martes, 27 de octubre de 2015

LA LIBERTAD DE COMERCIO Y EL IMPERIALISMO INGLES*

Por José María Rosa

Desde Utrecht en adelante, España comenzó poco a poco la entrega económica de América. Los "asientos de negros" primero; la abolición de los galeones después; el libre comercio con puertos españoles de 1778 (que significó en realidad la libre introducción de productos franceses, bastando que éstos fueran consignados por comerciantes españoles para lograr entrada franca en América); el comercio con neutrales de 1797; y finalmente la apertura del puerto de Buenos  Aires al comercio inglés en 1809, fueron las etapas de esta caída.

Hay que tener presente, para comprender en toda su trascendencia lo que significó este último acto, las condiciones técnicas y económicas de la industria inglesa en ese año 1809.

Hasta mediados del siglo XVIII, los productos americanos podían competir con los fabricados en Inglaterra, ya que entre ambos no existía mayor diferencia de coste ni de calidad. Pero en la segunda mitad del XVIII se produce en Inglaterra una formidable transformación en su técnica de elaborar: lo que en la historia europea se llama "revolución industrial". Adviene la máquina, que Jorge Watt y Arkwright emplean en los hilados y tejidos; y la zona carbonífera de Inglaterra se puebla de nuevas ciudades industriales: La gran fábrica reemplaza al modesto taller, y el gran capitalismo substituye, en el manejo de las industrias y del comercio, al pequeño capitalismo y a las viejas corporaciones. Comienza, a partir de la segunda mitad del XVIII, la era de la hegemonía industrial, y como consecuencia mercantil y política británica.

La máquina, permitiendo producir más y a menor precio, ha causado todo eso. Inglaterra, de país preponderantemente agropecuario que era en el siglo XVII, llegó a ser la máxima potencia industrial en el XIX. La máquina produce tanto que supera al consumo; el problema de la superproducción (y sus consecuencias: cierre de fábricas, paros forzosos, quiebras, etc.), se presenta por primera vez en la historia, a lo menos con tan graves caracteres. Se hace necesario, imprescindible, encontrar mercados de consumo; y toda la política inglesa girará alrededor de esta cuestión, para ella absolutamente vital.

Pero en vez de encontrar nuevos mercados, una fatalidad histórica hacía que Inglaterra fuera perdiendo los antiguos. En 1783, se encuentra obligada a reconocer la independencia de los Estados Unidos, nación que inicia su vida independiente, encerrándose dentro de una tarifa aduanera protectora de sus industrias incipientes. Y con Napoleón, en 1805, por obra del "bloqueo continental", se le cierran, a su vez, los puertos de Europa.

Así para Inglaterra, se hizo a partir de 1805 cuestión primordial la conquista política o económica de la América latina. Era entonces el único lugar del mundo donde podía colocarse la producción inglesa. En 1806 y 1807 fracasó en sus intentos de conquista política, pero quedó la posibilidad de la conquista económica.

Esta se hizo factible en 1808, debido al cambio radical de la situación española; desde el 2 de mayo, España se encontraba en guerra contra Napoleón, y por lo tanto, de enemiga que era de los ingleses, se transformó en su aliada. En 1808 obtiene, como premio a su ayuda a Portugal, la libertad de comercio en Brasil.

Inglaterra no ha de arriesgar gratuitamente las tropas de Wellington y la escuadra británica, para defender la Andalucía insurreccionada contra Napoleón. Exige y obtiene Canning que se otorguen amplias facilidades al comercio inglés para volcarse en América latina. En una palabra, exige y obtiene la dependencia económica de América latina a cambio de cooperar en la independencia política de la metrópoli. El 14 de enero de 1809, se firmó el tratado anglo-español (Apodaca-Canning) con la cláusula adicional de "otorgar facilidades al comercio inglés en América". Año y medio antes -el 14 de octubre de 1807- idéntica cláusula había sido colocada en el tratado anglo-portugués.

Estas facilidades no eran otras que la franquicia de libre introducción de mercaderías inglesas, disfrazada desde luego como libertad de comercio.


