viernes, 27 de diciembre de 2024

Disputas sobre la independencia

 


Por: Agustín de Beitia

Cada año, el 9 de julio asistimos a la equívoca celebración oficial de nuestro proceso de independencia como un grito de libertad. Como si hubiésemos vivido hasta entonces bajo un yugo. El espíritu que anima esa clase de festejo es el mismo que subraya el carácter revolucionario del 25 de Mayo, entendido en clave liberal e ilustrada. Es la emancipación como alegre ruptura con España y, en sentido amplio, con la tradición. El mismo himno nacional canta a la "nueva y gloriosa nación" que se levanta a la faz de la tierra y que tiene "a su planta rendido un León", en alusión a la Madre Patria. El problema con este tipo de exaltación es que poco tiene que ver con lo que se decidió en aquellas fechas.

A quienes cubren de gloria inmarcesible aquel proceso, pero también a quienes desde España rebajan nuestra independencia a una mera traición que habría causado la ruptura del Imperio Hispano Católico, viene a corregir el doctor Antonio Caponnetto en su nuevo libro, Respuestas sobre la Independencia (Bella Vista Ediciones), una obra indispensable, que tiene la inusual pretensión de examinar el pasado a la luz de lo sobrenatural. Un ensayo que invita a abandonar simplismos y a adentrarse en las aguas profundas de la historia, la filosofía y la teología.

Enfrentado a los liberales, que creen que la patria nació hace 200 años, y sobre todo a los tradicionalistas españoles, que toman la fecha de la independencia como su fecha de defunción, Caponnetto avanza "entre estos dos fuegos" la tesis de que el proceso de autonomía sin desarraigo, que fue un programa y un curso de acción explicitado, fue doloroso pero legítimo, aunque se haya echado a perder por obra de los ideólogos del liberalismo y la masonería, bajo la tutela británica.

Las reflexiones aquí contenidas son el fruto de una larga meditación sobre el tema, a tal punto que no parece desproporcionado decir que es toda una vida intelectual la que fecunda este trabajo. El autor, que es doctor en Filosofía y profesor de Historia, presenta estas reflexiones como "una prolongación natural" de un volumen suyo anterior, Independencia y Nacionalismo (Katejon, 2016), publicado con ocasión del bicentenario de nuestra independencia. Y a ambos títulos, como una derivación de Los críticos del revisionismo histórico. Tanto es así que en este tercer volumen admite que quiso "levantar" todas las objeciones que la historiografía españolista plantea a esa escuela de la revisión histórica.

El libro tiene una forma dialogal, idea que le inspiró la muy buena entrevista que le realizara el periodista español Javier Navascués tras la aparición de Independencia y Nacionalismo. Una entrevista pensada para el mundo digital y que fue publicada en forma parcial en el sitio Adelante la Fe.
Las preguntas incisivas le hicieron ver a Caponnetto, según confiesa, que muchas objeciones y cuestiones disputadas quedaban aún sin respuesta. Pero también lo llevaron a pensar que el método socrático permitiría adentrarse mejor en el tema, ampliando el panorama conforme se avanzaba con las inquietudes.

TRES PARTES

Tres partes componen la obra. Una primera, donde se transcribe esa breve entrevista de Navascués y que aborda la cuestión de la independencia. Una segunda, más extensa, con las preguntas autoformuladas, y una tercera dedicada a la cuestión del católico y la patria, que como bien anticipa el autor se va asomando de a poco desde el mismo comienzo. De lo que esta tercera parte trata es de la "compatibilidad entre catolicismo y patriotismo", entre nacionalidad o atadura a la propia tierra y la cosmovisión espiritual del cristiano, entre nacionalismo y práctica de la fe.

Este último aspecto va asomando de a poco porque la cuestión de fondo con que lidia Caponnetto es de raíz teológica: no ya la impugnación del independentismo, sino del derecho a la existencia de las naciones hispanoamericanas, de la idea misma de patria, del concepto de nación. Una impugnación hecha en nombre del catolicismo y de sus fuentes más tradicionales. Esta objeción, de procedencia carlista, pretende según el autor alcanzar a todo aquel que ose, sino reivindicar el proceso autonomizante, al menos cohonestar sus causas.

