domingo, 26 de marzo de 2017

La tiranía de Lavalle

Por Vicente D. Sierra

Empleamos el vocablo tiranía por ser el que corresponde. Al efecto estimamos interesante hacer algunas reflexiones. Muchos autores califican de “tiranía” al gobierno que, posteriormente a estos sucesos, ejerció Juan Manuel de Rosas. Fue éste una “dictadura” no una “tiranía”. La diferencia no se refiere al tipo de energía con que el gobernante actúe, sino a la forma como ha logrado el poder. Tirano es el que obtiene el poder por usurpación, mientras la dictadura es un sistema legal. Cuando en un momento de crisis los pueblos consideran necesario un brazo fuerte, dan poderes extraordinarios a quien consideran capaz de salvar la situación, y surge así una dictadura, que puede responder al mejor espíritu democrático. La “tiranía” nunca es legal.  En tal sentido, Lavalle fue un “tirano” y Rosas un “dictador”.   Un dictador puede llegar a ser tirano si actúa en contra de aquello en virtud de lo cual se le ha dotado de poderes extraordinarios, mientras un tirano nunca puede llegar a ser dictador, porque lo tiránico surge de su elevación al poder y no de la forma de gobernar.

Lavalle derroca a Dorrego por la fuerza y contra la opinión mayoritaria, clausura la Junta de Representantes y se trueca en fuente y razón del derecho; es, por consiguiente, un “'tirano”. Por otra parte, cuanto en el seno de la Convención de Santa Fe era mesura, apego a las formas legales y afán de evitar que se extendiera la guerra civil, en Buenos Aires, azuzado por una prensa desenfrenada, nacida al día siguiente de la revolución, Lavalle revelaba una irreflexión que era consecuencia del desconcierto con que se comprobaba que la única carta de triunfo con que se contaba era el ejército nacional.  Cuando a fines de diciembre Lavalle regresa a Buenos Aires tras haber sableado gauchos a granel, y por unos días se hace cargo del gobierno, comienza a expedir decretos exonerando y removiendo jueces, fiscales y funcionarios de toda categoría, sospechosos de lealtad al gobierno depuesto.  El 2 de enero de 1829 arribó a Buenos Aires la división del general José María Paz que había quedado en Montevideo integrando la guarnición mixta que debió permanecer en defensa del orden hasta que se constituyera la flamante república independiente del Uruguay. Lavalle le había llamado a guarnecer la capital mientras él procuraba someter a la campaña rebelde.

Lavalle y Paz no se querían.   El coronel Todd señala que éste “miraba mal la Revolución efectuada”; pero obedece, y el mismo día que llega a Buenos Aires es nombrado general en jefe de las fuerzas de la capital y ministro de Guerra, con un sueldo suculento. En la noche de ese día se le ofreció un banquete, que presidió Del Carril y transcurrió   -comenta "El Tiempo"- como "escena majestuosa de recreo y de entusiasmo". Juan Sidoti que estudió la  época, se pregunta: “¿No alcanzan a per­cibir a la distancia la ola inmensa de rencor, de ira y de venganza?”   El coronel Todd in­forma que Lavalle vivía rodeado de “una nube de unitarios exaltados, que no lo deja­ban un sólo momento; y aun parece que lo secuestraban.. hipnotizándolo con discursos y laudatorias, que el General los contestaba con elocuencia, dando margen de nuevas pro­testas de adhesión”.   Sugestionado por los elo­gios de los doctores, se pliega a todo, y ellos han dicho que a los adversarios hay que “dar­les plomo y echarlos de BARRIGA”.   Adon­de no llega el plomo, llegan la calumnia y los insultos. En esa tarea Juan Cruz Varela y Florencio Varela son las plumas de las columnas de “El Tiempo”, desde donde apun­tan a Rosas, porque son sus hombres los que se alzan en la campaña.

