martes, 28 de mayo de 2013

Cuando los escapularios vinieron a ser una divisa de guerra

Por el P. Guillermo Furlong, S J *

En la víspera de la batalla de Tucumán, acudió al pie de los altares y eligió a Nuestra Señora de las Mercedes por patrona de su ejército, pidiéndola fervorosamente que intercediera con el Dios de los ejércitos, y le gobernara en la batalla que iba a librar. Este acto público de acendrada religiosidad tuvo lugar poco antes de la batalla, y así es que pudo  escribir Belgrano, poco después de librado el combate: “La patria puede gloriarse de la completa victoria que han obtenido sus armas, el día veinte y cuatro del corriente, día de Nuestra Señora de las Mercedes, bajo cuya protección nos pusimos…”

La batalla de Tucumán, una de las más gloriosas y heroicas del ejército argentino, fue librada el día 24 de septiembre de 1812. Aunque la inferioridad de Belgrano era manifiesta, fue suplida a fuerza de heroísmo y de audacia. Se luchó denodadamente durante todo el día, hasta que Tristán se dio a la fuga, dejando en el campo de batalla más de cuatrocientos muertos, tres banderas, un estandarte y todos los bagajes. Parte del ejército patriota siguió en persecución de los enemigos, parte quedó en el “Campo de las Carreras” y lo restante, al mando de Belgrano, se dirigió a la ciudad, con el objeto de manifestar públicamente su agradecimiento a la Santísima Virgen.

“La división de vanguardia – escribe Mitre- llegó a Tucumán en momentos que una procesión cruzaba las calles de la ciudad, llevando en triunfo la Imagen de Nuestra Señora de Mercedes… A caballo y llena de polvo del camino se incorporó la División de vanguardia a la procesión, la que siguiendo su marcha, desembocó al campo de batalla, húmedo aún con la sangre de las víctimas. El general se coloca entonces al pie de las andas que descienden hasta su nivel, y desprendiéndose de su bastón de mando, lo coloca en las manos de la Imagen; y las andas vuelven a levantarse en procesión continúa majestuosamente su camino. Este acto tan sencillo como inesperado, produjo una impresión profunda en aquel concurso poseído de sentimientos piadosos y aun los espíritus fuertes (?) se sintieron conmovidos”.

En la “Historia de los Premios Militares”, publicada por el Ministerio de Guerra, se halla la reseña de una curiosa medalla de origen desconocido, según los compiladores de la mencionada obra, pero que el erudito Padre Antonio Larrouy atribuye al general Belgrano quien, por su cuenta, la hizo acuñar en la Casa de la Moneda. Es, escribe Larrouy, “un nuevo testimonio de su indefectible gratitud a su Protectora”.

Anverso:

Bajo la protección de
Nuestra Señora de Mercedes
Generala del Ejército
En el campo: Victoria – del 24 de
- Septiembre – de 1812

Reverso:

Tucumán – Sepulcro – de la – Tiranía
En el Canto: Viva la religión, la patria
y la unión.

En 1821, escribía, y no sin fundamento, fray Cayetano Rodríguez estas hermosas líneas:

“¿En qué país no ha resonado la fama de su piedad religiosa con que tributaba al cielo el homenaje de su gratitud, reconociéndolo en sus militares encuentros por autor único de sus triunfos, y besando la mano que lo humillaba en sus desgracias? ¿Con qué confianza, con qué ternura libraba en las manos de la Reina de los Ángeles el feliz éxito de sus empresas y cuán sensibles pruebas le dio esta Divina Madre de su protección y amparo, en los apurados lances en que se vio comprometido su honor, e indecisa la suerte de la América del Sur?”.

No se contentó el general Belgrano con proclamar a la Virgen por patrona del ejército, antes de la batalla, con entregar personalmente su bastón de mando en manos de la venerada imagen, y con hacer acuñar la hermosa medalla conmemorativa de aquel señalado triunfo. “Antes de ponerse en marcha para Jujuy –continúa el historiador Mitre- mandó hacer funerales por los muertos, a los que asistió personalmente con todo su Estado Mayor, enseñando prácticamente, que los odios no deben pasar más allá del sepulcro, a la vez que consolidaba la opinión de religiosidad que iba adquiriendo su ejército”.

