domingo, 28 de junio de 2015

INTERPRETACION LIBERAL DE NUESTRA HISTORIA

 Por: Ramón Doll*

Una síntesis del tema debe dividirse, en la faz doctrinaria y la faz práctica. La filiación y calificación ideológica de los publicistas unitarios o “proscriptos”; y la realización política o falsificación -mejor dicho- que llevaron a cabo los triunfadores de Caseros.

En cuanto a aquella filiación doctrinaria, después de la exposición que Coriolano Alberini iniciara en 1834 sobre la metafísica de Alberdi, (Archivos de la Universidad año citado), poco queda por decir.

La verdad es que todos, o casi todos los publicistas de la llamada emigración sufrieron de una incapacidad orgánica para filosofar por su cuenta y la mayoría no filosofó nunca. Parece característica de la América hispana, esa chatura, ese agnosticismo proclive al ateísmo, pero no como resultado de un esfuerzo de superación, sino por algo así como una mutilación de los centros vitales destinados a inquietarse por todo lo que se encuentre de “tejas arriba” y salga del pedestre positivismo sin vuelo que, efectivamente como lo ha dicho hace poco un escritor liberal, sigue presidiendo la vida intelectual argentina.

No obstante había diferencias entre algunos escritores de la generación del 53 y otras “autoridades” como Mitre, Sarmiento, etc., absolutamente ayunos de angustia religiosa o filosófica.

Alberdi, por ejemplo, el mismo Echeverría, habían comprendido más o menos bien el gran debate europeo entre el romanticismo herderiano en que se apoya la reacción anti-nacionalista y anti-iluminista, contra las exageraciones de la Enciclopedia y de la Revolución Francesa. Alberini hace un análisis inteligente y que no ha sido mejorado, escapando a la profusa literatura de Ricardo Rojas, donde todo amago de poner las cosas en su lugar, es frenado desde el otro mundo, por la severa censura mental que impuso Mitre a cualquier heterodoxia, o debilidad con el partido federal.

Alberdi, más que en las Bases, en su “Fragmento preliminar al estudio del Derecho”, que contiene un reconocimiento del rosismo como hecho histórico, aparece como sub-discípulo de Savigny por intermedio de un mediocre divulgador, (Lerminier), al decir de Groussac, quien no le ahorra críticas a Alberdi por esa propensión argentina de entusiasmarse por grandes maestros universales, sin haberlos leído en sus fuentes y conocerlos por los vulgarizadores franceses.

Y a la francesa también, toma de los tópicos y divisas del racionalismo del siglo, la idea del desarrollo del progreso condorcetiano, de la ilustración, lo que conviene a la idiosincrasia argentina y toma también de la reacción romántica contra la evolución, el reconocimiento del devenir de las realidades nacionales que informa al historicismo, a la escuela histórica de Savigny. Vuelvo a decir que Alberini ha expuesto estas síntesis con su singular preparación conocida.

Por ello, Alberdi tituló sus famosas Bases así: “Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina, derivadas de la ley que preside el desarrollo de la civilización en la América del Sud y del tratado del Litoral de 1831”.

Véanse las dos aguas que expuso en el “Fragmento preliminar”. 1° “La ley que preside el desarrollo de la civilización en la América latina” –vale decir el progreso indefinido, esa idea “marotte” del siglo XIX, con partipris anti-religioso; progreso indefinido” (hoy repetimos “desarrollo” como Alberdi), progresismo, que se estrelló como una pompa de jabón cuando la “civilizada” Europa se encuentra con la primera guerra exterminadora, demostrando que todo eso de “progreso” y “desarrollo” es una de las tantas ilusiones del hombre que necesita invocarlas para hacer todo el daño que puede. Digamos que el transcripto título de “Bases” ha sido mutilado; el mismo Alberdi parece que lo modificó, sobre todo lo que no se menta casi nunca es que Alberdi reconoce en la otra parte del mismo la cesión al historicismo, al hecho nacional, el antecedente vernáculo rosista, es decir el Tratado del Litoral de 1831, fundamentación firme, auténtica y generadora de la unidad nacional. Y esta es la 2da. faz de esa integración a que venimos refiriéndonos.

¿Y por qué se silenció, o se calló a sabiendas lo del Tratado del Litoral en el título a pesar de que “Bases” se encarga de recordarlo en el texto?

