viernes, 30 de marzo de 2018

SIGNIFICACIÓN MORAL DEL TESTAMENTO DE SAN MARTÍN*

Por Benjamín Villegas Basavilbaso


“Nadie en mi muerte me honre con su llanto que andaré vivo en boca de los hombres”.   Ennio.


El Libertador iba a cumplir los sesenta y seis años. Había entrado en las avenidas de la vejez y con admirable estoicismo empezó a preparar su último viaje. Acaso en sus largas meditaciones recordara la sentencia de Séneca: “magnífica cosa es aprender a morir”; ese regreso a lo que fuimos no le inquietaba; si la muerte es premio a la trabajosa jornada, tenía asaz derecho para el descanso definitivo. Aún la “curva senecta” no le obligaba a mirar hacia la tierra; su físico, atormentado por crueles dolencias, se mantenía enhiesto y sin declives; su espíritu, disciplinado en la adversidad y la ingratitud, habíase fortificado en su voluntario exilio. Interrogaba a la conciencia, que es lo único que no puede defraudar a los hombres, y sus dictados le traían serenidad en el ocaso. Más de veinte años había transcurrido desde que escribiera a O’Higgins estas palabras, al retirarse para siempre del Perú: “mi juventud fue sacrificada al servicio de los españoles; mi edad media al de mi patria; tengo derecho a disponer de mi vejez" (1). Pero, el odio que ha ejercido un señorío incontrastable en las luchas políticas argentinas, ni siquiera le respetó en sus violencias; fue a buscar en su retiro a este soldado de la libertad que ambulaba por comarcas extrañas, como la sombra errante de un templario poseído por la pasión del sacrificio. ¡Cuánta amargura guardan estas líneas con que reaccionara ante la injuria de un libelo porteño: “el honor es la única herencia  que dejo a mis hijos, el nombre del general San Martín ha sido más considerado por los enemigos de la independencia que por muchos de los americanos!” (2).

En pleno dominio de su mente redactó personalmente sus postreras voluntades. Reservado por temperamento y poco afecto a confesiones íntimas, eligió la forma ológrafa que le permitía ocultarlas, pues tenía el pudor de descubrirlas. El que había emprendido la guerra de la emancipación con un secreto, confiado sólo y por necesidad, en 1814 a Rodríguez Peña, el que quiso terminar su vida con otro secreto en Guayaquil, en 1822 , no iba a quebrantar su reserva para disponer de sus contados bienes  después de su muerte. Ese testimonio era el gran secreto de su vida heroica, que nunca descendió a defenderse de los epítetos más rastreros que le gritaron sus muchos detractores, prefiriendo ocultarse en el silencio más allá de los límites de la prudencia humana. Empero, esa fue siempre su línea de conducta, rígida, inflexible y perdurable hasta el final. Ya lo tenía dicha antes de cruzar la nevada cordillera: “mi corazón se va encalleciendo a los tiros de la maledicencia y para ser insensible a ellos me he aferrado con aquella máxima de Epictecto: “Si l’on dit mal de toi et qu’il soit veritable, corrige-toi: si ce sont des mensonges, ris en” (3)

Fue en París, en su residencia de la Rue Neuve Saint-Georges, y en pleno invierno que escribió su testamento. Era el 23 de enero de 1844. (4) En sólo cincuenta y dos renglones manifestó sus voluntades: no necesitó de extensas declaraciones ni de albaceas. La caligrafía cuidadosa, al extremo que ha rayado previamente la hoja para evitar el desaliño; como siempre no se preocupó por la ortografía, pero sí por la claridad y precisión de sus ocho cláusulas. La letra tiene caracteres regulares; pareciera que su autor no vaciló en asentar sus mandas convencido de la justicia que le animaba; no se advierte apremio alguno en su redacción, como si presintiera que aún estaba lejana la fatiga de la hora postrera. En frases sentidas ordenó sus disposiciones sin jactancias, humildemente, con fervor cristiano.