*En: “Defensa y pérdida de nuestra independencia económica”, quinta edición, cap. 1.

lunes, 19 de octubre de 2015

LA GRANDEZA DE ROSAS

Por: Julio Irazusta

La historiografía de Rosas esta llena de contrasentidos. Hay que examinar algunos para mostrar el sentido de la reivindicación histórica del máximo caudillo de los argentinos. Júzguese su personalidad por los bufones que tuvo, o por sus hábitos gauchescos, o por su literatura. Todos esos aspectos deben considerarse en su historia. Pero específicamente nada tiene que ver con la política, donde se debe radicar el juicio de un estadista. Juzgar a Rosas por aquellos detalles de su vida es como juzgar a Luís XIV por sus queridas entronizadas, o a Isabel de Inglaterra por sus coqueterías, o a Victoria por su germanismo sentimental o a Federico el grande por sus versos.

Igualmente se da excesivo lugar a la moral en la apreciación de la política. Cierto que aquella tiene sobre esta una especie de dominio eminente, y que el político que viola la ley moral es un mal político. Pero, de todos modos, las categorías morales no son específicamente aplicables para juzgar a los estadistas. Por eso jamás se ha examinado como problema fundamental en la historia de estos, si se enriquecieron o si se empobrecieron en el ejercicio de la función pública, etc. Claro está que el político adornado con las virtudes del santo supera a sus congéneres, y que los santos coronados son superiores a los Cesares en una jerarquía total de los valores humanos. Pero no por esto disminuye la grandeza de Cesar en el terreno de su actividad específica. Richelieu no ha sido considerado menos grande por haber acumulado una enorme fortuna en los veinte años de su dictadura, o por haber reprimido con mano de hierro la traición de los nobles francesas que eran instrumentos del rey de España. Y en una época mas próxima a nosotros, Thiers no ha perdido su prestigio de gran liberal del siglo XIX por haber ordenado el fusilamiento de 7.000 prisioneros al sofocar el levantamiento de la Comuna de Paris, en 1781. Así, pues, debe darse carácter subalterno al problema de si Rosas de enriqueció o se empobreció en el gobierno, o si derramó demasiada sangre o solo la necesaria.

Sin embargo, no esta de mas decir que, siendo el hombre mas rico del país antes de subir al gobierno, perdió en él toda su fortuna, habiendo asumido la enorme responsabilidad de gobernar discrecionalmente con plena conciencia de lo que juzgaba; que si fue severo para reprimir la anarquía, esa severidad no se volvió implacable hasta que los alzamientos no se complicaron con la agresión del extranjero enemigo; que si se ha levantado una estadística minuciosa –y exagerada- de sus ejecuciones, se han omitido todos sus actos de clemencia, de los cuales el doctor Ravigniani dio una buena lista en su conferencia de “Amigos del Arte”, sobre Rosas como valor humano; y, por ultimo, que su tranquilidad de conciencia en los años de su dilatada vejez en el destierro se explica porque, si creyó necesaria una severa represión de la anarquía y la traición, jamás provocó deliberadamente el derramamiento de sangre, como lo hizo Bismarck, cuando envió millones de jóvenes a la muerte falsificando un telegrama para provocar la guerra de 1870.

La obra de Rosas es política, y debe ser juzgada políticamente.

Fue el primer organizador de la nación. No la organizó por medio de un congreso constituyente, procedimiento que había fracasado repetidas veces en nuestro país, y que evidentemente no le convenía en aquel momento, sino por el mismo método empírico y tradicional que había presidido la formación de las grandes comunidades nacionales de Europa, como Francia y España, y que presidiría los procesos unificadores de Italia y Alemania inmediatamente después de la caída de Rosas. Ese método consistía en nuclear, alrededor del estado provincial más vigoroso y privilegiado, las provincias pertenecientes a la región unida por lazos geográficos, raciales, históricos y políticos que la destinaban a ser una nación.

Ese método comportaba la suma del poder y la ambición de perpetuarse en el gobierno por lo menos hasta el fin del proceso unificador.

Después de todo lo que se ha visto, aun dentro de las instituciones actuales, realizado por los hombres o los partidos, para conservarse en el gobierno, y no con fines de utilidad general, sino de mero predominio particular, la ambición de Rosas por tomarse todo el tiempo necesario a su magna labor no necesita disculpas, y hasta es admirable.