Rosas no era entonces más que un estan­ciero que, por razón de sus actividades, había tenido a su cargo el problema del indio. No había servido a ningún caudillo por razones políticas, no pertenecía a ningún partido, só­lo se había movido en apoyo de las autorida­des legítimas.   Tan legalista era que había recurrido a la Convención reunida en Santa Fe para que determinara lo que había que hacer; pero ya entonces el arma predilecta de los grupos ilustrados: la calumnia, el vilipendio mediante la mentira, comenzó a en­sañarse con él, y en las columnas de “El Tiempo” se le acusó de “monstruo”, de hom­bre de “ferocidad característica”, se pintó su vida como una “carrera ininterrumpida de crímenes atroces” y se afirmó que tenía en la campaña un poder fundado en “el terror y en las crueldades de que diariamente eran víctimas los habitantes”. . Esos mismos que veían en él al mejor de sus protectores. Una mentira repetida se transforma en verdad; a la posteridad se la engaña, dijo del Carril; y lo cierto es que las mentiras de entonces se repitieron tanto que aún hoy tiene cultores la literatura del odio de los Varela, más que la de la verdad de la historia.

Cierto es que los Varela no disparaban al aire. Las noticias que llegaban de la campa­ña eran alarmantes; las partidas que se or­ganizaban lo hacían a nombre de Rosas.   Lavalle, por su parte, emprendió una activa y sangrienta persecución de opositores sem­brando el terror por los procedimientos em­pleados, que se estrellaban contra la tenaci­dad de caudillejos improvisados que, audaces y resueltos, concitaban a los paisanos a la resistencia, organizando guerrilleros que de­sesperaban con su táctica a las fuerzas orga­nizadas del ejército.   Para la historiografía clásica, a pesar de que sus cultores fueron republicanos, representativos, federales, en el país no hubo más terror que el promovido por los federales.   El terror unitario que Lavalle implantó no contó en las fichas de sus autores.   Terror inútil, que aumentaba el nú­mero de enemigos.   Lavalle emprende una co­rrida hacia el Salado para destruir las fuer­zas conducidas por Luis Molina y el mayor Manuel Mesa, pero el primero escapa mo­viéndose por la frontera del oeste en procura de Santa Fe.   A principios de febrero, y en las cercanías del Fuerte de la Federación, se produce el combate de Las Palmitas, siendo atacado y derrotado Molina y tomado pri­sionero el coronel Manuel Mesa por las fuer­zas del coronel Ignacio Suárez, quien en 1824 había tenido destacada actuación en la batalla de Junín, hecho decisivo en la indepen­dencia del Perú. 

 El 13 de febrero, con las firmas de Brown y Paz, el gobierno dio al Fuerte de la Federación el nombre de Junín, honrando así a Suárez por su victoria.  Tres días después, el coronel Mesa, que había sido trasladado a Buenos Aires, era fusilado en la plaza del Retiro. Mientras se realizaban las ceremonias de su degradación, Mesa no cesó de hablar ante los espectadores.   Recordó la criminal ejecución de Dorrego, la usurpación del poder por Lavalle y gritó “¡Lavalle es un asesino!”. Dos días después se arrojó en inmundos pontones o se desterró a Bahía Blan­ca y a Montevideo a los miembros más dis­tinguidos del grupo federal: el general Juan Ramón Balcarce, Tomás Manuel de Anchorena, Felipe Arana, Victorio García de Zúñiga, Manuel Vicente de Maza. Tomás de Iriarte, que fue luego corifeo de aquéllos, dice:  “Después de la ejecución de Dorrego, Lavalle asolaba la campaña. Del terror se valieron mu­chos subalternos. Se violaba el derecho de pro­piedad.  No era posible que los gauchos soportaran tal yugo por largo tiempo.” Y en otro lugar aña­de: “. . .como a bestias feroces trataban a los des­graciados que caían en sus manos.”

