Por Julio Irazusta
Pero sobre lo que no hay duda alguna entre los historiadores es que fue el mejor ministro de Hacienda de la Gran Bretaña. Su preceptor Addington le halló condiciones para descollar en las matemáticas, y en consecuencia le hizo estudiar con ahínco los Principia de Newton. Se hizo tan diestro en el manejo de los números, que sus discípulos sobre materias financieras sobresalen en la historia parlamentaria universal por su precisión y claridad, sin otro parangón posible que los del luminoso marsellés Adolfo Thiers.
No era un creador. Amigo y admirador de Adam Smith, jamás pasó de discípulo a maestro. Con una ingenuidad en la que lo acompañaban sus rivales Fox y Burke –aunque este pasó a sus filas, por motivos ideológicos, en la época de la Revolución Francesa-, creyó en el interés acumulativo del dinero, como medio de amortizar la deuda nacional. En suma, no fue por sus conocimientos técnicos que restauró las finanzas públicas desquiciadas por guerra de América sino por su acrisolada honradez.
Como la mitad del éxito en la materia depende de la confianza de la opinión en el hombre llamado a manejar el tesoro público, y él carecía de antecedentes conocidos –a no ser la famosa austeridad de su padre lord Ghatham- por tener 23 años al asumir la jefatura del gobierno, se aplicó a merecer aquella confianza, persuadiendo con hechos intergiversables la noción de su propio desinterés y honestidad. Siendo su renta de huérfano pobre, muy pequeña para un político inglés de aquella época (300 libras al año), rechazó una prebenda de 5 mil libras anuales a que tenía derecho todo primer ministro al ocupar el cargo. Mantuvo las medidas de saneamiento financiero tomadas por sus antecesores liberales a quienes había derrotado, pese a que ellas se habían establecido contra la voluntad de Jorge III que lo había nombrado ejerciendo la prerrogativa regia contra las mayorías parlamentarias. Creó el sistema de la licitación pública para la emisión de títulos de la deuda, que antes se colocaban por medio de agentes elegidos entre los favoritos del oficialismo.
Desde su primer año de gobierno terminó el ejercicio financiero con superávit en el presupuesto. Y en el lustro largo de paz en que gobernó antes de estallar las guerras revolucionarias y napoleónicas, acumuló reservas de dinero que le permitieron sostener una década de lucha gigantesca, manteniendo la convertibilidad monetaria de papel a oro, cuando todos los otros beligerantes estaban en inflación y con monedas arruinadas por los gastos militares.
Ahora bien, este excepcional ministro de Hacienda, sin disputa el mejor de la historia británica, no sabía manejar sus propias finanzas. En las postrimerías de su administración se dejó convencer de que se su rango era incompatible con la modestia de sus recursos personales. Y a la muerte de lord North (el primer ministro famoso por haber perdido las colonias americanas, como Erastótenes por haber incendiado la Biblioteca de Alejandría) aceptó la jefatura de los Cinco Puertos de que aquél disfrutaba, y cuya remuneración era de 5 mil libras anuales. Esta canonjía significaba para Pitt la renta de una gran fortuna. Pero el descuido con que siguió manejando su casa, entregada a la dirección de una sobrina medio alocada (la lady Stanhope, que fue la amante de Miranda), llegó a los mayores extremos del primer ministro en 1806, a los 45 años de edad, lo único que dejaba como herencia eran deudas. Por 45 mil libras, que por voto unánime del Parlamento fueron pagadas por el Estado, sin olvidar a sus legítimos herederos, favorecidos con suculentas pensiones, entre las cuales la más cuantiosa se asignó a lady Stanhope.
Estos hechos plantean el problema de saber si es aconsejable que los ministros de Hacienda –que hoy se llaman de Economía- sean o no hombres de fortuna personal, de quienes los franceses dicen que tienen la bosse des affaires, o sea la circunvolución cerebral de los negocios. La experiencia histórica parece probar que el espíritu de lucro personal, desarrollado al extremo, no es muy compatible con el honrado manejo de las finanzas. Otro de los famosos ministros de Hacienda británico, Godolphin, que actuó a principio del siglo XVIII, como Pitt al final, se le asemeja en que no lucró con la función pública: teniendo una fortuna de 10 mil libras al ocupar el cargo, dejó a sus herederos una suma igual, después de diez años de administración ejemplar. Por el contrario, los hombres que llevan de frente el manejo de las finanzas públicas con la gestión de sus negocios personales suelen ser ministros prevaricadores y arruinadores de sus países.
Es muy difícil que un hombre dotado del espíritu de lucro, incluso aquel que se haya enriquecido por medio ilegítimos, tenga a la vez el absoluto desinterés indispensables para el recto y limpio del tesoro público. Puede darse el caso, pero como excepción rarísima.
Con la complicación de los negocios en las sociedades de economía compleja, altamente desarrolladas, se ha vuelto común que los gobiernos apelen a los capitanes de la industria para el Ministerio de Hacienda, como es frecuente verlo en los últimos tiempos en los Estados Unidos; presidentes y secretarios de Estado, inmensamente ricos antes de llegar a los primeros cargos de la administración, se portan correctamente. Pero allí los intereses de los plutócratas coinciden con los de la nación, y aquellos adquirieron en el largo ejercicio de la conducción nacional, en una empresa afortunada, cierto sentido aristocráticos del servicio desinteresado, como lo muestra la práctica que se ha impuesto como una consuetuda política para esos casos: los hombres de negocios, o de gran fortuna heredada, favorecidos por el honor de la función pública, liquidan sus bienes al asumir el cargo –como Kennedy o Wilson- para invertir todo lo que tienen en títulos de la deuda nacional, a correr la suerte de los administrados, según sea la tendencia favorable o adversa que ellos mismos imprimieron a la administración nacional.
La experiencia argentina no abona la conveniencia de llamar a los hombres triunfantes en los negocios privados para dirigir las finanzas públicas. No se sabe de ninguno que haya imitado el ejemplo de liquidar todos sus bienes para colocarlos en títulos de la deuda nacional. Los más de ellos salieron de ese almácigo de personeros de la finanza internacional que nos expolia por su intermedio, gobierno invisible cuya venia es lo único que entre nosotros permite acceder a la gran fortuna. O que incorporaron a esa oligarquía de servidores del interés privilegiado extranjero que hace aquí las veces de clase dirigente. Y entre todos han fabricado la crisis aparentemente insoluble –que cada uno de ellos se empeña en agravar- en la cual los conductores de la economía argentina han mostrado cómo se puede hacer de la bancarrota nacional una fuente de riqueza privada.
Azul
y Blanco, Buenos Aires, 2ª. época, 22 de julio de 1966.
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