martes, 25 de febrero de 2025

NOTAS SOBRE JUAN MANUEL DE ROSAS

 


Presentación

En el mes de julio del pasado 2012, dábamos a conocer el volumen tercero de nuestra obra: Los críticos del revisionismo histórico, publicación conjunta de la Universidad Católica de La Plata y del Instituto Bibliográfico Antonio Zinny, instituciones ambas por las que reiteramos nuestra gratitud.

Muchos años y muchas lecturas demandó aquel compendio, y un larguísimo recorrido por las escuelas historiográficas de sig-nos distintos, encontrados y rivales. Para estudiar al revisionismo y a sus críticos, lo dicho aquí y allá en torno de la figura del Restaurador, desfiló por nuestro escritorio del modo más exhaustivo que pudimos.

Si de tal afirmación no se sigue necesariamente elogio alguno para el fruto final de aquellos volúmenes, sí se ha de seguir en cambio una cierta habilitación para responder la pregunta que sigue: ¿hay algo nuevo que decir sobre Juan Manuel de Rosas?; o sin la connotación de la novedad, que no suele ser sinónimo de valía, ¿hay algo por decir que justifique dar a luz un nuevo libro, como el que aquí presentamos?

En principio parecería que no. No al menos desde el punto de vista informativo, documental, archivístico. Aunque repositorios hay que aguardan aún ser explorados con maestría, y aunque en pleno curso se encuentra un proyecto asombroso del Profesor Jorge Bodhziewicz, para que se conozcan ordenada y analítica-mente los impresos todos de la larga y gloriosa época de la Con-federación Argentina, en líneas generales podríamos decir, con un tecnicismo, que la heurística sustancial acerca de Juan Manuel de Rosas se halla cubierta.

Va de suyo que éste de la información no es un ámbito clauso, y que siempre habrá –como en el proverbial poema becqueriano– una mano inteligente que sepa arrancar notas afinadas a una arrumbada arpa. En tal sentido, insistimos, los papeles históricos de la patria pueden deparar más de un sorpresivo y útil hallazgo. Pero tambien es cierto que lo édito y publicado más se asemeja a una montaña de proporciones que a un modesto peñasco. Quien haya hecho el esfuerzo de escalarla, advertirá la dimensión de sus perfiles.

Algo distinta es la respuesta a la pregunta ya formulada, si nos apartamos del siempre legítimo y valioso territorio de la heurística, para instalarnos en las posesiones de la hermenéutica. Aquí, no solamente todo no está dicho sobre Rosas, sino que ur-ge volver a recordar verdades y razones, criterios rectos y perspectivas veraces; y si no sonara algo pretensioso, urge igualmente volver a refundar el revisionismo histórico argentino.

Porque la figura impar de Juan Manuel de Rosas no ha tenido toda la suerte historiográfica que su estatura merecía. Es verdad que liberales y marxistas –cada uno con sus subespecies entomológicas– han sido objeto de refutaciones, réplicas, desenmascaramientos y desmentidas por doquier. Y es verdad que a izquierdas y a derechas plumas siempre se le supo oponer algún pensador aquilatado que restituía el orden interpretativo. Queremos decir, para que no se nos confunda, un pensador con las bases intelectuales lo suficientemente sostenidas en la Filosofía Perenne.

Pero lo que hoy prevalece en la materia es el desorden y el caos, la amalgama turbia, la mezcolanza aviesa, el ideologismo tosco sumado a la militancia crapulosa. El rosismo, convertido en relato oficialista, y el relato oficialista devenido en conglomerado de náuseas, y éste a su vez propagando su hedor sin restricciones, por un poder que acumula malicias cuanto resta virtudes; el rosismo, decimos, es hoy una mueca indigna y falsa de lo que supo y quiso ser en sus orígenes. Se agrava el desbarajuste toda vez que por oponerse a este oficialismo asfixiante, pendolistas o políticos sin entrenamiento historiográfico alguno, y faltos de sólida cultura, dejan caer sus diatribas contra Rosas, sin advertir que están castigando, no al héroe en sí mismo, sino a la parodia en que lo han convertido los titulares del Régimen. Moralmente hablando, estamos obligados a formular condenaciones terminan-tes para los artífices de tanta falsedad acumulada.

