viernes, 28 de julio de 2017

ALBERDI. VERDADERO Y ÚNICO PRECURSOR DE LA CLAUDICACIÓN

Por Julio Irazusta

Alberdi ha sido de preferencia estudiado en su aspecto de Solón argentino, y la influencia de sus ideas en la organización institucional del país fue ya ampliamente señalada. Pero yo creo que hasta ahora no se ha establecido con precisión la fecha de su grandeza desde el punta de vista de la personalidad que decide los destinos de una nación.

Para mi esa fecha no es la de 1852, en que redactó Las Bases al enterarse en Chile de la caída de Rosas, sino la de 1838, año en que emigró a Montevideo. El papel que desempeña en la época llamada de la organización nacional es preponderante, pero no singular. Ya para entonces las ideas que expone en Las Bases habían ganado mucho terreno en la opinión del país, habían tenido otros expositores tan brillantes o tan vigorosos, si no tan claros como él; el giro tomado por la revolución liberal contra Rosas no dependía directamente de él, sino de hombres que tal vez ni lo conocían (aunque sufrieran por modo indirecto una influencia de su propaganda anterior). Es más. Quedan indicios (ya coordinados por Groussac), de que, hacia el final de la dictadura, Alberdi no veía con malos ojos los resultados obtenidos  por el dictador, de que cualquiera fuese la fijeza de sus objetivos políticos fundamentales (que jamás variaron), su manera de concebir la oportunidad no era la de aquellos que se puede llamar sus correligionarios.

En 1838, al emprender en Montevideo la campaña política que debía provocar la alianza de la emigración argentina con las autoridades de la escuadra francesa que bloqueaba el puerto de Buenos Aires, Alberdi está solo. Ningún argentino, entre los peores enemigos de Rosas ha pensado todavía en acudir al extranjero europeo en busca de auxilio; ningún patriota prestigioso se ha atrevido a desafiar la opinión nacional aplaudiendo la intromisión de Francia en América. De sus compañeros de generación que luego habían de formar con él la pléyade de la Argentina liberal ninguno ha cobrado todavía importancia. Echeverría es personalidad poética, no política. Sarmiento es un tímido principiante que apenas ha hecho sus primeras armas. Mitre no ha salido del cascarón estudiantil. Y así de los demás. Cuando  Alberdi adopta su trascendental política de 1838, ningún mayor le da un ejemplo autorizado, ningún contemporáneo suyo lo acompaña. Está en el destierro, después de abandonar voluntariamente una patria en la que ya ha triunfado, no sin duda como él lo deseara, pero entre los suyos al fin. Para colmo de dificultades, cuando llega al medio ajeno que en adelante será el de su acción, las novedades aportadas por él a la lucha antirrosista contrarían las negociaciones de paz con Rosas iniciadas por Rivera, y en lugar de la acogida  que sin duda esperaba de las circunstancias favorables dadas en la situación internacional rioplatense, fué atacado en su calidad de extranjero por la prensa oficiosa de Montevideo, que así desautorizaba su prédica internacionalista.

Midiendo la acción de Alberdi  por los obstáculos que venció con su tesón y su capacidad intelectual, por las dramáticas circunstancias en que la empezó, el joven emigrado de 1838 es indudablemente más grande que el hombre maduro de 1852. Y como esa acción fue trascendental para los destinos de nuestro país, me ha parecido indispensable no dejar que la fecha de su centenario pasara sin un recuerdo.   Hoy, en 1938, se palpan las consecuencias últimas de la política extranjerizante cuya adopción decidió Alberdi con su campaña de 1838. Para los partidarios como para los adversarios de esa política, ninguna figura de hace un siglo puede ser en estos momentos más digna de estudio que la de Alberdi. Así los primeros colocarán sus admiraciones y los segundos asignarán las responsabilidades, con más justicia. Otras conmemoraciones bullangueras e inoportunas celebradas este año parecen destinadas a confundirlo todo, a extraviar a los unos sobre el verdadero autor de la política aún imperante en el país, y a los otros sobre sus verdaderas consecuencias.

II  Si se quiere tomar el hilo de esa evolución del pensamiento de Alberdi que le permitiría luego todo un planteamiento novedoso del problema social y político del Río de Plata, se nos permitirá transcribir esta página de su Autobiografía: “Durante mis estudios de jurisprudencia que no absorbían todo mi tiempo”, dice en ella, “me daba también a estudios de derecho filosófico, de literatura y de materias políticas”. En ese tiempo contraje relación estrecha con dos ilustrísimos jóvenes, que influyeron  mucho en el curso ulterior de mis estudios y aficiones literarias: don Juan Manuel Gutiérrez y don Esteban Echeverría. Ejercieron en mí ese profesorado indirecto, más eficaz que el de las escuelas que es el de la simple amistad entre iguales.  Nuestro trato, nuestros paseos y conversaciones fueron un constante estudio libre, sin plan ni sistema, mezclado a menudo a diversiones y pasatiempos del mundo. Por Echeverría, que se había educado  en Francia durante la Restauración, tuve las primeras noticias de Lerminier, de Villemain, de Víctor Hugo, de Alejandro Dumas, de Lamartine, de Byron y de todo lo que entonces se llamó el romanticismo, en oposición a la vieja escuela clásica. Yo había estudiado filosofía  en  la Universidad de Condillac y Locke. Me habían absorbido por años las lecturas libres de Helvecio, Cabanis, de Holbach, de Benthamn, de Rousseau. A Echeverría debí la evolución que se operó en mi espíritu con las lecturas de Víctor Cousin, Villemain, Chateaubriand, Jouffrey y todos los eclécticos procedentes de Alemania en favor de lo que se llamó el espiritualismo”.

“Echeverría y Gutiérrez propendían por sus aficiones y estudios, a la literatura; yo, a las materias filosóficas y sociales. A mi ver, yo creo que algún influjo ejercí en este orden sobre mis cultos amigos. Yo les hice admitir, en parte, las doctrinas de la Revista Enciclopédica, en lo que más llamaron el Dogma Socialista“. (Alberdi Escritos póstumos, tomo XV, p. 293).

El pasaje es encantador. No da los detalles precisos de la evolución sufrida por Alberdi en el comercio intelectual con sus dos amigos. Los nombres de autores se hallan barajados en la página redactada por el anciano, como ocurrirían en las conversaciones de los jóvenes, sin ninguna notación concreta sobre las ideas particulares que cada uno de ellos le enseñara. Pero encierra sugestiones preciosas, que han servido de punto de partida para la investigación. Nadie ha realizado sobre el tema una más profunda que el doctor Coriolano Alberini en su conferencia sobre “La metafísica de Alberdi”, pronunciada en una colación de grados universitarios de 1933 y publicada en los Archivos de la universidad. Remitimos a esa conferencia para todo lo concerniente a la formación intelectual de Alberdi, y a su posición filosófica definitiva tal como quedó desde sus primeras  publicaciones.

