miércoles, 22 de julio de 2020

El móvil de Francia en el bloqueo de 1838 *

Por: Alberto Ezcurra Medrano

    El 30 de noviembre de 1837 –según nos dice la historia– el vicecónsul de Francia en Buenos Aires, Aimé Roger, envió una insolente nota al gobierno de D. Juan Manuel de Rosas.

     Por ley del 1° de abril de 1821 se había extendido «la obligación de enrolamiento y servicio en la guardia nacional a los extranjeros propietarios de bienes raíces, dueños de tienda de menudeo o por mayor, que ejercieren arte mecánica o profesión liberal, y en general a todos los que hubiesen residido más de dos años consecutivos en la provincia de Buenos Aires».

   Esta ley era perfectamente equitativa, pues concedía a los extranjeros ciertos derechos que por entonces eran privilegio exclusivo de los ciudadanos y en compensación les exigía su contribución al mantenimiento del orden público, en el cual ellos también estaban interesados. De acuerdo con ella servían en la guardia nacional los franceses Martín Larre y Jourdan Pons. Este fue el motivo de la protesta del vicecónsul, motivo al cual se añadió la reclamación de libertad para Becle y Lavié, presos por conspirador y por ladrón, respectivamente, y la de Blas Despouy por la clausura de un establecimiento industrial que ya le había sido indemnizado. La nota de Roger decía –entre otras cosas– que «el gobierno francés se consideraba con títulos para reclamar para sus nacionales los mismos privilegios que los ingleses habían obtenido por un tratado». (¡)

    En nota de fecha 12 de diciembre el ministro Arana expresó que examinaría los antecedentes relativos a los casos enunciados en la reclamación, nota que fue contestada por Roger con su acostumbrada altanería exigiendo que el gobierno de Buenos Aires «suspendiera desde luego la aplicación de sus pretensiones» y diera cumplimiento a todo cuanto se le pedía. Una nueva nota circunspecta y comedida del ministro Arana fue seguida de una nueva insolencia del vicecónsul francés, quien solicitaba el inmediato cumplimiento de sus demandas, o sus pasaportes. Arana el 13 de mayo de 1838, le remitió sus pasaportes.

    Pero Roger no obraba por cuenta propia. Era movido por el cónsul Baradère, y tras éste estaba Francia. Por otra parte, mientras se cambiaban estas notas el contraalmirante Leblanc se hallaba en Montevideo al frente de varios buques de la escuadra francesa. De Roger el asunto pasó a Leblanc. Una nota de éste repitiendo y ampliando las exigencias anteriores, fue dignamente contestada por el ministro argentino y Leblanc replicó declarando «el puerto de Buenos Aires y todo el litoral del río perteneciente a la República Argentina, en estado de riguroso bloqueo por las fuerzas navales francesas, esperando las medidas ulteriores que juzgase conveniente tomar».

    ¿Cuál era el móvil de Francia? Los unitarios, que fueron sus aliados, han sido los principales interesados en ocultarlo. La historia escrita por ellos resume ese conflicto de un modo muy sencillo. El «tirano», para distraer la atención del pueblo, «emprendió –dice Rivera Indarte– una lucha injustificada con los agentes de Francia. Desde 1839, perseguidor declarado de la civilización europea, no contento con combatirla por medios indirectos, trató de disminuirla haciendo sufrir a los europeos, y especialmente a los franceses, vejámenes de todo género, para aburrirlos, alejarlos y poner dique a la emigración extranjera». Entonces Francia intervino en defensa de la civilización escarnecida por un déspota. «Por otra parte –comenta otro cabecilla unitario– las dos intervenciones europeas no trajeron ninguna amenaza para la integridad territorial del país. Lo comprueban las protestas constantes de los agentes, de esas intervenciones y sus empeños por atraer a Rosas a razonables transacciones».

    Sin embargo la realidad es otra. Lo prueba no sólo el espíritu de los discursos de Thiers y de los artículos de la prensa francesa, sino la documentación oficial de la época.