Como complemento de lo que acabamos de decir, trasladaremos a continuación algunas interesantísimas noticias que consigna el general Paz en sus tan celebradas “Memorias”: “Las monjas de Buenos Aires –escribe el célebre soldado cordobés- a cuya noticia llegaron estos actos de devoción, los celebraron mucho y quisieron hacer una manifestación al ejército, mandando obsequiosamente un cargamento de cuatro mil pares de escapularios de la Merced, los que se distribuyeron en esta forma:

“Cuando se trató de mover el ejército para buscar el enemigo en Salta, se hizo por cuerpos, los que después se reunieron en tiempo y oportunidad. Luego que el batallón o regimiento salía de su cuartel, se le conducía a la calle en que está situado el templo de la Merced. En su atrio estaba ya preparada una mesa vestida, con la imagen, a cuyo frente formaba el cuerpo que iba a emprender la marcha; entonces sacaban muchos cientos de escapularios, en bandejas, que se distribuían a jefes, oficiales y tropa, los que colocaban sobre el uniforme y divisas militares”.

“Es admirable que estos escapularios se conservasen intactos, después de cien leguas de marcha, en la estación lluviosa, y nada es tan cierto, como el que en la acción de Salta, sin precedente orden y sólo por un convenio tácito y general, los escapularios vinieron a ser una divisa de guerra: si alguno los había perdido, tuvo buen cuidado de ponerse otros, porque hubiera sido peligroso andar sin ellos”.

* Furlong, Guillermo: Belgrano, el Santo de la espada y de la pluma. Bs. As, Club de Lectores, 1974, pp. 38-43.

lunes, 20 de mayo de 2013

SANTIAGO DE LINIERS, PATRIOTA Y CABALLERO

Quisiera referirme en este breve artículo a un gran héroe que defendió con valor a la ciudad de la Santísima Trinidad (más conocida como Buenos Aires), evitando la humillación de una conquista deshonrosa por parte de una potencia extranjera, pero sobre todo preservando la identidad católica de la urbe.


     ¡Qué distinto resulta mirar a nuestra Patria desde esta perspectiva: a partir de los Santos, de los Héroes, de sus esencias fundacionales; y aquella a la que nos tiene acostumbrados la cultura oficial con sus voceros y sus medios!

      Volvamos entonces la mirada a otros tiempos y admiremos la estampa de un noble caballero: Santiago de Liniers y Bremond. Ezequiel Ortega lo definió como un hombre del Antiguo Régimen[1], con todo lo de honorable y digno que dicha expresión encierra.

     En efecto, don Santiago no fue un hombre preocupado por proclamar derechos y reclamar libertades e igualdades. Por el contrario, su educación se fundó en el Honor, el cumplimiento del Deber, el Servicio y la Fidelidad a Dios, al Rey y a su Patria adoptiva.

   Perteneciente a la nobleza de provincia francesa, recibió una educación caballeresca[2]. Ingresado en la Orden de Malta en 1765, terminó dedicado a la náutica. Pasó al Servicio de Su Majestad Católica, el Rey de España, ya que en ese momento las Casas reales de Francia y de España se hallaban unidas por los llamados “Pactos de Familia”. Mantuvo  su fidelidad al Rey al que eligió servir hasta el final de su vida.  Este servicio lo llevó a embarcarse en 1776 en la flota de don Pedro de Cevallos, primer Virrey del Río de la Plata. Vuelto a España, se estableció definitivamente en el Río de la Plata en el año 1789, convirtiéndose estos Reinos en su Patria definitiva. Aquí fue donde prestó  sus más destacados servicios. 

     Habiendo enviudado se ligó a una familia tradicional de Buenos Aires a través del Matrimonio con María Martina de Sarratea, de quien también enviudaría poco después. Fue padre de una prole numerosa. Gobernador de las antiguas Misiones entre 1803 y 1804, como  Capitán de Navío aprendió a conocer los secretos del Río de la Plata. En 1806 el Virrey Sobremonte lo destinó al puerto de la Ensenada de Barragán, para fortificar la zona ante un eventual ataque. Éste se produjo a los pocos días. Los ingleses desembarcaron por Quilmes, y a los pocos días el pabellón británico flameaba en el fuerte de Buenos Aires. Este hecho le brindó  la ocasión para demostrar su lealtad y su fidelidad.