Lo fundamental para el objeto de este ensayo es que la evolución sufrida por el autor de Las Bases entre sus años de Colegio y el advenimiento de Rosas, lo había preparado  a recibir el nuevo hecho político con su espíritu más realista que el aprendido en el primer  grupo de autores citados por él en la página transcripta. El segundo grupo le había dado por así decir una clave de la historia mundial, que comprendía fenómenos como el del rosismo. Y cuando Rosas triunfó, Alberdi ya podía encararlo con serenidad.  Los románticos francesas le habían enseñado la concepción del progreso elaborada por la filosofía alemana, en contraste con el iluminismo francés del siglo XVIII. Para éste, el progreso era obra de la razón trascendente, exterior al mundo, anti-histórica, que persigue la realización de un ideal utópico por medio del despotismo ilustrado, de un derecho natural desligado de la tradición histórica, fuerza perturbadora. Para aquella, en cambio, el progreso era obra de una de una razón inmanente, ínsita en el mundo, que se va realizando en la historia e introduciendo en los conceptos del derecho natural los nuevos hechos aportados por la vida de la sociedad. El iluminismo utópico y legiferante, ciego a la realidad de cada momento y de cada lugar, era superada por el historicismo, cuyo respeto por las particularidades de época y de localidad le diera a Alberdi el criterio necesario para considerar los acontecimientos de que era espectador.  Cousin y los eclécticos, Lerminier y los románticos, difundieron en Francia, hacia el final de la Restauración, es decir durante la estada de Echeverría en París, aquellas ideas fundamentales del historicismo que la nueva generación argentina iba a repetir entre nosotros. Resultado de esa empresa intelectual sería la superación del ideologismo utópico  de los unitarios y la valoración del hecho federal.

Bien es verdad, como lo observa repetidas veces el doctor Alberini, que ni Echeverría  ni Alberdi tomaron al pie de la letra las ideas de los publicistas franceses de la nueva escuela. En lo que se refiere al historicismo, de los dos elementos que él considera en el derecho, el histórico y el racional, su creador, el alemán Savigny, da más importancia al primero; su divulgador, el francés Lerminier, da más importancia al segundo. Pero no lo bastante a gusto de Alberdi, que en ve el peligro de la glorificación del hecho, implícita en el historicismo, y trata de evitarlo, corrigiéndolo mediante las teorías morales de Jouffroy. En lo que se refiere a la filosofía propiamente dicha, la nueva concepción del progreso es demasiado determinista, demasiado excluyente de la iniciativa humana. Al tomarla de los eclécticos y románticos franceses, repetidores de los filósofos postkantianos, Alberdi la corrige también, dando más juego a la libertad de determinación de la voluntad, y aceptando los fines del iluminismo unitario, es decir, sus ideales de civilización, pero negándole comprensión de los medios que la realidad argentina aconseja. Según la brillante fórmula del doctor Alberini, para Alberdi “es indispensable llegar a una síntesis de fines iluministas y de medios historicistas, merced a la teoría providencial del progreso, interpretada con hondo sentimiento de nuestra peculiaridad social”. Lo de la hondura de esa interpretación es discutible. Pero es cierto que A1berdi postuló su necesidad.

III La independencia relativa con que nuestro personaje manejaba las ideas de los maestros en boga se manifestaba más en el terreno de la teoría que en el de la práctica. Por lo general, los jóvenes dejan el andador ideológico mucho antes que el andador moral. El mismo bachiller que se ha emancipado hasta cierto punto de los textos escolásticos, necesita catálogos de acción, es decir libros de casuistas, moralistas o sociólogos (según la época) que lo provean de recetas para tales y cuales hechos, menos manejables que las ideas. Ahora bien, si la escuela histórica proporcionaba categorías de juicio mejores que las de los ideólogos  (y que permitieran a la nueva generación argentina encarar la realidad social del país con más tino que sus predecesores los unitarios), los historicistas franceses predicaban en ese momento con el ejemplo de modo más persuasivo que con la palabra. Hay menos semejanza entre las ideas de Alberdi y las de sus maestros, que entre la política del primero y la de los últimos.  La de estos consistía en un cambio de táctica, en abandonar el extremismo revolucionario de 1793 por una propaganda pacífica de los mismos fines esenciales. Desde 1834 el abogado Dupont había propugnado esa política en la Revista Republicana, Raspail y Kersausie escribían en El Reformador: “Basta de polémicas personales, basta de lucha social”.  Las leyes de setiembre (que fueron la edición francesa de nuestra ley de marzo de 1835), habían amilanado todavía más a los republicanos. La Falange, publicación prestada por Fourier a  Considérant, y El Buen Sentido de Luis Blanc, predicaban la sustitución de las conjuras tenebrosas por un ideal de mejoramiento pacífico de la sociedad y de la política. Lammenais, Jorge Sand y Leroux seguían la misma tendencia.

El autor de Palabras de un creyente, al separarse de la posición reaccionaria del comienzo de su carrera (pues sabido es que Lammenais se inició junto a De Maistre y De Bonald), había dado la fórmula que la nueva generación argentina adaptaría a la política de los partidos locales: “miro al antiguo partido monárquico con todo el respeto que se debe a un glorioso veterano. Pero no puedo tener confianza en ese veterano, pues con su pierna de palo está incapacitado para avanzar con la nueva generación”. Salvo la imagen final, esas palabras de Lammenais en 1834 son casi las mismas que la nueva generación argentina diría sobre el partido unitario.

La política de Lammenais separábase, a la derecha, de los monárquicos, y a la izquierda, de los revolucionarios y jacobinos. Y dada la influencia preponderante que su libro más famoso, traducido por Larra con el nombre de Dogma de los hombres libres, ejerciera sobre los jóvenes rioplatenses en la cuarta década del siglo XIX, es fácil creer que su recetario práctico, de la conciliación de los partidos, fué adoptado al pie de la letra por sus admiradores de aquende el Océano, como el que mejor cuadraba con el nuevo realismo aprendido en la más reciente literatura política de Francia.

De España llegaban iguales voces de realismo en los pocos autores de la madre patria que Alberdi leía. Así p. e. Donoso Cortés,  citado en otro pasaje de la Autobiografía. Antes de su época reaccionaria, antes del Ensayo sobre el catolicismo y su célebre discurso de los dos termómetros, cuando era representante del liberalismo a la moda, Donoso Cortés escribía: “Las constituciones son las formas con que se revisten las sociedades en los distintos períodos de su historia y su existencia; y como las formas no existen  por sí mismas, no tienen una belleza que las sea propia, ni pueden ser consideradas sino como la expresión de las necesidades de los pueblos que las deciben”……Las constituciones, pues, no deben examinarse, en sí mismas, sino en su relación con las sociedades que las adoptan …  … Las constituciones para que sean fecundas, no se han de buscar en los libros de los filósofos, porque sólo se encuentran en las entrañas de los pueblos”. (Consideraciones sobre la diplomacia y su influencia en el estado político y social de Europa, desde la Revolución de Julio hasta el tratado de la Cuádruple Alianza, Madrid, 1834).

Estas consideraciones impregnadas de sano realismo eran en España reflejo del mismo pensamiento europeo no español que Alberdi reflejaría en el Río de la Plata. Ese pensamiento había superado, en el primer tercio del siglo XIX, el utopismo de 1789, aunque conservando algunos de los fines esenciales que entonces persiguiéronse: y como queda dicho más arriba, sus representantes más genuinos daban en Francia, en esos precisos momentos, el ejemplo de la política prudente que correspondía al nuevo concepto de evolución y de progreso que había predominado en el terreno puramente intelectual.

