domingo, 7 de junio de 2015

MEMORIAS*

Por Ernesto Palacio

Yo lo conocí a Leopoldo Lugones cuando tendría mas o menos unos cuarenta años. Era contemporáneo de mi padre, había nacido al mismo tiempo. Estaba en la flor de la edad. De mediana estatura, vestido con un cierto mal gusto de sastrería (medias blancas, cuello palomita), pero sobreponiéndose a todo con la mirada vivísima tras los anteojos vulgares, me hizo una gran impresión de entrada, que no haría sino ratificarse. Me acogió con simpatía y me invitó a que lo visitara cuando quisiera en la Biblioteca del Concejo de Educación, de la cual era director.


Así empezó mi amistad con Leopoldo Lugones. Llegaba, pegaba tres golpes (secreto) en la puerta de entrada y enseguida aparecía la figura del nombrado, sin que hubiera cuestión de secretarios o porteros, era Lugones el que se asomaba. Nos saludaba con una pronunciada tonada cordobesa que nunca perdió y entrabamos a formar parte de la tertulia.

¿Quiénes estábamos allí? Los recuerdo, por ejemplo, a Arturo Capdevila, al padre Castellani, a Conrado Nalé Roxlo, a Pedro Miguel Obligado, a Carlos Obligado, y alguno más. Ante esa concurrencia Lugones hablaba y hablaba. Estaba en los finales de la época roja y deseaba en la guerra europea el triunfo de los aliados.

La visita a Lugones tenía encantos suplementarios. Uno era el de acompañarlo luego, a pie, hasta el Círculo Militar, donde tomaba su lección de esgrima. El Círculo Militar no estaba todavía en el Palacio Paz, sino en una casa de la calle Florida, al seiscientos o setecientos. Por los ventanales del subsuelo se podía ver a los esgrimistas, así como se oía el ruido de las armas al pasar por allí.

Lugones usaba un sombrero muy derecho, especialmente de paja en verano, grandes bigotes sin recortar, cuello de palomitas y medias blancas, que se cambiaba todos los días, además del infaltable bastón. Era un señor paquete. Perfectamente limpio, justificaba los elogios que hacían quienes lo encontraban por allí a su elegancia de confección. Una vez puesto el sombrero y empuñado el bastón, abría el cajón de su escritorio y sacaba el imprescindible revolver, que se ponía en el bolsillo de atrás, ¿Para qué lo usaba Lugones? Misterio. Era un Colt 38 cargado (me lo explicó él mismo) con balas dum-dum. Lugones no salía a la calle sin llevarlo. Y uno lo miraba con respeto, sabiendo que iba con esos explosivos encima, con la muerte de seis hombres en el bolsillo.

Yo creo que ese revolver tenía su explicación en la fantasía de Lugones: ella lo hacía vivir en un mundo especial lleno de peligros, a los que había que enfrentar. Esto, agregado a una cierta influencia del compadre clásico. Llevar revolver era efectivamente una compadrada; por más que en Lugones, había que pensarlo dos veces antes de decirlo.

Recuerdo que una vez veníamos caminando con Lugones rumbo a La Nación, allá por el año 1920. Cito con tanta precisión la fecha ¡porque yo iba vestido de conscripto! Y no puede ser sino ese año. Para mayor exactitud, debió ocurrir a mediados de diciembre, porque Lugones estaba con sombrero de paja, cuello palomita (todavía) y medias blancas. Yo –feroz opositor en esos tiempos lejanos- le venía criticando a Lugones, muy amistosamente, por supuesto, cierto elogio que había hecho del patriotismo de un personaje griego, lo cual iba contra los principios…

¡Pero el patriotismo –me respondió- es un sentimiento tan lindo!

Lo que demostraba de manera terminante la inclinación de justificar lo calificativos de orden moral como subordinados a una concepción estética. Lo más lindo era lo mejor.

Lugones en esos tiempos era masón: masón en sueños, como se decía entonces. Había alcanzado uno de los grados más altos de la masonería. Pero no era materialista. Las cuestiones espirituales le importaban mucho.
La prueba de que le importaban era la convicción constante de su ateísmo y la afirmación de que uno de los vasos eclesiásticos que guardaba en su casa estaba “consagrado” como decía con fuerte tonada cordobesa.
Entre los escritores que más le interesaban estaba Cournot de Chardin, un simbolista que actuó en sus tiempos como sacerdote y mago. Sabía mucho de las religiones antiguas. Buscaba algo y no sabíamos que.
Sea lo que fuere, a Lugones no le gustaba hablar de ello. Cuando cualquiera de nosotros sacaba el tema por ese lado, Lugones desviaba la conversación.