Porque era necesario que en la llamada organización nacional no se le acordara nada a Rosas, ni se le mencionara siquiera, para que en lo sucesivo nadie osara actuar en política en nombre del rosismo, agitando el rosismo ante las grandes masas populares. Era necesario precaverse contra la posibilidad de partidos políticos legitimistas, anticonstitucionalistas, antiliberales y sobre todo antitradicionalistas.

El mismo Avellaneda que no fue precisamente un sectario anti-rosista, a pesar de que pudo serlo  y que entre otros conceptos podemos decir que en rigor ha sido el único Presidente de la República que ha estado menos lejos de la verdad, el mismo Avellaneda declaraba cierta vez: “En cuanto a la política interna, profeso las máximas siguientes, y subordinando a ellas mi conducta. Reputo única, legítima la tradición de los partidos liberales que lucharon contra Rosas, derrocaron su tiranía, suprimieron la arbitrariedad en el Gobierno y fundaron el régimen constitucional, reconstruyendo la unidad nacional”.

Si recordamos que Mitre, autor de muchas frases que hicieron época, dijo en una Convención constituyente, que antes de la Constitución del 53 no había habido derecho público en la Argentina, ya tendríamos con todo lo expuesto, elementos para apercibirnos de cómo ha sido interpretada la historia nacional por los liberales. Vale decir que no ha habido país, no ha habido argentinos, sino sub-argentinos, no ha habido tradición, no ha habido acontecer histórico sino simplemente realidad biológica o zoológica, no ha habido nada digno de jerarquías históricas, antes de Caseros. Era el caos, era la cabila, la mera crónica de lo vegetativo.

Y esta es la versión política de aquellas proposiciones teóricas, versión llevada a la práctica por el régimen que subsiste hasta ahora desde Caseros, con eclipses en que desgraciadamente poco pudo hacerse o mejor dicho, mucho pudo hacerse, pero no se quiso hacer.

Y bien, mientras la revisión histórica no se haga carne en entidades de vigencia política que sean capaces de romper ese cerco en que como se ha visto hasta Avellaneda admitió como necesario mientras no se adquiera el poder con las consignas de revisionismo al tope, al frente, declaradamente promisorio de consignas anti-caseristas, todo irá a parar al actual osario político liberal.


* Revisión n° 5, Buenos Aires, Enero 1960.

sábado, 20 de junio de 2015

EXPULSION DE LA COMPAÑÍA DE JESUS*

Por Federico Ibarguren

Ella fue decretada a instancias directas de la Masonería internacional. No es este un hecho ignorado ni inventado por mí. Lo dicen historiadores de todas las tendencias.

La medida fue planeada y ejecutada por el conde de Aranda, Gran Maestre y fundador del Gran Oriente masónico de Madrid. El día 27 de febrero de 1767, el rey firmó la expulsión, invistiendo al presidente del Concejo de Castilla (Aranda) de amplísimas facultades para llevarla a termino.

Todo se había preparado con el mayor misterio y sigilo. “Aquella conjuración del silencio solo se explica satisfactoriamente –escribe el español Miguel Morayta- sabiendo que el juramento que se exigía y se prestaba en aquellas circunstancias, debía ser el juramento masónico, siempre eficacísimo y el más serio de cuantos podía prestarse”. El dos de abril de aquel año fue dado a conocer el decreto por sorpresa, de tal suerte que todos los jesuitas, en colectividad e individualmente, eran expulsados del reino y ocupados sus bienes temporales como propiedad de la nación.

Imaginensen, señores, el asombro, la indignación que debió provocar semejante medida en las regiones en donde había asentado sus reales la Compañía de Jesús; en los pueblos educados bajo su influencia. Fue ordenada sin excepción en todos los virreinatos. Era gobernador de Buenos Aires don Francisco de Paula Bucarelli, quien tuvo que cumplirla inmediatamente. Aquello resultó un verdadero despojo. El motivo real no es difícil de descubrirlo: los jesuitas –defensores de la tradición de España- constituían un peligro para los Borbones. La masonería gobernada por su conclave se encargó de inventar el resto.

Fue una ruina para América el extrañamiento, sobre todo para el Rio de la Plata, por cuanto el Estado se mostró incapaz de seguir la obra colonizadora y educadora de la Orden. Esto lo reconocen no solo pensadores católicos, sino muchos heterodoxos –laicos y liberales- que atacan la influencia del jesuitismo en la civilización contemporánea.