     Cuenta el Padre Cayetano Bruno que encontrándose Buenos Aires invadida por los ingleses “había decaído lastimosamente el culto religioso en el histórico templo (de Santo Domingo) por la prohibición de exponer el Santísimo durante las funciones de la Cofradía y efectuar por las calles la procesión acostumbrada con el Señor Sacramentado”. Fue entonces que el bravo caballero “se acongojó al ver que la función de aquel día no se hacía con la solemnidad que se acostumbraba. Entonces, conmovido de su celo pasó de la iglesia a la celda prioral, y encontrándose en ella con el Reverendo Padre Maestro y Prior fray Gregorio Torres, y el Mayordomo primero, les aseguró que había hecho voto solemne a Nuestra Señora del Rosario (ofreciéndole las banderas que tomase a los enemigos) de ir a Montevideo a tratar con el Señor Gobernador sobre reconquistar esta Ciudad, firmemente persuadido de que lo lograría bajo tan alta protección”[3].

     Siendo superado el trance de las Invasiones, Liniers fue designado Virrey en forma interina. Le tocó ocupar este cargo en un momento muy conflictivo, por lo que su autoridad fue cuestionada por diversos sectores, y algunas de sus actitudes despertaron recelos. Incluso, se suele recordar de este período algún desliz moral que no se corresponde con la conducta que caracterizó al resto de su vida.

     Pasado el trance, y siendo reemplazado por el nuevo Virrey, Cisneros, designado por la Junta Central de Sevilla, Liniers se retiró a las sierras cordobesas para poder disfrutar de una vida serena y sosegada.

     Desencadenados los hechos de Mayo de 1810, no supo ver que una “nueva fidelidad”: el servicio a la Patria naciente, venía a reemplazar a la vieja fidelidad a un Rey que ya no reinaba[4]. Y se opuso a un Movimiento que consideró revolucionario[5]. Encabezó la resistencia contrarrevolucionaria en Córdoba, que fue fácilmente contenida, y los cabecillas capturados y condenados. En  estas circunstancias, y ante la presión de su padre político que no entiende su conducta, le escribe:    “(…) mi amado padre (...) en cuanto a mi individuo; ¿cómo siendo yo un general, un oficial quien en sus treinta y seis años he acreditado mi fidelidad y amor al soberano, quisiera Usted que en el último tercio de mi vida me cubriese de ignominia quedando indiferente en una causa que es la de mi Rey; que por esa infidencia dejase a mis hijos un nombre, hasta el presente intachable con la nota de traidor? ¡Ah mi padre! Yo que conozco también la honradez de sus principios, no puedo creer que Usted piense, ni me aconseje motu proprio, semejante proceder (...)    (...) Por último Señor, el que nutre a las aves, a los reptiles, a las fieras y los insectos proveerá a la subsistencia de mis hijos, los que podrán presentarse en todas partes sin avergonzarse de deber la vida a un padre que fue capaz por ningún título de quebrantar los sagrados vínculos del honor, de la lealtad, y del patriotismo, y que si no les deja caudal, les deja a lo menos un buen nombre y buenos ejemplos que imitar (...)”

     El Padre Cayetano Bruno nos describe sus últimos momentos: “(luego de conocer la sentencia de muerte) Liniers ya no pensó sino en su alma. (…) (un documento anónimo atestigua que) ‘pidió al Sr. Obispo (Orellana) le sacase de su bolsillo el rosario y paseándose lo rezó y continuó preparándose para la confesión, todo  con tal nobleza y entereza que…, en aquel estado de ignominia y con los brazos atados, parecía más glorioso que en sus victorias de la Reconquista …Este Señor y el coronel Allende hicieron su confesión con el Sr. Obispo (…)

     Liniers rechazó la venda. Luego ‘en voz perceptible (…) imploró el auxilio de María Santísima –bajo el título del Rosario de quien fue siempre muy devoto-, e hincado de rodillas’ dio la señal a los soldados”[6].