Inicia su testamento “En el nombre de Dios Todo Poderoso a quien reconozco como hacedor del Universo”, porque creía en Dios, a quien invocara tantas veces en vísperas de la gloria. ¿No puso los auspicios de la Señora del Carmen la bandera del Ejército de los Andes, antes de emprender su cruzada a través de esas montañas que le quitaban el sueño? ¿No proclamó la libertad e independencia del Perú “por la voluntad general de los pueblos y por la justicia de su causa que Dios defiende?” (5). Tal vez en esos momentos solemnes llegase a su memoria la súplica de la propia madre que quiso ser amortajada con el sayal dominicano (6). Después de escribir el nombre de Dios enuncia sus títulos conquistados en diez años de guerra en que “ejerció sin reservas el apostolado de la libertad” (7), para entregarlo al juicio de la historia: “Generalísimo de la República del Perú y fundador de su libertad, Capitán General de la de Chile y Brigadier General de la Confederación Argentina”.

La primera cláusula testamentaria es para su hija unigénita, que fue su amor, su refugio y su consuelo, la que en el tránsito supremo le cerraría los cansados párpados con el beso final. “Dejo – escribió- por mi absoluta heredera de mis bienes habidos y por haber a mi única hija Mercedes de San Martín, actualmente casada con Mariano Balcarce”. Hacía más de veinte años que su esposa dormía su último sueño y a quien no pudo acompañar en su agonía. No tenía padres; sus hermanos Juan y Manuel apenas entraron en sus recuerdos, sólo Justo se le aproximó en su ostracismo. Pero quedábale María Helena, viuda y sin amparo; fue la única hermana y para quien dispone protección y ayuda. Por eso en el segundo artículo manda que su heredera le suministre una pensión de mil francos anuales y a su fallecimiento se continúe pagando a su hija Petronila una de doscientos cincuenta hasta su muerte. Para asegurar estas rentas que hace a su hermana y sobrina rehusa constituir ninguna clase de hipotecas o garantías, “por la confianza – dice – que me asiste de que mi hija y sus herederos cumplirán religiosamente esta mi voluntad”.

Ha dispuesto de sus bienes habidos y por haber. Los habidos son contados: subsidios y pensiones que muchas veces no llegan; además, los auxilios del dilecto amigo, el español Aguado, a quien debió no haber muerto en un hospital por falta absoluta de recursos. ¿Dónde hallar las barras de oro que sus enemigos le imputaban haber extraído dolosamente de Chile y del Perú? ¡cuán cierto es que la gloria es más excelsa después que la calumnia ha pretendido enlodar a los varones ilustres!

Después piensa en su espada, esa espada que jamás fue puesta al servicio de las contiendas fratricidas ni de la discordia interna, que fue “instrumento accidental de la justicia y agente del destino”, como él mismo lo dijera en su inolvidable proclama a los peruanos (8). Era el acero de San Lorenzo, de Chacabuco, de Maipú, de Lima, con que este soldado en “misión de caridad” marcó los caminos de la liberación; acero santificado por todos los renunciamientos: el del hogar, el de la fortuna, el del poder y el de la fama. Y escribió la cláusula tercera en estos términos: “El sable que me ha acompañado en toda la guerra de la independencia de la América del Sud, le será entregado al general de la República Argentina, Dn. Juan Manuel de Rosas, como una prueba de la satisfacción que como argentino he tenido, al ver la firmeza con que ha sostenido el honor de la República contra las injustas pretensiones de los extranjeros que trataban de humillarla”.