A partir de la expulsión comienza la anarquía en estos pueblos, que continuará hasta muy entrado el siglo XIX. Vamos a ver lo que nos dice Menéndez y Pelayo –cuya autoridad es obvio que yo pondere- acerca de semejante medida inconsulta de Carlos III:

“¿Y quién duda hoy que la expulsión de los jesuitas contribuyó a acelerar la perdida de las colonias americanas? ¿Qué autoridad moral ni material habían de tener sobre los indígenas del Paraguay ni sobre los colonos de Buenos Aires los rapaces agentes que sustituyeron al evangélico gobierno de los Padres, llevando allí la depredación y la inmoralidad más cínica y desenfrenada? ¿Cómo no habían de relajarse los vínculos de autoridad, cuando los  gobernantes de la metrópoli daban la señal del despojo (mucho más violento en aquellas regiones que en estas) y saltaban todos los diques a la codicia de ávidos logreros, incautadores sin conciencia, a quienes la lejanía daba alas y quitaba escrúpulos la propia miseria?” Mucha luz ha comenzado a derramar sobre estas obscuridades una preciosa y no bastante leída colección de documentos, que hace algunos años dio a la estampa con propósito más bien hostil que favorable a la Compañía. Allí se ve claro cuan espantoso desorden en lo civil y en lo eclesiástico siguió en la Américas meridional el extrañamiento de los jesuitas; cual innumerables almas debieron perderse por falta de alimento espiritual; como fue de ruina en ruina la instrucción cívica, y de qué manera se disiparon como la espuma, en manos de los encargados del secuestro, los cuantiosos bienes embargados, y cuan larga serie de fraudes, concusiones, malversaciones, torpezas y delitos de toda jaez, mezclados con abandonos y ceguedad increíbles, trajeron en breves años la perdida de aquel imperio colonial, el primero y el más envidiado del mundo. “Voy a emprender la conquista de los pueblos de las misiones (escribía a Aranda el gobernador de Buenos Aires D. Francisco Bucarelli) y sacar a los indios de la esclavitud y la ignorancia en la que viven”. Las misiones fueron, sino conquistadas, por lo menos saqueadas, y váyase lo uno por lo otro. En cuanto a la ignorancia, entonces sí que de veras cayó sobre aquella pobre gente. “No sé qué hemos de hacer con la niñez y juventud de estos países ¿Quién ha de enseñar las primeras letras? ¿Quién hará misiones? ¿En dónde se han de formar tantos clérigos?” dice el obispo del Tucumán, enemigo jurado de los expulsados “Señor Excelentísimo (añade en otra carta a Aranda): no se puede vivir en estas partes; no hay maldad que no se piense, y pensada no se ejecute. En teniendo el agresor veinte mil pesos se burla de todo el mundo.” ¡Delicioso estado social! ¡Y lo que esto veían y esto habían traído, todavía hablaban del insoportable peso del poder jesuítico en América!...

Y agrega Menéndez y Pelayo:

“La ruina de los jesuitas no era más que el primer paso para la secularización de la enseñanza. Los bienes de los expulsados sirvieron en gran parte para sostener las nueves fundaciones, y digo en gran parte por que la incautación o secuestro se hizo con el mismo despilfarro y abandono con que se han hecho todas las incautaciones en España. Libros, cuadros, objetos de arte, se perdieron muchos y fueron a enriquecer a los incautadores. Solo dos años después, el 2 de mayo de 1769, se comisiono a Mengs y Ponz para hacerse cargo de lo que quedaba…”

Debido a la presión de los príncipes, influenciados por la masonería internacional, la Santa Sede viose obligada a ordenar –por prudencia política- la extinción temporaria de la Orden. Muchos Padres fueron a parar a Roma, pero otros desparramaronsé por el mundo, apoyando, solapadamente, a los americanos en su afán de emanciparse de la madre patria. En la historia serán los precursores y coadyuvadores anónimos de la Independencia nuestra, esgrimiendo la bandera de la Contrarreforma y combatiendo los perniciosos designios de la masonería que, a partir de entonces, comenzara, desde Madrid, a ejercer una gran influencia en toda España.