    Más adelante, el mismo autor nos describe una experiencia muy particular que tuvo una monja del convento de las Teresas, de Córdoba: sor Lucía del Ssmo. Sacramento. Ésta por orden de su confesor escribió su autobiografía con el título Amores de Dios con el alma. En dicha obra, entre otras experiencias místicas, cuenta que vio las almas de los ejecutados “en la Gloria. Dícele ‘Nuestro Señor de cada una en particular con lo que se habían hecho dignos y merecedores de tal corona’. Conversa con ellas familiarmente. Le encargan comunicar a sus allegados ‘no tuviesen pena, que era tan grande y tal sus felicidades que no se puede explicar …; bendecían y alababan al Dios de las Misericordias que había usado de tanta liberalidad para con ellos, bendecían sus suertes y entonaban cánticos de gracias al Omnipotente…’ (…)

     Sor Lucía frisaba a la sazón en los 39 años de edad. Murió el 4 de mayo de 1824, ‘después de llevar una vida admirable en virtudes y favores del Señor’.”[7]
    

                                                                     Prof. Javier Ruffino





[1]Ortega, Ezequiel. Santiago de Liniers. Un hombre del Antiguo Régimen.
[2] “Santiago de Liniers fue el producto natural y lógico de su formación familiar y de su medio. De sus cuatro hermanos varones, tres fueron hombres de armas y uno religioso; de las cuatro hermanas, dos siguieron la vida del claustro”. (Lozier Almazán, B.  Liniers y su tiempo)
[3] Bruno, Cayetano. La Virgen Generala.
[4] Por otra parte, los Borbones se habían hecho indignos de toda obediencia. América, en efecto, necesitaba continuar su historia al margen de una Metrópoli que había abdicado, hacía tiempo, de los principios que habían impulsado su acción evangelizadora y civilizadora en siglos anteriores. “Puede decirse (…) que para los Austrias estos países eran provincias del vasto Imperio, poblado por vasallos fieles e iguales en sus derechos a los de la península: idea que impregna toda su legislación de Indias. Para los Borbones no es así. Carentes del sentido imperial de sus antecesores, empiezan a mirar dichos territorios como colonias proveedoras de recursos y objeto de combinaciones diplomáticas” (Palacio, Ernesto, Historia de la Argentina); “Al  Imperialismo religioso de los Austrias sucedió entonces una Monarquía preocupada fundamentalmente por desarrollar su marina, su comercio y sus industrias…” (Ricardo Zorraquín Becú, La organización política argentina durante el período hispánico). La consecuencia de estos cambios fue la infiltración de la Corte por ministros masones, la aplicación de reformas conforme a los principios del Despotismo Ilustrado, y la expulsión de los jesuitas. El final de la tragedia del otrora gran Imperio Español se representó en Bayona, cuando los Borbones hicieron entrega de sus Reinos al Tirano de Europa, Napoleón Bonaparte.  
[5] En algunas de las mentes de sus protagonistas, por cierto que lo era. Pero el Movimiento de Mayo tenía su justificación, y entroncaban sus fundamentos, en la auténtica tradición jurídica española.
[6] Bruno, Cayetano. Ídem.
[7] Bruno, Cayetano. Ídem.

sábado, 11 de mayo de 2013

De la Monarquía Católica a la territorial y la guerra civil en América


Por: Ramiro de Maeztu

En general, los hispanoamericanos no se suelen hacer cargo de que lo mismo su afrancesamiento espiritual, que su sentido secularista del gobierno y de la vida, que su afición a las ideas de la Enciclopedia y de la Revolución son herencia española, hija de aquella extraordinaria revisión de valores y de principios que se operó en España en las primeras décadas del siglo XVIII y que inspiró a nuestro gobierno desde 1750. Y es que los libros escolares de Historia no suelen mostrarles que las ideas y los principios son antes que las formas de gobierno.

Los principios han de ser lo primero, porque el principio, según la Academia, es el primer instante del ser de una cosa. No va con nosotros la fórmula de "politique d'abord", a menos que se entienda que lo primero de la política ha de ser la fijación de los principios. Aunque creyentes en la esencialidad de las formas de gobierno, tampoco las preferimos a sus principios normativos. La prueba la tenemos en aquel siglo XVIII, en que se nos perdió la Hispanidad, las instituciones trataron de parecerse a las de mil seiscientos. Hasta hubo aumento en el poder de la Corona. Pero nos gobernaron en la segunda mitad del siglo masones aristócratas, y los que se proponían los iniciados, lo que en buena medida consiguieron, era dejar sin religión a España.