El testador ha sentido intima satisfacción por la viril conducta de Rosas ante los agravio inmerecidos a la soberanía de su patria. Esas injustas pretensiones -así las calificó-  lesionaban su acendrado patriotismo. No juzgaba su política interna ni se afiliaba a las facciones que dividían a muerte a los argentinos. “A tan larga distancia y por tantos años alejado de la escena – dijo una vez – no me es saber fácil la verdad…Sobre todo, tiene para mi el general Rosas que ha sabido defender con toda energía  y en toda ocasión el pabellón nacional…Por esto después del combate de Obligado tentado estuve de mandarle la espada con que contribuí a defender la independencia…” (9). El adversario irreductible de toda restauración o conquista de los imperios ultramarinos en América permanecía fiel a sus principios: las agresiones de Francia y de Inglaterra humillaban a los argentinos y no aprobaba la actitud desesperada de los unitarios que para destruir la dictadura ponían en peligro los destinos de su patria. Además, el legado, tan discutido por la pasión de amigos y enemigos no estaba destinado al gobernador de Buenos Aires; expresamente ha querido donarlo al general Rosas, que en ese entonces representaba la autoridad suprema de la República, que aseguraba la integridad de su territorio y la independencia a la que había contribuido con abnegación y sacrificio. El honor había quedado en salvo con la resistencia al extranjero invasor; y fue una razón de patria y no de simpatías personales o partidistas que determinó al testador a dar ese destino a su espada libertadora, que los descendientes del beneficiario entregaron al culto y a la veneración de los argentinos.

El artículo cuarto impresiona y entristece. “Prohíbo – escribió - el que se me haga ningún género de funeral, y desde el lugar que falleciere se me conduzca directamente  al cementerio, sin ningún acompañamiento, pero sí desearía el que mi corazón fuese depositado en el de Buenos Aires”.  Su carácter sencillo y desnudo de vanidades no se conciliaba ni siquiera con las pompas del ritual; el que entraba a las ciudades buscando las sombras de la noche para esquivar el homenaje debido a sus victorias, quería llegar a la ciudad del eterno silencio sin ceremonias, sin acompañamiento, pero deseó que algún día su corazón volviese a Buenos Aires. Ese “sí desearía” tiene un significado moral extraordinario. De todo su magro caudal reserva el corazón para ser depositado en el cementerio de la ciudad capital,  acaso porque fue la que menos le amaba. ¡Y con cuánta constancia manifestó siempre su voluntad de concluir su vida en esta tierra! “No deseo otra cosa – le dice a su amigo Molina en 1837 – que morir en su seno” (10). ”No exijo…sino que me dejen vivir con tranquilidad los pocos días que me restan de vida” (11). En carta a O’Higgins reitera su anhelo de volver a la patria: “hasta que el horizonte que presente Buenos Aires sea tal que me permita regresar…para dejar en él mis huesos” (12).  En 1838, al tener conocimiento del grave conflicto con Francia, le dice a Rosas: “tres días después de haber recibido sus órdenes me pondré en marcha para servir a la patria honradamente. En cualquier clase que se me destine. Concluida la guerra, me retiraré a un rincón, esto es, si mi país me ofrece seguridad y orden; de lo contrario regresaré a Europa con el sentimiento de no poder dejar mis huesos en la patria que me vio nacer” (13).  Pero, sus adioses de 1829 serían definitivos; ya en 1844 estaba viejo y achacoso para cruzar el océano; por eso quiso expresar una vez más su deseo de retornar muerto, ya que su destino había ordenado que nunca más volvería a ver la madre tierra.