No mejora el panorama la irrupción de ciertos intérpretes de la figura de Don Juan Manuel que, aunque en las antípodas intelectuales y morales de los bandos señalados, y por eso mismo dignos de ser considerados decentes, han decidido descalificar como traidores a todos aquellos personajes americanos que tomaron parte de la independencia de España. Casi siempre sin acepción de personas, ni de propósitos ni de circunstancias. Como si fuera lo mismo amar piadosamente a los padres y verse compelido a formar casa propia con idénticas raíces, que sacudir las sandalias en los umbrales del hogar solariego, movido por el odio y el desprecio. Como si idénticos fueran los casos de quienes llamaron independencia a abjurar de su matriz, y esos otros que 12defendieron con sangre limpia una autonomía que no les impedía cultivar el encepamiento hispano de tres siglos. Y como si después de doscientos años del doliente proceso de disolución del Imperio Hispano, cupiera mantener fresco un rencor, que acaso pudo alimentarse durante la contemporaneidad de los hechos, pero que a vistos y considerandos de lo acaecido en ambos continentes, más parece prudente mitigar que azuzar.

Entre varios fuegos entrecruzados, algún rescate precisa la figura ilustre del Caudillo de la Santa Federación. Y he aquí el sentido de las páginas que siguen: cooperar como podamos a esta necesaria acometida. Convertirnos en auxiliares de una tarea regeneradora pendiente, como quien alcanza el bruñidor, acerca el dorador o arrima los pinceles para que un antiguo y noble lienzo recupere su brillo.

Hemos dado en llamar “notas” a los capítulos que se suceden, porque la lengua castellana lo permite con propiedad. Hacer no-tas es señalar algo para que se conozca o se advierta; reparar y observar; apuntar brevemente ciertos tópicos a efectos de que no se olviden; y es además poner reparos a los escritos de terceros, reprender o censurar. Es sencillamente, incluso, escribir con responsabilidad. Otra cosa que notas no creemos que sean las páginas que aguardan.

Algunas de las mismas vieron la luz hace años en algunas re-vistas especializadas de restricta aunque calificada difusión. Les llegó la hora del remozamiento y de la ampliación y eso hicimos. Otras circularon en su momento de manera digital y estaban dispersas. Nos pareció oportuno reunirlas y pulirlas, y también eso hicimos. Las dos primeras, en cambio, que dan una impronta peculiar a este breve libro, aparecen aquí por primera vez.

Nos damos por satisfechos si, en su conjunto, pueden prestar ese servicio al que aludíamos. El de llevar algunas claridades a un ambiente cada vez más ennegrecido y opaco. Nos placería aún más –y la esperanza nos dicta este párrafo conclusivo– si motivados por el mismo espíritu que suscitó estas notas, una nueva generación, juvenilmente madura, se decidiera a refundar la escuela historiográfica revisionista. Para lo cual, entre otros dones, se necesitaría la clarividencia de Bernardo de Chartres, que se valió de la metáfora de los enanos subidos a los hombros de gigantes. Se necesitaría, en suma, ver más alto y más lejos y más diáfano, pero sin dejar de agradecer los hombros que nos han sostenido cuando todo era invisibilidad y negrura.

 

Antonio Caponnetto

Buenos Aires, enero del 2013

 


miércoles, 12 de febrero de 2025

3 de Febrero: La Batalla de Caseros y la traición a la Patria

 

