partir de los orígenes del nacionalismo, todos se han querido apropiar. En los 40, el Peronismo. En el 55, quienes derrocaron al Peronismo. Ya en los 60, y principios de los 70, los grupos insurgentes hicieron su apropiación del mito, refundándolo en los principios del tercermundismo. Con el Peronismo nuevamente en el poder, los dos bandos del Movimiento se enfrentaban como intérpretes de esa “visión totalitaria” de la “Nación católica”, la cual no daba margen para la pluralidad y la secularidad. Afianzada el ala “derecha” del Movimiento, los violentos sectores de esa línea recibieron un fuerte influjo del Nacionalismo. Pero el colmo de los males, no podía ser de otro modo, llegó cuando las FFAA se hicieron con el poder imponiendo el terror desde el Estado. La “mayor masacre” del siglo XX fue perpetrada en nombre del “Mito de la Nación Católica” .

Intentemos a continuación responder escuetamente a algunas de las mentiras contenidas en la obra en cuestión. En primer lugar, que la Argentina es católica no es un mito. Aquello que fue afirmado por los obispos argentinos en el año 1959 –“Católico es el origen, la raíz y la esencia del ser argentino” -, fue mostrado con abundancia de documentación en obras como la del eminente Vicente Sierra “Así se hizo América”, y en la del erudito y ejemplar sacerdote Cayetano Bruno “La Argentina nació católica”, por citar sólo dos obras relevantes; y expuesto con profundidad metafísica por el mártir Jordán Bruno Genta en “Guerra Contrarrevolucionaria”. En realidad podríamos citar a la mayoría de los grandes maestros del auténtico Revisionismo argentino. Pero como esto se trata de un artículo, para muestra basta un botón.

La segunda mentira comprendida en la obra “sanatiana”, es que la lucha por la ciudad católica ha sido la causa de la sangre que corrió en Argentina. Si hubiera continuado el proyecto liberal, secular y pluralista anterior a los años 30 nos habríamos ahorrado multitud de males, nos dice don Zanatta. La verdad es muy opuesta a esto que plantea Loris. La violencia la impuso la generación liberal que arrasó a sangre y fuego con la Argentina criolla, después de1852 primero; y, en particular, a partir de 1862. También fue violencia, sobre todo de tipo espiritual, la que ejerció la generación “ochentosa” cuando impuso el laicismo en la escuela y en la familia, desvirtuando por la fuerza dos pilares fundamentales de la catolicidad argentina. Y nuevamente fueron los liberales los que usaron de la violencia en 1956 procurando afianzar crudelísimamente la “libertad” conquistada un año antes. Y los responsables de la sangre derramada en los 60 y 70 no fueron nacionalistas católicos –que fueron sus víctimas -, sino la izquierda marxista, es cierto que infiltrada en algunos sectores católicos, pero fue en nombre de la “Patria Socialista” que mataron, y no de la Patria Católica. A partir de1976 –en realidad desde un poco antes-, el Proceso militar aplicó una metodología de guerra antisubversiva cuestionada desde el principio por el Nacionalismo.

Zanatta, por favor déjese de sanatear. Los males de la Argentina, y de la Civilización Occidental en general, no vienen de la adhesión a Cristo, sino de la apostasía.


                                                                                   Lic. Javier Ruffino

miércoles, 9 de diciembre de 2015

Alberto Ezcurra Medrano: notas de un verdadero revisionista

Ante la insoportable vigencia de esa adulteración del verdadero revisionismo histórico, que con justicia llamamos pseudorevisionismo, no está de más recordar, de tanto en tanto, a los auténticos representantes de aquella notable corriente historiográfica.

Uno de ellos –como es sabido- fue don Alberto Ezcurra Medrano; historiador que marcó el rumbo y el perfil del verdadero revisionismo.

Mucho es lo que se podría decir de él. Por lo pronto, en una breve y acotada semblanza, digamos que fue uno de los precursores de esta escuela de pensamiento que se propuso rescatar nuestra identidad hispano-católica, refutando los mitos más difundidos de la historia oficial y sacando a la luz aquello que los historiadores liberales habían ocultado de nuestro pretérito patrio.