Para que no se me tache de improvisador voy a leerles el testimonio de un historiador jesuita: el padre Furlong, de quien les hablé en otra ocasión. Dice Furlong sobre el particular:

“Los jesuitas fueron expulsados del país, pero como escribía el Obispo de Tucumán al Rey, no había sido expulsado el jesuitismo” “…durante los años de la revolución argentina emancipadora no existía la Compañía de Jesús (ella había sido disuelta en 1773 por el Papa Clemente XIV, y recién se estableció oficialmente en Europa después de la caída de Napoleon, en el año 1814). Por consiguiente, no cabe ni preguntar siquiera qué participación tuvo en  nuestra independencia; pero no sucede lo mismo tratándose de los individuos que habían pertenecido a la Orden y que solo impropiamente pudiéramos  llamar jesuitas. Revolviendo archivos nos encontramos con documentos elocuentes sobre la participación directa ejercida por  varios de los desterrados y extintos jesuitas, hijos de estas regiones, en los sucesos de Mayo. Nada digamos del P. Vizcardo, cuya celebérrima Carta a los Americanos fue la primera clarinada de la emancipación americana. Prescindamos de él, ya que no fue miembro de la Provincia del Paraguay sino de la del Perú; y nunca había estado en estas regiones aunque sí en otras muy cercanas y entonces más unidas al Rio de la Plata que en la actualidad. Sabemos que los jesuitas del Rio de la Plata en su destierro se ubicaron en Faenza, ciudad de los Estados Pontificios, y que fue en 1781 que el Gobierno español amonesto seriamente a los que allí se hallaban a causa de haber hablado “con el mayor desahogo y osadías con deshonor de nuestra Nación y Gobierno con motivo de la presente guerra”, y por haber “procurado ponderar en gran manera, las revoluciones del Perú”… “Coincide cronológicamente con estas amonestaciones la actuación del jesuita argentino Juan José Godoy. Desterrado a Italia en 1767, paso poco después a Francia y algo más tarde a Inglaterra. En esta capital trató a algunos americanos que disponían una expedición libertadora a Venezuela. Tal vez trató con el mismo Miranda, cosa nada difícil ya que éste era amigo del P. Vizcardo, que a la sazón estaba en la capital inglesa, y con quien es muy probable se comunicara el jesuita argentino. Lo cierto es que en 1782 estaba Godoy en  Chriestown, Estados Unidos, y tenía planes o proyectos emancipadores. El mismo Gobierno español, por noticias que le habían transmitido desde Londres,  así lo creía. En la Biblioteca Nacional de Buenos Aires existe una Real Orden que lleva la fecha del 7 de noviembre de 1785 y en ella se dice que el jesuita argentino piensa pasar a Indias y que hay “recelos fundados en que pueda llevar objeto de sublevar o perturbar algunas de nuestras posesiones”. Por esta razón se ordenaba en la citada Real Orden que Godoy fuera arrestado no bien pisara tierra americana. Al efecto se remitía copia de dicho documento a todos los Virreyes y Gobernadores acompañado de las señales del ex jesuita. Godoy procuró penetrar en el continente, pero fue preso por el Virrey del Perú y deportado inmediatamente a La Habana. Embarcado después para la Península fue encerrado en el convento de San Francisco de Cádiz y rigurosamente incomunicado. La Junta de Estado el 4 de noviembre de 1787, condenó a Godoy a ser encerrado en el castillo de Santa Catalina, cerca de la misma ciudad de Cádiz y en este encierro, terminó el jesuita argentino sus días. El P. Verdaguer en su “Historia de Mendoza” ha sido el primer historiador que ha dado a conocer la labor de este precursor de la independencia nacional, aunque antes de él había yá Medina  escrito una lucubración sobre el mismo jesuita intitulada “Un precursor de la Independencia”.

Termina Furlong con estas palabras: “cabe a los jesuitas un puesto entre los precursores de la independencia y les cabe también uno entre los que alentaron la obra de los héroes de 1810”.


*Ibarguren Federico. Lecciones de Historia Rioplatense.

domingo, 7 de junio de 2015

MEMORIAS*

Por Ernesto Palacio

Yo lo conocí a Leopoldo Lugones cuando tendría mas o menos unos cuarenta años. Era contemporáneo de mi padre, había nacido al mismo tiempo. Estaba en la flor de la edad. De mediana estatura, vestido con un cierto mal gusto de sastrería (medias blancas, cuello palomita), pero sobreponiéndose a todo con la mirada vivísima tras los anteojos vulgares, me hizo una gran impresión de entrada, que no haría sino ratificarse. Me acogió con simpatía y me invitó a que lo visitara cuando quisiera en la Biblioteca del Concejo de Educación, de la cual era director.