IV Aunque Alberdi no especifique la época en que sus ideas se aclararon, entre sus conversaciones con Echeverría desde 1829 en adelante y la publicación del Estudio preliminar en 1887, es de suponer que ello habría ya ocurrido hacia la época en que Buenos Aires debatió el problema constitucional de la suma del poder. La elaboración de un sistema como el que se expone en aquel libro, por mucho que tenga de ejercicio escolar, de trabajo de taracea con textos ajenos, no se puede improvisar. Y dada la suma de labor  intelectual que implica, es legítimo atribuir a Alberdi las ideas que maneja en 1837 como adquiridas varios años antes.  Así las cosas, su actitud no podía ser, frente al predominio del hombre que representaba la causa opuesta a la suya, la que sus antecedentes de círculo y de educación permitían esperar. En las cartas que le escribían sus amigos de Buenos Aires durante su viaje a Tucumán en 1834, cuando aquel debate estaba en su punto más álgido, se transparentaba un gran temor a Rosas, un gran anhelo constitucional que se siente contrariado por las circunstancias. De regreso en el Río de la Plata Alberdi no canalizaría los sentimientos de quienes le habían llamado con angustia, hacia la oposición violenta, la sempiterna lucha armada que el viejo partido liberal argentino ofrecía como única receta. Aunque las íntimas simpatías del grupo juvenil estaban con dicho partido, los errores de su política ya eran evidentes para Alberdi. Y aunque en el fondo el ideal que él y sus amigos perseguían era el de los fundadores de las instituciones liberales en el país, el mejor modo de servirlo no sería obstinarse en la utilización de los mismos medios que ya habían fracasado tantas veces.  Tal la génesis psicológica de esa política de la nueva generación. Teniendo ante sí dos caminos: las armas o las ideas, optó por el segundo, como más a su alcance. Para ello se asoció, escribió. Pero, según las palabras de Alberdi, “transó (sic) aparentemente con el poder de entonces, lo agasajó para no ser estorbado por él”. (Alberdi Escritos póstumos, tomo XV, p. 433). Para mí es indudable que en esas palabras hay una esquematización demasiado rígida y torcida, y que en la conducta de los jóvenes acaudillados por Echeverría y Alberdi, hubo más sinceridad, menos maquiavelismo de los que dice este último. Es raro que la extrema juventud se alíe a tanta hipocresía como, aún en medio de los mayores peligros, supóne la politica que Alberdi esquematiza a posteriori de los hechos en las palabras citadas. Por esos mismos días la juventud liberal italiana arrostraba riesgos muy superiores a los ofrecidos por la severa represión de Rosas; los principillos reaccionarios de la península hicieron correr ríos de sangre entre 1830 y 1836. La diferencia de conducta no se debe a una diferencia fundamental de carácter entre unos y otros jóvenes, sino a la diferente manera de concebir lo operable. Al mismo tiempo que Alberdi tomaba la suya de los publicistas franceses a la moda, Mazzini la combatía en estos. Y la misma juventud liberal argentina que Alberdi presenta como poseedora de una prudencia monstruosa para sus años, daría poco después muestras de audacia sin cálculo, de heroísmo indudable.

La política de transacción entre los fines del iluminismo y el hecho federal parece haber sido sinceramente concebida y planeada a mediados de la cuarta década del ochocientos por aquellos jóvenes espíritus, cuya euforia de poseedores de la única doctrina explicativa de la novedad surgida en el país se nota en sus escritos de entonces, en los discursos de Sastre, Gutiérrez y Alberdi al inaugurar el Salón Literario, en el Preliminar al estudio del derecho. El análisis detenido de esas producciones lo hará más evidente.

V En enero de 1837, Alberdi imprimió un prospecto de la obra que tenía en preparación sobre los principios del derecho. En él exponía la esencia de los conceptos que encerraría y desarrollaría aquélla. Pocos meses después aparecía el Fragmento preliminar al estudio del derecho. Si el título era largo más lo era el subtítulo, que rezaba como sigue “acompañado de una serie numerosa de consideraciones formando una especie de programa de los trabajos futuros de la inteligencia argentina”. La presunción del tono  corresponde a la moda de la época y los cortos años del autor. Alberdi tenía apenas ventisiete, edad en que rara vez pueden dar toda su medida los espíritus filosóficos, que maduran tarde. El manejo de un complicado sistema de ideas en su libro (por artificiosa y poco espontánea que haya sido su redacción), y la conciencia sobre la rareza del hecho, debían de dar a Alberdi un engreimiento que cuadraba con el de sus maestros europeos, los románticos, personajes muy pegados de sí mismos. Pero el sentimiento de Alberdi en el caso no es injustificado. Teniendo en cuanta la circunstancia antes apuntada sobre la estación del florecimiento filosófico, su trabajo es notable. Notable por la concepción general, por la cantidad de filosofía verdadera que (no obstante los prejuicios de escuela) Alberdi ha encerrado en su libro, por su capacidad para el desarrollo de las ideas, por el aplomo de sus juicios, por su independencia de espíritu respecto de los maestros (cuyas fórmulas abandona muchas veces, sustituyéndoles otras de su cosecha), por su discernimiento de la compleja experiencia política nacional.

Vale la pena detenerse a comentar este libro, fundamental  en la obra de Alberdi en la parte que interesa al objeto de estos estudios.

La filosofía no le interesaba a nuestro jóven autor sino como proveedora de principios a cuya luz debían aparecer con toda  claridad sus conceptos sobre el derecho. Este era el objeto permanente del Fragmento preliminar. Desde el principio   confiesa Alberdi la evolución sufrida por él (bajo el influjo del publicista francés que introdujo el historicismo alemán  en Francia) en la concepción del derecho: “Abrí a Lerminier”, dice, “y sus ardientes páginas hicieron en mis ideas el mismo cambio que en las suyas había operado el libro de Savigny. Dejé de concebir el derecho como una colección de leyes escritas. (Alberdi Escritos jurídicos, T. I, pág …, de la ed. de J. V. González). Señalado un extremo de la evolución, pasa a señalar el otro, con el cual entra de lleno en materia. El derecho es, para el autor del Fragmento preliminar “un elemento constitutivo de la sociedad, que se desarrolla con ésta, de una manera individual”, del mismo modo que “el arte, la filosofía, la industria, no son como el derecho, sino fases vivas de la sociedad, cuyo desarrollo se opera en una íntima subordinación a las condiciones de tiempo y lugar”. (Ibid, ps. 14-15); “aunque (el derecho) es indestructible y universal en su substancia, en su principio, su aplicación debe ser tan móvil como las relaciones que preside, y éstas como las necesidades sociales, tan fecundas también como los climas y los siglos”; “el derecho positivo es totalmente adherente, privativo, peculiar de cada pueblo, de cada momento; como dice Montesquieu, sería una rarísima casualidad que pudiese recibir una doble aplicación”. (Ibid, ps 119-120).

El derecho relativo y variable es para Alberdi, pues, el positivo; no así el derecho natural, cuya inmutabilidad afirma declarando blasfemos a quienes la niegan. Es tan categórico sobre este punto que, en cierto momento, llega a confundir lo que él mismo había distinguido, estableciendo un pasaje del derecho positivo al derecho natural: “Con la serie de los tiempos” dice, “el derecho acaba por tomar una inflexibilidad de hierro” (Ibid, p. 100); y más adelante: “Cada día debe asimilarse más y más el derecho real al derecho racional…” (Ibid, p. 121). Ilusión contradictoria con sus afirmaciones iniciales. Pero una frase de Guizot, que cita de inmediato, remedia la contradicción: “La perfección racional es el fin, pero la imperfección es la condición”.