   Ya en 1830 M. Cavaillon, vicecónsul francés en Montevideo, envía al Ministerio de Negocios Extranjeros de Francia, un detallado informe en el cual aconseja la conquista del Uruguay, con el objeto de proclamar en él una monarquía bajo el protectorado de Francia. «El soberano del Uruguay –dice el informe– sería francés y traería consigo el número de colonos que creyese conveniente. Sería necesaria la aprobación de don Pedro, y si su hija dejase de ser reina de Portugal, podría volverse reina del Uruguay. Sin gran esfuerzo y con un poco de tacto, las provincias de Entre Ríos y Corrientes, de igual fertilidad que la Banda Oriental, romperían los lazos que las unen débilmente a la República Argentina y entrarían a formar parte del nuevo estado». Cavaillon afirmaba mantener relaciones estrechas con un personaje de Montevideo, y añadía: «Atrayéndose a dos o tres generales conocidos y a tres o cuatro hombres entre los más influyentes, el resto sería cosa fácil». Años más tarde se vería que el gobierno francés no echaba en saco roto estas insinuaciones. El general conocido sería Fructuoso Rivera y entre los hombres influyentes se contarían algunos argentinos, inclusive Florencio Varela.

    En 1835 el cónsul Baradère, –el mismo bajo cuya inspiración actuó tres años después Aimé Roger– remitió al ministerio francés otro interesantísimo informe, en el cual le decía, después de largas consideraciones: «No hay, pues, otro porvenir para estas bellas comarcas, que el que surgirá de un cambio de sistema. Sólo el protectorado de una potencia extranjera o el régimen monárquico pueden imponer en ellas el orden y asegurar su tranquilidad» (Archivo del Ministerio de Negocios Extranjeros de Francia).

    Ya iniciado el bloqueo de 1838, la documentación referente a ese asunto trasluce con igual claridad las mismas intenciones. Así, el almirante Leblanc, jefe de la escuadra bloqueadora, dice en una de sus notas: «Es posible y probable que con los aliados que los agentes franceses se han procurado y los recursos puestos a su disposición, triunfaremos sobre Rosas; pero sería más seguro, más digno de la Francia, enviar fuerzas de tierra que unidas a las de don Frutos y Lavalle concluirán pronto con el monstruo y establecerán de una manera permanente en el Río de la Plata la influencia de la Francia». Y cuando «Don Frutos» gestiona ante los agentes franceses la alianza contra Rosas, los cónsules de Francia y el ya citado Leblanc, de común acuerdo, resuelven «no dejar escapar esta ocasión favorable para someter a Rosas y establecer la influencia de Francia a la vez en Buenos Aires y en Montevideo» (Archivo del contraalmirante Leblanc).

    Naturalmente, la historia subjetiva de los liberales y de los que aun creen a pie juntillas la tradición unitaria, niega hasta lo evidente. Todavía en 1926 se ha escrito esto: «¡Cómo pensar que Francia venía aquí en tren de conquista, sobre todo después de 1806! ¡Cómo no pensar que venía a servir a la civilización y a la libertad, a la población y al comercio!» A esos ciegos, incurables porque no quieren ver, los apostrofa Carlos Pereyra en su magnífico «Rosas y Thiers»:

    «¿Os halaga –les dice– que vuestra patria sea honrada con bombardeos para derrocar despotismos, y esperáis que caído cada tirano se os dejará en pleno goce de vuestra independencia?

    »Estáis en lo justo, hay que reconocerlo. Todas las guerras y todos los tratados que ha hecho Europa en Asia tuvieron por objeto reconocer y consagrar soberanías...

    »¿Por qué? Porque garantizar la independencia de una patria –no digo Corea, sino Portugal o Grecia– es tenerla en un puño.

    »Sólo a las naciones libres así garantizadas se les quita Hong Kong, o se les lleva un ferrocarril a Puerto Arturo, o se les limpian los cofres y vitrinas de los palacios imperiales».

    Por lo demás, no debemos mirar el hecho aislado de la intervención en el Río de la Plata, sino relacionarlo con la política internacional de Francia en aquella época. «¿Cómo es que ninguna República del Pacífico ha sido jamás bloqueada por la Europa?» se preguntaba un eminente escritor unitario, y replicaba: «Porque en ninguna de ellas se ha entronizado un poder reaccionario y perseguidor del influjo europeo, cual es el de Rosas». Ahora bien: tal raciocinio partía de una base absolutamente falsa. Mientras el contraalmirante Leblanc bloqueaba el Río de la Plata, otra escuadra francesa hacía lo mismo con el puerto de Guayaquil, en el Ecuador. Simultáneamente Francia se ponía al habla con el dictador de Bolivia, Andrés Santa Cruz, para bloquear los puertos de Chile. Y en Méjico se iniciaba la injusta «guerra de los pasteles» y el vicealmirante Baudin bombardeaba el viejo castillo de San Juan de Ulúa.