De otro lado, un gobernante constitucional no podía realizar en nuestro país la tarea de aquel momento. El método deliberativo no nos convenía para constituirnos. La experiencia lo había probado. Y el método empírico, seguido por Rosas, había sido empleado en Europa por países de derecho consuetudinario, como el norte de Francia y el centro de España, para agrupar a los países regionales de derecho escrito, como el sur de la primera, y Cataluña y León de la segunda.

La inconstitución de Buenos Aires, vale decir, la suma del poder, era requisito indispensable de la acción que Rosas se propuso.

Con ella y con el encargo de las Relaciones Exteriores logró extender la autoridad nacional a las provincias, en la justicia, en la policía de seguridad, en la politica religiosa, en el ejercito, etc., etc. Pero su entrometimiento no fue consentido por los gobiernos provinciales sino como necesidad de la situación internacional y como compensación de los beneficios que recibía de aquella autoridad nacional en las leyes aduaneras de Buenos Aires y en el cuidado de las fronteras de cada uno de ellos y de todos. De esos hechos había surgido, al final del periodo, una consuetudo, un derecho político no escrito, que equivalía a un sistema de leyes constitucionales y sobre el que empezó a razonarse como sobre una verdadera constitución. El país había sido organizado de otra manera que por un congreso constituyente.

La política internacional de Rosas, lo más importante de su acción, es difícil de resumir. Pero la falta de espacio obliga a hacerlo.

Unificar el país era el primer artículo de aquella. Pero no en sus actuales fronteras, sino en las del antiguo Virreinato del Río de la Plata, menos las partes a que el país había renunciado solemnemente.
El segundo, hacer respetar la soberanía por todos los Estados, pequeños o grandes, hasta usar la fuerza si era necesario para ello.

El tercero, recibir liberalmente la inmigración extranjera, como convenía a un país escasamente poblado. Pero sustraerla de la influencia de sus países de origen, y nacionalizarla automáticamente al cabo de tres años de residencia.

El cuarto, no celebrar tratados con las grandes potencias, para no darles pretextos de intromisión so capa de proteger a sus connacionales.

Y así de lo demás, en una sucesión de medidas previsoras que seria imposible enumerar someramente.

Los otros aspectos de su acción: el administrador probo e infatigable, el celoso vigilante del bienestar colectivo, el amigo del pueblo, configuran a un gran político. Pero el padre de la patria está en su acción internacional de veinte años, sin la cual no se podría concebir la existencia de la Republica Argentina en su actual contorno territorial, y que lo presenta como a uno de los grandes estadistas de América. Para que esa grandeza se apreciara como es debido solo faltó que la escuela diplomática fundada por él tuviera sus discípulos, mientras sus vencedores estaban empeñados en demoler su obra.


Fuente: “32 escritores con Rosas o contra Rosas”. Editorial Freeland.

domingo, 11 de octubre de 2015

Tres lugares comunes de las leyendas negras

Por Antonio Caponnetto

Introducción

La conmemoración del Quinto Centenario ha vuelto a reavivar, como era previsible, el empecinado odio anticatólico y antihispanista de vieja y conocida data. Y tanto odio alimenta la injuria, ciega a la justicia y obnubila el orden de la razón, según bien lo explicara Santo Tomás en olvidada enseñanza. De resultas, la verdad queda adulterada y oculta, y se expanden con fuerza el resentimiento y la mentira. No es sólo, pues, una insuficiencia histórica o científica la que explica la cantidad de imposturas lanzadas al ruedo. Es un odium fidei alimentado en el rencor ideológico. Un desamor fatal contra todo lo que lleve el signo de la Cruz y de la Espada. Bastaría aceptar y comprender este oculto móvil para desechar, sin más, las falacias que se propagan nuevamente, aquí y allá. Pero un poder inmenso e interesado les ha dado difusión y cabida, y hoy se presentan como argumentos serios de corte académico. No hay nada de eso. Y a poco que se analizan los lugares comunes más repetidos contra la acción de España en América, quedan a la vista su inconsistencia y su debilidad. Veámoslo brevemente en las tres imputaciones infaltables enrostradas por las izquierdas.

El despojo de la tierra

Se dice en primer lugar, que España se apropió de las tierras indígenas en un acto típico de rapacidad imperialista.

