sábado, 29 de marzo de 2014

Rosas. La consolidación del poder*

Por: Ernesto Palacio

Dos tareas primordiales ha debido acometer Rosas en el orden provincial: restablecer la confianza y restaurar la hacienda pública. A ellas obedece la elección de su ministerio, formado de hombres expectables. Guido y Balcarce han sido ministros de Dorrego: significan una continuidad. Por lo que se refiere a García, si bien sus antecedentes políticos no parecían recomendarlo, cabe advertir que se ve en el no tanto al diplomático infortunado, cuanto al experto ministro de Rodriguez y Las Heras, al técnico de las finanzas que ha dado prueba de su competencia en momentos difíciles. Su presencia en el ministerio tiene el objeto aparente de apaciguar y provocar la adhesión al nuevo régimen de un sector importante de la burguesía urbana y del comercio ingles. Significa una garantía de que en las materias de su incumbencia no se harían, por el momento, cambios peligrosos.

No obstante la adhesión popular al nuevo gobierno, la conspiración unitaria continuo en los primeros tiempos, estimulada por los éxitos de Paz en el interior. La represión se limitó empero a lo estrictamente indispensable, como las medidas referentes a la tenencia y venta de armas, quedando en la ciudad sin ser molestados los hombres no esencialmente comprometidos del decembrismo, salvo su natural eliminación de los cargos públicos que desempeñaba.
Rosas recorrió personalmente los departamentos del norte de la provincia para enterarse de sus necesidades y se ocupó de la reorganización de la justicia de paz de la ciudad y campaña, a la que daba especial importancia por su relación inmediata con la población de escasos recursos. Reorganizó asimismo la policía dividiendo en nuevas secciones la urbana y la rural, y dictó diversas disposiciones que mostraban la intención de atender a muchos problemas rurales descuidados hasta entonces por los gobernantes urbanos del tipo de Rivadavia, como las referentes al uso de los animales “reyunos” (cuya designación se cambio por “patrios”), el transito sin pasaporte y los derechos de pontazgo.
Por las exigencias de la guerra y la vigilancia de las fronteras del sur, debió efectuar varias delegaciones del mando en sus ministros, con quienes se mantenía en constante comunicación epistolar. De acuerdo con la concepción paternalista que se ha hecho del gobierno, piensa en todo y se interesa por los ramos mas dispares: desde la provisión desde los cargos judiciales (nombra en la Cámara de Apelaciones a los miembros mas prominentes del foro como Castro, Tagle, Anchorena, López y Arana), hasta la reparación de iglesias a cargo de su peculio personal. En esta materia, se muestra dispuesto a reaccionar contra la tradición liberal y masónica que tantos males ha causado. Sabe que el país atraviesa por una crisis moral, que exige remedios del mismo orden, los que solo pueden venir de la Iglesia. Por eso procura la reanudación de los vínculos con la Santa Sede, levanta templos en la campaña y no pierde oportunidad de mostrar su acatamiento a la Fe heredada. Sus soldados han de ir a misa en formación para mostrar a Dios “la veneración que marca la ordenanza”. Se escandaliza del descuido anterior a esta materia. “¡Como se ha minado por nuestros gobiernos, padrino, la religión santa de Jesucristo, la religión de nuestra tierra!” – le escribe al cura Terrero- “ahora será distinto -afirma– todo ha de ir bien porque el ejemplo puede mucho”.
Como afirmación del espíritu nacional y su voluntad de independencia declaró fiesta solemne el 9 de Julio,  y decidió que no se admitiesen cónsules de ninguna nación que no hubiesen expresamente reconocido dicha independencia.
Al mismo tiempo se ocupaba, con la hábil ayuda de García, en la restauración de las finanzas. En 1829 solo se habían recaudado ocho millones de pesos y los gastos ascendían a veintitrés. La practica de las emisiones sin respaldo había desvalorizado pronunciadamente la moneda. Esto no se debía a la mala administración, sino a la gran sequía que asolaba la provincia desde 1827 y cuyas consecuencias contribuían al malestar político. Unos cuantos meses de administración ordenada y las primeras lluvias bastaron para devolver la confianza a los capitalistas y restablecer el crédito. Se reanudó el comercio internacional y las rentas de la aduana subieron, si bien el mercado se inundó de mercadería extranjera.
Esta última circunstancia, había de provocar un nuevo brote de resentimiento contra Buenos Aires, que dificultaría la tarea inmediata de Rosas, ya que esa política comercial no era más que la continuación que la de Rivadavia,  favorable al puerto único a expensas del interior. El gobernador de Corrientes, Ferre, protestó contra “el comercio del extranjeria”. Rosas lo mantuvo, sin embargo, porque ello significaba la financiación de la guerra inminente y porque no podía, por lo demás, renunciar al privilegio de que gozaba su provincia por razones de situación, sin una compensación equivalente.

Con la terminación de la guerra civil se habían abierto las vías para la unión; pero esta no se había consumado en los hechos. Quedaba un país profundamente dividido y receloso, cubierto de heridas todavía sangrantes. El pacto federal era un simple instrumento legal, lleno de sabias previsiones, entre ellas las relativa a la formación de la autoridad nacional que faltaba; pero su aplicación constituía un camino bordeado de peligros a causa de las pasiones encendidas y los intereses contrapuestos.  La delegación de las relaciones exteriores en el gobierno de Buenos Aires representaba un comienzo de unidad. Pero, ¿Concederían las provincias esa delegación sin condiciones? El gesto hosco de Ferré anunciaba que no. En todas partes empezaba a alzarse el clamor por la reunión del congreso, que los unitarios infiltrados coreaban, tratando de introducir cizaña en las filas poco  coherentes del federalismo triunfante y entre las personas de sus tres jefes de primer plano – Rosas, Quiroga y López – o de sus lugartenientes Ferre, Ibarra y Reinafe.


*Palacio, Ernesto. Historia de la Argentina. Ed. Abeledo-Perrot. Libro III. Cap XVI . Pag 302 a 304

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