domingo, 5 de julio de 2015

La independencia vista por dentro*

Por Julio Irazusta

   La acción de los congresales reunidos en Tucumán en julio de 1816 ofrece una lección permanente de alta política, que es, (por encima de las circunstancias económicas y de las motivaciones ideológicas que tanto prevalecen en las decisiones estatales en el mundo moderno) lo que determina el destino de los pueblos. Aquellos hombres, asediados por problemas internos y externos de abrumadora gravedad, tuvieron la osadía de proclamar la independencia de un país cuya emancipación estaba más que nunca en problema, y que aún no habían podido organizar pese a los mejores propósitos que los llevaron a convocar anteriores asambleas constituyentes. La guerra civil conmovía la mayor parte del territorio. Los ejércitos hasta entonces metropolitanos ocupaban la frontera norte; y en la del este siempre estaba latente el peligro de las usurpaciones portuguesas, concretadas una vez más  en la invasión iniciada por las tropas de Lecor al mes de la trascendente decisión del 9 de julio.

   La agónica situación no amilanó a los congresales de Tucumán, quienes desmintieron con su heroísmo el terrible dicho de un aforista francés: “los cuerpos constituidos son cobardes”. Es verdad que fueron aguijoneados, como suele ocurrir, por las inculcaciones de un gran hombre. San Martin, cuya capacidad política era apenas inferior a su genio estratégico, no cesaba de presionar al diputado por Mendoza, Godoy Cruz, con expresiones de extraordinario relieve, de las que prodigó en el curso de su actuación: “¡hasta cuando esperamos para declarar nuestra independencia! ¿No le parece una cosa bien ridícula acuñar moneda, tener el pabellón y cucarda nacional, y por ultimo hacer la guerra al soberano de quien en el día se cree que dependemos? ¿Qué falta más que decirlo? Por otra parte ¿Qué relaciones podremos emprender,  cuando estamos a pupilo, y los enemigos (y con mucha razón) nos tratan de insurgentes, pues nos declaramos vasallos? Este V. seguro que nadie nos auxiliará en tal situación. Por otra parte el sistema ganaría un 50 por ciento con tal paso. ¡Animo que para los hombres de coraje se han hecho las empresas!”(Mitre, Historia de San Martin, IV, 287, 12/4/16). “Yo no he visto en todo el curso de nuestra revolución, más que esfuerzos parciales, excepto los emprendidos contra Montevideo, cuyos resultados demostraron lo que puede la resolución. Háganse simultáneos y somos libres…”  “Y ¿Quién hace los zapatos? Me dirá V. andaremos en ojotas, más vale esto que el que nos cuelguen, y peor que esto, el perder el honor nacional. Y el pan ¿Quién lo hace en Buenos Aires? Las mujeres, y si no comemos carne solamente. Amigo mío, si queremos salvarnos es preciso hacer grandes sacrificios…” “yo respondo a la nación del buen éxito de la empresa” (ibid. IV, 288, 292, 12/5/16). Como Godoy le contestara que la independencia no era soplar y hacer botellas, San Martin le contestó: “Yo respondo a V. que mil veces me parece más fácil hacer la independencia que el que haya un solo americano que haga una sola botella”. (Ibid.  IV, 293,24/V/16)

   Esa seguridad en sus pronósticos debíase a que San Martin fue uno de los emancipadores que tuvieron más porvenir en la cabeza, según la feliz expresión de Talleyrand sobre la profética intuición de Choiseul, ministro de Luis XV. Si pese a la falta de ayuda exterior, que sabía inalcanzable, el ánimo del Libertador no desmayaba, es porque conocía los recursos de su país, y porque sabía que, de ser bien manejados, serían suficientes para la empresa que aconsejaba. En estado de espíritu similar estaban sin duda los congresales de Tucumán, muchos de los cuales eran de los que habían participado en las invasiones inglesas, en los sucesos de 1810 que nos dieron el primer gobierno propio y en las batallas iniciales de la revolución que resultaron prolegómenos de la guerra emancipadora. Todos ellos pertenecían al régimen y no podían carecer de la conciencia de haber sido súbditos de un imperio mundial, y contemporáneos de la reforma de 1776, que transformó a la colonia más pobre en la más rica, al punto de que en 1809 el virreinato del Rio de la Plata aportaba a la corona de España más contribuciones financieras que los de Mejico y Peru.

   Cuando se pertenece a una comunidad capaz de las hazañas que estaban en la memoria de todos los rioplatenses, las peores circunstancias no son sino solo desafíos a la voluntad esclarecida, para manejarlas con  éxito. Tales crisis suelen ser el trampolín desde el que se salta a la grandeza, como pudo ocurrir si los epígonos de la empresa hubiesen sido en todo tiempo, capaces de emular a los emancipadores, según lo hizo la Confederación de Rosas ante la agresión anglo-francesa. Nadie expuso mejor el contraste entre el tamaño material y el heroísmo, que Lord Bacon, en un pasaje de sus Ensayos que he utilizado en otro de mis escritos: “La grandeza de un Estado –dice el famoso canciller inglés- en tamaño y territorio puede medirse, y la grandeza de las finanzas y las rentas computarse. La población puede aparecer en multitudes; y el número y grandeza de las villas y ciudades, en tarjetas y mapas. Pero con todo, no hay entre los asuntos civiles nada más sujeto a error, que una recta apreciación y verdadero enjuiciamiento del poder y las fuerzas de un Estado. El reino de los Cielos se compara, no a ningún gran carozo o nuez, sino a un grano de mostaza; que es uno de los granos menores, pero tiene en sí la propiedad y el hábito de crecer y expandirse con rapidez. Así hay Estados, grandes en territorio, y sin embargo, incapaces de crecer o mandar; y algunos que, pese a la pequeñez de su tallo, son sin embargo capaces de cimentar grandes monarquías. Ciudades amuralladas, arsenales repletos, buenas razas equinas, carros de combate, elefantes, ordenanzas militares, artillerías y cosas por el estilo; todo esto no es sino la oveja con piel de león, a no ser el linaje y la disposición del pueblo a ser firme y belicoso”.

   No es que a los argentinos, ya constituidos en nación independiente nos faltase espíritu bélico. En casi 100 años de guerras civiles e internacionales probó al contrario, nuestro pueblo, según lugar común que tuvo vigencia hasta principios del siglo XX, que éramos por antonomasia  la tierra del coraje. Pero esa virtud no fue manejada con la inteligencia requerida para el éxito. Y si bien ganábamos batallas, perdíamos las paces. Y luego de llevar a cabo, en la empresa de la emancipación, una epopeya sin paralelos en los anales de la humanidad, gracias a un espacio geopolítico privilegiado inicial, dejamos achicarse el territorio en un tercio, y llegamos a la triste situación en que nos hallamos. Causa primera: la ideología que prevaleció en la dirección de la empresa (salvo la única excepción de la época de Rosas), ideología que aun carcome el espíritu nacional.


* Publicado en Revista Cabildo, 2da época, año I, número 1, agosto de 1976

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