martes, 26 de enero de 2016

DEL IMPERIO A LA REVOLUCIÓN

Por: Lic. Javier Ruffino

EL IMPERIO

     Dice Ernesto Palacio en su excelente “Historia de la Argentina”:
“Puede decirse, en un sentido general, que para los Austrias estos países eran provincias del vasto imperio, poblados por vasallos fieles e iguales en sus derechos a los de la península: idea que impregna toda la legislación de Indias.”(1)
     En efecto, como enseña Ricardo Zorraquín Becú, gran historiador de los aspectos jurídico e institucional de la “Argentina hispánica”, la política de los Austrias se propuso salvar el Imperio cristiano medieval y extenderlo por todo el orbe (“Imperialismo religioso”, llama Zorraquín a esta política). Esto se pone de manifiesto en el esfuerzo que la Corona Castellana llevó adelante durante los siglos XVI y XVII, atendiendo a los tres frentes que  se le presentaban:

1- En el Este de Europa: La amenaza de los turcos fue permanente, y a pesar de la victoria de Lepanto en 1571, la presión otomana no cedió, llegando a mediados del siglo XVII a las puertas mismas de Viena.
2- En el Centro de Europa: El estallido de la Reforma Protestante había venido a fragmentar al viejo Imperio Cristiano, rompiendo su Unidad religiosa. La lucha contra la “herejía” se convirtió en una prioridad de los Monarcas españoles.
3- En América: Las pérdidas sufridas en Europa, y las amenazas constantes por parte de los turcos, se vieron compensadas por la construcción de una HISPANIDAD CRISTIANA en el Nuevo Mundo, fundada en:
a) El mestizaje, de donde procederá el elemento criollo,
b) La evangelización y el desarraigo del Paganismo,
c) La construcción de Ciudades con sus respectivas Instituciones: Colegios, Universidades, Hospicios, Iglesias, Misiones, etc.

     Por supuesto que esta política requirió de tremendos esfuerzos y sacrificios, convirtiéndose América en uno de los pilares del sustento Imperial, debido a las riquezas que aportaba al conjunto del Imperio. La concepción que se tenía de este gran edificio político era que cada uno debía  ocupar su lugar y prestar su servicio para la grandeza del mismo: los sacerdotes sosteniendo la Fe, los religiosos propagándola por tierras inhóspitas, los contemplativos elevando sus súplicas para atraer los beneficios divinos, los capitanes y soldados defendiéndolo y extendiéndolo con el sacrificio de su sangre, los indios aportando su trabajo en los campos y las minas y consolidando sus comunidades de acuerdo con los “nuevos principios”, el Rey guiando con prudencia la marcha de tan compleja maquinaria. Por supuesto que una cosa era el “Ideal”, y otra la realidad, en la que tantas miserias humanas se mezclan muchas veces con los más nobles ideales.

     Más allá de las debilidades humanas, la estructura del Imperio necesitaba fundarse en un entramado jerárquico con diversos cargos y funciones que hacían posible el desenvolvimiento del mismo: Virreyes, Gobernadores, Arzobispos, Obispos, Curas, Congregaciones con su orden interno, oidores, alcaldes, Capitanes Generales, Corregidores, que debían poner su trabajo y sus conocimientos al servicio de la grandeza imperial. Para poder vivir con fidelidad este ideal, la cultura de la época, fundada en los valores de la civilización clásica y cristiana, proponía la práctica de una vida ascética que permitiera la adquisición de las virtudes humanas y cristianas. Proponía para ello el modelo de los héroes y de .los santos como arquetipos de perfeccionamiento humano. La figura de San Ignacio de Loyola, primero Capitán al servicio del Emperador que resiste la ofensiva del enemigo en condiciones extremas, y luego religioso fundador de la Compañía de Jesús a la que consagra el resto de su vida, es el prototipo de ese ideal de heroísmo y santidad.