Por: Felix Pavan

    ¿Rosas? para algunos, el gran defensor de la soberanía; para otros, el símbolo de un poder excesivo que debía terminar.
    El 3 de febrero los argentinos recordamos con dolor la Batalla de Caseros; un día oscuro y aciago en que la Patria fue entregada a los intereses del liberalismo, la masonería y las potencias extranjeras. Un día negro, en el que la Argentina fue forzada a abandonar su destino soberano, condenada a la desunión y a la dependencia, despojada de su identidad bajo el falso brillo del “progreso” impuesto por manos extranjeras.
    Fue la caída de Juan Manuel de Rosas, el gran defensor de la soberanía argentina y del federalismo, traicionado por aquellos que, en nombre de la “organización” y el “orden”, abrieron las puertas a la disolución nacional. Lo que se presentó como una nueva etapa para el país no fue más que el inicio de la entrega, la imposición de un modelo contrario a nuestras tradiciones y la sumisión a los intereses de los poderosos.
    Rosas, gobernante firme y católico, supo enfrentar las agresiones del imperialismo británico y francés, resistiendo el dominio extranjero y sosteniendo la Confederación Argentina sobre los principios de la religión, el orden y la justicia. Su política protegió a los pueblos, a la familia y a la tradición, enfrentando a los principios de la Revolución, sostenidos por el unitarismo.
    Caseros no fue una victoria del pueblo argentino, sino la consumación de una traición. Justo José de Urquiza, cegado por la ambición y seducido por los intereses del liberalismo, se alió con el Imperio del Brasil y con los enemigos históricos de la Patria, traicionando el sagrado juramento de defender la soberanía. Con su felonía, derrocó al Restaurador de las Leyes, y con él, al último bastión que resistía la injerencia extranjera y el dominio de las potencias imperiales.
    Lo que siguió fue el despojo. La Argentina, sin el orden providencial que Rosas había establecido, perdió su rumbo, entregada a la oligarquía porteña, a los mercaderes del poder y a los agentes de la disolución nacional. El modelo liberal impuesto no trajo libertad ni grandeza, sino el saqueo de las riquezas nacionales, la descomposición del orden social cristiano y la persecución de los valores tradicionales que habían sido el alma de la Confederación.
    Desde entonces, la Nación ha vagado entre falsas promesas y entregas sucesivas, alejándose de su misión providencial. Pero la historia no se ha cerrado, y la memoria de los pueblos no se borra. Aún es tiempo de volver a levantar las banderas de Dios, Patria y Federación, para restaurar la Argentina verdadera.
    Hoy, más de 170 años después, el recuerdo de Caseros nos llama a la reflexión y al compromiso con los principios que Rosas defendió: Dios, Patria y Federación. La Argentina necesita recuperar su identidad católica, su soberanía y su auténtico federalismo, volviendo a las raíces que hicieron grande a nuestra nación.
    Que Nuestra Señora de Luján, Patrona de la Patria, interceda para que Argentina retome el camino de Dios, la verdad y la justicia.

miércoles, 1 de enero de 2025

El armisticio del 20 de octubre de 1811

 

Por: Edgardo Atilio Moreno

El tratado de paz que el Primer Triunvirato firmó con el virrey Elio es un hecho poco tenido en cuenta en nuestra historiografía, sin embargo su relevancia es de tal magnitud que el historiador José María Rosa, dice que con su firma “había concluido la Revolución empezada en Mayo de 1810”.[1]

En efecto, la Revolución de Mayo se había hecho con el propósito de dar a los americanos un gobierno propio; autónomo, fiel al monarca ausente, pero no sujeto al ilegitimo Consejo de Regencia que armaron los ingleses en Cádiz. Sin embargo, este tratado vino a reconocer la autoridad de dicho virrey, concediéndole por ende legitimidad al Consejo peninsular que lo había designado.

Antecedentes, el Convenio preliminar de la Junta Grande.

Este armisticio, firmado el 20 de octubre de 1811, no  es un hecho completamente insólito y disruptivo, sino que reconoce un antecedente directo e inmediato en el Convenio  Preliminar de similar tenor, que el gobierno anterior, de la Junta Grande, firmó tan solo un mes antes.

Cabe recordar que dicha Junta, que se había formado con la incorporación de los diputados de las provincias y contaba con el apoyo de los saavedristas, llegó al gobierno resuelta a poner coto al absorbente centralismo de Buenos Aires y a las practicas jacobinas del morenismo; pero manteniendo por supuesto el fidelismo a Fernando VII. Sin embargo, el bloqueo al puerto de Buenos Aires, ordenado por Elio, y el temor a una invasión de los partidarios del Consejo de la Regencia, llevó a la Junta Grande a dictar un decreto por el cual se expulsaba de la ciudad a todos los españoles solteros.

Esta drástica medida –como dice Ernesto Palacio- causó gran conmoción en la población de Buenos Aires; por lo que el Cabildo “se vio obligado a solicitar su revocación[2]. Incluso los morenistas, que en el pasado impulsaron medidas más crueles, maquiavélicamente, se sumaron a las protestas.

