Manuel Oribe |
Por: Ernesto Palacio
El gobernante provincial que en abril de 1835 asumía el poder al frente de una nación convulsionada y recelosa, había consolidado al cabo de un año su situación y era reconocido como jefe indiscutido de la Confederación Argentina.
El gobernante provincial que en abril de 1835 asumía el poder al frente de una nación convulsionada y recelosa, había consolidado al cabo de un año su situación y era reconocido como jefe indiscutido de la Confederación Argentina.
Ello se debía a la aceptación por las provincias de su prerrogativa en materia de justicia nacional; a la aceptación de su punto de vista sobre intervenciones a los estados disidentes y perturbadores, y a la generalización de su política exclusivista, después de sucesivos fracasos de las tentativas de “conciliación” o “fusión de partidos”, en el norte y en Cuyo. Contribuía en forma decisiva al afianzamiento de ese prestigio la Ley de Aduana, cuyas benéficas consecuencias empezaban a sentirse en todo el territorio.
Pero lo que sobre todo pesaba era el influjo de la fuerte personalidad del Restaurador, en su constante correspondencia con los gobernadores y con sus agentes esparcidos por toda la República. Este elemento de orden moral fue más poderoso que los alicientes materiales para el fortalecimiento de su autoridad, porque sus previsiones se cumplían ante los ojos de quienes se inclinaban a desdeñarlas. En los manejos del ministro o funcionario a quien su dedo acusador había señalado en aviso confidencial, aparecía tarde o temprano la infidencia o la traición. No es de extrañar por ello que los caudillos provinciales (carentes por lo común de luces propias y amenazados por todo género de intrigas) se decidieran a obedecer, con mayor o menor diligencia, a quien parecía destinado a mandar. Poco a poco fueron adoptando sus ideas, su ritual federal, su estilo.
Ello no habría de ocurrir sin perturbaciones, según hemos visto. Pero sea como fuere, y no obstante los Ferré y los Cullen, (a quienes se vigilaba de cerca) la Confederación constituía ya en 1836 una unidad homogénea, fundada en la colaboración estrecha de López y Echague en el litoral, Ibarra y Heredia en el norte, Aldao en Cuyo, y Manuel López en el centro estratégico de Córdoba, con el gobernador de Buenos Aires y encargado de las relaciones exteriores, quien aparecía como cabeza indiscutida del partido en que se encarnaba la voluntad reiteradamente manifestada por “los pueblos”.
Esta unidad interna seguía amenazada, no obstante, por la acción de los emigrados.
La principal preocupación provenía del Uruguay, convulsionado desde su independencia por las ambiciones rivales, primero de Lavalleja y Rivera, y luego de este y Oribe. Ya vimos como Rivera, durante su presidencia constitucional, había auspiciado la revolución de Lavalle y López Jordán contra el gobernador Solá, de Entre Ríos. El 24 de octubre de 1834 subió al gobierno el general Manuel Oribe. Fructuoso Rivera fue designado comandante de la campaña, desde cuyo puesto comenzó a recibir y acoger favorablemente las insinuaciones de los emigrados, en el sentido de realizar una nueva intentona de establecer firmemente su influencia sobre la región mesopotámica.
Es de advertir –para que se comprenda claramente la relación entre nuestras luchas y las de la provincia segregada- que en esa época subsistía muy vivo el arrastre artiguista, tendiente a considerar la Banda Oriental y las provincias de Entre Ríos y Corrientes como una sola unidad histórica litoral, en la que el rio servía mas de lazo que de limite, de tal modo que era natural en los caudillos de la zona la tendencia de extenderse hacia el oeste. La emigración unitaria estimulaba en Rivera la ambición de instituirse en heredero de Artigas; lo cual habría sido peligroso con un jefe de visión y garra, pero lo era menos con el candidato en cuestión, tipo mixto de guerrillero y bandido, cuyas empresas militares se reducían en última instancia a vastos arreos de ganado para poblar sus estancias o vender en la frontera.
El general Oribe era un hombre de otra calidad. Pertenecía a una familia de abolengo. Había actuado como segundo de Lavalleja en la hazaña de los 33 y combatido valientemente con Alvear en Ituzaingo. Estaba resuelto a gobernar honestamente de acuerdo con las leyes y los tratados, y estableció desde el comienzo relaciones cordiales con el gobierno de Buenos Aires, quien nombró como su agente al coronel don Juan Correa Morales. La conducta de los unitarios emigrados y sus relaciones con el comandante de la campaña oriental –que abiertamente los apoyaba- así como el lenguaje virulento de la prensa unitaria y riverista incitando a la revolución, motivaron una reclamación de Rosas. Oribe accedió a tomar medidas contra esa propaganda. Esta actitud y una serie de rozamientos de orden interno originados en la política del nuevo mandatario, que significaban una reacción contra la de su antecesor, provocaron el pronunciamiento de este contra el gobierno constitucional, el 16 de julio de 1836.
Como era de prever, Lavalle y los demás jefes y oficiales argentinos emigrados apoyaron a Rivera. Su triunfo les prometía la adquisición de un gobierno amigo que los secundaria en sus planes. Rosas se abstuvo de participar en la contienda, por respeto a las disposiciones del tratado de 1828; se limitó a cerrar las comunicaciones en todo el litoral, a fin de circunscribir la lucha al territorio uruguayo. La guerra fue breve. Después de algunos combates parciales, el general Oribe – con el auxilio de Lavalleja, que se puso de parte del gobierno legal- obtuvo una victoria decisiva sobre Rivera y sus aliados en Carpintería, el 19 de septiembre de 1836. En esta acción, las fuerzas de Oribe usaban una divisa blanca y las de Rivera una colorada, de donde se originaron los nombres de los partidos históricos de la Banda Oriental. Rivera huyo a Brasil. Lo que no había logrado con sus propias fuerzas, lo obtendría con ayuda extranjera.
*Ernesto Palacio. Historia de la Argentina. Libro IV, cap. II. pags. 336 a 338. Ed. Abeledo Perrot
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