Así empezó mi amistad con Leopoldo Lugones. Llegaba, pegaba tres golpes (secreto) en la puerta de entrada y enseguida aparecía la figura del nombrado, sin que hubiera cuestión de secretarios o porteros, era Lugones el que se asomaba. Nos saludaba con una pronunciada tonada cordobesa que nunca perdió y entrabamos a formar parte de la tertulia.

¿Quiénes estábamos allí? Los recuerdo, por ejemplo, a Arturo Capdevila, al padre Castellani, a Conrado Nalé Roxlo, a Pedro Miguel Obligado, a Carlos Obligado, y alguno más. Ante esa concurrencia Lugones hablaba y hablaba. Estaba en los finales de la época roja y deseaba en la guerra europea el triunfo de los aliados.

La visita a Lugones tenía encantos suplementarios. Uno era el de acompañarlo luego, a pie, hasta el Círculo Militar, donde tomaba su lección de esgrima. El Círculo Militar no estaba todavía en el Palacio Paz, sino en una casa de la calle Florida, al seiscientos o setecientos. Por los ventanales del subsuelo se podía ver a los esgrimistas, así como se oía el ruido de las armas al pasar por allí.

Lugones usaba un sombrero muy derecho, especialmente de paja en verano, grandes bigotes sin recortar, cuello de palomitas y medias blancas, que se cambiaba todos los días, además del infaltable bastón. Era un señor paquete. Perfectamente limpio, justificaba los elogios que hacían quienes lo encontraban por allí a su elegancia de confección. Una vez puesto el sombrero y empuñado el bastón, abría el cajón de su escritorio y sacaba el imprescindible revolver, que se ponía en el bolsillo de atrás, ¿Para qué lo usaba Lugones? Misterio. Era un Colt 38 cargado (me lo explicó él mismo) con balas dum-dum. Lugones no salía a la calle sin llevarlo. Y uno lo miraba con respeto, sabiendo que iba con esos explosivos encima, con la muerte de seis hombres en el bolsillo.

Yo creo que ese revolver tenía su explicación en la fantasía de Lugones: ella lo hacía vivir en un mundo especial lleno de peligros, a los que había que enfrentar. Esto, agregado a una cierta influencia del compadre clásico. Llevar revolver era efectivamente una compadrada; por más que en Lugones, había que pensarlo dos veces antes de decirlo.

Recuerdo que una vez veníamos caminando con Lugones rumbo a La Nación, allá por el año 1920. Cito con tanta precisión la fecha ¡porque yo iba vestido de conscripto! Y no puede ser sino ese año. Para mayor exactitud, debió ocurrir a mediados de diciembre, porque Lugones estaba con sombrero de paja, cuello palomita (todavía) y medias blancas. Yo –feroz opositor en esos tiempos lejanos- le venía criticando a Lugones, muy amistosamente, por supuesto, cierto elogio que había hecho del patriotismo de un personaje griego, lo cual iba contra los principios…

¡Pero el patriotismo –me respondió- es un sentimiento tan lindo!

Lo que demostraba de manera terminante la inclinación de justificar lo calificativos de orden moral como subordinados a una concepción estética. Lo más lindo era lo mejor.

Lugones en esos tiempos era masón: masón en sueños, como se decía entonces. Había alcanzado uno de los grados más altos de la masonería. Pero no era materialista. Las cuestiones espirituales le importaban mucho.
La prueba de que le importaban era la convicción constante de su ateísmo y la afirmación de que uno de los vasos eclesiásticos que guardaba en su casa estaba “consagrado” como decía con fuerte tonada cordobesa.
Entre los escritores que más le interesaban estaba Cournot de Chardin, un simbolista que actuó en sus tiempos como sacerdote y mago. Sabía mucho de las religiones antiguas. Buscaba algo y no sabíamos que.
Sea lo que fuere, a Lugones no le gustaba hablar de ello. Cuando cualquiera de nosotros sacaba el tema por ese lado, Lugones desviaba la conversación.