Llama la atención que, contraviniendo las tesis leninistas, se haga surgir al Imperialismo a fines del siglo XV. Y sorprende asimismo el celo manifestado en la defensa de la propiedad privada individual. Pero el marxismo nos tiene acostumbrados a estas contradicciones y sobre todo, a su apelación a la conciencia cristiana para obtener solidaridades. Porque, en efecto, sin la apelación a la conciencia cristiana —que entiende la propiedad privada como un derecho inherente de las criaturas, y sólo ante el cual el presunto despojo sería reprobable— ¿a qué viene tanto afán privatista y posesionista? No hay respuesta.
La verdad es que antes de la llegada de los españoles, los indios concretos y singulares no eran dueños de ninguna tierra, sino empleados gratuitos y castigados de un Estado idolatrizado y de unos caciques despóticos tenidos por divinidades supremas. Carentes de cualquier legislación que regulase sus derechos laborales, el abuso y la explotación eran la norma, y el saqueo y el despojo las prácticas habituales. Impuestos, cargas, retribuciones forzadas, exacciones virulentas y pesados tributos, fueron moneda corriente en las relaciones indígenas previas a la llegada de los españoles. El más fuerte sometía al más débil y lo atenazaba con escarmientos y represalias. Ni los más indigentes quedaban exceptuados, y solían llevar como estigmas de su triste condición, mutilaciones evidentes y distintivos oprobiosos. Una "justicia" claramente discriminatoria, distinguía entre pudientes y esclavos en desmedro de los últimos y no son éstos, datos entresacados de las crónicas hispanas, sino de las protestas del mismo Carlos Marx en sus estudios sobre             "Formaciones Económicas Precapitalistas y Acumulación Originaria del Capital". Y de comentaristas insospechados de hispanofilia como Eric Hobsbawn, Roberto Oliveros Maqueo o Pierre Chaunu.
La verdad es también, que los principales dueños de la tierra que encontraron los españoles —mayas, incas y aztecas— lo eran a expensas de otros dueños a quienes habían invadido y desplazado. Y que fue ésta la razón por la que una parte considerable de tribus aborígenes —carios, tlaxaltecas, cempoaltecas, zapotecas, otomíes, cañarís, huancas, etcétera— se aliaron naturalmente con los conquistadores, procurando su protección y el consecuente resarcimiento. Y la verdad, al fin, es que sólo a partir de la Conquista, los indios conocieron el sentido personal de la propiedad privada y la defensa jurídica de sus obligaciones y derechos. Es España la que se plantea la cuestión de los justos títulos, con autoexigencias tan sólidas que ponen en tela de juicio la misma autoridad del Monarca y del Pontífice. Es España -con ese maestro admirable del Derecho de Gentes que se llamó Francisco de Vitoria— la que funda la posesión territorial en las más altos razones de bien común y de concordia social, la que insiste una y otra vez en la protección que se le debe a los nativos en tanto súbditos, la que garantiza y promueve un reparto equitativo de precios, la que atiende sobre abusos y querellas, la que no dudó en sancionar duramente a sus mismos funcionarios descarriados, y la que distinguió entre posesión como hecho y propiedad como derecho, porque sabía que era cosa muy distinta fundar una ciudad en el desierto y hacerla propia, que entrar a saco a un granero particular. Por eso, sólo hubo repartimientos en tierras despobladas y encomiendas "en las heredades de los indios". Porque pese a tantas fábulas indoctas, la encomienda fue la gran institución para la custodia de la propiedad y de los derechos de los nativos. Bien lo ha demostrado hace ya tiempo Silvio Zavala, en un estudio exhaustivo, que no encargó ninguna "internacional reaccionaria", sino la Fundación Judía Guggenheim, con sede en Nueva York. Y bien queda probado en infinidad de documentos que sólo son desconocidos para los artífices de las leyendas negras.
Por la encomienda, el indio poseía tierras particulares y colectivas sin que pudieran arrebatárselas impunemente. Por la encomienda organizaba su propio gobierno local y regional, bajo un régimen de tributos que distinguía ingresos y condiciones, y que no llegaban al Rey —que renunciaba a ellos— sino a los Conquistadores. A quienes no les significó ningún enriquecimiento descontrolado y si en cambio, bastantes dolores de cabeza, como surgen de los testimonios de Antonio de Mendoza o de Cristóbal Alvarez de Carvajal y de innumerables jueces de audiencias. Como bien ha notado el mismo Ramón Carande en "Carlos V y sus banqueros", eran tan férrea la protección a los indios y tan grande la incertidumbre económica para los encomenderos, que América no fue una colonia de repoblación para que todos vinieran a enriquecerse fácilmente. Pues una empresa difícil y esforzada, con luces y sombras, con probos y pícaros, pero con un testimonio que hasta hoy no han podido tumbar las monsergas indigenistas: el de la gratitud de los naturales. Gratitud que quien tenga la honestidad de constatar y de seguir en sus expresiones artísticas, religiosas y culturales, no podrá dejar de reconocer objetivamente No es España la que despoja a los indios de sus tierras. Es España la que les inculca el derecho de propiedad, la que les restituye sus heredades asaltadas por los poderosos y sanguinarios estados tribales, la que los guarda bajo una justicia humana y divina, la que Ios pone en paridad de condiciones con sus propios hijos, e incluso en mejores condiciones que muchos campesinos y proletarios europeos Y esto también ha sido reconocido por historiógrafos no hispanistas. Es España, en definitiva, la que rehabilita la potestad India a sus dominios, y si se estudia el cómo y el cuándo esta potestad se debilita y vulnera, no se encontrará detrás a la conquista ni a la evangelización ni al descubrimiento, sino a las administraciones liberales y masónicas que traicionaron el sentido misional de aquella gesta gloriosa. No se encontrará a los Reyes Católicos, ni a Carlos V, ni a Felipe II. Ni a los conquistadores, ni a los encomenderos, ni a los adelantados, ni a los frailes. Sino a los enmandilados Borbones iluministas y a sus epígonos, que vienen desarraigando a América y reduciéndola a la colonia que no fue nunca en tiempos del Imperio Hispánico.