La moral de Lugones era evidentemente la moral griega. A su ideal del hombre perfecto lo subordinaba todo. Griegas eran las medias blancas, el sombrero puesto en el medio de la cabeza, las largas marchas por la ciudad. Griego era el buscar un equilibrio al caminar, la marcha sincrónica, el saltito en el aire para tomar el ritmo cuando nosotros (por broma) lo quebrábamos. Griegas eran las doce horas de esgrima diaria. Griega era la idea de la fidelidad y hacer de ella una norma de vida. Griego era el bigote afeitado como lo usaría después. Todo lo que se apartaba de esos objetivos era pecado. Ponerse el sombrero inclinado o usar corbatas que flotaran, tomar un coche para poco trecho, no hacer esgrima, eso era romanticismo, eso era ir contra las reglas de Grecia, eso era lo que no debía hacerse.

Los hermanos Irazusta

En la Revista Nacional, ya hombre grave y dedicado a las severas especulaciones de la inteligencia, siempre en trance de viajar, estaba un muchacho alto con quien siempre nos llamábamos de usted, pese a la amistad contraída, y que era Julio Irazusta.

Julio Irazusta estaba por embarcarse para Europa; tenía la suerte (que todos envidiábamos) de ser hijo y heredero de un estanciero de Entre Ríos. Sabía muy bien el francés y el inglés. Tenía en la mente grandes proyectos literarios.

Me acuerdo muy poco de esa vinculación. Solo de un banquete que se dio en la calle Corrientes al año (creo) de salir la revista; una visión confusa de lo que era la Corrientes angosta y cordial. Allí hablaron Irazusta y Jurado. No me acuerdo de qué, pero era una despedida a Irazusta…

Hablo de la revista y del banquete por que marcan una fecha en nuestra vida.
….
En esa época intimé con los Irazusta. Julio acababa de llegar de Europa y vivía en una casa, junto a su hermano Rodolfo, por la calle Rivadavia. Desde que lo conocí a Rodolfo me impresionó por su humanidad sustancial, la seriedad de sus estudios, su risa súbita, su humorismo desatado, su bondad infinita y su juicio exacto. Más grueso que Julio parecía que desbordaba de vida.

Así como Julio se había trazado una norma de vida alrededor de la historia y sus variaciones, Rodolfo se interesaba por la política actual. Vivía en una continua observación de los hechos ocurridos y su significado. Si Julio podía exhibirse como el historiador del dúo Rodolfo era sin duda alguna el político.

Julio era el estudioso de todas las disciplinas imaginables. Había juntado en Gualeguychu, se decía, una gran biblioteca, donde había de todo. Aquí se lo veía siempre en la proximidad de las librerías, a la búsqueda de tal o cual libro. Esa simultaneidad de gustos nos aproximó: yo tenía el mismo amor por los libros. En esa época parecía Julio bastante enfermo y se cuidaba mucho…

En los primeros tiempos de la amistad con los Irazusta lo que recuerdo bien es una atmosfera de bacanal. El vino, tomado en grandes cantidades, y los alegres candombes en los almacenes son el bautismo de nuestras relaciones. Y las grandes caminatas. De la casa que ellos alquilan hasta el centro, venimos caminando, alborotando y cantando.

Rodolfo dirige la batuta; es el más alcoholista de todos. Toma cantidades fabulosas de vino, el cual, algún día, lo matará. ¡Pero quien va a pensar en eso en 1918! El sostiene que el vino es fuerza y salud y que las buenas relaciones políticas se alimentan con vino. Nosotros lo seguimos en tono menor. Él lo toma y él también lo paga y nos lo paga a todos. Y así seguimos una noche y otra, caminando por la calle Rivadavia, aunque a decir verdad, quien nos hubiera visto en ese trance podría atestiguar que a las cuatro de la mañana los pasos son menos firmes que al principio y la alocución más confusa.

La Nueva Republica

Al mismo tiempo que Criterio, por otro lado, iniciaríamos con los hermanos Irazusta y el Dr. Juan E. Carulla la predica del nacionalismo argentino.

Parece evidente que las ideas nacionalistas en el gobierno comenzaron aquí con la fundación de La Nueva República. Este periódico se inició como un semanario político en el que jóvenes redactores prometían la cura de todos los males del país mediante la adopción de varias recetas infalibles.