Otros desfallecimientos encierra el opúsculo, cuyo jóven autor suele perderse en un laberinto de distingos, y que tan pronto coloca al derecho en el subordinado lugar que le corresponde como hace de él una disciplina intelectual que engloba a todas sus afines. Mas, pese a los defectos (o tal vez a causa de ellos el Fragmento preliminar es la manifestación más notable de pensamiento filosófico entre nosotros, durante el siglo XIX. Tal aparece también en la excelente página que resume los opuestos vicios del abstractismo jurídico y del historicismo extremos: “Despreciar la historia, los hechos, la realidad, es oponerse a la fuerza, y negar a esta fuerza su dosis necesaria de verdad y legitimidad, pues que no es fuerza sino porque es o miente ser legítima. Despreciar lo racional, lo filosófico, lo universal, es despreciar la fuente de lo real, de lo histórico, de lo nacional, y por lo tanto, es comprender mal todo esto;  es limitar la verdad a la realidad, la filosofía a la historia, todo hecho es verdadero, legítimo, justo, sin otra razón que porque es hecho. Tal es error de la escuela histórica. Sin duda que no es chico. El mejor partido será siempre un temperamento medio entre los extremos, de la escuela histórica que ve la razón en todas partes, y la escuela filosófica que no la ve en ninguna”. (Alberdi Escritos jurídicos, I; p. 123, ed. J. V. González).

Al precepto uniendo el ejemplo, el autor del Fragmento preliminar aplicó a la realidad argentina el criterio expuesto en esa página. La tópica de su aplicación se refiere más a la política que al derecho. Una palabra de su maestro Lerminier, que él califica de profunda: “la vocación del  derecho es enteramente política” (Ibid, p. 159), había sacado a Alberdi de la órbita de lo jurídico puro a que se suelen limitar los estudios de los doctores noveles. Y su opúsculo de 1837 no es principalmente el preliminar al estudio del derecho que el título promete, sino un tratado de ciencia política argentina. Más por eso mismo es que el libro ha tenido nuestra atención. Pues lo que este trabajo se propone examinar no son las ideas jurídicas y filosóficas de Alberdi, sino su política, teórica y práctica, y su influencia decisiva en los acontecimientos del Río de la Plata en 1838.

VI. Queda más arriba señalada de paso la esencia de la política emprendida por la joven generación argentina al definirse en el país el triunfo de la causa federal. Hay que insistir sobre ello. Hasta ahora no se ha destacado con exactitud uno de sus aspectos salientes. El Fragmento preliminar es, entre otras cosas, un estatuto intelectual ofrecido por Alberdi a Rosas. Las escapatorias ulteriores del publicista que había cambiado de opción práctica, aceptadas sin examen, han extraviado sobre el verdadero alcance de aquel hecho. Pero la confusión no resiste al estudio de los textos.

Cierto, la política planteada por Alberdi en su opúsculo de 1837 no es capitulación ante el triunfo federal. Es sólo una componenda, en la cual se reservan (para procurarlos a su tiempo) los fines esenciales de la causa opuesta. Su propio carácter imitativo de la política moderada seguida en Francia por los maestros del liberalismo es una prueba más de la seriedad con que Alberdi planteaba la transacción con el rosismo, no como astucia de campaña opositora bajo un régimen de censura de la prensa y despótica represión, sino como expediente de oportunidad para sacarle al despotismo, inevitable por el momento, lo que pudiera dar de sí, a la espera del otro momento en que la causa liberal volviese por todos sus fueros. La joven generación quería galopar al lado del potro, hasta que se amansara.

Pero la transacción, lejos de ser lo accesorio en el opúsculo de Alberdi, es parte fundamental del mismo, como que se enlaza con uno de los dos aspectos esenciales de su doctrina: el que se refiere a la necesidad de que el derecho positivo, relativo y mudable, contemple las exigencias de lugar y de tiempo. En ese criterio se basa todo el examen de la realidad nacional hecho por Alberdi en 1837.

Tomando las cosas desde el comienzo el autor del Fragmento dice: “cuando en mayo de 1810 dimos el primer paso de una sabia jurisprudencia política y aplicamos a la cuestión de nuestra vida política, la ley de las leyes: esta ley quiere ser aplicada con la misma decisión a nuestra vida civil, y a todos los elementos de nuestra sociedad, para completar una independencia fraccionaria hasta hoy”. (Alberdi Escritos jurídicos, I, p. 12 ed. J. V. González). Y agrega que los norteamericanos son “felices…por haber adoptado desde el principio instituciones propias a las circunstancias normales de su ser nacional. Al paso que nuestra historia constitucional no es más que una continua serie de imitaciones forzadas…La guerra y la desolación han debido ser las consecuencias de una semejante lucha contra el imperio del espacio y del tiempo” (Ibid, p. 18); “La inteligencia quiere también su Bolívar, su San Martín” (Ibid, p. 20); “tenemos ya una voluntad propia; nos falta una una inteligencia propia” (Ibid, p. 21); “una nueva era se abre, los pueblos de Sud América, modelada sobre la que hemos empezado nosotros, cuyo doble carácter es: la abdicación de lo exótico, por lo nacional; del plagio, por la espontaneidad; de lo extemporáneo, por lo oportuno; del entusiasmo, por la reflexión; y después, el triunfo de la mayoría popular sobre la minoría popular” (Ibid, p. 40).

Lo nacional, lo auténtico, lo espontáneo de que habla el autor  del Fragmento preliminar no es, en resumidas cuentas,   lo oportuno. Cuando creíamos que iba a delinear los rasgos particulares de una sociedad adulta, nos sale con que la particularidad que a ella le atribuye es la infancia “No tenemos historia, somos de ayer, nuestra sociedad en embrión… estamos bajo el dominio del instinto”(Ibid, p. 58). Más por lo menos reconoce el valor de la oportunidad  en política. Y ello significa la superación del concepto unitario del transplante de las instituciones europeas al nuevo continente, tal y como aparecían en el viejo después de largos siglos de evolución. La polémica que en consecuencia  lleva contra el partido derrotado es vigorosísima. Cuando la unidad filosófica, dice, acabe con la incoherencia general, escribiremos nuestro código, “expresión de la unidad social …Tal es lo que parecen no haber comprendido un instante  aquellos que han pretendido someter nuestra constitución nacional a una forma unitaria. Y en este sentido nosotros acordamos preferentemente a los que han seguido la idea  federativa un sentimiento más fuerte y más acertado de las condiciones de nuestra actualidad nacional” (Ibid, p. 58). Y en otro lugar: “Confesemos que la civilización de los que  nos precedieron se había mostrado impolítica y estrecha: había adoptado el sarcasmo como un medio de conquista, sin reparar que la sátira es más terrible que el plomo, porque  hiere hasta el alma y sin remedio. No debiera extrañarse que las masas incultas cobraran ojeriza contra una civilización de la que no habían merecido “sino un tratamiento cáustico y hostil“” (Ibid, p. 43). Y por último: “Pretender nivelar el progreso americano al progreso europeo, es desconocer la fecundidad de la naturaleza en el desarrollo de todas sus creaciones: es querer subir tres siglos sobre nosotros mismos” (Ibid).

