Por: Pablo Yurman
La guerra que sostuvo nuestro
país, por espacio de cinco años, contra la armada anglo-francesa en la década
de 1840, y que tuvo como fecha icónica el 20 de noviembre de 1845, día del
Combate de la Vuelta de Obligado sobre el río Paraná, fue cubierta con marcado
interés por la prensa internacional y, además, constituyó tema de permanente
debate en los parlamentos tanto de Inglaterra como de Francia.
Para comprender los motivos por
los que ambas potencias decidieron financiar una armada que superaba el
centenar de buques, en su mayoría mercantes, escoltados por una veintena de
naves de guerra, debe tenerse en cuenta el contexto internacional de mediados
del siglo XIX.
Eran años en los que en varias
partes del mundo se asistía a una expansión del colonialismo británico, y
también francés, que por la vía diplomática o por el uso de la fuerza
-recordemos que se trataba de las principales potencias militares y económicas
de la época- obtenían en todos lados las más variadas concesiones de diversos
pueblos sometidos. Por ejemplo, el primer ministro Lord Robert Peel logró la
firma del Tratado de Nankín con China en 1842 por el cual se puso fin a la
primera guerra del opio, y le permitió a Inglaterra apoderarse de la célebre
isla de Hong Kong (cuyo control retuvo hasta su cesión en 1997) y la apertura
económica de China a sus productos industriales. Era una época en la que la
diplomacia británica no aceptaba de buen grado una negativa a sus demandas por
parte de otros países.
Los franceses no se quedaban muy
atrás. Y en tren de reivindicaciones territoriales sostenían un vasto imperio
colonial en todos los continentes. Al tiempo que inventaban el término
“Latinoamérica” (jamás usado en los siglos precedentes), no se privaron ni de
bombardear el puerto mexicano de Veracruz (1838) ni de instalar a un emperador
dócil a la sugerencia de establecer un tutelaje galo sobre México, como fue el
caso del desdichado Maximiliano (1864-1867).
Era, por tanto, cuestión de
esgrimir una buena excusa para iniciar formalmente hostilidades contra una
nación que, como la Argentina, controlaba la comercialmente estratégica boca
del estuario del río de la Plata, la que a su vez constituía el paso previo
para la navegación por los ríos Paraná, Paraguay y Uruguay, que eran la llave
de ingreso al interior del continente.
Máxime cuando había un punto
débil para la Argentina de aquellos años que será astutamente aprovechado por
las potencias invasoras: nuestra guerra civil entre unitarios y federales que
había provocado el exilio de muchos de los primeros en Montevideo, desde donde
prestarían su ayuda a los enemigos externos del país.
Francia usó como excusa el
reclamo al gobierno presidido por Juan Manuel de Rosas de que a sus ciudadanos
se les diera el mismo trato privilegiado que ya tenían los residentes
británicos en nuestro país (concesión que venía de tiempos de Bernardino
Rivadavia). Por su parte Inglaterra reclamaba que los ríos internos en
territorio argentino fuesen de libre navegación internacional, es decir, que
naves de bandera británica circularan por ellos sin necesidad de autorización del
gobierno argentino.
Años antes habíamos mantenido un
conflicto militar similar con Francia, entre 1838 y 1840, que se concluyó con
la firma del Tratado Arana-Mackau. Al respecto señala Edmundo Heredia (en Un
conflicto regional e internacional en el Plata. La vuelta de Obligado) que “la prepotencia francesa desnudó su
imperialismo al mezclar sus pretensiones comerciales con su apoyo a los
unitarios proscriptos, entrometiéndose así en una cuestión interna de los
rioplatenses. Las concretas intervenciones de fuerzas navales francesas
acompañadas de declaraciones y otras actitudes nada amistosas del gobierno de
Francia, eran una demostración ostensible de su decisión de mantener siempre
una presencia activa en el continente”.
La negativa argentina, expresada
en un incesante intercambio de notas diplomáticas entre nuestro canciller,
Felipe Arana, y los funcionarios europeos, se mantuvo incólume, lo que derivó
en el inicio de hostilidades. La resistencia militar argentina en la Vuelta de
Obligado fue saludada por los pueblos americanos que la reivindicaron al nivel
de una segunda guerra por nuestra independencia. Resultó que nuevamente
ingleses y franceses deberían lidiar con uno de los pocos pueblos del planeta
dispuesto a hacerles frente.
Dice Vicente Sierra en su
Historia de la Argentina que “ya en enero de 1846 en el Parlamento
inglés se hizo escuchar la voz de la oposición liberal ante un desarrollo de
los hechos del Plata que no se ajustaba a lo que la mayoría había supuesto.”