Caponnetto deja clara su postura: no comparte la alegría de quienes celebran la independencia porque disfrutan la desmembración del Imperio Hispano Católico, ni comparte las acusaciones de traición que lanzan ciertos católicos españoles. Frente al error de unos y la injusticia interpretativa de los otros, recuerda que realistas eran todos, incluso los masones perseguidores de los católicos como Rivadavia. Y expone luego los ejemplos de fidelismo, de arraigo, de conservación del patrimonio cristiano y español heredado que demostraron "los mejores de los nuestros", que ocuparon puestos destacados en la lucha, entre los que menciona a San Martín, Saavedra, Sarratea y otros.

Ejemplos de celo católico como para castigar la blasfemia (San Martín), enarbolar divisas de "Religión o muerte" (Quiroga) o practicar actos públicos de piedad religiosa (Belgrano), que cuesta encontrar en el bando opuesto.

El meollo de la controversia, y en ella se entra rápido, es que hubo en estas costas un deseo de un gobierno propio, una emancipación efectiva y guerras que se libraron para sostenerla. Eso es lo que quiere dejar en evidencia la impugnación carlista, que dicha rápidamente podría resumirse en que "somos hijos de la Revolución". Una observación mortificante para quienes son católicos en estas tierras. Pero una mortificación que, a juzgar por los resultados, pareciera tener un fundamento.

Para levantar esa objeción, Caponnetto propone un hilo de razonamiento que sigue un mismo método: abrir la lente para abarcar un cuadro mayor, iluminando lo que antes quedaba en la sombra. Y el resultado no solo es esclarecedor, sino que hasta por momentos cambian las tornas.

DOBLE DERROTA

Lo primero que queda expuesto es que no es lo mismo la independencia que pretendían los ideólogos iluministas como Moreno, Castelli y Paso, que la autonomía gubernativa de quienes querían conservar no solo las formas monárquicas sino también la prosapia cultural hispana. Es decir, que no se debe confundir el anhelo de emancipación (iluminista) con el de una autodeterminación que era fruto del ius resistendi frente a una monarquía devenida en tiranía, invadida por una potencia extranjera.

Que los ideólogos del "descastamiento" hayan terminado por imponerse es otra cuestión, que el propio Caponnetto admite y deplora. Con la salvedad de que esas ideas representaban solo a un grupo, y no precisamente el más numeroso, pero que se vio favorecido por la ceguera y el iluminismo furioso de un Fernando VII que al volver del exilio se volcó a una violencia rencorosa que ahogó la unidad del imperio en la sangre de una inmensa guerra civil. El autor, de hecho, habla de una doble derrota en el proceso autonomista, política e historiográfica, razón por la cual hoy se nos imponen efemérides laicas y masonas. Pero para ver eso insiste en que hay que ir bastante más lejos que 1810-1816, hasta la derrota nacional de Caseros.

Aunque Caponnetto dice que nunca considerará "auspicioso" el inicio del camino independentista, porque no se engaña sobre sus fogoneros e instigadores, sí cree que la autonomía resultó "legítima" y "dolorosa". Legítima porque revistió las formas de una clásica resistencia contra una tiranía que ponía en riesgo la existencia misma de la sociedad política. Dolorosa, porque nunca es grato tener que llegar al límite de poner en práctica el ius resistendi.

Mucho más contundente es que, por el procedimiento de contemplar lo sucedido con una lente más abierta, el autor desvela que había partidarios del "descastamiento" en el mal llamado bando realista. Pone así sobre la mesa los intentos de ruptura del Imperio Hispano Católico procedentes de la propia península, que son -en sus palabras- muy anteriores a 1810 y más graves.

Por eso la acusación de perjurio la toma como indignante. Porque ve en ella la intención de convertir a la víctima en victimario. En este sentido, recuerda lo que venía sucediendo en España, y cómo en la sucesión dinástica entre Carlos III, Carlos IV y Fernando VII, el iluminismo no había dejado ruindad sin cometer. Como sucedió en 1807, cuando la soberanía española quedó ultrajada por franceses e ingleses con la anuencia de la corona española, se inauguraron las persecuciones a la Iglesia y el Estado regalista reemplazó la noción de Cristiandad por el Equilibrio Europeo.

PARADOJAS

Para ilustrar su argumento, Caponnetto recorre las paradojas y contradicciones que se esconden en esta historia, desvela las tergiversaciones y ocultamientos que hicieron escarnio de unos y enalteceron a otros. Así expone la falacia de la presunta anglofilia de San Martín y la confronta con el muy real y documentado, pero también ocultado, ejercicio de la corona española de promocionar a los ingleses.