La impiedad, ciertamente, no entró en la Península blandiendo ostensiblemente sus principios, sino bajo la yerba y por secretos conciliábulos. Durante muchas décadas siguieron nuestros aristócratas rezando su rosario. Empezamos por maravillarnos del fausto y la pujanza de las naciones progresivas: de la flota y el comercio de Holanda e Inglaterra, de las plumas y colores de Versalles. Después nos asomamos humildes y curiosos a los autores extranjeros, empezando por aquel Montesquieu que tan mala voluntad nos tenía. Avergonzados de nuestra pobreza, nos olvidamos de que habíamos realizado, y continuábamos actualizando, un ideal de civilización muy superior a ningún empeño de las naciones que admirábamos. Y como entonces no nos habíamos hecho cargo, ni ahora tampoco, de que el primer deber del patriotismo es la defensa de los valores patrios legítimos contra todo lo que tienda a despreciarlos, se nos entró por la superstición de lo extranjero esa enajenación o enfermedad del que se sale de sí mismo, que todavía padecemos.

Mucho bueno hizo el siglo XVIII. Nadie lo discute. Ahí están las Academias, los caminos, los canales, las Sociedades económicas de los Amigos del País, la renovación de los estudios. Embargados en otros menesteres, no cabe duda de que nos habíamos quedado rezagados en el cultivo de las ciencias naturales, porque, respecto de las otras, Maritan estima como la mayor desgracia para Europa haber seguido a Descartes en el curso del siglo XVII, y no a su contemporáneo Juan de Santo Tomás, el portugués eminentísimo, aunque desconocido de nuestros intelectuales, que enseñaba a su santo en Alcalá. El hecho es que dejamos de pelear por nuestro propio espíritu, aquel espíritu con que estábamos incorporando a la sociedad occidental y cristiana a todas las razas de color con las que nos habíamos puesto en contacto. Ahora bien, el espíritu de los pueblos está constituido de tal modo, que, cuando se deja de defender, se desvanece para ellos.

No vimos entonces que la pérdida de la tradición implicaba la disolución del Imperio, y por ello la separación de los pueblos hispanoamericanos. El Imperio español era una Monarquía misionera, que el mundo designaba propiamente con el título de Monarquía católica. Desde el momento en que el régimen nuestro, aun sin cambiar de nombre, se convirtió en ordenación territorial, militar, pragmática, económica, racionalista, los fundamentos mismos de la lealtad y de la obediencia quedaron quebrantados. La España que veían, a través de sus virreyes y altos funcionarios, los americanos de la segunda mitad del siglo XVIII, no era ya la que los predicadores habían exaltado, recordando sin cesar en los púlpitos la cláusula del testamento de Isabel la Católica, en que se decía: "El principal fin e intención suya, y del Rey su marido, de pacificar y poblar las Indias, fue convertir a la Santa Fe Católica a los naturales", por lo que encargaba a los príncipes herederos: "Que no consientan que los indios de las tierras ganadas y por ganar reciban en sus personas y bienes agravios, sino que sean bien tratados". No era tampoco la España de que, después de recapacitarlo todo, escribió el ecuatoriano Juan Montalvo: "¡España, España! Cuanto de puro hay en nuestra sangre, de noble en nuestro corazón, de claro en nuestro entendimiento, de ti lo tenemos, a ti te lo debemos".

Esta no es la doctrina oficial. La doctrina oficial, premiada aún no hace muchos años con la más alta recompensa por la Universidad de Madrid en una tesis doctoral, la del doctor Carrancá y Trujillo, afirma solemnemente que: -"Por la índole de su proceso histórico, la independencia iberoamericana significa la abnegación del orden colonial, esto es, la derrota política del tradicionalismo conservador, considerado como el enemigo de todo progreso". Pero que este proyecto haya podido sancionarse, después de publicada en castellano la obra de Mario André "El fin del Imperio español en América", no es sino evidencia de que, con el espíritu de la Hispanidad, se ha apagado entre nosotros hasta el deseo de la verdad histórica.