La moral de Lugones era evidentemente la moral griega. A su ideal del hombre perfecto lo subordinaba todo. Griegas eran las medias blancas, el sombrero puesto en el medio de la cabeza, las largas marchas por la ciudad. Griego era el buscar un equilibrio al caminar, la marcha sincrónica, el saltito en el aire para tomar el ritmo cuando nosotros (por broma) lo quebrábamos. Griegas eran las doce horas de esgrima diaria. Griega era la idea de la fidelidad y hacer de ella una norma de vida. Griego era el bigote afeitado como lo usaría después. Todo lo que se apartaba de esos objetivos era pecado. Ponerse el sombrero inclinado o usar corbatas que flotaran, tomar un coche para poco trecho, no hacer esgrima, eso era romanticismo, eso era ir contra las reglas de Grecia, eso era lo que no debía hacerse.

Los hermanos Irazusta

En la Revista Nacional, ya hombre grave y dedicado a las severas especulaciones de la inteligencia, siempre en trance de viajar, estaba un muchacho alto con quien siempre nos llamábamos de usted, pese a la amistad contraída, y que era Julio Irazusta.

Julio Irazusta estaba por embarcarse para Europa; tenía la suerte (que todos envidiábamos) de ser hijo y heredero de un estanciero de Entre Ríos. Sabía muy bien el francés y el inglés. Tenía en la mente grandes proyectos literarios.

Me acuerdo muy poco de esa vinculación. Solo de un banquete que se dio en la calle Corrientes al año (creo) de salir la revista; una visión confusa de lo que era la Corrientes angosta y cordial. Allí hablaron Irazusta y Jurado. No me acuerdo de qué, pero era una despedida a Irazusta…

Hablo de la revista y del banquete por que marcan una fecha en nuestra vida.
….
En esa época intimé con los Irazusta. Julio acababa de llegar de Europa y vivía en una casa, junto a su hermano Rodolfo, por la calle Rivadavia. Desde que lo conocí a Rodolfo me impresionó por su humanidad sustancial, la seriedad de sus estudios, su risa súbita, su humorismo desatado, su bondad infinita y su juicio exacto. Más grueso que Julio parecía que desbordaba de vida.

Así como Julio se había trazado una norma de vida alrededor de la historia y sus variaciones, Rodolfo se interesaba por la política actual. Vivía en una continua observación de los hechos ocurridos y su significado. Si Julio podía exhibirse como el historiador del dúo Rodolfo era sin duda alguna el político.

Julio era el estudioso de todas las disciplinas imaginables. Había juntado en Gualeguychu, se decía, una gran biblioteca, donde había de todo. Aquí se lo veía siempre en la proximidad de las librerías, a la búsqueda de tal o cual libro. Esa simultaneidad de gustos nos aproximó: yo tenía el mismo amor por los libros. En esa época parecía Julio bastante enfermo y se cuidaba mucho…

En los primeros tiempos de la amistad con los Irazusta lo que recuerdo bien es una atmosfera de bacanal. El vino, tomado en grandes cantidades, y los alegres candombes en los almacenes son el bautismo de nuestras relaciones. Y las grandes caminatas. De la casa que ellos alquilan hasta el centro, venimos caminando, alborotando y cantando.

Rodolfo dirige la batuta; es el más alcoholista de todos. Toma cantidades fabulosas de vino, el cual, algún día, lo matará. ¡Pero quien va a pensar en eso en 1918! El sostiene que el vino es fuerza y salud y que las buenas relaciones políticas se alimentan con vino. Nosotros lo seguimos en tono menor. Él lo toma y él también lo paga y nos lo paga a todos. Y así seguimos una noche y otra, caminando por la calle Rivadavia, aunque a decir verdad, quien nos hubiera visto en ese trance podría atestiguar que a las cuatro de la mañana los pasos son menos firmes que al principio y la alocución más confusa.

La Nueva Republica

Al mismo tiempo que Criterio, por otro lado, iniciaríamos con los hermanos Irazusta y el Dr. Juan E. Carulla la predica del nacionalismo argentino.

Parece evidente que las ideas nacionalistas en el gobierno comenzaron aquí con la fundación de La Nueva República. Este periódico se inició como un semanario político en el que jóvenes redactores prometían la cura de todos los males del país mediante la adopción de varias recetas infalibles.