El autor del Fragmento preliminar describe del siguiente modo la actualidad nacional: “los que piensan que la situación presente de nuestra patria es fenomenal, episódica, excepcional, no han reflexionado con madurez sobre lo que piensan. La historia de los pueblos se desarrolla con una lógica admirable. Hay, no obstante, posiciones casuales, que son siempre efímeras; pero tal no es la nuestra. Nuestra situación, a nuestro ver, es normal, dialéctica, lógica. Se veía venir, era inevitable, debía de llegar más o menos tarde, pues no era más que la consecuencia de premisas que habían sido establecidas de antemano. Si las consecuencias no han sido buenas, la culpa es de los que sentaron las premisas, Y el pueblo no tiene otro pecado que haber seguido el camino de la lógica. La culpa, hemos dicho, no el delito, porque la ignorancia no es delito. ¿En qué consiste esta situación? En el triunfo de la mayoría popular que algún día debía ejercer los derechos políticos de que había sido habilitada. Esta misma mayoría existe en todos los Estados de Sud América, cuya constitución normal tiene con la nuestra una fuerte semejanza que deben a la antigua política colonial que obedecieron juntos. El día que halle representantes, triunfará también, no hay que dudarlo, y ese triunfo será de un ulterior progreso democrático, por más que repugne a nuestras reliquias aristocráticas”. (Alberdi Escritos jurídicos, I, p. 39, ed. J.V. González)

…“Por lo demás, aquí no se trata de calificar nuestra situación actual; sería arrojarnos una prerrogativa de la historia. Es normal, y basta; es porque es, y porque puede no ser. Llegará tal vez un día en que no sea como es, y entonces sería tal vez tan natural como hoy. El Sr. Rosas, considerado filosóficamente, no es un déspota que duerme sobre bayonetas mercenarias. Es un representante que descansa sobre la buena fe, sobre el corazón del pueblo. Y por pueblo no entendemos aquí la clase pensadora, la clase propietaria únicamente, sino también la universalidad, la mayoría, la multitud, la plebe. Lo comprendemos como Aristóteles, como Montesquieu, como Rousseau, como Volney, como Moisés como Jesucristo. Así, si el despotismo pudiese tener lugar entre nosotros, no sería el despotismo de un hombre sino el despotismo de un pueblo: sería la libertad déspota de sí misma; sería la libertad esclava de la libertad. Pero nadie  se esclaviza por designio, sino por error. En tal caso, ilustrar la libertad, moralizar la libertad, sería emancipar la libertad”. (Ibid, ps. 36-37).

En esa descripción, el maridaje del historiador y del iluminismo es perfecto. El hecho es dialectizado, pero no juzgado. Y al rehuir el juicio, Alberdi deja adivinar que, de formularlo, habría sido adverso. El sociólogo admite el hecho como exigencia del realismo postulado por la escuela histórica; mas el político idealista no deja de considerarlo un mal, aunque necesario, al encarar -en un prudente condicional- la hipótesis de su maldad, atribuyendo la culpa a quienes sentaron las premisas, es decir, a quienes pretendieron violentar la evolución del país.

El sesgo de esas consideraciones induciría a admitir la aludida escapatoria de Alberdi, que habla de los “sofismas” de su prefacio como de ardides de guerra. No así otros pasajes, que debemos transcribir para mostrar la importancia de la política transigente planteada y durante cierto tiempo ensayada por la nueva generación argentina: “es…nuestra misión presente”, dice el autor del Fragmento preliminar, “el estudio y el desarrollo pacífico del espíritu americano, bajo la forma más adecuada y propia. Nosotros hemos debido suponer en la persona grande y poderosa que preside nuestros destinos públicos una fuerte intuición de estas verdades, a la vista de su profundo instinto antipático contra las teorías exóticas. Desnudo de las preocupaciones de una ciencia estrecha que no cultivó, es advertido desde luego, por su razón espontánea, de no sé qué de impotente, de ineficaz, de inconducente que existía en los medios de gobierno practicados precedentemente en nuestro país; que estos medios, importados y desnudos de toda originalidad, no podían tener aplicación en una sociedad cuyas condiciones normales de existencia diferían totalmente de aquellas a que debían su origen exótico; que, por tanto, un sistema propio nos era indispensable. Esta exigencia nos había sido ya advertida por eminentes publicistas extranjeros. Debieron estas consideraciones inducirle en nuevos ensayos, cuya apreciación es, sin disputa, una prerrogativa de la Historia, y de ningún modo nuestra, porque no han recibido todavía todo el desarrollo a que están destinados y que sería menester para hacer una justa apreciación. Entretanto podemos decir que esta concepción no es otra cosa que el sentimiento de la verdad profundamente histórica y filosófica, que el derecho se desarrolla bajo el influjo del tiempo y del espacio. Bien, pues; lo que el gran magistrado ha ensayado de practicar en la política es llamada la juventud a ensayar en el arte, en la filosofía, en la industria, en la sociabilidad; es decir, es llamada la juventud a investigar la ley y la forma nacional del desarrollo de estos elementos sociales”. (Alberdi: Escritos póstumos, I, ps. 25-26, ed. J. V. González).

Se advierte ahí la misma repugnancia a juzgar el hecho Rosas, y los elogios a éste son nada más que concesiones. Pero es sincero el reconocimiento de su originalidad. Y el carácter de esa originalidad encaja perfectamente en el sistema filosófico sustentado por el autor del Fragmento preliminar. No es difícil que el joven Alberdi se creyera capaz de realizar una política americana original, aunque de modales europeos, superando el ensayo de Rosas. Pero esa ilusión no alcanza a perturbar el juego de las grandes ideas del historicismo que permitían comprender la realidad argentina del momento, tal cual ella se presentaba. Véase cómo insiste Alberdi en sus conceptos: “No más tutela doctrinaria que la inspección severa de nuestra Historia próxima. Hemos pedido… a la filosofía una explicación del vigor gigantesco del poder actual; la hemos podido encontrar en su carácter altamente representativo. Y en efecto, todo poder que no es la expresión de un pueblo, cae: el pueblo es siempre más fuerte que todos los poderes, y cuando sostiene uno es porque lo aprueba. La plenitud de un poder popular es un síntoma irrecusable de su legitimidad.   “La legitimidad del gobierno está en ser -dice Lerminier-. Ni en la Historia ni en el pueblo cabe la hipocresía, y la popularidad es el signo más irrecusable de la legitimidad de los gobiernos””. (Alberdi: Escritos jurídicos, I, p.17).