La marcha atrás dada por la Junta (que revocó el decreto) cayó mal a los saavedristas que, alarmados por el avance del morenismo, organizaron una poblada encabezada por el alcalde de barrio Tomas Grigera (conocida como la grigerada o la revolución de los orilleros), durante los días 5 y 6 de abril, la cual logró la incorporación del Dr Joaquin Campana a la Junta Grande; aunque su propósito de colocar a Saavedra en el gobierno se vio frustrado por que este no aceptó el mando.

No obstante ello, la crisis no se resolvió. El día 20 de julio llegó la noticia de la derrota de Huaqui, y el gobierno entró en pánico.

En agosto llegó de Rio de Janeiro Sarratea con la recomendación de Lord Strangford de arreglar con Elio, reconocer su jurisdicción en la Banda Oriental  y enviar diputados a las Cortes de Cádiz. Campana quiso oponerse a ello pero el Cabildo presionó a favor del acuerdo; y el 1 de septiembre se firmó un tratado preliminar de paz, en esos términos, el cual no fue ratificado pues los portugueses (que habían sido llamados en ayuda por Elio) continuaron con su avance en la Banda Oriental y Artigas continuo con el sitio a Montevideo.  

Toda esta situación desprestigió completamente a la Junta Grande y provocó su caída y la conformación del Primer Triunvirato, conformado por Chiclana, Paso y Sarratea; con Rivadavia como secretario.

El Primer Triunvirato

Ernesto Palacio dice que el primer Triunvirato no fue una reacción liberal contra la política conservadora de la Junta Grande, sino que fue simplemente la reacción del localismo porteño contra el predominio provinciano en la Junta, y que por ende continuo con la línea de “timidez y vacilaciones” de sus antecesores. Es decir, no tenía intención alguna de forzar una declaración de independencia.

Asi mismo, José María Rosa, afirma que este órgano triparto se creó simplemente para terminar con las contemplaciones con Artigas y arreglar de una buena vez con Elio.

De ahí entonces que una de sus primeras medidas fue la de seguir adelante con las tratativas iniciadas por la Junta Grande con los regencistas. Para ello se le ordenó a Rondeau levantar el sitio a Montevideo. Cumplido esto quedó expedito el camino para firmar el Armisticio, cosa que se hizo el día 20 de octubre de 1811.  

Lo novedoso (y que causó malestar) de este tratado no fueron las habituales declaraciones de reconocimiento y fidelidad a Fernando VII, las cuales eran de rigor en todos los documentos oficiales emanados desde la Revolución de Mayo, tanto en los de la Primera Junta como en los de la Junta Grande y del Triunvirato; sino el reconocimiento que se hacía a Elio y a las ilegitimas autoridades del Consejo de Regencia.

En efecto, en las clausulas 4 y 5 se establecía que Buenos Aires mandaría delegados a Cádiz para explicar las causas que han obligado a suspender el envió de sus diputados. Asi mismo por las clausulas 6 y 7, se disponía que “las tropas de Buenos Aires desocuparan la Banda Oriental del Rio de la Plata hasta el Uruguay, sin que en toda ella se reconozca otra autoridad que la del Excelentisimo señor Virrey”.

Por su parte Elio se comprometía a cesar con el bloqueo y a gestionar el retiro a sus fronteras de las tropas portuguesas que él mismo imprudentemente había convocado, alimentando las ansias expansionistas de estos.

José María Rosa explica que este tratado disgustó a casi todos especialmente “al gobierno de Rio de Janeiro porque Elio, después de haber llamado en su auxilio al ejercito de Souza, no había consultado con este los términos de su paz”, y por supuesto a Artigas, que acaudillaba a los orientales. Solo plació –continua Pepe Rosa- “a Strangford, a Elio y a la gente principal de Buenos Aires[3].

La reacción de Artigas ante el arreglo fue contundente. Acusó a Buenos Aires de abandonar a la Banda Oriental a su opresor antiguo y consideró que el tratado era una capitulación deshonrosa. En una clara desobediencia a lo acordado y dispuesto a continuar la lucha, dirigió una emigración masiva de orientales, que se dio a llamar “la redota”, hasta Concordia, Entre Ríos.