La sed de Oro

Se dice, en segundo lugar, que la llegada y la presencia hispánica no tuvo otro fin superior al fin económico; concretamente, al propósito de quedarse con Ios metales preciosos americanos. Y aquí el marxismo vuelve a brindarnos otra aporía Porque sí nosotros plantamos la existencia de móviles superiores, somos acusados de angelistas, pero si ellos ven sólo ángeles caídos adoradores de Mammon se escandalizan con rubor de querubines. Si la economía determina a la historia y la lucha de clases y de intereses es su motor interno; si los hombres no son más que elaboraciones químicas transmutadas, puestos para el disfrute terreno, sin premios ni castigos ulteriores, ¿a qué viene esta nueva apelación a la filantropía y a la caridad entre naciones. Unicamente la conciencia cristiana puede reprobar coherentemente -y reprueba- semejantes tropelías. Pero la queja no cabe en nombre del materialismo dialéctico. La admitimos con fuerza mirando el tiempo sub specie aeternitatis. Carece de sentido en el historicismo sub lumine oppresiones. Es reproche y protesta si sabemos al hombre "portador de valores eternos", como decía José Antonio, u homo viator, como decían los Padres. Es fría e irreprochable lógica si no cesamos de concebirlo como homo aeconomicus.

Pero aclaremos un poco mejor las cosas.