Una cita de Napoleón en el mismo sentido es menos adecuada, puesto que al decir: “Todo gobierno que no ha sido impuesto por el extranjero es un gobierno nacional”, el usurpador del trono francés hablaba pro domo sua. Las necesidades de la argumentación han llevado al autor del Fragmento preliminar sin duda más lejos de donde se proponía llegar. Más adelante se verá cómo corrige el concepto de la legitimidad por el sólo hecho del origen popular del gobierno. Pero las anteriores consideraciones estaban destinadas a desvirtuar las habituales tergiversaciones de los emigrados sobre la legitimidad del poder establecido en la Confederación Argentina, tergiversaciones en las que basaban su política de guerra por todos los medios, que Alberdi juzgaba severamente: “Nada…más estúpido y bestial que la doctrina del asesinato político…Derrocar los gobiernos”, dice, “es pretender  mejorar el fruto de un árbol cortándole Dará nuevo fruto, pero siempre malo, porque habrá existido la misma savia; abonar la tierra y regar el árbol será el  único medio de mejorar el fruto. ¿A qué conduciría una revolución de poder entre nosotros? ¿Dónde están las ideas nuevas que habría que realizar?  Que se practiquen cien cambios materiales,  las cosas no quedarán de otro modo que los que están, o no  valdrá la mejoría la pena de ser buceada por una revolución. Porque las revoluciones materiales suprimen el tiempo, copan los años y quieren ver de un golpe lo que no puede ser desenvuelto sino al favor del tiempo.  Toda revolución material quiere ser fecunda, y cuando no es la realización de una mudanza moral que la ha precedido, abunda en sangre y esterilidad en vez de vida y progreso. Pero la mudanza, la preparación de los espíritus, no se opera en un día. ¿Hemos examinado la situación de los nuestros? Una anarquía y ausencia de creencias filosóficas, literarias, morales, industriales, sociales los dividen. ¿Es peculiar de nosotros el achaque? En aparte; en el resto es común a toda la Europa, y resulta de la situación moral de la humanidad en el presente siglo. Nosotros vivimos en medio de dos revoluciones inacabadas. Una nacional y política que cuenta ventisiete años, otra humana y social que principia donde muere la Edad Media, y cuenta trescientos años. No se acabarán jamás, y todos los esfuerzos materiales no harán más que alejar su término si no acudimos al remedio verdadero: la creación de una fe común”. (Alberdi Escritos jurídicos, I, ps. 28-29. ed. J.V González).

Aquí aparece perfectamente expuesta la teoría del progreso pacífico difundida en Francia por los maestros del liberalismo europeo, y adoptada con calor por la nueva generación argentina. Hay en ella verdades válidas para todos los tiempos, pero que el mismo Alberdi desconocería pocos meses después, al emigrar a Montevideo y sumarse a la oposición a mano armada contra Rosas, incurriendo en errores admirablemente enrostrados a los unitarios en las páginas del Fragmento preliminar.

VII. ¿Cuál fue la razón de que un año y medio más tarde, emigrado Alberdi a Montevideo, trocara esos conceptos de evolución pacífica por los de la necesidad revolucionaria?

Por todo lo que se sabe a ciencia cierta no es presumible que el cierre del Salín Literario, ni la cesación de La Moda, ni la expatriación de los jóvenes liberales se debiera a un cambio en la conducta de Rosas frente a la política de aquéllos, tal y como la proclamaron  en el Prospecto del Fragmento preliminar a principios de 1837 y la continuaron hasta entrado el año 1838. Ella era conveniente para el régimen establecido. Quien cambió fue la nueva generación. Y no porque el ambiente de la dictadura se hubiese hecho más irrespirable en el curso de esos diez y ocho, o veinte meses, que en los dos años anteriores a la concep­ción pública de la transigencia con Rosas, sino porque creyó hallar una ocasión para cambiar de táctica.

Alberdi lo confirma en Escritos póstumos. Pocos meses después de su llegada a Montevideo diría en artículo perio­dístico: “Emigrados espontáneamente, sin ofensas ni odios, sin motivos personales, nada más que por odio a la tira­nía… nuestras palabras jamás tendrán por resorte motivo ninguno personal. Ni a la persona, ni a la administración del señor Rosas tenemos que dirigir quejas personales de injurias que jamás nos hicieron” (Alberdi, Escritos póstumos, XIII, p. 478), y en los citados apuntes autobiográficos, resu­miendo su actitud frente a los conflictos internacionales de Rosas con Bolivia, Uruguay y Francia; diría años más tarde de: “La juventud dejó inmediatamente la revolución inte­ligente (es decir, la del progreso pacífico exaltado en el Fragmento preliminar), y se entregó a la revolución arma­da: dejó las ideas y tomó la acción: este camino le pareció preferible, por ser más corto. Diplomacia, concesiones, ma­nejos parlamentarios, todo quedó a un lado con las letras: la juventud dió la cara y se proclamó en guerra abierta con la tiranía. Ella no olvidó que el país no contenía ele­mentos suficientes de reacción; y que era indispensable para hacer girar la rueda de la revolución adoptar un eje extranjero. Bolivia podía servir a este fin a falta de otro poder mayor. El Estado Oriental, con mucha más razón que Bolivia; pero ninguno como la Francia. La juventud pues, se contrajo a establecer la cuestión francesa en prove­cho de la revolución.

Tomado de: http://revisionistasdesanmartin.blogspot.com.ar/search/label/Alberdi%20Juan%20B

viernes, 16 de junio de 2017

ROSAS Y EL PARAGUAY

Por Leonardo Castagnino                        

La declaración oficial de la dependencia paraguaya se hizo el 25 de abril de 1842. No fue ajena la instigación del Brasil por medio de José Antonio Pimienta Bueno, luego marqués de San Vicente. Resultó fácil al diplomático brasilero agitar los agravios del “puerto” y el fantasma de una dependencia de Buenos Aires, por la equivocada política de los gobernantes porteños anterior a 1829.

Pero en 1842, Rosas dirigía los destinos de la Confederación Argentina; su política había quitado los recelos del interior contra el puerto, el gran factor de la dispersión platina; de allí que estableciera la Confederación de provincias iguales en derecho por el Pacto Federal de 1831, y cerrase la entrada a Buenos Aires de mercadería y producciones extranjeras que podían elaborarse en el interior (Ley de Aduana de 1835). Gracias a ello rehízo la unidad, que de otra manera hubiera llevado a una Centroamérica de catorce republiquetas enemigas. No faltaban, de más está decir, los estímulos exteriores para esa balcanización.

Rosas no reconoce la Independencia Paraguaya

La Independencia del Paraguay no fue reconocida por Rosas. Declaró que “no llevaría la guerra a esa provincia”, limitándose a esperar que el tiempo y la reflexión modificasen la actitud de los paraguayos. Consideró a Paraguay “provincia argentina” y sus productos (tabaco, yerba, madera) tenían en el puerto de Buenos Aires el tratamiento preferencial de todo producto argentino. Solamente en 1849 ante el tránsito de un convoy de armas de Brasil a Paraguay por territorio argentino, perdió la paciencia con López y amenazó con la guerra. Posiblemente no fuera otra cosa que una amenaza, pues Rosas no iría a estrellar su Ejército de Operaciones (que destinaba a la próxima guerra con Brasil) contra 25.000 paraguayos que sabía bien armados, y cuyo coraje amor al terruño los hacia imbatibles en la defensiva. Por otra parte había expresado claramente a López que "jamás pretenderá obligar con armas a aquel país a que entre en la Confederación, y que sus relaciones siempre serán conducidas con amistosa benevolencia". Por otra parte no estaba en las modalidades de Rosas anexar territorios por la fuerza (caso de Tarija en 1841, de la alianza ofrecida por Brasil en 1843, etc.) El Restaurador buscaba la Federación del Plata, pero de la misma manera que hizo la Federación Argentina: sin prepotencia, sin avasallamientos, por propia y decidida voluntad de los escindidos, que es la sola manera de reconstruir una nacionalidad disgregada.