    Se trataba, pues, de una acción conjunta, que tenía por fin construir un nuevo imperio colonial en reemplazo del antiguo deshecho por Inglaterra. A los dominios que le quedaban en América, Martinica, Guadalupe, San Pedro, Miquelon y la Guayana, Francia añadiría el Río de la Plata. No era precisamente una conquista a sangre y fuego. Primero vendría la influencia francesa, el protectorado. Lo demás, sería obra del tiempo y de esa hábil política colonial que constituye la especialidad de ciertas cancillerías europeas.

    Se trataba, por consiguiente, de una guerra, pese a la farsa de la intervención civilizadora y del bloqueo pacífico. Guerra antiargentina y antiamericana, pese a los liberales argentinos que defendieron y defienden los «derechos» de Francia. Así lo entendió, por regla general, la prensa extranjera. «El Noticiario de Ambos Mundos» de Nueva York, decía: «Hemos visto al gobierno de Montevideo dar favor y ayuda a los injustos agresores, lo mismo que a los descontentos de Buenos Aires refugiados allí... En medio de esto un héroe vemos brillar: este héroe es el Presidente de Buenos Aires, es el general Rosas. Llámenle enhorabuena tirano sus enemigos; llámenle déspota, nada nos importa todo esto; él es patriota, tiene firmeza, tiene valor, tiene energía, tiene carácter y no sufre la humillación de su patria». En análogos conceptos abundaban otros periódicos de Inglaterra, España, Portugal, Brasil, Chile, Perú, Ecuador, Colombia y Venezuela, que cita Adolfo Saldías en su Historia de la Confederación. Además, los presidentes de Chile y Perú envían sendas felicitaciones al jefe de la Confederación Argentina y en el Parlamento brasileño el diputado Montezuma se expresa en términos elogiosísimos para el mismo.

    Las intenciones de Francia no se convirtieron en realidad. El imperio colonial francés fue reconstruido, pero no en América. Lo fue en África y Asia con Argelia, Marruecos, Túnez, Senegal, Costa de Marfil, Guinea, Somalía, Cochinchina, Cambodge y otros pequeños países que fueron cayendo poco a poco bajo el dominio o el protectorado francés. En el Río de la Plata, Francia no consiguió nada, ni lo conseguiría más adelante en unión con Inglaterra, porque lo impidió Rosas, y más que Rosas el auténtico pueblo argentino que se supo solidarizar con él en aquella terrible hora de prueba.



* En Revista «Baluarte», Buenos Aires, junio de 1933, n° 13.



domingo, 5 de julio de 2020

“Independencia y Nacionalismo”, de Antonio Caponnetto

Por: P. Javier Olivera Ravasi

Al que nace barrigón es al ñudo que lo fajen” –decía– Martín Fierro.

Y sí…, Caponnetto volvió a escribir; pero esta vez sobre historia.

Más que una obra de historia estamos frente a una reflexión histórica que –por esta vez nomás– no tiene un contrincante específico sino más bien una idea impugnante: la acusación contra nosotros, los hispanoamericanos, de que aquí se cometió una felonía contra España ante el hecho de independencia del siglo XIX.

El planteo viene de varios sectores: liberales, carlistas, masones y peronistas, entre otros, sin demasiadas distinciones de credos o ideologías; “estamos, pues, entre dos fuegos. El de la falsificación del pasado, amparado en una falsedad ideológica que existió y acabó dueña del poder. Y el de una ingratitud e injusticia más que hirientes, en la medida que desconoce, rechaza o desaira la enorme realidad del fidelismo americano y argentino a las raíces hispanocatólicas. Lo peor es que, como repitiendo un estigma insalvable que nos viene del siglo XIX, ambos fuegos tienen procedencia española y argentina a la vez” (p. 25)[1].

Es como si fuera un diálogo de sordos con dos independencias, la que Julio Ycaza llamaba “la independencia de los ideólogos” (p. 15) y la verdadera, que quiso ser fiel a España. Pareciera que no basta con repetir que por estos lares “no festejamos la independencia de los que se salieron con la suya” (los liberales); al contrario, “nos abochorna el himno que nos dieron un par de plagiarios rencorosos y nos apesadumbra ese escudo nimbado del sacrílego gorro frigio. Pero amamos nuestra bandera, que lleva los colores de María Santísima” (43). Y es lamentable que algunos hayan “decretado la villanía en bloque de la historia patria y su condena inexorable al oprobio y al cadalso” (p. 19).