En efecto, Ezcurra Medrano inició su labor allá por 1929, en las páginas de los periódicos El Baluarte y La Nueva República, cuando tenía tan solo unos 20 años de edad. Posteriormente colaboró en numerosas publicaciones nacionalistas, como ser las revista Crisol y Nueva Política; pero sobretodo se destacó por sus extraordinarios artículos publicados en la revista del Instituto de Investigaciones históricas Juan Manuel de Rosas, entre los años 1939 y 1961, es decir en lo que fue el primer periodo, y el mejor, de este notable instituto que nucleó a los más granado del revisionismo argentino.

De esa etapa son artículos memorables como “Rosas en los altares”, “La convención Mackau-Arana”, “Como se escribió la historia”, y “La vuelta de Obligado”; en todos ellos se encuentran bien claras las características que lo distinguen como historiador revisionista.

También en esta época escribió sus obras históricas de mayor envergadura, “Las otras tablas de sangre” (de 1934) y “Sarmiento masón” (de 1952), libros que se convirtieron en verdaderos clásicos de nuestra historiografía.

A modo de ejemplo de la valía de los trabajos que publicó en la revista del Instituto podemos tomar un artículo que vio la luz en enero de 1939, en el N° 1 de la mencionada publicación y que lleva por título “El centenario del asesinato del general Alejandro Heredia”.

Este ensayo es claramente demostrativos de la seriedad y sencillez con la que Ezcurra Medrano enfocaba y presentaba al público sus aportes. Sin alardes cientificistas o de erudición, ni pretensiones académicas; pero innegablemente científicos y con una clara comprensión del presente y del pasado del país.

Las notas que lo pintan por entero, las principales características que definen a don Alberto Ezcurra Medrano como historiador, están presente aquí.

A modo meramente enunciativo podemos enumera algunas: en primer lugar nuestro autor es un desmistificador de los dogmas supuestamente indiscutibles de la historia oficial; en segundo lugar, es un develador de aquellos hechos que han sido soslayados o tergiversados por los historiadores liberales; y en tercer lugar es un hermeneuta justiciero pero humilde pues no pretende imponer su interpretación como si fuera una verdad inconcusa al modo de los escribas de la historia oficial.

En efecto, atento a que la historia oficial no solo montó una leyenda negra respecto a épocas y personajes históricos, sino que en contrapartida edificó un panteón de héroes y mártires inmaculados; nuestro autor –al igual que todos los revisionistas- se vio en la obligación de mostrar a los supuestos héroes de la historia oficial, tal como en realidad fueron.

Y así, en el artículo que rápidamente revisamos nos encontramos con la figura de Marcos Avellaneda a quien el liberalismo nos presentó como un arquetipo de patriota, injusta y cruelmente asesinado. Frente a esto Ezcurra Medrano pone en el tapete documentos irrefutables que destruyen esa imagen sin macula alguna y que aportan indicios vehemente de su participación en la conjura para asesinar al gobernador legítimo de Tucumán, el noble y valiente caudillo federal Alejandro Heredia. He ahí entonces nuestro historiador en su papel de desmitificador y develador de la verdad oculta.

La tercera virtud encontrada en el artículo que analizamos, la del hermeneuta sencillo y humilde, se hace patente cuando, luego de presentar los hechos, invita al lector a sacar sus propias conclusiones sin exigir que las suyas se erijan un “veredicto inapelable de la historia”, tal como lo hacían los liberales con las suyas.

Finalmente demás está decir que estas características que aquí hemos enunciado de don Alberto Ezcurra Medrano tienen su hontanar, su origen y su explicación en una virtud de este autor, que es común a todos los verdaderos revisionistas, cual es la de profesar un cristiano e insobornable amor a la Patria, unido a un afán por conocer la verdad histórica más allá de toda ideología.

                                                                                         Edgardo Atilio Moreno