De ese breve estudio biográfico de San Martín y su época, extrae la evidencia de que el Imperio Español había prácticamente desaparecido para 1808, y no sólo el Imperio, sino la mera soberanía de la Metrópoli, tironeada por franceses e ingleses que se repartían el dominio como dos cuervos un cadavérico botín, algo que amenazaba con arrastrar a América.

Aclarada, por estas razones, su adhesión a la patria independiente, que considera una reacción ante Napoleón Bonaparte y sus aliados, explica por qué esta postura no es contradictoria con manifestarse fiel a España. Y para eso señala que, en la cosmovisión católica, la patria es un don de Dios y su primer bien es el patrimonio recibido en herencia. Un patrimonio que no es un gobierno ni un costumbrismo, sino un espíritu, un alma, que es eso que llamamos Hispanidad.

De allí que la pregunta por la patria, su origen y su nombre, va cobrando una creciente significación. El autor, que prefiere referirse al "drama independentista", dice que ese drama no puede entenderse sin categorías teológicas.

Con una sutileza exquisita, aclara entonces que hay un modo sacramental de entender el pasado. Por eso sostiene que la fecha inaugural de nuestra patria no es la independencia sino el bautismo que recibimos el 12 de octubre de 1492, y más específicamente el 1 de abril de 1520, fecha de la primera celebración eucarística en el territorio argentino.

No, viene a decirnos Caponnetto. La Argentina no nació del cañón de La Bastilla. Nació de la Cruz y de la Espada portadas por el Conquistador y el Misionero, según célebre metáfora de Vicente Sierra. Y para demostrar que su origen se sitúa en los albores del siglo XVI, recorre la bibliografía histórica y nos lleva de la mano por registros de cartógrafos, poetas y cronistas.

El último capítulo, titulado El católico y la patria, depara páginas muy provechosas. Frente a quienes sostienen que en la Tradición de la Iglesia el concepto de patria no resulta valorado, ofrece un esclarecedor itinerario por el pensamiento de los Padres de la Iglesia, en el que encadena una reflexión sobre si está o no en los planes de Dios la existencia de las patrias y las naciones, y la relación entre la patria terrena y la celestial.

Como hizo antes contra los simplismos hermenéuticos e inequidades, contra los maníacos obsesivos de la injerencia británica, contra el insano complejo de culpa y de inferioridad por ser argentinos, contra la tesis carnalista de Federico Rivanera Carlés, pero también contra "los Felipe Pigna y sus traspolaciones presentistas y ucrónicas" o las "naderías" de Loris Zanatta, Caponnetto sigue el mismo procedimiento de abrir la lente, señalar inconsistencias y preguntar a los críticos si a La Argentina, hija legítima y orgullosa de la España Imperial, la están descubriendo, amando y sirviendo tal como fue y queremos que sea.

Respuestas sobre la independencia es un precioso libro. De lectura ágil, pero meditación lenta. Polémico y controversial, como es Caponnetto, pero también honesto hasta el dolor, como es también este profesor al que dice gustarle "el sol dando de pleno en la cara".

Un libro que no duda en rescatar con brío la figura de Saavedra, pero reconocer que en un momento se hizo un flan. Un libro que llama a no caer tampoco en el simplismo de considerar que la Revolución fue católica porque en el Cabildo o la Casa de Tucumán merodearan sacerdotes y sotanas, cuando en muchos casos se trataba de un clero liberal y confundido. Un libro, en fin, con categorías disonantes para los oídos vulgares.

No extraña en absoluto que sea ignorado por el periodismo, que no es muy afecto a las sutilezas. Menos aun cuando esas sutilezas vienen a aguar la fiesta de los "descastados".

El mayor dolor que expresan estas páginas es ver cómo nos han inventado una patria en la cual ya no queda lo esencial de la "terra patrum", que es la Hispanidad. El esfuerzo por la hispanofiliación es claro en la prédica de Caponnetto y en esta obra en particular.

Un esfuerzo que quiere revertir muchos males que hoy padecemos y que son en parte, como dice el autor, la consecuencia directa de que prevaleciera aquella emancipación kantiana, rousseauniana, iluminista, masónica. Admite, con acierto, que otros males son pura responsabilidad nuestra. Y de hecho el vaciamiento espiritual de ayer continúa hoy y no parece tener fin.

Pero el autor señala que el estado de descomposición de la actual España no permite tampoco abrigar muchas esperanzas de que nuestra suerte hubiera sido mucho mejor sin la independencia. Porque, en definitiva, es la civilización cristiana toda la que está amenazada de muerte. Y en esto no hay lado del Atlántico que se salve.