Ya ha dispuesto de todo, ha instituido heredero y ordenado la entrega de una pensión vitalicia a su única hermana; ha legado su espada y prohibido sus funerales, y por fin ha dicho dónde quisiera descanse su corazón; ya de nada puede disponer; en vida lo dio todo hasta el exceso, guardando sólo para sí el silencio ante la injuria, el infortunio y la ingratitud. Pero, su honradez le obliga a declarar el estado de sus compromisos y obligaciones y a ese efecto redacta la cláusula quinta: “declaro no deber ni haber jamás debido, nada a nadie”. ¡Qué ejemplo el que deja este soldado con tan extraordinaria confesión! La vida pública nunca pudo tentarlo con sus promesas engañosas. Subió a las más altas posiciones para servirlas con honor y dignidad, sin que jamás la codicia, el lucro o el interés personal  se anidaran en su espíritu. La pobreza fue su compañera. En 1816 al solicitar al Intendente de Cuyo una tierras de labranza, dice en su oficio: “Mi fortuna menguada no me ha proporcionado jamás un fundo rural…Las cincuenta cuadras que pido por merced sólo valen doscientos pesos. No los tengo… La voluntaria cesión de la mitad de mis sueldos me ha reducido a pasar una vida frugal y sin el menor ahorro para embolsar… (14). No tuvo acreedores y así quiere afirmarlo en la hora de la verdad, con palabras que trasuntan virtudes socráticas. Tal vez recordara en esos momentos sus renuncias a sueldos, mandos, premios, honores y privilegios, recompensadas con los epítetos de ambicioso, embustero, hipócrita, asesino y ladrón! (15).
Después vuelve a sus seres queridos, a su hija y a sus dos nietas, carne de su carne y donde habría de extinguirse la progenie del héroe, para decirles sus adioses  plenos de ternura y amor. Es la penúltima cláusula, la más íntima y conmovedora, que encierra una honda lección de educación cristiana. ¡Con cuánta congoja la escribiría, posiblemente en el declinar de esa tarde invernal, cuando el crepúsculo en fuga se deshacía en sombras y en misterio! “Aún que es verdad – escribió – que todos mis anhelos no han tenido otro objeto que el bien de mi hija amada debo confesar que la honrada conducta de ésta y el constante cariño y espero que siempre me ha manifestado, han recompensado con usura, todos mis esmeros haciendo mi vejez feliz. ¡Yo la ruego continuar con el mismo cuidado y contracción la educación de sus hijas (a las que abrazo con todo mi corazón) si es que a su vez quiere tener la misma feliz suerte que yo he tenido; igual encargo hago a su esposo, cuya honradez y hombría de bien  no ha desmentido la opinión que había formado de él. Lo que me garantiza continuar haciendo la felicidad de  mi hija y nietas”.

Es verdad que el Libertador cuidó con extremado cariño  la educación de su única hija. La formación de su carácter constituyó la mayor preocupación en su ostracismo. La muerte de la madre obligóle a ejercer ese noble ministerio. Y para prepararla para la adversidad que tanto había perseguido al padre, redactó unas máximas  a las cuales ajustó su conducta, máximas que acusan la grandeza moral de su autor y que no debieran ser olvidadas en los hogares y escuelas argentinas. Humanizar el carácter y hacerlo sensible aún con los insectos que nos perjudican; gran confianza y amistad, pero uniendo el respeto; formalidad en la mesa; respeto a la propiedad ajena; amor a la verdad y odio a la mentira; caridad con los pobres; respeto a todas las religiones; dulzura con los criados, pobres y viejos; hablar poco y lo preciso; acostumbrarla a guardar un secreto, y amor al aseo y desprecio al lujo (16), tales eran los once mandamientos que transformarían a la doncella en admirable hija, esposa y madre.

Extraño el destino de este “santo de la espada”, que cuida la educación de su unigénita con fervor maternal, y para fortificarla contra las asechanzas de la vida le inculca rígidas normas de moral evangélica que él mismo redacta en su soledad de asceta. Por eso al confesar que su hija le ha devuelto en cariño y amor todas sus preocupaciones de padre, le ruega eduque a las suyas con la misma solicitud, para tener como él una ancianidad venturosa. Y así fue hasta el momento final, pues encontró en las nietas que le llamaban “cosaco” la luz que ya había huido de sus ojos  y en la hija la Antígona inseparable, que servía de vínculo indestructible entre aquellas que iniciaban los primeros caminos en la vida y el noble anciano que se avecinaba a la inmortalidad.

Ha terminado su testamento con la séptima cláusula, que anula sus dos anteriores, el de Mendoza antes del pasaje de los Andes y el que formulara al arribar a las playas de Pisco. Y escribe “hecho en París a veinte y tres de enero  del año mil ochocientos cuarenta y cuatro, y escrito todo él de mi puño y letra”. Después su firma José de San Martín y la rúbrica, la misma con que anunció la libertad de Chile y del Perú, la misma con que cerrara  aquellas dos cartas a Bolívar, después de Guayaquil; en las que le dice: “Estoy íntimamente convencido o que no ha creído sincero mi ofrecimiento de servir a sus órdenes con las fuerzas de mi mando, o que mi persona le es embarazosa” (17). “Rehúso el conflicto porque la retroacción sería guerra fratricida. Mi obra ha llegado al zenit; no la expondré jamás a las ambiciones personales” (18).