Los diarios relatan que el coronel unitario Juan Apóstol Martínez había atado a la boca de un cañón a un paisano, que murió hecho pedazos, y hacía cavar sus propias fosas a los prisioneros.   Al mayordomo de una de las estancias de los Anchorena mató de la mis­ma manera el coronel Ramón Estomba.   Los milicianos de la Guardia de 25 de Mayo hu­yeron. Fuerzas al mando de Rauch asolaron la provincia, y fueron calculados en más de un millar los asesinatos cometidos.   Se cum­plieron así los pronósticos de “El Pampero”: “O el país ha de convertirse en un desierto, o nuestra causa ha triunfado.”   Poco antes de ser fusilado, el mayor Mesa escribió a Nico­lás Anchorena y a Faustino Lezica, diciendo:
“Para los que se han propuesto nuestra rege­neración bañando al país en sangre vale muy poco el hombre de bien y de mérito. No es extraño que nada haya seguro, y que no se respete la propiedad cuando no se respetan las vidas, ni aun los sentimientos más sagrados de la humanidad.  En fin, Dios quiera poner término a tantos males, que yo por mi parte perdono a sus autores”.   Es todo esto lo que ha sido denominado choque de la “civilización contra el salvajis­mo choque de la “civilización contra la barbarie” pero los salvajes y bárbaros fueron las víctimas.    El fusilamiento del comandante Mesa anunció el trato que esperaba a los vencidos.  El 16 de febrero el diputado Oro presentó a la Convención un proyecto que, con las mo­dificaciones que le introdujo la comisión que lo estudió, pasó a ser tratado en la sesión del 18, siendo aprobado el día 20. Se reducía a una declaración por la cual la representación nacional de las Provincias Unidas, reunida en Santa Fe, resolvía investir la autoridad sobe­rana de la República en los asuntos genera­les, autorizada a tomar las medidas indispen­sables para establecer un Poder Ejecutivo de la Nación.   Esta resolución determinó varios proyectos de ley, uno de los cuales establecía que la dirección de la guerra y relaciones exteriores estaba encargada por la Nación a la persona de Manuel Dorrego; que, en con­secuencia, el nuevo gobierno de Buenos Aires no tenía carácter nacional. El artículo1 3" decía:
"La Representación Nacional declara que su atención es sostener con las naciones extranjeras las mismas relaciones amistosas que se cultivaban por el encargado de negocios generales, hasta el tiempo que su administración fue alevosamente destruida, lo que debía ser comunicado a los Mi­nistros diplomáticos extranjeros por el gobernador de Santa Fe.” Otro proyecto declaraba anárquica, sediciosa y atentatoria contra la libertad, el honor y la tranquilidad de la Nación la sublevación militar del 1ª de diciembre, y calificaba de “crimen de sita traición contra el Estado” la ejecución de Dorrego. Por el mismo documento se afirmaba la voluntad de las provincias de concurrir con las fuerzas que la situación de cada una permitiese para sofocar a los facciosos, a cuyo efecto el Art. v decía: “Debiendo obrar todas estas fuerzas bajo dirección de un general, y mientras llega la oportunidad de elegir el Jefe Supremo de la Re­pública, queda nombrado el Exmo. Sr. Gobernador ie Santa Fe, Brigadier Dn. Estanislao López, Ge­neral en Jefe de las fuerzas que habla el artículo anterior y encargado de activar la remisión de ellas.”

La Convención de Santa Fe cruzó así el Rubicón que la aislaba de la realidad, y lo hizo con inteligencia, ya que era peligroso haber colocado en cualquiera de los gober­nadores los poderes para dirigir la guerra, paz y relaciones exteriores, tanto por los ce­los que podía despertar como porque ningu­na provincia estaba en condiciones de tomar sobre sí tan alta responsabilidad; máxime cuando era preciso reconstruir el ejército nacional y no era muy compatible la contribución en efectivo que podía esperarse de ninguna de ellas.

