viernes, 10 de febrero de 2012

LA PROVIDENCIA EN LA HISTORIA

La Historia es la sucesión de eventos (con sus causas, sus encadenamientos, sus efectos) que experimentan o ponen en marcha un ser o un conjunto solidario de seres, existiendo en el "tiempo". En este sentido, se podría ya decir que el Universo, que es uno y existe en el tiempo, tiene una Historia que comienza en la primera página de la Biblia: "Al principio, Dios creó el cielo y la tierra". No obstante, en el sentido propio de la palabra, la Historia no comienza verdaderamente sino con el hombre. El sólo tiene conciencia a la vez de ser y de haber sido. El sólo es a la vez sujeto y actor a veces libre y responsable de la Historia. El sólo puede reencontrar y también sentir en la evocación de su pasado lo que él mismo ha vivido. El sólo, habiendo inventado la escritura, puede conservar y transmitir lo que, para él, ha sido el presente. Sólo en él, sobre la Tierra, se establece una verdadera continuidad entre el pasado, el presente y el futuro. El sólo puede buscar y encontrar un sentido en la Historia. El sólo puede pensar en el porvenir que ella lleva en sí.

Pero ante todo cada persona humana tiene su propia historia. Es por la memoria -digamos mejor, el recuerdo- que ella tiene conciencia, durante su tiempo, de su ser permanente y de lo que ella ha vivido, de una manera inexorablemente fugitiva. No obstante, este ser espiritual que es el hombre, a pesar de existir en un tiempo que huye, lo que él percibe por su inteligencia, es la verdad intemporal de las cosas que pasan. Aún más: lo que pasó (y que ha pasado...) puede de una cierta manera permanecer en su ser permanentemente.

Porque éste es modificado en él mismo por lo que él ha vivido y más aún por lo que él ha experimentado.

No obstante, la persona humana no puede ni existir ni vivir aisladamente. Todo ser humano, entrando en la existencia, entra en un conjunto de personas que es más durable que cada una de ellas. Allí encuentra los resultados de una experiencia que él mismo no ha hecho, de un conocimiento que él no conquistó, de ejemplos, de costumbres y leyes que serán la norma de sus propios actos y también de sus juicios. Tales grupos tienen su propia historia. Los eventos que llamamos "historias" son aquellos que reverberan sobre el conjunto de los hombres existentes en los mismos tiempos y los mismos lugares y en consecuencia sobre cada uno de ellos y también por lo hecho por cada uno de ellos.

Esto fue al principio el clan, la tribu, la ciudad. Ahora es la nación. No obstante, hay conjuntos más vastos que la nación, y la verdadera historia, a los ojos de Dios, es finalmente aquella del Hombre, de la humanidad.

Si la historia humana es lo que hemos dicho, ella es el lugar mismo y el punto de aplicación de lo que nosotros hemos llamado la Providencia divina. En principio, en la historia de cada persona. Pero, por el mismo hecho, en la de los pueblos.

Cuando una guerra estalla, la vida de cada uno en ese país es sacudida. El hambre golpea a millones de hombres. Las leyes que gobiernan un país regulan no solamente la conducta social de cada uno, sino también su modo de vida y sus posibilidades de acción. Instituciones comunes a todos pueden ayudar, estimular a las personas y aportar los medios de aflorar en su verdad humana y su apertura a Dios. También pueden hacer todo lo contrario. La cultura se recibe de la sociedad, de la nación. ¿Cómo se podría hablar de la Providencia que lleva y conduce a cada persona humana, si se le quita su preocupación y su cuidado de todo lo que pasa en las naciones, pero que repercute sobre las personas? Cuando se lee la Biblia, uno se siente impresionado de la importancia extrema que allí tienen los pueblos en sus relaciones de Dios con el hombre y hasta qué punto Dios interviene personalmente e inmediatamente en su historia. Lo que ha hecho de una manera privilegiada, única, por Israel. Haciendo de los descendientes de Abraham, su pueblo. Haciéndose una realidad y una causa por él. Haciendo de él el punto de donde vendrá la persona de Jesucristo, la salvación eterna para toda la humanidad. En ese momento, evidentemente, no habrá más pueblo elegido: lo es ahora la humanidad entera. La Historia que conduce Dios es la del Hombre, y el grupo humano fundamental es ahora a los ojos de Dios la Iglesia que quiere abarcar a todos los pueblos sin quitar a ninguno su rol propio. Según los momentos, tal o cual nación, tal o cual pueblo, podrá recibir por un tiempo protección especial y ayuda providencial de Dios. En la Historia, de la cual el hombre es el sujeto, el actor y frecuentemente la víctima, habrá siempre lugar para la intervención imprevisible, absolutamente contingente de las libertades humanas. Y tanto más todavía para aquella libertad soberana que pide a Dios en todo momento el aporte de su auxilio a los actores de la historia, y de enderezar la marcha de éstos hacia la meta que El visualiza a través de ella. Si el advenimiento del hombre sobre la Tierra no hubiera sido posible sino por las intervenciones divinas "providenciales", ¿cómo Dios no continuaría conduciéndole en medio de fuerzas hostiles, por esas intervenciones de las que la Biblia nos relata tantos hechos extraordinarios, más verdaderos aún que si no fueran más que "históricos", porque nos manifiestan la realidad invisible que habita la historia? ¿Pero desde el Evangelio, el acento no se desplazó acaso de los grupos humanos, políticos, culturales, sociales, hacia las personas presentes y por venir y hacia su destino eterno? ¿Y más todavía hacia el Reino de Dios que comienza sobre la Tierra, pero que no culminará sino en otro mundo?