La reflexión histórica, lejos de ser un panegírico ciego, intenta seguir la doctrina agustianiana o, más bien, cristiana, que permite ver “la paja y la viga en ojos propios y próximos. Vemos el trigo y la cizaña en las dos orillas de la contienda fratricida. Sabemos que los elegidos y los réprobos se reparten por igual en sendos bandos del litigio. Ni ‘realistas’ fatalmente perversos ni ‘criollos’ ineluctablemente probos” (p. 21). Sin embargo, “la peor leyenda negra resulta hoy la adjudicación de una leyenda rosa a aquellos sectores, como el del revisionismo fundacional o el del nacionalismo católico, cuyo pecado consistiría en haber aceptado la independencia política de España, pero no la desvinculación espiritual y cultural de la misma. La autodeterminación pero no la emancipación” (p. 24–25).

Lo bueno es que el autor se presenta y se define, abreviándole al lector el fatigoso trabajo de investigador de pensamientos ajenos. Escribe desde el “nacionalismo católico” (que, dicho sea de paso, nada tiene que ver con los nacionalismos separatistas europeos, “porque cuesta entender que no todo independentismo es Ben Bella ni todo nacionalismo es la ETA” [44]), definiéndolo como “este intento, deseo, anhelo o ideal –como quiera llamárselo– de reconstituir la cristiandad en el suelo natal (nación) que nos quedó como heredad una vez extinta la Cristiandad (extinta, claro, sin culpa nuestra y a nuestro pesar) (…). Que no quieran entenderlo nuestros amigos españoles, aferrados a una semántica afrentosa que sinonimiza nacionalismo con separatismo o con revolución moderna, lo lamentamos” (87).

Y tiene razón aquí. En España sobre todo, hay un problema terminológico que, incluso muchos de nuestros amigos no comprenden: “nacionalismo” no es aquí ni “separatismo” ni “fascismo”. Pero en fin… No entramos en el tema.

Los más fervientes defensores de España, hubiesen querido seguir bajo su manto. Era ésta la consigna de los devotos libertadores; si no, cabría preguntarse: “¿de qué lado estaban las concepciones católicas y contrarrevolucionarias de la patria, de la nación y del Estado? ¿Estaban acaso en la Casa de Borbón y en la Corte del Corso, o se habían refugiado en estas desangeladas latitudes, donde todavía en 1816 un congreso independentista se atrevió a jurar fidelidad social y nacional a la Inmaculada Concepción, y proclamar un Estado de cristiana sustancia?” (97). No: estaban del lado de la Hispanidad, aunque España estuviera ocupada; pues aquí peleaban leones contra leones” (p. 22). No se puede entonces “reducir la reyerta a una confrontación entre realistas y criollos, porque realistas eran todos. Ni entre españoles y americanos porque los bandos en lid mezclaban por igual uno y otro origen” (31).

Los patriotas, los verdaderos patriotas –y no los que hoy pululan hoy en palomares de bronce defecados– eran monárquicos. Sí señor: la de aquí “no fue una pelea entre realistas y criollos. Realistas los había en los dos bandos de la contienda fratricida” (62). Si parece mentira que hubiese que estar recordando una y otra vez el proyecto “del Gral. José de San Martín para coronar al Príncipe Carlos María Isidro de Borbón Parma. Gran tema –lamentablemente desconocido, omitido o minimizado entre nuestros impugnadores” (56); o el del Gral. Manuel Belgrano quien, en carta al Conde de Linhares (13 de octubre de 1808), le pedía “que medie para que se haga cargo de la situación americana el infante don Pedro Carlos de Borbón y Braganza; y que ‘no se difiera un instante su venida’, ante el temor de que ‘corra la sangre de nuestros hermanos, sin más estímulo que el de una rivalidad mal entendida y una vana presunción de dar existencia a un proyecto de independencia demócrata’”. No; no era por la democracia que peleaban, sino por la monarquía, porque –sigue Belgrano– “no teníamos ni las virtudes ni la ilustración necesarias para ser República y que era una monarquía moderada lo que nos convenía. No me gusta ese gorro y esa lanza en nuestro escudo de armas, y quisiera ver un cetro entre esas manos” (58–59).

Y a nosotros tampoco.