La guerra civil en América

La verdad, aunque no toda la verdad, la había dicho André: "La guerra hispanoamericana es guerra civil entre americanos que quieren, los unos la continuación del régimen español, los otros la independencia con Fernando VII o uno de sus parientes por Rey, o bajo un régimen republicano". ¿Pruebas? La revolución del Ecuador la hicieron en Quito, en 1809, los aristócratas y el obispo al grito de ¡Viva el Rey! Y es que la aristocracia americana reclamaba el poder, como descendientes de los conquistadores, y por sentirse más leal al espíritu de los Reyes Católicos que los funcionarios del siglo XVIII y principios del XIX. "No queremos que nos gobiernen los franceses", escribía Cornelio Saavedra al virrey Cisneros en Buenos Aires, en 1810. Montevideo, en cambio, se declaró casi unánimemente por España. Se exceptuaron los franciscanos, cuyo convento hizo formar a los soldados el gobernador Elío. ¿Por qué cruzó los Andes el argentino San Martín? Porque los partidarios de España recibían refuerzos de Chile. Pero desde 1810 hasta 1814 España, ocupada por las tropas francesas, no pudo enviar fuerzas a América. Y, sin embargo, la guerra fue terrible en esos años en casi todo el continente. ¿Quienes peleaban en ella, de una y otra parte, sino los propios americanos?

El 9 de julio de 1816 proclamó la independencia argentina el Congreso de Tucumán. De 29 votantes eran 15 curas y frailes. El Congreso, se inclinaba también a la Monarquía. Lo evitó el voto de un fraile. En cambio, los clérigos de Caracas se pusieron al principio de la lucha al lado de España. Verdad que la pugna por la independencia había sido iniciada en Venezuela por un club jacobino. Los llaneros del Orinoco pelearon al principio con Boves por España, después con Paéz por la independencia. Luego el gobierno de Caracas, como muchos otros gobiernos americanos, juró solemnemente con el cargo "defender el misterio de la Inmaculada concepción de la Virgen María Nuestra Señora". Ya en 1816, el general Morillo, a pesar de estar persuadido de que: "La convicción y la obediencia al Soberano son la obra de los eclesiásticos, gobernados por buenos prelados", había aconsejado enviar a España a los dominicos de Venezuela. ¿Y en Méjico? Si el movimiento de 1821 triunfó tan fácilmente fue porque se trató de una reacción: "Contra el parlamentarismo liberal dueño de España, desde que, tras las revoluciones militares iniciadas por Riego, Fernando VII fue obligado a restablecer la Constitución de 1812". Los tres últimos virreyes y las cuatro quintas partes de los oficiales españoles de guarnición en Méjico eran masones.

La situación está pintada por el hecho de que Morillo, el general de Fernando VII, era volteriano, y Bolívar, en cambio, aunque iniciado en la masonería cuando joven, proclamaba en Colombia el 28 de septiembre de 1827, que: "La unión del incensario con la espada de la ley es la verdadera arca de la alianza". Y en su mensaje de despedida dirigió al nuevo Congreso esta recomendación suprema: "Me permitiréis que mi Ultimo acto sea el recomendaros que protejáis la Santa Religión que profesamos, y que es el manantial abundante de las bendiciones del cielo". Esta historia no se parece a la que los españoles e hispanoamericanos hemos oído contar. Pero André la ha sacado del Archivo de Indias y de documentos originales, y ello no muestra sino que la historia está por rehacer. Durante los largos años de la revolución por la independencia, algunos políticos y escritores hispanoamericanos, propagaron, como arma de guerra la leyenda de una América martirizada por los obispos y virreyes de España. Como su partido resultó vencedor, durante todo el siglo XIX se continuó propalando la misma falsedad y haciendo contrastes pintorescos entre "Las tinieblas del pasado teocrático y las luminosidades del presente laico". Lo más grave es que un historiador tan serio como César Cantú, había escrito sobre la conquista de Nueva Granada, no obstante existir, desde 1700, la curiosísima historia, ahora reeditada del dominico Alonso de Zamora, que: "Los pocos indígenas que sobrevivieron se refugiaron en las Cordilleras, donde no les podían alcanzar ni los hombres, ni los perros, y allí se mantuvieron muchos siglos hasta el momento -momento que la Providencia hace llegar más pronto o más tarde- en que los oprimidos pudieron exigir cuentas de sus opresores". Verdad que en otro tomo de su historia se olvida de su bonita frase y reconoce que en Nueva Granada había a principios del siglo XIX unos 390.000 indios y 642.000 criollos, además de 1.250.000 mestizos, que no vivían seguramente fuera del alcance de los hombres y de los perros.