Digamos ante todo que no hay razón para ocultar los propósitos económicos de la conquista española. No solo porque existieron sino porque fueron lícitos. El fin de la ganancia en una empresa en la que se ha invertido y arriesgado y trabajado incansablemente, no está reñido con la moral cristiana ni con el orden natural de las operaciones. Lo malo es, justamente, cuando apartadas del sentido cristiano, las personas y las naciones anteponen las razones finaneieras a cualquier otra, las exacerban en desmedro de los bienes honestos y proceden con métodos viles para obtener riquezas materiales. Pero éstas son, nada menos, las enseñanzas y las prevenciones continuas de la Iglesia Católica en España. Por eso se repudiaban y se amonestaban las prácticas agiotistas y usureras, el préstamo a interés, la "cría del dinero", las ganancias malhabidas. Por eso, se instaba a compensaciones y reparaciones postreras —que tuvieron lugar en infinidad de casos—; y por eso, sobre todo, se discriminaban las actividades bursátiles y financieras como sospechosas de anticatolicismo. No somos nosotros quienes lo notamos. Son los historiógrafos materialistas quienes han lanzado esta formidable y certera "acusación" ni España ni los países católicos fueron capaces de fomentar el capitalismo por sus prejuicios antiprotestantes y antirabínicos. La ética calvinista y judaica, en cambio, habría conducido como en tantas partes, a la prosperidad y al desarrollo, si Austrias y Ausburgos hubiesen dejado de lado sus hábitos medievales y ultramontanos. De lo que viene a resultar una nueva contradicción. España sería muy mala porque llamándose católica buscaba el oro y la plata. Pero seria después más mala por causa de su catolicismo que la inhabilitó para volverse próspera y la condujo a una decadencia irremisible. Tal es, en síntesis, lo que vino a decirnos Hamilton —pese a sí mismo hacia 1926, con su tesis sobre "Tesoro Americano y el florecimiento del Capitalismo". Y después de él, corroborándolo o rectificándolo parcialmente, autores como Vilar, Simiand, Braudel, Nef, Hobsbawn, Mouesnier o el citado Carande. El oro y la plata salidos de América (nunca se dice que en pago a mercancías, productos y estructuras que llegaban de la Península) no sirvieron para enriquecer a España, sino para integrar el circuito capitalista europeo, usufructuado principalmente por Gran Bretaña. Los fabricantes de leyendas negras, que vuelven y revuelven constantemente sobre la sed de oro como fin determinante de la Conquista, deberían explicar, también, por que España llega, permanece y se instala no solo en zonas de explotación minera, sino en territorios inhóspitos y agrestes. Porque no se abandonó rápidamente la empresa si recién en la segunda mitad del siglo XVI se descubren las minas más ricas, como las de Potosí, Zacatecas o Guanajuato. Por qué la condición de los indígenas americanos era notablemente superior a la del proletariado europeo esclavizado por el capitalismo, como lo han reconocido observadores nada hispanistas como Humboldt o Dobb, o Chaunu, o el mercader inglés Nehry Hawks, condenado al destierro por la Inquisición en 1751 y reacio por cierto a las loas españolistas. Por qué pudo decir Bravo Duarte que toda América fue beneficiada por la Minería, y no así la Corona Española. Por qué, en síntesis —y no vemos argumento de mayor sentido común y por ende de mayor robustez metafísica—, si sólo contaba el oro, no es únicamente un mercado negrero o una enorme plaza financiera lo que ha quedado como testimonio de la acción de España en América, sino un conglomerado de naciones ricas en Fe y en Espíritu. El efecto contiene y muestra la causa: éste es el argumento decisivo. Por eso, no escribimos estas líneas desde una Cartago sudamericana amparada en Moloch y Baal, sino desde la Ciudad nombrada de la Santísima Trinidad y Puerto de Santa María de los Buenos Aires, por las voces egregias de sus héroes fundadores.