 

Tomado de: https://www.laprensa.com.ar/Disputas-sobre-la-independencia-503651.note.aspx


lunes, 2 de diciembre de 2024

Vuelta de Obligado: la incredulidad en los parlamentos de Inglaterra y Francia frente a la resistencia de Rosas

 


Por: Pablo Yurman

La guerra que sostuvo nuestro país, por espacio de cinco años, contra la armada anglo-francesa en la década de 1840, y que tuvo como fecha icónica el 20 de noviembre de 1845, día del Combate de la Vuelta de Obligado sobre el río Paraná, fue cubierta con marcado interés por la prensa internacional y, además, constituyó tema de permanente debate en los parlamentos tanto de Inglaterra como de Francia.

Para comprender los motivos por los que ambas potencias decidieron financiar una armada que superaba el centenar de buques, en su mayoría mercantes, escoltados por una veintena de naves de guerra, debe tenerse en cuenta el contexto internacional de mediados del siglo XIX.

Eran años en los que en varias partes del mundo se asistía a una expansión del colonialismo británico, y también francés, que por la vía diplomática o por el uso de la fuerza -recordemos que se trataba de las principales potencias militares y económicas de la época- obtenían en todos lados las más variadas concesiones de diversos pueblos sometidos. Por ejemplo, el primer ministro Lord Robert Peel logró la firma del Tratado de Nankín con China en 1842 por el cual se puso fin a la primera guerra del opio, y le permitió a Inglaterra apoderarse de la célebre isla de Hong Kong (cuyo control retuvo hasta su cesión en 1997) y la apertura económica de China a sus productos industriales. Era una época en la que la diplomacia británica no aceptaba de buen grado una negativa a sus demandas por parte de otros países.

Los franceses no se quedaban muy atrás. Y en tren de reivindicaciones territoriales sostenían un vasto imperio colonial en todos los continentes. Al tiempo que inventaban el término “Latinoamérica” (jamás usado en los siglos precedentes), no se privaron ni de bombardear el puerto mexicano de Veracruz (1838) ni de instalar a un emperador dócil a la sugerencia de establecer un tutelaje galo sobre México, como fue el caso del desdichado Maximiliano (1864-1867).

Era, por tanto, cuestión de esgrimir una buena excusa para iniciar formalmente hostilidades contra una nación que, como la Argentina, controlaba la comercialmente estratégica boca del estuario del río de la Plata, la que a su vez constituía el paso previo para la navegación por los ríos Paraná, Paraguay y Uruguay, que eran la llave de ingreso al interior del continente.

Máxime cuando había un punto débil para la Argentina de aquellos años que será astutamente aprovechado por las potencias invasoras: nuestra guerra civil entre unitarios y federales que había provocado el exilio de muchos de los primeros en Montevideo, desde donde prestarían su ayuda a los enemigos externos del país.

Francia usó como excusa el reclamo al gobierno presidido por Juan Manuel de Rosas de que a sus ciudadanos se les diera el mismo trato privilegiado que ya tenían los residentes británicos en nuestro país (concesión que venía de tiempos de Bernardino Rivadavia). Por su parte Inglaterra reclamaba que los ríos internos en territorio argentino fuesen de libre navegación internacional, es decir, que naves de bandera británica circularan por ellos sin necesidad de autorización del gobierno argentino.

Años antes habíamos mantenido un conflicto militar similar con Francia, entre 1838 y 1840, que se concluyó con la firma del Tratado Arana-Mackau. Al respecto señala Edmundo Heredia (en Un conflicto regional e internacional en el Plata. La vuelta de Obligado) que “la prepotencia francesa desnudó su imperialismo al mezclar sus pretensiones comerciales con su apoyo a los unitarios proscriptos, entrometiéndose así en una cuestión interna de los rioplatenses. Las concretas intervenciones de fuerzas navales francesas acompañadas de declaraciones y otras actitudes nada amistosas del gobierno de Francia, eran una demostración ostensible de su decisión de mantener siempre una presencia activa en el continente”.

La negativa argentina, expresada en un incesante intercambio de notas diplomáticas entre nuestro canciller, Felipe Arana, y los funcionarios europeos, se mantuvo incólume, lo que derivó en el inicio de hostilidades. La resistencia militar argentina en la Vuelta de Obligado fue saludada por los pueblos americanos que la reivindicaron al nivel de una segunda guerra por nuestra independencia. Resultó que nuevamente ingleses y franceses deberían lidiar con uno de los pocos pueblos del planeta dispuesto a hacerles frente.