Tomado de: http://hispanidad.tripod.com/maezt5.htm

domingo, 5 de mayo de 2013

ELOGIO DEL RESTAURADOR


Rosas, figura patricia, “de rasgos imperiales, clásicos en toda forma”, “recio, gubernamental, inclemente”en su “lucha abierta y ruidosa con nacionales y extranjeros para consolidar su poder en el centro de una gran capital histórica” (Vicente F. López), “fue lo que el país quiso que fuese” (Zinny). Campeón del “honor nacional” (San Martín), resistió “gloriosamente a las pretensiones de una potencia europea” (Sarmiento), cuyas agresiones fueron “la más escandalosa violación del derecho de gentes” (Lamartine). “Sin arredrarse del poder de nuestros enemigos” (Necochea), desde un gobierno que, “fuere lo que fuere, es nacional”, en “presencia de la Francia (Lavalle), infligió al gobierno de esa Francia una “derrota diplomática” como “jamás hubo más completa en todos los puntos” (Thiers).

“Reincorporó la Nación (Sarmiento) y creó en ella “el respeto a la autoridad” que antes de él no existía,“enseñando a obedecer a sus enemigos y a sus amigos” (Alberdi). “Grande y poderoso instrumento que realiza todo lo que el porvenir de la patria necesita” (Sarmiento), “bajo su gobierno vivió Buenos Aires un pie de prosperidad admirable” (Herrera y Obes). Administrador pulcro de los dineros fiscales (Ramos Mejía), su “honradez administrativa” le ganó la confianza del “comercio y el extranjero” (Terry) y la gratitud de los acreedores del país “por las seguridades de pago ofrecidas por el gobierno argentino” (Baring Brothers). Y “cumplió esta promesa (o seguridades) espontáneamente” (Pedro Agote).

Y este “perfecto hombre de Estado” (Brossard), que “conocía los secretos de los gabinetes europeos”hasta el punto que “no había gobierno en Europa tan bien informado como el de Rosas ni tan ilustrado por sus agentes” (Thiers); este defensor de América, cuya energía probó “que la Europa es demasiado débil para conquistar a un Estado americano que quiere sostener sus derechos” (Sarmiento) y a quien “debe la República Argentina en estos últimos años haber llenado de su nombre, de sus luchas y de la discusión de sus intereses, el mundo civilizado, y puéstola más en contacto con la Europa (Sarmiento); este“hombre notable” que dio “a su país un nombre y un lugar tan permanente como no conseguirá pronto ninguna otra nación sudamericana” (The New York Sun); este “formidable caudillo” (Martiniano Leguizamón), que “defendió a su país como pocos lo habían defendido” (Octavio Amadeo), “sosteniendo el honor y la integridad de su territorio” (Martiniano Leguizamón) y “los derechos de la Nación contra las miras extrañas” (Ferré), “miras siniestras de los enviados de Francia y de Inglaterra” (Vicente López y Planes); este gobernante extraordinario, en fin, que “era la encarnación de la voluntad del pueblo”(Sarmiento) y que prestó al país “servicios muy altos”, “servicios cuya gloria nadie podrá arrebatarle”(Urquiza), fue, sin embargo, calumniado “a designio” (Sarmiento).

Son muchos todavía los hombres de buena fe que se dejan gobernar, en sus juicios y opiniones, como las llamas de los indios, por arabescos retóricos. Pero no somos pocos los que, reaccionando contra el escepticismo corrosivo, mantenemos viva nuestra fe en la virtud soberana de la verdad y en su triunfo final sobre las supercherías de una literatura cada día menos afortunada en sus tentativas maliciosas. Creemos también en la eficacia de nuestros esfuerzos y no tememos la contradicción que venga del lado de los adversarios, a quienes quisiéramos ver más activos en la defensa de sus historias.

“Día llegará —pensamos como don Juan Manuel en el destierro— en que, desapareciendo las sombras, sólo queden las verdades, que no dejarán de conocerse, por más que quieran ocultarse entre el torrente oscuro de las injusticias”.



Roberto de Laferrere

Tomado de “El nacionalismo de Rosas”, Buenos Aires, Haz, 1953, págs. 107-111.