LA CRISIS DEL IMPERIO

     Señala Palacio el cambio que se produjo a partir del siglo XVIII cuando se entroniza la familia de los Borbones:

“Carentes del sentido imperial de sus antecesores, (los Borbones) empiezan a mirar dichos territorios (América) como colonias proveedoras de recursos y de combinaciones diplomáticas, en que se las sacrifica corrientemente a los intereses continentales que defiende ‘el pacto de familia’.”(2)

     Coincide con esta apreciación Zorraquín Becú cuando señala: “Al  Imperialismo religioso de los Austrias sucedió entonces una Monarquía preocupada fundamentalmente por desarrollar su marina, su comercio y sus industrias…”(3)

     Del otro lado del océano, Ramiro de Maeztu, buscando una explicación a la decadencia de su Patria, argumentaba en los años 30:

     “España es una encina medio sofocada por la hiedra. La hiedra es tan frondosa, y se ve la encina tan arrugada y encogida, que a ratos parece que el ser de España está en la trepadora, y no en el árbol (…) la revolución en España, allá en los comienzos del siglo XVIII, ha de buscarse únicamente en nuestra admiración del extranjero. No brotó de nuestro ser, sino de nuestro no ser”(4).

     El cambio político, orientado a “modernizar” a España, convirtiendo en prioridad el desarrollo económico, a través de la intensificación del comercio, del fortalecimiento de la navegación, de la promoción de las artesanías, de un control más estricto sobre la Península y sus “colonias” para una más efectiva exacción impositiva, llevó a una centralización política que acentuó el poder del “Estado” sobre las instituciones sociales. Esta concepción se va a acentuar hacia mediados de siglo durante el período del llamado “Despotismo Ilustrado”, cuyo máximo representante en España fue el Rey Carlos III. Explica Palacio que “la convicción de que había que cambiarlo todo hizo de este siglo un siglo de reformas. Y cuando los pueblos se resistían a aceptar innovaciones contrarias a sus arraigadas costumbres o a sus sentimientos profundos, se les imponían por la fuerza (…) Esto fue lo que se llamó ‘despotismo ilustrado’.”(5)

     En realidad el Despotismo Ilustrado fue un régimen que se caracterizó por la    centralización del poder, eliminando viejos “privilegios” y “fueros” que las  ciudades, las regiones, los Gremios, la nobleza y las Órdenes religiosas tenían. La nueva concepción política convertía al Gobierno en instancia suprema. Más allá de la búsqueda de la Justicia o del Bien Común se consideraba que por el mero hecho de existir, y de imponer Orden, un gobierno debía ser aceptado. Por otra parte, este deber de los súbditos hacia la Corona pasaba a ser considerado como casi religioso. Además, los intelectuales del momento pensaban que el fin de los Gobiernos era promover el desarrollo material, agilizar el comercio, promover la navegación, crear puentes, caminos, incentivar las ciencias, etc. Para desarrollar la economía era necesario favorecer a los sectores de la sociedad ligados al comercio y las finanzas (burguesía). La misión humanística y justiciera del Poder era dejada de lado. Esta política, abandonaba los fines religiosos del Estado, y lo convertía en instancia suprema, aún sobre la misma Iglesia, secularizando la vida social, apartando de los intereses políticos las preocupaciones religiosas, orientando a sus pueblos hacia intereses puramente materiales. Detrás de estas políticas se encontraban ministros que pertenecían a sectas francmasónicas. Una de las medidas más perjudiciales tomadas durante este período fue la campaña de hostilización contra la Compañía de Jesús, entregando siete pueblos guaraníes, al oriente del río Uruguay, a los portugueses –provocando las consiguientes “guerras guaraníticas”-; atribuyendo luego dichas guerras al “conspiracionismo” jesuita. Lo  mismo ocurrió en la Península con el motín de Esquilache, cuya responsabilidad se hizo recaer sobre los hijos de San Ignacio, y que en realidad fue producido por las impopulares reformas del rey Carlos. Esto sirvió de excusa para promulgar el decreto de expulsión de la Orden de todos los Reinos de la Corona (por supuesto que este complot antijesuítico no debe reducirse sólo a la acción de los Borbones españoles, ya que tuvo conexiones internacionales y fue fomentado por las Logias que pululaban en la Europa de aquella centuria).

     Bernardino Montejano enjuicia severamente la política borbónica:

     “Las necesidades estratégicas y mercantiles prevalecieron sobre la conveniencia de mantener esas misiones que funcionaban con tanto beneficio para los indígenas (…) El episodio puso en evidencia que España ya no daba importancia a la finalidad religiosa y misional y que tampoco respetaba las normas que imponían el buen tratamiento de los indios” (hasta aquí cita a Zorraquín Becú).