"Nosotros, otras civilizaciones, sabemos que somos mortales". Estas palabras de Valéry son célebres. Pero las personas mismas, no son mortales. Sólo atraviesan la muerte y son ellas, finalmente, las que hacen y deshacen las civilizaciones. Si es verdad que la Providencia interviene en la Historia de los pueblos, es finalmente menos en las batallas y en la política que en el espíritu y el corazón de aquellos que trabajan para construir las ciudades terrestres y también para defenderlas, para salvarlas de sus miserias morales, muchas veces a través de sus propios sufrimientos, de sus sacrificios, de sus santidades. Lo que hace la historia, no son antes que todo los eventos "históricos", los personajes "históricos", sino lo que ocurre en el corazón y en lo cotidiano de múltiples vidas humanas, en esa lenta y profunda elaboración de costumbres, de ideas, de comportamientos interiores, de maneras de sentir y de ser, de tradición viviente, que se traducen en ciertos momentos "históricos" en grandes explosiones y sacudimientos. ¿Cómo la Providencia no actuará también ella en el corazón de esta vida que así se transmite? Ella está allí de toda manera para ayudar a aquellos que se confían a ella en el momento mismo en que pudieran aparecer triturados por la vida y por una historia ciega y cruel.

¿Pero hacia dónde busca conducir al hombre esta acción providencial oculta en el corazón de la historia humana? Aquí, la Revelación divina, y sólo ella, puede respondernos. Y ella lo aclara todo. Es para la vida eterna que el hombre ha sido creado, hacia ella somos conducidos. Hacia la vida en plena luz con Dios, hacia la unión perfecta con El, hacia una felicidad infinita, hacia la abertura total y sobrenatural del ser humano. Y esto puede comenzar desde esta Tierra, en un mundo provisorio, llamado a transformarse. Jesús, es decir Dios mismo, encarnándose, haciéndose hombre, nos lo dijo claramente, explícitamente. Toda la Buena Nueva que es el Evangelio está allí. Y sólo El nos puede hacer acceder a su Verdad. Y es enseguida después de la caída del hombre, al nombre del Salvador que debe venir, de Jesús, que ha comenzado la invisible acción de la gracia para los hombres "de buena voluntad" que "tienen la ley de Dios inscrita en sus corazones" (Rom. 2, 15). Pues ella se explicitó en el pueblo de Israel. En fin, ella ha encontrado su plenitud cuando se realizó la Encarnación de Dios, cuando Jesús nació. Entonces, a partir de El, la gracia de Cristo se expandió por la única Iglesia que trata de reunir a todos los pueblos al mismo tiempo que a todos los hombres. ¡La Iglesia! Reunión, comunión de todos los creyentes, llamado a todos aquellos que no lo son todavía. La Eucaristía celebrada todos los días desde hace veinte siglos en la Iglesia ofrece todos los trabajos buenos y generosos de los hombres a Dios, el ofrecimiento de sus vidas, sus sufrimientos. Ella une todo eso al sacrificio redentor de Cristo, el Salvador de todos los hombres que no lo rechazan. Así la Iglesia reúne también a aquellos que no son sus fieles. Ella es la mediación invisible entre Dios y toda la humanidad y participa así en la transformación espiritual de aquellos mismos que la ignoran. Es pues, por ella que la Encarnación redentora se continúa.