Legado de la "espada diplomática y militar"

El 17 de febrero de 1869, mientras Francisco Solano López y el heroico pueblo guaraní se debatían en las últimas como jaguares decididos que se niegan a la derrota, Rosas testó el destino del "sable de la soberanía":

"Su excelencia el generalísimo, Capitán General don José de San Martín, me honró con la siguiente manda: La espada que me acompañó en toda la guerra de la Independencia será entregada al general Rosas por la firmeza y sabiduría con que ha sostenido los derechos de la Patria. Y yo, Juan Manuel de Rosas, a su ejemplo, dispongo que mi albacea entregue a su Excelencia el señor Gran Mariscal, presidente de la República paraguaya y generalísimo de sus ejércitos, la espada diplomática y militar que me acompañó durante me fue posible defender esos derechos, por la firmeza y sabiduría con que ha sostenido y sigue sosteniendo los derechos de su Patria".

Rosas y el Paraguay

La simpatía de Rosas hacia el Paraguay fue constante. Su correspondencia demuestra que durante la guerra de la Triple Alianza estuvo a favor de los paraguayos, como estuvieron a favor la mayoría de los argentinos y orientales.

En 1869 el Restaurador lega su sable al mariscal López, que se debatía en las últimas, reconociéndolo el defensor de la soberanía americana.

Vencido el Paraguay, se interesó por su suerte ante los banqueros ingleses, gestionando empréstitos para su reconstrucción.

El 17 de Mayo de 1871, el Presidente Paraguayo Rivarola, agradeció a Rosas “el interés que ha mostrado en favor de este pobre país que ha quedado aniquilado en una guerra sin ejemplo”.

Al año siguiente en carta del 9 de Marzo de 1872, el Presidente Jovellanos le ofrecía “en nombre de todos mis conciudadanos hospitalidad entre nosotros, donde después de honrarnos con su aceptación hallaría corazones que habrían de mitigar los sinsabores de su triste vida” (“Copia fotográfica en papeles de Rosas”, de Adolfo Saldías, t.II, p.436 y 438)

Fuentes:

­- Castagnino Leonardo. Juan Manuel de Rosas, Sombras y Verdades
- Rosa José María, La Guerra del Paraguay. p.51
- Irazusta, Julio. Vida política de Juan Manuel de Rosas.T.IV.p.348



lunes, 22 de mayo de 2017

BUENOS AIRES EN 1810

Por: Federico Ibarguren

Mientras la sociedad cerraba celosamente sus puertas a toda idea innovadora, los hombres de arraigo en Buenos Aires repudiaban las corrientes impías (sociales, políticas y filosóficas) que Francia había hecho triunfar con la Revolución. Debe advertirse, no obstante, que una minoría culta y urbana formada intelectualmente en los centros de Chuquisaca o educada en Europa, conocía las ideas preconizadas por los Enciclopedistas y admiraba en silencio los principios liberales que informaron la ideología de 1789.


Pero tal exotismo fue totalmente extraño al espíritu popular argentino de la época. Pues bien: ¿qué causas profundas movieron entonces a los protagonistas de los acontecimientos históricos ocurridos en Buenos Aires en 1810? Vinculados a España, nuestros patriotas —como natural reacción antiborbónica, pues eran aún leales al viejo espíritu de familia común— abrigaban, es cierto, ocultos propósitos de reformismo institucional. ¿Eran legítimas sus aspiraciones a esta especie mínima de independencia a través de nuevas leyes de recíproca hermandad política entre la Monarquía y sus dominios de ultramar?…

La respuesta la brinda el testimonio indubitable de dos importantes protagonistas de la célebre semana de mayo en Buenos Aires, que ratifican claramente lo que acabo de afirmar como historiador argentino. En efecto, basta con leer las opiniones contemporáneas de dos próceres responsables del primer gobierno patrio en 1810; o sea, Cornelio Saavedra y Tomás Manuel de Anchorena, respectivamente. Allí se ve la interpretación “ANTI-IDEOLÓGICA” de nuestra denominada REVOLUCIÓN DE MAYO (todavía en pañales en 1814): impremeditada y auténticamente tradicionalista en sus orígenes.

La Historia Argentina ha sido escrita en nuestro país sobre la base de un preconcepto —EL ANTIHISPANISMO IDEOLÓGICO— esgrimido como bandera de guerra para justificar actitudes políticas. Hoy, lograda (en teoría al menos, el objetivo primario) la independencia nacional, el odio al pasado propio resulta deleznable y anacrónico, propio de escritores y panfletistas baratos de izquierda. ¿Prejuicios de resentidos, acaso? Este preconcepto nos viene de lejos y es, puede decirse, el sostenido por dos próceres constitucionales: SARMIENTO, ALBERDI (el cipayesco autor extranjerizantes de “Las Bases” en 1852) y MITRE. Trilogía infalible hasta hoy; a quienes la “Historia regulada” otorga los dones del Espíritu Santo para juzgar sobre nuestro pasado remoto.

Aquellos hombres, mentores del ANTIESPAÑOLISMO COMO DOGMA, menospreciaron las tradiciones virreinales en bloque, como una rémora; no obstante haber ellas plasmado —a través de cinco siglos de unión a España— las épicas virtudes de nuestra raza, cuyo legado hemos de transmitir intacto a la posteridad.

Nuestras “guerras civiles” iniciadas en 1810, evidencian, pues, la profunda impopularidad de logistas y afrancesados facciosos en el escenario nacional, demostrando por lo demás que de aquella enconada resistencia al liberalismo despótico y ateo, ha sido hecha la verdadera Argentina histórica independiente. Historia Argentina que arranca de una tradición viva y no de exóticas ideologías postizas, importadas pro el contrabando mercantil y por intermediarios de la civilización capitalista.

Y bien: ahora más que nunca, la presión de ideologías extrañas vuelve a ahogar la voz de nuestros impávidos ciudadanos indefensos. Es preciso inspirarse en los ejemplos de antaño. El signo de la argentinidad pretérita (hispanocatólica hasta las raíces), debe ser el que presida hoy nuestra emancipación total y la grandeza futura de Hispanoamérica libre.

¡Quiera la Providencia, entre tanto, iluminar con ese espíritu a las nuevas generaciones rioplatenses en los años decisivos que a todos nos tocará vivir! Imitando aquellos tiempos heroicos de 1810 y siguientes, en que gobernaban la Argentina hombres de la Reconquista y la Defensa (patriotas y no políticos profesionales). En cambio, en la actualidad, la dirigen advenedizos complacientes, acostumbrados a capitular; a entregarse “por sistema” a gringos y cipayos de adentro; o sometidos inermes, a los planes chupasangre, caprichosos e imperialistas de los acreedores de afuera… Nada más y ¡VIVA LA PATRIA!


Tomado de: http://elblogdecabildo.blogspot.com.ar/2008/05/peco-ms-actual-que-el-diario-de-hoy.html

sábado, 13 de mayo de 2017

LA HISTORIA FALSIFICADA*

Por: ERNESTO PALACIO

Los profesores de historia argentina en los establecimientos oficiales advierten desde hace años, un fenómeno perturbador: la indiferencia cada vez mayor de los alumnos ante las nociones que se le imparten. Es inútil que aquellos engolen la voz, es inútil que apelen al patriotismo y pretendan comunicar a los oyentes un entusiasmo que juzgan saludable por las virtudes de Rivadavia y de Sarmiento: consiguen, a los sumo, un “succés d’ estime”.