Lo cierto es que aquí nos “autonomamos” y nos independizamos para ser fieles a España o, mejor dicho, a lo que España significaba. Y en esto aventajábamos al mismo Fernando VII quien “no trepidó en felicitar a Bonaparte, el 22 de junio de 1808, por haber colocado en el trono de su patria, usurpándolo, a su propio hermano José, diciéndole: ‘No podemos ver a la cabeza de ella [la Nación hispana] un monarca más digno ni más propio por sus virtudes para asegurar su felicidad’” (68–69).

¡Ay, ay, ay, ay! ¡Qué buenos vasallos aquellos! ¡si oviessen buen señor!

Si hasta el mismo Vegas Latapié, autor que no podrá ser tildado de parcialidad para con los hermanos españoles, señaló con una franqueza digna de encomio que “América se alzó inicialmente por la Religión y por el Rey de España contra Napoleón y las funestas y antiespañolas Cortes de Cádiz” (…). Muchas de las autoridades españolas que había en América, afiliadas a las logias masónicas y compenetradas del ideario de los enciclopedistas franceses, trataron de reconocer al rey intruso José Bonaparte, y contra estas autoridades se sublevaron los pueblos todos de Hispanoamérica al grito de «¡Viva Fernado VII!». Levantados los pueblos en favor de la Monarquía Católica” (60). Y continúa: “Argentina, Perú, Colombia, Méjico, Guatemala…, nacidas a la vida independiente en el siglo XIX, hacéis bien y acertadamente al negar ser hijas de la España actual o de la del siglo pasado (…). Más dignos hijos de la España Eterna y de los españoles del siglo XVI son y han sido ecuatorianos como García Moreno, nicaragüenses como Rubén Darío y argentinos como Roberto Levillier” (63).

Es que Inglaterra estaba detrás… “¿Que hubo injerencia británica en los movimientos independentistas americanos? Ya dijimos que sí, y que lo sabemos” (44), pero “es la pura verdad recordar que tenía razón Benito Pérez Galdós, cuando en El equipaje del Rey José, describe a la España sojuzgada de la primera década del siglo XIX, como un pobre territorio dominado, donde ‘los franceses salen por un lado y los ingleses entran por otro’. Tenían razón nuestros pioneros del revisionismo cuando descubrían que John Hooklan Frére, vicecónsul inglés en Cádiz, fue el que fabricó el tristemente célebre Consejo de Regencia y hasta procedió a designar a cuatro de sus cinco miembros” (45).

La verdad fue que “las ‘inmensas regiones aún fieles’ de América (…), se alzaron ‘deseosas de salvaguardar los intereses de la Religión y del Trono’, y para eso tuvieron que romper ‘definitivamente los lazos que las unían con el Gobierno de Madrid (…). Muchos de los primeros en sublevarse en América, de haber vivido en España hubieran sido fieles soldados de Don Carlos (…). San Martín y Rosas, entre otros, se comportaron como proto o cuasi carlistas. Mientras muchos de los llamados ‘realistas’ eran liberales escandalosos” (60–61).

¿Pero cuáles fueron entonces las causas de la independencia? Valga la repetición: “Optamos por la Independencia hispanocriolla y católica, no por la emancipación kantiana, iluminista, suarista, rousseauniana y mitrista. Y nuestra opción no es un festejo ni un fuego de artificio chauvinista o provocación xenofóbica. Es la aceptación dócil a lo real sucedido, procurando extraer de ello la mejor parte (…) ¿Tanto les cuesta a los españoles que nos atacan y a los argentinos de los festejos oficiales entender esta diferencia?” (36). Si hay todavía “algunos que nos señalan con el índice acusador por el delito de leso independentismo” (37).

“Para denunciar conjuras segregacionistas americanas y criollas siempre hay candidatos. Para descubrir detrás de tales planes un par de mandiles, una testa regia britana y una legión de alcahuetes rentados, nunca faltan varones. Para lamentarse de la presunta infidelidad a un imbécil como Fernando VII, sobran los pechos peraltados de españolismo. Para exigir lealtad rioplatense a una corona corrupta y por tal desontologizada de vero hispanismo, siguen haciendo fila los necios” (40).