De todos modos, el acuerdo con los regencistas duro poco. Las tropas portuguesas no solo no se retiraron de la Banda Oriental, sino que además hostigaron a los hombres de Artigas en su éxodo. El Triunvirato se quejó de esto ante Vigodet (que había reemplazado a Elio) pero este hizo oídos sordos y reanudó las hostilidades atacando con sus barcos por el rio Paraná.

El gobierno ordenó entonces a Belgrano fortalecer la ribera del rio en Rosario. Allí instaló dos baterías y le propuso al Triunvirato la adopción de una escarapela celeste y blanca que sus soldados usarían en el uniforme. La propuesta fue aceptada, lo cual entusiasmo a Belgrano quien pensó que este gesto era un paso a una declaración de independencia; por lo que inmediatamente, el día 27 de febrero de 1812, enarboló por primera vez una bandera nacional con los mismos colores. El gobierno desaprobó lo hecho; le ordenó guardar la bandera y le mandó la roja y gualda. 

La iniciativa independentista de Belgrano disgustó al Triunvirato, especialmente a su secretario Rivadavia.  Por ello mismo, fueron reprimidas también las actividades de la Sociedad Patriotica en Buenos Aires. Dice José Maria Rosa al respecto: "El morenismo de la Sociedad Patriotica no era simpático a Rivadavia, pero no era motivo suficiente para clausurar la entidad. Otra cosa fue empezar los recitados sobre la independencia en febrero y que la Sociedad hiciese campaña para la pronta convocatoria de la Asamblea General a fin de conseguir un pronunciamiento igual al de Caracas (la independencia). Rivadavia entendió que uno y otro eran propósitos sediciosos... ordenó patrullar las calles y vigilar las reuniones de la Sociedad Patriotica... La Sociedad dejo de reunirse y Montegudo fue separado de la Gaceta..."

De lo rápidamente relatado hasta aquí podemos concluir que este Armisticio manifiesta la existencia –aun en 1811- de una fuerza o tendencia moderada entre los patriotas, dispuesta a aceptar en cierta medida el orden anterior a la Revolución –como dice Federico Ibarguren- y a conciliar con los antiguos beneficiarios de él. Tendencia que, ante las múltiples dificultades atravesadas (a lo que se le debe sumar la presión de Inglaterra), llegó al extremo indecoroso de ceder en los ideales autonomistas de Mayo, aceptando a unas autoridades que antes -con todo derecho- se impugnaban.

Por otro lado también es evidente que la  imprudencia, la soberbia y la belicosidad de los funcionarios regencistas, que malograron este acuerdo y que buscaron la guerra a toda costa, hizo que muchos patriotas comenzaran a pensar en la posibilidad de la independencia (entre ellos algunos como  Belgrano) que hasta poco antes se habían manifestado fieles partidarios del monarca ausente[4].

Por ello, no es casualidad que justamente por ese entonces, en la segunda mitad de 1811, recién se puedan encontrar los primeros documentos privados (cartas) en los que algunos patriotas mencionan la palabra o la idea de independencia; como lo afirma Enrique Diaz Araujo en su monumental obra Mayo revisado.

A todo esto, aún quedarían por delante cinco años más de penosa guerra civil para que finalmente este rincón sureño del ya extinto imperio hispano católico se declarara independiente.

 

                                                                                                    

Bibliografia:

Palacio, Ernesto. Historia de la Argentina. Ed Abeledo Perrot. Bs As 1999.

Rosa, José María. Historia Argentina. T.2. Ed. Juan Granda. Bs As 1967.

Diaz Araujo, Enrique. Mayo revisado, tomo 1. Editorial Ucalp. 2010.

Ibarguren, Federico. Así fue Mayo. Ed. Theoria. Bs As. 1998

 



[1] Rosa, José María. Historia Argentina, Ed. Juan Granda. Bs As 1967, tomo 2, pag. 339

[2] Palacio, Ernesto. Historia de la Argentina, Ed Abeledo Perrot. Bs As 1999; pag 172.

[3] Rosa, Jose Maria. Ob. cit., pag. 341.

[4] En su campaña al Paraguay, Belgrano arengaba a sus hombres a luchar por el Rey;  y en marzo de 1811, en la batalla de Tacuary, rodeado por fuerzas superiores, e intimado a rendirse, contestó desafiante: “Las armas del Rey no se rinden, venga Vuestra Merced, a tomarlas”.