Porque Dios, en verdad, había creado al hombre en un estado de unión a Él que no era aquél de la mera naturaleza, sino el de la gracia, de la naturaleza "divinizada". Pero habiéndola perdido por una ruptura libre y voluntaria con Dios, no puede reencontrarla mas que por la muerte y la resurrección de Cristo. Si se llama hecho histórico a un evento que afecta la historia, la caída original es el evento histórico por excelencia, el que cambia en su raíz misma toda la historia humana. No lo conocemos más que por el relato inspirado y divino de la caída de Adán y Eva. Lo que pasó en realidad nos es contado en ese relato, de una manera visiblemente y voluntariamente simbólica. Por llegar a ser "como dioses" (es decir independientes de Dios) han "comido" de ese "fruto" prohibido, de ese árbol "del conocimiento del bien y del mal". Y si se llama Providencia la intervención directa e inmediata de Dios en las cosas humanas, la intervención divina por excelencia, es esa misma la que fue prometida en el momento mismo en que el hombre se perdía: la venida del Verbo en la carne, en un momento del "tiempo", preparado para esto, y que se ha transformado como el primer momento de una re-creación. Con la Encarnación del Verbo comienza el cambio total de la Historia, la toma en sus manos por este "Hombre", el Hombre por excelencia en el que se va a perfeccionar y sublimar el universo. Como escribe San Juan de la Cruz: "En la Encarnación del Verbo, Dios elevó al hombre hasta la Belleza de Dios, y por el hombre a todas las creaturas".

La Historia está así toda entera pendiente de Jesucristo. Ella es una, ella es la historia del hombre, de su "divinización", y también de todo el Universo.

Es verdad que los hijos de Dios deben vivir en "los trabajos y los días" de esta tierra, en el cumplimiento de su misión humana, en la libre posesión de las realidades terrestres de las que no es esclavo sino rey, en el descubrimiento del mundo, en su construcción propiamente humana, en su "civilización", en las relaciones interpersonales que se anudan circunstancialmente a las realidades terrestres, en el amor de los compañeros que le son dados. ¿Cómo la Providencia que nos sigue paso a paso no actuará sobre todo este medio humano que condiciona a cada uno de nosotros tan poderosamente, que cada uno de nosotros concurre a construir para dejarlo a los que vienen detrás? Nosotros estamos de tal manera habituados a ver en las cosas humanas un obstáculo a las cosas divinas, que olvidamos su razón de ser original. Esta razón de ser es un elevarse hasta las cosas propiamente divinas, porque se eleva de la naturaleza a la gracia. O mas bien la gracia comienza por purificar, abrir, dilatar la naturaleza para hacerla sobrepasar. Hay una cierta manera de vivir, humana, que dispone al hombre a trascender lo puramente humano.

Así también, la intervención divina en la historia humana es constante. El objetivo que ella focaliza no es sino la transformación espiritual de la humanidad y el establecimiento del Reino de Dios, ya, sobre la tierra. No hay evento que, si alcanza verdaderamente al hombre, no pueda ser recobrado por la Providencia divina en vista, como lo dice San Pablo, de "la construcción del Cuerpo de Cristo, al término de la cual debemos llegar todos juntos a no ser más que uno en la fe y el conocimiento del Hijo de Dios y a constituir este Hombre perfecto en la medida de la edad de la plenitud de Cristo" (Eph. 4, 13). Ciertamente, esta meta a lograr está más allá de la tierra y del tiempo. Pero ella se construye poco a poco por los actos de aquí abajo en donde se funden la gracia y la naturaleza, donde se unen Dios y el hombre, donde se ejerce la Providencia, amiga de los hombres.

Si la historia de las ciudades humanas fuera conducida sólo por Dios, pasarían a ser todas ciudades de Dios diversas y fraternales en las cuales los valores propiamente humanos y terrestres estarían abiertos a Dios y a su gracia y por la misma fuerza a su más alto punto de perfección. ¡Qué civilización entonces! Digamos asimismo: ¡Qué civilizaciones! Provisorias, cierto, y finalmente mortales, pero para una resurrección transfigurante en el Reino de Dios, resurrección que no sería solamente la de nuestros cuerpos mortales, sino del mismo mundo terrestre. Pero no es sólo Dios quien conduce la historia humana. El misterio de la Providencia es el de la lucha entre la luz y las tinieblas, entre el bien y el mal, Cristo mismo no escapó a esta lucha. A sus discípulos, a los que El colmó de sus promesas, no les ocultó que tendrían que sufrir como El. Como escribió San Agustín, dos amores han construido dos ciudades, el amor de Dios hasta el odio de mi yo construyó la ciudad de Dios; el amor de sí mismo hasta odiar a Dios construyó la Ciudad del Mal. Todo lo que está sobre la Tierra, toda ciudad humana, toda historia humana es una mezcla de esas dos ciudades.

 
P. Fr. J. M. Nicolás O.P.

Tomado de: http://members.fortunecity.es/mariabo/la_providencia.htm

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