El genocidio indígena

Se dice, finalmente, en consonancia con lo anterior, que la Conquista —caracterizada por el saqueo y el robo— produjo un genocidio aborigen, condenable en nombre de las sempiternas leyes de la humanidad que rigen los destinos de las naciones civilizadas.
Pero tales leyes, al parecer, no cuentan en dos casos a la hora de evaluar los crímenes masivos cometidos por los indios dominantes sobre los dominados, antes de la llegada de los españoles; ni a la hora de evaluar las purgas stalinistas o las iniciativas malthussianas de las potencias liberales. De ambos casos, el primero es realmente curioso. Porque es tan inocultable la evidencia, que los mismos autores indigenistas no pueden callarla. Sólo en un día del año 1487 se sacrificaron 2.000 jóvenes inaugurando el gran templo azteca del que da cuenta el códice indio Telleriano-Remensis. 250.000 víctimas anuales es el número que trae para el siglo XV Jan Gehorsam en su artículo "Hambre divina de los aztecas". Veinte mil, en sólo dos años de construcción de la gran pirámide de Huitzilopochtli, apunta Von Hagen, incontables los tragados por las llamadas guerras floridas y el canibalismo, según cuenta Halcro Ferguson, y hasta el mismísimo Jacques Soustelle reconoce que la hecatombe demográfica era tal que si no hubiesen llegado los españoles el holocausto hubiese sido inevitable. Pero, ¿qué dicen estos constatadores inevitables de estadísticas mortuorias prehispánicas? Algo muy sencillo: se trataba de espíritus trascendentes que cumplían así con sus liturgias y ritos arcaicos. Son sacrificios de "una belleza bárbara" nos consolará Vaillant. "No debemos tratar de explicar esta actitud en términos morales", nos tranquiliza Von Hagen y el teólogo Enrique Dussel hará su lectura liberacionista y cósmica para que todos nos aggiornemos. Está claro: si matan los españoles son verdugos insaciables cebados en las Cruzadas y en la lucha contra el moro, si matan los indios, son dulces y sencillas ovejas lascasianas que expresaban la belleza bárbara de sus ritos telúricos. Si mata España es genocidio; si matan los indios se llama "amenaza de desequilibrio demográfico". La verdad es que España no planeó ni ejecutó ningún plan genocida; el derrumbe de la población indígena —y que nadie niega— no está ligado a los enfrentamientos bélicos con los conquistadores, sino a una variedad de causas, entre las que sobresale la del contagio microbiano. La verdad es que la acusación homicida como causal de despoblación, no resiste las investigaciones serias de autores como Nicolás Sánchez Albornoz, José Luís Moreno, Angel Rosemblat o Rolando Mellafé, que no pertenecen precisamente a escuelas hispanófilas. La verdad es que "los indios de América", dice Pierre Chaunu, "no sucumbieron bajo los golpes de las espadas de acero de Toledo, sino bajo el choque microbiano y viral", la verdad —¡cuántas veces habrá que reiterarlo en estos tiempos!— es que se manejan cifras con una ligereza frívola, sin los análisis cualitativos básicos, ni los recaudos elementales de las disciplinas estadísticas ligadas a la historia. La verdad incluso —para decirlo todo— es que hasta las mitas, los repartimientos y las encomiendas, lejos de ser causa de despoblación, son antídotos que se aplican para evitarla. Porque aquí no estamos negando que la demografía indígena padeció circunstancialmente una baja. Estamos negando, sí, y enfáticamente, que tal merma haya sido producida por un plan genocida.
Es más si se compara con la América anglosajona, donde los pocos indios que quedan no proceden de las zonas por ellos colonizados -¿donde están los indios de Nueva Inglaterra?- sino los habitantes de los territorios comprados a España o usurpados a Méjico.
Ni despojo de territorios, ni sed de oro, ni matanzas en masa. Un encuentro providencial de dos mudos. Encuentro en el que, al margen de todos los aspectos traumáticos que gusten recalcarse, uno de esos mundos, el Viejo, gloriosamente encarnado por la Hispanidad, tuvo el enorme mérito de traerle al otro nociones que no conocía sobre la dignidad de la criatura hecha a imagen y semejanza del Creador. Esas nociones, patrimonio de la Cristiandad difundidas por sabios eminentes, no fueron letra muerta ni objeto de violación constante.
Fueron el verdadero programa de vida, el genuino plan salvífico por el que la Hispanidad luchó en tres siglos largos de descubrimiento, evangelización y civilización abnegados.
Y si la espada, como quería Peguy, tuvo que ser muchas veces la que midió con sangre el espacio sobre el cual el arado pudiese después abrir el surco; y si la guerra justa tuvo que ser el preludio del canto de la paz, y el paso implacable de los guerreros de Cristo el doloroso medio necesario para esparcir el Agua del Bautismo, no se hacia otra cosa más que ratificar lo que anunciaba el apóstol: sin efusión de sangre no hay redención ninguna.