Si al hablar de La Nueva Republica parecemos reírnos un poco, es de ternura. Porque nunca hubo un movimiento tan puro en la Argentina, ni en el mundo creemos.

Éramos católicos, por supuesto, aunque no hacíamos del catolicismo una cuestión fundamental. Éramos republicanos también. Pero éramos ferozmente antidemocráticos. El cerebro político de la revista era Rodolfo Irazusta: él veía las cosas con absoluta seguridad. Gran periodista, además, expositor de sus principios, de vez en cuando daba uno de sus artículos luminosos que hacían el crédito de La Nueva República. Julio, en cambio, era el de los conocimientos positivos sobre todas las materias de la política. No se podía escribir nada sin consultarlo. Yo escribía cualquier cosa.

La fundación de La Nueva República se inició con motivo de la vuelta de Europa de los hermanos Irazusta, que fueron los fundadores reales. Venían entusiasmados con el ejemplo europeo de la Action Francaise y querían hacer algo así entre nosotros. La primera persona argentina que consultaron fui yo, que estaba, como ellos, deseando introducirme en la política. La primera conversación nos hizo coincidir enteramente. Sabíamos que andaba por allí un doctor en medicina llamado el doctor Carulla que también leía a Maurras y que lo admiraba. Lo buscamos ansiosamente. Era médico y un poco mayor que nosotros, edad en que podía levantar bandera y hacerse respetar. Cuando lo conocimos nos encantó. Había sido anarquista, luego socialista y al fin reaccionario. Es decir, que había seguido el rumbo de los maestros de la política. Lo consideramos inmediatamente como el cuarto de los nuestros.

El doctor Carulla daba vueltas y vueltas para escribir un artículo. “Que te parece si le ponemos…” decía, de modo que el “le ponemos” quedó como un seudónimo literario. Al decir “le ponemos” uno se refería indudablemente a Carulla. Tan lo considerábamos como uno de los nuestros que él es el protagonista del Himno a Carulla que hicimos una madrugada como himno definitivo de la N.R. con Alfonso de Laferrere, perteneciéndole a él la música y a mí la letra. Decía así:

Viva Carulla y lo demás es bulla,
Viva Carulla, Carulla triunfará,
Mantantirulirula, mantantirulirula.

Este verso ultimo debía cantarse con un fuerte acento de convicción.

El rosismo

¿Cómo empezó mi rosismo?

Porque yo, en mi casa, no había tenido iniciación rosista de ninguna naturaleza. Mi padre era un escéptico en materia de historia y además había recibido las enseñanzas de su tiempo y era de un liberalismo avanzado, próximo al ateísmo, si no lo era ya. Él había sido mi modelo en mis primeros años. Rosas significaba un hombre del pasado, anterior a la civilización y a la cultura, por lo tanto malo. No había para que hablar mucho de él y menos para imitarlo. Sin embargo, a mi me interesaba mucho Rosas y preguntaba constantemente sobre su caso.

Tuve dos conversaciones que, en mis primeros años, me sorprendieron mucho.

La primera fue de una negra, que estaba en casa de sirvienta, se llamaba Cipriana Fosas, y nosotros la queríamos mucho. Negra retinta, con una cara llena de picardía, a pesar de su negrura, era hija y nieta de antiguos esclavos de Rosas, a los que debía su apellido. Ella me contestó a mí que Rosas era “muy bueno” y que las cosas que se decían de él las habían inventado los enemigos, que eran además enemigos de los negros. La imagen que me pintó de Rosas en los bailes me gustó mucho, pero yo era muy chico entonces y la olvide pronto…

La segunda opinión sobre Rosas me la dio tío Mariano Castellanos una vez, espontáneamente, sin duda debido a una exclamación mía.

-Mira, mi hijito, cuando oigas hablar de la “tiranía” de Rosas, no lo creas, Rosas fue un gobernante argentino ni peor, ni mejor que los otros. Hizo cosas buenas y cosas malas, pero no fue un tirano.

Esta opinión, por venir de quien venía, me impresionó mucho. El que hablaba había sido diputado nacional, ministro de gobierno en Corrientes, intendente de Quilmes a la vejez. Hablaba como un contemporáneo casi de los hechos.

Creo que mi rosismo actual tiene su fundamento en esas expresiones de tío Mariano.


Avance inédito publicado en revista Cabildo 1° época, año I, N°1, mayo de 1973.

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