Sí; adivinó; Caponnetto no lo quiere al rey Fernando. “Los hombres limpios de la Independencia sentían y padecían en carne propia esa ausencia fundante y protectora, unitiva y concorde que se remontaba y los remontaba a los tiempos de Santa Isabel la Católica” (41). “Si el Rey –ese sobre el cual reposaba en primer lugar el pacto de vasallaje– ya no gobernaba, por una mezcla penosa de incompetencia y doblez, cipayaje y entrega, cautiverio y captura forzada, rebelarnos era lo previsto en la misma legislación común. Sublevarnos era obedecer y ser fieles” (42).

Es como dijo Noboa Zumárraga: “La revolución de América contra España, fue antes una revolución de España contra España: la de aquella que nacía a mediados del siglo XVIII contra la tradicional cimentada en la idea monárquica misional y católica” (45). Por ello que “nuestros más límpidos exponentes de la Independencia no aprovecharon a autogobernarse cuando el padre y la madre se habían ausentado de casa, sino cuando constataron el abandono, el maltrato y el dominio autocrático a que esos progenitores los sometían. La fidelidad no tenía fecha de vencimiento, pero caducó ante el delito regio de abandono de sus deberes” (52).

De allí que “no se nos puede acusar de hijos traidores que rechazan sin motivos o por malos motivos a sus padres. Una cosa era el ius resistendi aplicado in extremis contra el monarca canalla y aún contra su desnaturalización del concepto de la monarquía tradicional. Y otra cosa era el rupturismo deliberado y cruel de la Hispanidad. Nos independizábamos del mal rey, no de la tradición política regia. De la carne gangrenada, no del alma imperecedera. ‘De toda dominación extranjera’, según la fórmula acuñada en el Congreso de Tucumán” (56).

Porque resultaba no sólo lícito, sino hasta obligatorio el separarse de esa “tiranía cipaya (…) a la que aluden liberales y marxistas, con sus metáforas hímnicas cargadas de odio, de irreligiosidad y de ignorancia hacia nuestro origen y nuestro ser. Es la que instalaron los borbones con su arribo al trono, empezando por el mismo Felipe V, hasta llegar con sucesivos actos de perfidia al mismísimo Fernando VII. Es la que aparejó un cambio en el concepto mismo de monarquía –despojándola de su impronta misionera y evangelizadora para convertirla en una empresa recaudadora y mercantilista– y acabó por cambiar la fisonomía misma de España (…). Si de algún lado partieron estos males, reiteramos, fue de la Anti–España de los Borbones” (69–70).

Y no sirve la acusación de incluso “cismáticos” por habernos emancipado, pues “desde Pío VII y su famoso Breve Etsi Longissimo Terrarum de 1816, hace bien la Iglesia en bregar por la custodia del orden tradicional en materia política y en desalentar sublevaciones de torcidos signos o rebeliones de equivocada dirección. Hace bien en ilegitimar lo ilegitimable. Pero a no ser que se haya perdido completamente la objetividad, la verdad –merezca el juicio valorativo que mereciere de tirios y de troyanos– es que ningún pontífice condenó –simpliciter, stricto sensu y sine die– la independencia americana, ni excomulgó a sus genuinos adalides (…). Más bien sucedió lo contrario, hasta que las relaciones entre la Santa Sede y los nuevos gobiernos americanos quedaron bajo un clima formal de aceptación y de concordia” (84).

Pues bien; América se independizó y el intento fue bueno, pero el tiempo ha mostrado que hoy no es el sueño de sus libertadores, sino su pesadilla.

“¿Qué hubiera pasado si…?” Digo: ¿y si no nos hubiésemos independizado? “Saber qué nos hubiera pasado, a España y a América, de no haber sucedido la Independencia, es una misión imposible para un intelecto normalmente dotado. Conjeturas e hipótesis son todas ellas bienvenidas, mientras mantengan la cordura básica que los análisis retrospectivos e introspectivos reclaman. Pero reprocharle al ayer un acto legítimo, necesario y prudente, sólo porque fracasó en el intento; y no ser agradecidos a la sangre derramada por la búsqueda de ese intento, se acerca demasiado a esa moral del éxito, de raigambre calvinista, de la que pedimos al buen Dios que nos libre” (108).

*          *          *

En fin; un libro fascinante, documentando y meditado, que resultará de consulta obligada para conocer la postura del revisionismo histórico americano respecto de esta emancipación obligada que tuvimos que cumplir para mantener nuestro apellido materno. Porque el paterno nos lo dio Dios. Católicos e hispanos.


Tomado de: http://www.quenotelacuenten.org/2016/09/20/leido-para-ud-independencia-y-nacionalismo-de-antonio-caponnetto/