Todo estaba ya dispuesto, pero al leerlo debió advertir que había olvidado dar destino al signo del imperio español en América, que conservaba con cariño en su cartuja de Grand Bourg. La municipalidad de Lima, en acto público, le había hecho entrega del estandarte real que no se enarbolaría jamás en el Perú, porque, en verdad, ¿quién tenía más títulos que el vencedor de Lima para poseer el pendón del vencido? ¡Cómo olvidar aquella proclama de su despedida heroica horas después de quitarse la investidura de “Protector”!  “Presencié la declaración de la independencia de Chile y del Perú; existe en mi poder  el estandarte que trajo Pizarro para esclavizar el imperio de los Incas, y he dejado de ser hombre público; “he aquí recompensados con usuras diez años de revolución y guerra” (19). Este pendón, tres veces centenario, deshilado y desteñido, es el único premio de su hazaña, le ha acompañado durante su inmerecido exilio y trae a su memoria días de gloria y de deber cumplido  en bien de América. El que fue símbolo de vasallaje ha de volver a la tierra que un día se lo legara para cubrirlo con su espada  libertadora. Y así escribió la última cláusula, como artículo adicional: “Es mi voluntad el que el estandarte que el bravo español Dn. Francisco Pizarro tremoló en la conquista del Perú  sea devuelto a esta República (a pesar de ser una propiedad mía)  siempre que sus gobiernos hayan realizado las recompensas y honores con que me honró su primer Congreso”.  Luego firmó otra vez: José de San Martín.

El Libertador había concluido de disponer de toda su herencia y de despedirse de los seres que tanto amaba. Ya no le quedaba sino esperar la señal de la partida. En esos ocho artículos – voluntades y consejos revestidos de unción – aparece la grandeza moral de este maestro del renunciamiento, que sin amarguras ni reproches  desciende voluntariamente del poder “para retirarse a la vida privada – así lo dejó escrito – con la satisfacción de haber puesto a la causa de la libertad toda la honradez de su espíritu y la convicción de su patriotismo”. Aparece también la tristeza del héroe que quince años antes se alejaba de las playas del Plata para regresar medio siglo después en cenizas desde tierras extrañas. Bien podía haber encerrado su testamento con aquellas palabras de Ennio: “Nadie en mi muerte me honre con su llanto, que andaré vivo en boca de los hombres” (20).

Aún esperaría más de seis años  para el viaje sin retorno  y en su transcurso sus ojos se cubrieron de nieblas, como un anticipo de las sombras que se acercaban. La esperanza y los sueños – como él mismo lo dijera – le animaban (21); de América recibía demostraciones de respeto y de justicia. Pero la hora del tránsito no estaba lejana; buscó en la ribera del mar alivio a sus incurables males, y en un sábado de calor tormentoso – hace hoy noventa años – mientras el viento y las nubes desfilaban presurosas por el Canal de la Mancha, entró, opulento de virtudes, en la inmortalidad.

El testamento del Libertador deja una lección de un hondo significado moral y exterioriza la fortaleza de alma del que hiciera de su vida un ejemplo de virtudes. Trasunta la incomparable rectitud de una conducta puesta únicamente al servicio de la libertad y la santidad del héroe que buscó en el deber su religión, cumpliéndolo sin medir el dolor de muchos sacrificios en bien de la solidaridad de América; por ella dejó el comando del ejército del Norte; por ella quiso formar el de los Andes para reconquistar a Chile; por ella emprendió la expedición al Perú para llegar a Lima; por ella, “cuidando más su causa que su empleo” (22)  se adentró en el renunciamiento voluntario de Guayaquil y para que ese desgarramiento fuese más absoluto se encerró en el silencio del estoico, rehusando explicar la razón de su abdicación. Pudo haber dicho: mi misión no es gobernar ni conquistar pueblos, sino libertarlos, pero cuando comprendió que aquélla había terminado prefirió descender del poder, en vísperas de la victoria final, sin una amargura ni un reproche y alejarse acompañado por la pobreza, el infortunio y la ingratitud.