El 20 de febrero todos estos proyectos fueron sancionados, en virtud de los cuales Estanislao López, como general en jefe del ejército nacional, el 13 de marzo designó como segundo jefe de éste al coronel Juan Manuel de Rosas .  ( En su carta a Josefa Gómez. 22 'de setiembre de 1869, Rosas, desde su retiro de Southampton decía: “Quedé obligado a usar de la autoridad de que estaba investido y me puse a las órdenes del señor general López, general en jefe nombrado por la Convención Nacional, para operar contra el ejército de línea amotinado contra el sistema constitucional que la República deseaba; pero, para suavizar el imperio ominoso de las cosas, se establecía que el cuerpo “sólo tomará las medidas gubernativas que considere indispensables, hasta que se establezca el Poder Ejecutivo de la Nación”.) Daba cuenta el manifiesto de las leyes que se habían votado, y al efecto se refería a la necesidad de restablecer un ejército nacional, y abundaba en razones para justificar haber puesto su mando en manos de Estanislao López.

El documento terminaba:     “¡Pueblos de la Unión! ésta es vuestra causa. La causa de la gran mayoría de la República, contra una minoría rebelde; la causa de la razón de las leyes, de los derechos populares contra la fuerza. Vuestros representantes le han dado ya todo el impulso de vuestros respetos: ellos serán firmes en sus inflexibles deberes, llenad los Vuestros con las mismas energías que os habéis pronunciado. Cese ya la República Argentina de ser el juguete de las pasiones, y el ludibrio del Universo: tenga alguna vez leyes, dignidad, orden: sea feliz, y pronto ocupe el rango que le destinó la naturaleza. Pero sin orden no hay prosperidad; es preciso establecerlo.’

sábado, 4 de marzo de 2017

SE APROXIMA EL TRAIDOR

Por: Ernesto Palacio

Urquiza inició enseguida sus operaciones. Después de concentrar sus fuerzas en Gualeguaychú, se movió hacia el Paraná y lo cruzó, sin encontrar la resistencia que esperaba por el lado de Santa Fe. El gobernador de esta provincia, general Echagüe, en efecto, al no recibir los refuerzos que había solicitado, resolvió batirse en retirada para unirse al grueso del ejército de Rosas. Casi sin obstáculos, Urquiza pudo proseguir su marcha sobre Buenos Aires y llegar al Arroyo del Medio a mediados de enero. En San Lorenzo le había desertado en masa, matando a su jefe, la división de Aquino, fuerte de 600 hombres, para pasarse al ejército de Rosas.

Salvo una escaramuza, en los campos de Álvarez, con un destacamento de las fuerzas del coronel Lagos, jefe del departamento del norte, el ejército aliado pudo conseguir sin inconvenientes su camino sobre la capital. Se había impuesto, en los consejos de guerra de Rosas, la táctica de concentrar todas las fuerzas en el campamento de Santos Lugares para resolver la contienda con una batalla decisiva.

Con todo ello, no se había presentado en el campamento de Urquiza ni un solo hombre de Buenos Aires, mientras que de aquél desertaban continuamente muchos para incorporarse al del Restaurador. Las “Memorias” del general César Díaz —jefe de la división oriental del ejército aliado— nos dan un preciso testimonio del estado de poblaciones. Parece que el mismo Urquiza se impresionó por la frialdad con que lo recibieron en Pergamino y en Luján y manifestó dudas sobre la legitimidad y la oportunidad de la empresa en que se había lanzado, aunque tratando de cohonestarla con el pretexto de la “organización nacional”. La popularidad de Rosas —afirma el autor— “era tan grande o tal vez mayor de lo que había sido diez años antes”. Todavía en la víspera de la batalla —el 1º de febrero— 400 hombres más abandonaron el ejército aliado para plegarse al de Santos Lugares.