Dice Vicente Sierra en su Historia de la Argentina que “ya en enero de 1846 en el Parlamento inglés se hizo escuchar la voz de la oposición liberal ante un desarrollo de los hechos del Plata que no se ajustaba a lo que la mayoría había supuesto.” (tomo IX, pág. 275). Y agrega respecto de las bases para una salida negociada a la crisis, propuesta formulada por Rosas a través del representante argentino en Londres, Manuel Moreno, que “Lord Aberdeen dijo ante la Cámara de los Lores, el 19 de febrero de 1846, que si bien se trataba de proposiciones inadmisibles, ‘podían muy prontamente conducir a un arreglo amistoso de toda la cuestión”.

El 23 de marzo de 1846 Lord Peel fue interpelado en el parlamento, sitio en el que tuvo que responder las preguntas del vocero de la oposición, Lord Aberdeen (tiempo después pasará de la oposición al gobierno). A las preguntas relacionadas con el estado de la cuestión del Plata, a saber: si existía un estado de guerra entre Gran Bretaña y la Confederación Argentina, y fundamentalmente, sobre las perspectivas que razonablemente tendría el asunto, Peel respondió diciendo: ¿Estamos en guerra con Buenos Aires? No ha habido declaración de guerra. Hay un bloqueo de ciertos puertos del Río de la Plata pertenecientes a Buenos Aires; pero no entiendo que el establecimiento de un bloqueo importe necesariamente un estado de guerra. La segunda pregunta del noble Lord es si las operaciones de carácter más hostil en las márgenes del río Paraná tenían la sanción previa del Gobierno. Dije ya que no había dado instrucciones ningunas al representante del gobierno o al comandante de las fuerzas navales además de las que fueron comunicadas a la Cámara, y aunque parezca singular hasta hoy no se ha recibido aún una explicación amplia o satisfactoria de los motivos que hubo para la expedición del Paraná…” (citado por Vicente Sierra en Historia de la Argentina).

Sostiene Heredia que “las razones por las cuales, entre otras alternativas, la flota conjunta decidió forzar el paso fluvial en lugar de atacar un puerto o llevar a cabo alguna otra medida de fuerza, o hasta declarar la guerra, son por ahora objeto de conjeturas. Resulta extraña la pretensión de colocar mercaderías contenidas en casi una centena de barcos, en un mercado incierto y de escasa población; es poco creíble que comerciantes y fuerzas armadas creyeran realizar un buen negocio, en términos estrictamente comerciales. La hipótesis que parece más plausible, que puede inferirse por los hechos ocurridos, es que la opción procuraba movilizar en contra de Rosas a las provincias situadas al Norte (Santa Fe, Entre Ríos, Corrientes) y al Paraguay; es decir, producir un hecho detonante que provocara una reacción generalizada contra Rosas”.

En efecto, varios documentos y testimonios de la época dan cuenta del interés por parte del Brasil de sacar ventajas de la intervención europea en perjuicio de la Argentina, procurando su debilitamiento en combinación con el Paraguay. Llegó a manejarse la posibilidad de crear una artificial República de la Mesopotamia, es decir, el desmembramiento del territorio argentino.

Las tensiones parlamentarias en Francia estaban a la orden del día a raíz de los sucesos en Sudamérica. François Guizot era el ministro de relaciones exteriores francés y será poco tiempo después primer ministro coincidiendo con el reinado de Luis Felipe. Al comparecer a la Asamblea Nacional fue duramente interpelado por un viejo adversario, Adolfo Thiers, en línea similar a la de los parlamentarios ingleses.

Al respecto expresa Sierra que “Guizot no podía defenderse muy eficazmente, pues su política rioplatense distaba de ser coherente, revelaba contradicciones, de manera que se limitó a exponer que no se podía aún hablar de que la intervención hubiera fracasado. La verdad era, en cambio, que ni Guizot ni Aberdeen lograban explicarse cómo no habían triunfado.”

Constituye un lugar común en ciertos sectores de nuestra historiografía, guiados más por prejuicios que por rigor y exhaustividad histórica, considerar a la actitud argentina de resistir las demandas extranjeras como un capricho de Rosas. Además de omitir decir que ese conflicto culminó con una victoria diplomática de nuestro país, olvidan que al tiempo que fue una guerra internacional, también lo fue regional, en la que por una suma de intereses y circunstancias se jugaba nuestro destino: o salvaguardar nuestra integridad y dignidad, o atomizarnos en un mosaico de pequeños estados irrelevantes en el tablero internacional.