El patriotismo, que es un atributo de la naturaleza humana, no consiste solamente en recordar los hechos de los varones ilustres, en admirar sus virtudes y en mantener el culto de los héroes. Las fecundas enseñanzas que esas grandes vidas como la de San Martín dejen en el espíritu, deben servir para imitarlas con firmeza y voluntad. Sólo así demostraremos nuestra gratitud y contribuiremos a la dignidad y al respeto de la República.

Notas:
(1)     Barros Arana, Diego, Historia general de Chile, Santiago, 1894, t. XIII, p. 679. Carta confidencial de San Martín a O’Higgins, agosto 25 de 1822.
(2)     Documentos del Archivo de San Martín, Buenos Aires, t. XII, p. 294. Oficio del general San Martín a la Junta Gubernativa del Perú, Mendoza, febrero 28 de 1823.
(3)     Documentos del Archivo de San Martín, op. cit., t. V, p. 532. Carta de San Martín a Don Tomás Godoy, Mendoza, febrero 24 de 1816.
(4)     Otero, José Pacífico, Historia del Libertador San Martín, Buenos Aires, 1932, t. IV, p. 591.
(5)     Mitre, Bartolomé, Historia de San Martín, Buenos Aires, 1890, t.III, p. 68.
(6)     Otero, José Pacífico, op. cit., t. I, p. 39.
(7)     Carta de San Martín a Bolívar, Lima, septiembre 10 de 1822. V. Colombres Mármol, E.L., San Martín y Bolívar en la entrevista de Guayaquil, Buenos Aires, 1940, p. 402.
(8)     Documentos del Archivo de San Martín, op. cit.,  t. XI, p. 198.
(9)     Quesada Ernesto, Época de Rosas, Buenos Aires, p.56
(10)  Otero José Pacífico, op. cit., t. IV, p. 354.
(11)  Documentos de San Martín, op. cit., t. IX, p. 495. Carta de San Martín a Dn. Pedro Molina, Grand Bourg , abril 27 de 1836.
(12)  Otero, José Pacífico, op. cit., t. IV, p. 357.
(13)  San Martín, su correspondencia, Buenos Aires, 1906, p. 85  Carta de San Martín a Rosas, Grand Bourg, agosto 5 de 1838.
(14) Documentos del Archivo de San Martín, op. cit., t. IX p.14. Oficio de San Martín al Gobernador Intendente de Cuyo, Mendoza, octubre 12 de 1816.
(15)  San Martín, su correspondencia, p. 105. Carta de San Martín al general Tomás Guido, Bruselas, enero 6 de 1827. Documentos del Archivo de San Martín, op. cit., t. III, p. 661, carta de Zañartú a San Martín, Buenos Aires, marzo 23 de 1820. Rojas Ricardo, El Santo de la Espada, Buenos Aires, 1930, p. 519.
(16)  Documentos del Archivo de San Martín, op. cit.,  t. I, p, 35. Máximas para mi hija, 1825, p. 39, carta de San Martín a Doña Dominga Buchardo de Balcarce, París, diciembre 15 de 1831.
(17)  Mitre, Bartolomé, op. cit., t. III, p. 644. Carta de San Martín a Bolívar, Lima, agosto 29 de 1822.
(18)  Colombres, Mármol  E. L., op. cit., p. 402, Carta de San Martín a Bolívar, Lima, septiembre 12  de 1822.
(19)  Documentos del Archivo de San Martín, op. cit., t. X, p. 356.
(20)  Cicerón, Obras Completas, t. IV, P. 257. Los diálogos de Cicerón, De la vejez.
(21)  Documentos del Archivo de San Martín, op. cit., t. IV, p. 556, carta de San Martín a Guido, Montevideo, abril 3 de 1829.
(22)  González, Joaquín V., Obras Completas, t. XXII, p. 309.


* Revista del Instituto de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas n° 6, Buenos Aires, Diciembre 1940, pp. 143-152.
(Discurso pronunciado el 17 de agosto de 1940, en el Museo Histórico Nacional, en nombre de la Comisión Nacional de Museos y de Monumentos y Lugares Históricos, con motivo del noventa aniversario de la muerte de San Martín).

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