Hay un problema de Caseros que sigue sin solución y es el referente a las relaciones de Rosas con el general Pacheco, que por su prestigio militar y su cargo en el comando de Santos Lugares, era el jefe indicado para organizar la batalla decisiva. No obstante ello, renunció en las vísperas, fundándose en el hecho de haber asumido Rosas personalmente la dirección de la campaña.

¿Desconfió Rosas de Pacheco? ¿Hubo motivos para tal desconfianza? Parece seguro que aquél desaprobó una maniobra de su subordinado, al abandonar la defensa de Puente Márquez, en lugar de hacerse fuerte allí; y es posible que, en las circunstancias en que se encontraba, haya atribuido esa retirada a un súbito enfriamiento de la fe o a un debilitamiento de la voluntad. Se explica así su decisión de asumir personalmente el comando. Como también se explica la reacción de Pacheco, que fue natural en un hombre de honor al sentirse sospechado: tanto más valiosa cuanto que arrostraba con ella el disgusto del Restaurador, en momentos decisivos fue, con todo, una más en el cúmulo de circunstancias desgraciadas que decidieran la caída de Rosas y el fin de la Confederación.

¿Habría sido otro el resultado de la batalla, de haber comandado Pacheco las fuerzas argentinas? Sólo Dios lo sabe.

A fines de enero, las tropas aliadas se encontraban ya a la vista de Buenos Aires, defendida por su ejército veterano. Rosas convocó a un junta de guerra en la noche del 2 de febrero, a la que concurrieron el general Pinedo y los coroneles Chilavert, Díaz, Lagos, Costa, Sosa, Bustos, Hernández, Cortina y Maza. Se decidió dar la batalla al día siguiente.

El ejército de Urquiza estaba constituido por los contingentes del litoral, al que se había sumado la flaca pero activa legión de los emigrados; por la división oriental, en la que pululaban los extranjeros, y por la brasileña, animada del odio atávico y ansiosa de lavar la humillación de Itugainzó. En la función de boletinero del ejército y vestido con un raro uniforme de coronel francés, venía el ya celebre polemista don Domingo Faustino Sarmiento. En la artillería, un joven coronel que hacía versos malos y se llamaba Bartolomé Mitre. Ambos futuros presidentes de la República habían allegado a Gualeguaychú en un barco de guerra brasileño y habían sido presentados y recomendados por el comandante brasileño al general Urquiza. Las fuerzas aliadas alcanzaban a 24.000 hombres.

El ejército de la Confederación, animado por la voluntad de defender una vez más el honor y la integridad de la patria contra la agresión extranjera y sus cómplices, alcanzaba a 22.000 hombres.

El choque se produjo el 3 de febrero en las inmediaciones del Palomar de Caseros. Se combatió encarnizadamente durante dos horas, y el ciego azar de la guerra nos fue esta vez adverso, dándole el triunfo al enemigo.

Seguido de unos cuantos fieles, Rosas emprendió la retirada hacia la capital. No le quedaba más que acatar el fallo de las armas, por lo cual, en un alto del camino, redactó su renuncia por ser elevada a la Legislatura, que reiteradamente lo había elegido, en los siguientes términos: “Señores representantes: Es llegado el caso de devolveros la investidura de gobernador de la Provincia y la suma del poder público con los que os dignásteis honrarme. Creo haber llenado mi deber, como todos los señores Representantes, nuestros conciudadanos, los verdaderos federales y mis compañeros de armas. Sin más no hemos hecho en el sostén sagrado de nuestra independencia, de nuestra integridad y de nuestro honor, es porque más no hemos podido. Permitidme, H.H.R.R, que al despedirme de vosotros os reitere el profundo agradecimiento, con que os abrazo tiernamente; y ruego a Dios por la gloria de V.H, de todos y cada uno de vosotros. Herido en la mano derecha y en el campo, perdonad que os escriba con lápiz esta nota y con una letra trabajosa. Dios guarde a V.H”.



Nota: Estos fragmentos han sido tomados de su libro “Historia de la Argentina”.