La Hispanidad de Isabel y de Fernando, la del yugo y las flechas prefiguradas desde entonces para ser emblema de Cruzada, no llegó a estas tierras con el morbo del crimen y el sadismo del atropello. No se llegó para hacer víctimas, sino para ofrecernos, en medio de las peores idolatrías, a la Víctima Inmolada, que desde el trono de la Cruz reina sobre los pueblos de este lado y del otro del océano temible.

jueves, 1 de octubre de 2015

Bicentenario olvidado y mal recordado*

El lunes 29 de junio se cumplió el Bicentenario de la Independencia e izamiento de la bandera federal argentina (azul y blanca cruzada por una banda punzó) por el Congreso de Oriente, reunido en Arroyo de la China (Concepción del Uruguay), Entre Ríos, convocado por nuestro Protector de los Pueblos Libres, Gral. José Gervasio Artigas, nuestro primer Jefe de Estado independiente. Participaron de dicho Congreso Diputados por Córdoba, Santa Fe, Misiones, Corrientes, Entre Ríos y la Banda Oriental.

¿Hay o no hay rastros documentales o, aunque sea, referencias del Congreso de Oriente en Arroyo de la China convocado por el Protector y acatado por la mitad federal de las provincias de entonces?

Vicente Sierra, en la estupenda “Historia de la Argentina”, en su Tomo VI, Libro Tercero, Capítulo Primero, Acápites 5/7, págs. 351/6, dice que el 29 de abril de 1815 sólo fue el día en que el Protector comunicó su propósito de convocar un Congreso y lo hizo ese día con tres de los destinatarios: el Cabildo de Buenos Aires, el de Montevideo y el “de la villa de Concepción” (del Uruguay = Arroyo de la China).

Narra Sierra las elecciones efectuadas en cada provincia e identifica con precisión a los diputados electos en cada una, ponderando a cada gobernador que cumplió satisfactoriamente con el cargo de su Protector y transcribiendo las “Instrucciones” dadas por el de Santa Fe.

“No se conocen Actas de este Congreso…”, que el impecable Artigas seguramente hizo labrar, desaparición nada casual tras la desaparición del primer caudillo federal rioplatense en 1820.

Reunidos ya con él en el lugar de la asamblea, escribe al Cabildo de Montevideo, al parecer, aludiendo a alguna resolución muy poco común (¿la independencia?): “creyendo que lo importante del asunto debía sujetarse al escrutinio de la expresión general de los Pueblos, convoqué a un Congreso de todos los Diputados que hasta la fecha se habían reunido, tanto de la Banda Oriental como de los demás Pueblos que tengo el honor de proteger”. Sierra también recuerda autores que tratan este tema, como Ernesto H. Celesia en “Federalismo Argentino” y el oriental José María Traibel.

Hay asimismo una versión rescatable de estos hechos narrada por José M. Rosa en su “Historia Argentina”,  Tomo III, págs. 145/6. Dice Rosa que desde el 29 de abril, Artigas había convocado al “Congreso de Oriente” o de los Pueblos Libres a reunirse en Concepción del Uruguay (en la convocatoria le sigue dando su antiguo nombre “Arroyo de la China”). Misiones, Córdoba, Entre Rios, Corrientes y la Banda Oriental mandaron sus diputados.

El 29 de junio se reúne el Congreso de Oriente, suponiéndose que su primer acto fue jurar la independencia “absoluta y relativa” e izar el pabellón tricolor (carta de Artigas a Pueyrredón dl 24-07-1816).

No se llevaron actas del Congreso de Oriente, o fueron destruidas. Sus resoluciones se inducen [debería decir “deducen” o “infieren”] de la correspondencia de Artigas y [de] sus integrantes.

El concienzudo ocultamiento de las Actas del Congreso de la mitad federal y oriental de nuestras Provincias que viejos historiadores revisionistas llamaban “de Oriente”  o también “del Uruguay” (apocopando Concepción del…) no debe hacer dudar de su realización y de su principal resolución narradas con firma autógrafa por su inspirador, nuestro Protector Artigas a su masónico rival Pueyrredón en su misiva del 24 de julio de 1816, respondiéndole a la circular enviada ese mes a las Provincias ausentes en la secesionista y sectaria resolución tucumana.

Lamentablemente este hecho ha sido tomado, capturado y desnaturalizado por el revisionismo oficial marxistoide, con Pacho O’Donnell a la cabeza. Y el Gobierno, que había tenido siquiera la intención de festejarlo, feriado mediante, acabó confundiéndolo todo, una vez más.

Pero nosotros, desde estas páginas, recordamos las cosas como fueron.


                                                                                        Adolfo M. Molina

*Publicado en revista Cabildo, 3° época, año XV, N° 113