     Unos párrafos antes afirmaba:

    “A fines del siglo XVIII el ‘mal gobierno’ y el desorden administrativo, se habían institucionalizado. (…)
     Estas son las razones de tantas protestas y motines. ¡Viva el Rey! ¡Muera el mal gobierno! (…)
     Esta es la causa del levantamiento de José Gabriel Condorcanqui, conocido como Tupac-Amarú, que no era un analfabeto (…) (y que justifica jurídicamente su sublevación): ‘Para salir de este vejamen que padecemos…recurrimos muchas veces a nuestros privilegios, preeminencia, excepciones (…)

     Como comenta Vicente Sierra: ‘es un hombre que reclama contra notorias violaciones en el cumplimiento de las leyes y propone reformas a efectuar, guiado por una finalidad restauradora y moralizante en procura de mayor justicia’. (…) Tupac Amarú cree en la justicia del rey, pero reconoce las injusticias de los funcionarios.”(6)

LA CRISIS FINAL

     La Revolución Francesa y sus efectos terminaron de sepultar a la vieja España Imperial. A partir del proceso bélico desatado por aquélla, una terrible crisis sumergió a la Península (y a sus ex colonias) en un profundo caos, desorden e inestabilidad(7). Los cambios de alianzas durante la guerra provocaron la caída de varios ministros, elevando a Godoy, quien se hizo odioso para el pueblo español, por su corrupción, su inmoralidad (se le atribuyeron romances con la Reina María Luisa) y su alianza con la Francia Napoleónica. El odio a Godoy, y a los burócratas que administraban al decadente Estado español hacia finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, se hizo sentir tanto en la Península como en América. El pueblo seguía siendo fuertemente monárquico, porque lo monárquico era parte de su cultura barroca; pero, se oponía a la corrupta corte “godoísta” y, aquí en América, a la burocracia virreinal. Desde esta perspectiva podemos comprender aquel grito: “¡Viva el Rey, y muera el mal gobierno!”. Es la vieja concepción de la Monarquía como brazo de la Justicia divina, que debe ajustar su acción a la misma.
    Y la fidelidad a Dios, al Rey y a la Patria, llevó al pueblo, en sus diversos estamentos, a enfrentar fuertemente a aquellas dos naciones que encarnaban lo contrario de lo hispano: la Francia, portadora de una “Revolución herética” que se iba imponiendo por las fuerzas de las armas de Napoleón; y la Inglaterra, la tradicional rival Protestante de la España Católica. Si bien las clases cultas hispanas, la elite ilustrada,  pactaron con una o con otra según las circunstancias, o aprovecharon la evolución de los hechos para intentar reformas en la línea de la Revolución Francesa -como ocurrió con las Cortes de Cádiz-, el pueblo se desangró con un ardor único, ya sea contra los “franchutes” o contra los “herejes” britanos.
     La victoria naval de Trafalgar dio a los británicos el dominio absoluto de los mares, lanzándose a partir de dicha batalla a la conquista de los territorios dominados por sus enemigos. Dentro de este contexto histórico podemos entender las Invasiones Inglesas a la ciudad de Buenos Aires y las reacciones del pueblo de Buenos Aires contra los invasores. El pueblo luchó por el Rey y por la Fe, encomendándose a la Virgen del Rosario, con una valentía y un entusiasmo admirables. Otro hecho similar ocurrió en la ciudad de Zaragoza frente a la Invasión napoleónica. La reacción popular fue llevada hasta las últimas consecuencias, hasta que casi no quedó piedra sobre piedra de la que era la ciudad de la Virgen del Pilar, principal Patrona de la Hispanidad(8) .
     A pesar de la resistencia heroica del pueblo español frente a la invasión francesa, la península fue ocupada por las tropas francesas y la Corona Castellana pasó a ser regida, luego de los tristísimos hechos de Bayona,  por los “Bonaparte”. La resistencia política se manifestó a través de la formación de Juntas a nombre del Rey Fernando VII en todas las regiones de la Península. Esta situación logró sostenerse sólo hasta el año 1810, año en el que cayó Sevilla. No obstante, la oposición del pueblo español, a través de la guerra de guerrillas –llevada adelante por sus estamentos tradicionales: campesinos, clérigos, nobleza provinciana-, continuó.

MAYO

     Fueron los “hechos de Bayona” los que determinaron el futuro de  la América Hispana.

     “El acontecimiento que marcó a fuego la relación entre la metrópoli y sus colonias – o reinos independientes de la corona de Castilla- y que hizo de disparador de toda la revuelta hispanoamericana, sucedió dos años antes del estallido (…). El episodio tiene nombre: la farsa de Bayona”(9).
    