Si al hablar de La Nueva Republica parecemos reírnos un poco, es de ternura. Porque nunca hubo un movimiento tan puro en la Argentina, ni en el mundo creemos.

Éramos católicos, por supuesto, aunque no hacíamos del catolicismo una cuestión fundamental. Éramos republicanos también. Pero éramos ferozmente antidemocráticos. El cerebro político de la revista era Rodolfo Irazusta: él veía las cosas con absoluta seguridad. Gran periodista, además, expositor de sus principios, de vez en cuando daba uno de sus artículos luminosos que hacían el crédito de La Nueva República. Julio, en cambio, era el de los conocimientos positivos sobre todas las materias de la política. No se podía escribir nada sin consultarlo. Yo escribía cualquier cosa.

La fundación de La Nueva República se inició con motivo de la vuelta de Europa de los hermanos Irazusta, que fueron los fundadores reales. Venían entusiasmados con el ejemplo europeo de la Action Francaise y querían hacer algo así entre nosotros. La primera persona argentina que consultaron fui yo, que estaba, como ellos, deseando introducirme en la política. La primera conversación nos hizo coincidir enteramente. Sabíamos que andaba por allí un doctor en medicina llamado el doctor Carulla que también leía a Maurras y que lo admiraba. Lo buscamos ansiosamente. Era médico y un poco mayor que nosotros, edad en que podía levantar bandera y hacerse respetar. Cuando lo conocimos nos encantó. Había sido anarquista, luego socialista y al fin reaccionario. Es decir, que había seguido el rumbo de los maestros de la política. Lo consideramos inmediatamente como el cuarto de los nuestros.

El doctor Carulla daba vueltas y vueltas para escribir un artículo. “Que te parece si le ponemos…” decía, de modo que el “le ponemos” quedó como un seudónimo literario. Al decir “le ponemos” uno se refería indudablemente a Carulla. Tan lo considerábamos como uno de los nuestros que él es el protagonista del Himno a Carulla que hicimos una madrugada como himno definitivo de la N.R. con Alfonso de Laferrere, perteneciéndole a él la música y a mí la letra. Decía así:

Viva Carulla y lo demás es bulla,
Viva Carulla, Carulla triunfará,
Mantantirulirula, mantantirulirula.

Este verso ultimo debía cantarse con un fuerte acento de convicción.

El rosismo

¿Cómo empezó mi rosismo?

Porque yo, en mi casa, no había tenido iniciación rosista de ninguna naturaleza. Mi padre era un escéptico en materia de historia y además había recibido las enseñanzas de su tiempo y era de un liberalismo avanzado, próximo al ateísmo, si no lo era ya. Él había sido mi modelo en mis primeros años. Rosas significaba un hombre del pasado, anterior a la civilización y a la cultura, por lo tanto malo. No había para que hablar mucho de él y menos para imitarlo. Sin embargo, a mi me interesaba mucho Rosas y preguntaba constantemente sobre su caso.

Tuve dos conversaciones que, en mis primeros años, me sorprendieron mucho.

La primera fue de una negra, que estaba en casa de sirvienta, se llamaba Cipriana Fosas, y nosotros la queríamos mucho. Negra retinta, con una cara llena de picardía, a pesar de su negrura, era hija y nieta de antiguos esclavos de Rosas, a los que debía su apellido. Ella me contestó a mí que Rosas era “muy bueno” y que las cosas que se decían de él las habían inventado los enemigos, que eran además enemigos de los negros. La imagen que me pintó de Rosas en los bailes me gustó mucho, pero yo era muy chico entonces y la olvide pronto…

La segunda opinión sobre Rosas me la dio tío Mariano Castellanos una vez, espontáneamente, sin duda debido a una exclamación mía.

-Mira, mi hijito, cuando oigas hablar de la “tiranía” de Rosas, no lo creas, Rosas fue un gobernante argentino ni peor, ni mejor que los otros. Hizo cosas buenas y cosas malas, pero no fue un tirano.

Esta opinión, por venir de quien venía, me impresionó mucho. El que hablaba había sido diputado nacional, ministro de gobierno en Corrientes, intendente de Quilmes a la vejez. Hablaba como un contemporáneo casi de los hechos.

Creo que mi rosismo actual tiene su fundamento en esas expresiones de tío Mariano.


Avance inédito publicado en revista Cabildo 1° época, año I, N°1, mayo de 1973.