(tomo IX, pág. 275). Y agrega respecto de las bases para una salida negociada a
la crisis, propuesta formulada por Rosas a través del representante argentino
en Londres, Manuel Moreno, que “Lord Aberdeen dijo ante la Cámara de los Lores,
el 19 de febrero de 1846, que si bien se trataba de proposiciones inadmisibles,
‘podían muy prontamente conducir a un arreglo amistoso de toda la cuestión”.
El 23 de marzo de 1846 Lord Peel
fue interpelado en el parlamento, sitio en el que tuvo que responder las
preguntas del vocero de la oposición, Lord Aberdeen (tiempo después pasará de
la oposición al gobierno). A las preguntas relacionadas con el estado de la
cuestión del Plata, a saber: si existía un estado de guerra entre Gran Bretaña
y la Confederación Argentina, y fundamentalmente, sobre las perspectivas que
razonablemente tendría el asunto, Peel respondió diciendo: “¿Estamos en guerra con Buenos Aires? No ha
habido declaración de guerra. Hay un bloqueo de ciertos puertos del Río de la
Plata pertenecientes a Buenos Aires; pero no entiendo que el establecimiento de
un bloqueo importe necesariamente un estado de guerra. La segunda
pregunta del noble Lord es si las operaciones de carácter más hostil en las
márgenes del río Paraná tenían la sanción previa del Gobierno. Dije ya que no
había dado instrucciones ningunas al representante del gobierno o al comandante
de las fuerzas navales además de las que fueron comunicadas a la Cámara, y
aunque parezca singular hasta hoy no se ha recibido aún una explicación amplia
o satisfactoria de los motivos que hubo para la expedición del Paraná…” (citado
por Vicente Sierra en Historia de la Argentina).
Sostiene Heredia que “las
razones por las cuales, entre otras alternativas, la flota conjunta decidió
forzar el paso fluvial en lugar de atacar un puerto o llevar a cabo alguna otra
medida de fuerza, o hasta declarar la guerra, son por ahora objeto de
conjeturas. Resulta extraña la pretensión de colocar mercaderías contenidas en
casi una centena de barcos, en un mercado incierto y de escasa población; es
poco creíble que comerciantes y fuerzas armadas creyeran realizar un buen
negocio, en términos estrictamente comerciales. La hipótesis que parece más plausible, que puede inferirse por los hechos
ocurridos, es que la opción procuraba movilizar en contra de Rosas a las
provincias situadas al Norte (Santa Fe, Entre Ríos, Corrientes) y al Paraguay;
es decir, producir un hecho detonante que provocara una reacción generalizada
contra Rosas”.
En efecto, varios documentos y
testimonios de la época dan cuenta del interés por parte del Brasil de sacar
ventajas de la intervención europea en perjuicio de la Argentina, procurando su
debilitamiento en combinación con el Paraguay. Llegó a manejarse la posibilidad
de crear una artificial República de la Mesopotamia, es decir, el
desmembramiento del territorio argentino.
Las tensiones parlamentarias en
Francia estaban a la orden del día a raíz de los sucesos en Sudamérica.
François Guizot era el ministro de relaciones exteriores francés y será poco
tiempo después primer ministro coincidiendo con el reinado de Luis Felipe. Al
comparecer a la Asamblea Nacional fue duramente interpelado por un viejo
adversario, Adolfo Thiers, en línea similar a la de los parlamentarios
ingleses.
Al respecto expresa Sierra
que “Guizot no podía defenderse muy eficazmente, pues su política
rioplatense distaba de ser coherente, revelaba contradicciones, de manera que
se limitó a exponer que no se podía aún hablar de que la intervención hubiera
fracasado. La verdad era, en cambio, que ni Guizot ni Aberdeen lograban
explicarse cómo no habían triunfado.”
Constituye un lugar común en
ciertos sectores de nuestra historiografía, guiados más por prejuicios que por
rigor y exhaustividad histórica, considerar a la actitud argentina de resistir
las demandas extranjeras como un capricho de Rosas. Además de omitir decir que
ese conflicto culminó con una victoria diplomática de nuestro país, olvidan que
al tiempo que fue una guerra internacional, también lo fue regional, en la que
por una suma de intereses y circunstancias se jugaba nuestro destino: o
salvaguardar nuestra integridad y dignidad, o atomizarnos en un mosaico de
pequeños estados irrelevantes en el tablero internacional.