     Sin embargo, para comprender en profundidad los acontecimientos rioplatenses que se desarrollaron a partir de 1810 no podemos dejar de referirnos a las consecuencias de las Invasiones Inglesas de 1806 y 1807. Nos dice al respecto el mismo autor:

     “Buenos Aires había producido así, sin que formara parte de un plan original con arreglo al cual desarrollar una estrategia política, tres hechos notables: 1) derrotar en dos oportunidades al Imperio Británico; 2) destituir, en un hecho sin precedentes en el Imperio español en América, al virrey Sobremonte, y 3) militarizar exitosamente una ciudad mal dotada para la guerra.”(10)  

     Por lo tanto los hechos desencadenados a partir del 10 son consecuencia de la crisis y caída de la Monarquía Borbónica, del vacío de poder generado por dicha situación, y por el estallido del Movimiento Juntista. Por otra parte, los cuerpos militares surgidos después de las Invasiones Inglesas tuvieron una participación fundamental en la búsqueda de una alternativa frente a la desaparición de la estructura imperial hispánica.

     Frente a la caída del Imperio se abrían tres posibilidades para el Río de la Plata:

1- Aceptar el status quo local: el mantenimiento de la burocracia virreinal y el reconocimiento del último vestigio de poder independiente de los franceses que quedara en la Península (como por ejemplo el Consejo de Regencia de Cádiz). Esta posición tenía muchos adversarios, debido a los errores y abusos que los funcionarios virreinales habían venido cometiendo en los últimos tiempos. Por otra parte, las elites locales querían una mayor participación en las tomas de decisiones, y que la suerte del Continente no quedara atada a las desgracias de la Península y a las ambiciones de las otras potencias europeas (Gran Bretaña, Francia, y los vecinos portugueses).
2- El establecimiento de una monarquía borbónica en el Río de la Plata coronando a la princesa Carlota Joaquina, única representante de la familia real que no había caído en poder del “amo” de Europa. Claro que debía ser una Monarquía temperada, “a la inglesa”
3- Establecer Juntas de Gobierno como en la Península.

     Lo señalado nos da la pauta del alto nivel de politización de las elites después de los acontecimientos locales de 1806, y sobre todo a partir de los hechos europeos posteriores a 1808. En este contexto se deben ubicar los hechos del 1 de enero de 1809 en Buenos Aires, y los de Chuquisaca y la Paz, a mediados de aquel año. A esta situación debemos agregar las rivalidades entre peninsulares y americanos, porteños y provincianos, Buenos Aires y Montevideo, etc.; para comprender los enfrentamientos que se van a desatar tras la caída del poder virreinal.

                                         Continua...


Notas:

[1] Palacio, Ernesto. Historia de la Argentina, 105.
2 Ídem, 105.
3 Zorraquín Becú, R. La organización política argentina durante el período hispánico.
4 De Maeztu, Ramiro. Defensa de la Hispanidad, 13.
5 Palacio, Ernesto. Op. Cit., 106.
6 Montejano, Bernardino. La filosofía política de Mayo.
7 “La primera nota que destaca como característica del siglo XIX es la inestabilidad (…): 130 Gobiernos, nueve Constituciones, tres derrocamientos, cinco guerras civiles, decenas de regímenes provisionales y un número casi incalculable de revoluciones, que provisoriamente podemos fijar en 2.000, o, lo que es lo mismo, un intento de derribar al poder establecido cada diecisiete días, por término medio.” (Comellas, José Luis. Historia de España Moderna y Contemporánea)
8 Estas gestas heroicas han quedado inmortalizadas en los escritos de Pérez Galdós y de Pantaleón Rivarola, entre otros. El primero, en el ciclo de Episodios Nacionales, a los que consagra muchísimas de sus novelas históricas, nos presenta la resistencia épica del pueblo de Zaragoza hasta el final –la ciudad del la Virgen del Pilar (una coplilla de la época cantaba: “Dicen que la Virgen no quiere ser francesa/ que quiere ser capitana de la tropa aragonesa”). Por su parte, Rivarola en su Romance Heroico canta el heroísmo del pueblo de Buenos Aires, en defensa de su Dios, su Rey y su Patria.
9 Massot, Vicente. La excepcionalidad argentina. Auge y ocaso de una Nación.
10 Ídem.

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