 La historia que dictan NO INTERESA, interesa cada vez menos a la población escolar. Este es el hecho indiscutible, que suele atribuirse corrientemente a la influencia de doctrinas exóticas o al origen extranjero de gran parte de los estudiantes. “¡Hay que apretarles las clavijas a estos hijos de gringos!” he oído exclamar de buena fe a un pedagogo, mientras aplicaba la represalia del aplazo. Esto no mejora las cosas. El fenómeno no sólo subsiste, sino que se agrava. Si se tiene en cuenta que los estudiantes de historia argentina cursan el cuarto año y son ya adolescentes con capacidad para razonar; si se tiene en cuenta que esa es la edad en que la personalidad se forma y se definen las vocaciones, dicha indiferencia adquiere importancia excepcional. La interpretación xenófoba, con sus consecuencias de solapada guerra civil, no puede satisfacernos. No es verdad que nuestros muchachos, cualquiera sea su origen, se desinteresen por las cosas que atañen a la patria. Están, por el contrario, ávidos de verdades útiles y son sensibles a todas las influencias inteligentes y generosas.
¡Hay que ver la atención apasionada con que siguen, por ejemplo, cualquier explicación leal sobre nuestros problemas vitales de nuestro comercio exterior! Aquí toda indiferencia desaparece y la preocupación patriótica se advierte en la expresión reconcentrada, en la contracción de los músculos, en los gestos nerviosos, alusivos a la urgencia de los grandes remedios. Si dicha indiferencia no puede atribuirse a la causa alegada, es indudable que debe achacarse a la materia misma, tal como hoy se dicta.

Sabido es que, aparte de la guerra de la independencia, enseñada con acento antiespañolista, los motivos de exaltación que ofrecen nuestros manuales son la Asamblea del año XIII, con sus reformas ¡liberales!, el gobierno de Martín Rodríguez, la Asociación de Mayo ¡tan intelectual!, las campañas “libertadoras” de Lavalle, Caseros y –gloriosa coronación- las presidencias de Sarmiento y Avellaneda. Cuestiones de límites, no las hemos tenido; somos pacifistas. Guerra con Bolivia; pero ¿hubo tal guerra? En cuanto a la frontera oriental, es obvio que el Brasil sólo se ha ocupado de favorecernos, y que si alguna dificultad tuvimos, fue por culpa del “bárbaro” Artigas…Los alumnos se aburren mortalmente; no “le encuentran la vuelta a todo eso”. La historia. argentina, “telle qu’on la parte”, no conserva ningún elemento estimulante, ninguna enseñanza actual. Los argumentos heredados para exaltar a unos y condenar a otros han perdido toda eficacia. Nada nos dicen frente a los problemas urgentes que la actualidad nos plantea.

Historia convencional, escrita para servir propósitos políticos ya perimidos, huele a cosa muerta para la inteligencia de las nuevas generaciones. El trabajo de restauración de la verdad, proseguido con entusiasmo por un grupo cada vez mayor de estudiosos, no ha llegado a conmover la versión oficial, que pronto se solemnizará en una veintena de volúmenes bajo la dirección del doctor Ricardo Levene. Será sin duda un monumento; pero un monumento sepulcral que encerrará un cadáver. No es posible obstinarse contra el espíritu de los tiempos. Ante el empeño de enseñar una historia dogmática, fundada en dogmas que ya nadie acepta, las nuevas generaciones han resuelto no estudiar historia, simplemente. Con lo que ya llevamos algo ganado. Nadie sabe historia, ni 1a verdadera ni la oficial. No hay un abogado, un médico, un ingeniero que (salvo casos de vocación especial) sepan historia. Y es porque, en las lecciones que recibieron, sospechan confusamente la existencia de una enorme mistificación.

No entraré a considerar las causas que dieron origen a lo que llamo versión oficial de nuestra historia ni la legitimidad de la misma, porque ello nos llevaría a enfrentarnos con los problemas fundamentales del conocimiento histórico. Diré solamente que dicha versión no se ha independizado, que sigue siendo tributaria de la escrita por los vencedores de Caseros, en una época en que se creía que el mundo marchaba, sin perturbaciones, hacia la felicidad universal bajo la égida del liberalismo y en que no sospechaban los conflictos que acarrearía la revolución industrial, ni la expansión del capitalismo, ni la lucha de clases, ni el fascismo, ni el comunismo. Impuesta por Mitre y por López tiene ahora por paladín al arriba citado doctor Levene, lo que, en mi entender, es altamente significativo. Fraguada para servir los intereses de un partido dentro del país, llenó la misión a que se la destinaba; fué el antecedente y la justificación de la acción política de nuestras oligarquías gobernantes, o sea, el partido de la “civilización”.

No se trataba de ser independientes, fuertes y dignos; se trataba de ser civilizados. No se trataba de hacernos, en cualquier forma, dueños de nuestro destino, sino de seguir dócilmente las huellas de Europa. No de imponernos, sino de someternos. No de ser heroicos, sino de ser ricos. No de ser una gran nación sino una colonia próspera. No de crear una cultura propia, sino de copiar la ajena. No de poseer nuestras industrias, nuestro comercio, nuestros navíos, sino entregarlo todo al extranjero y fundar, en cambio, muchas escuelas primarias donde se enseñara, precisamente que había que recurrir a ese expediente para suplir nuestra propia incapacidad. Y muchas Universidades, donde se profesara como dogma que el capital es intangible y que el Estado (sobre todo, el argentino) es “mal administrador”.

Era natural que, para imponer esas doctrinas, no bastara con falsificar los hechos históricos. Fue necesario subvertir también la jerarquía de los valores morales y políticos . Se sostuvo, con Alberdi, que no precisábamos héroes, por ser éstos un resabio de barbarie, y que nos serían más útiles los industriales y hasta los caballeros de industria; y que la libertad interna (¡sobre todo para el comercio!) era un bien superior a 1a independencia con respecto al extranjero. Se exaltó al prócer de levita frente a1 caudillo de lanza; al civilizador frente al “bárbaro”. Y todo esto se tradujo a la larga en la veneración del abogado como tipo representativo, y en la dominación efectiva de quienes contrataban al abogado.

Con este bagaje y sus consecuencias –un pacifismo sentimental y quimérico, un acentuado complejo de inferioridad nacional- nos encontramos ante un mundo en que todos estos principios han fracasado. La solidaridad universal por el intercambio, que postulaba el liberalismo, se ha roto definitivamente. Vivimos tiempos duros. El imperialismo del soborno ha sido suplantado por el imperialismo de presa. Hay que ser, o perecer. ¿Cómo no van a sonar a hueco los dogmas oficiales? ¿Cómo pretender que nuestros jóvenes se entusiasmen con una “enfiteusis” u otra genialidad por el estilo, cuando les está golpeando los ojos 1a realidad política de una crisis mundial, con surgimiento y caída de imperios? Es la angustia por nuestro destino inmediato lo que explica el actual renacimiento de los estudios históricos en nuestro país, con su consecuencia natural: la exaltación de Rosas. Frente a las doctrinas de descastamiento, un anhelo de autenticidad; frente a las doctrinas de entrega, una voluntad de autonomía; frente al escepticismo, que niega las propias virtudes para simular las ajenas, una gran fe en nuestro pueblo y en sus posibilidades.

Las condiciones del mundo actual demuestran que Rosas tenía razón y que las soluciones de nuestro futuro se encontrarán en los principios que él defendió hasta el heroísmo, y no en los principios de sus adversarios, que nos han traído al pantano moral en que hoy estamos hundidos hasta el eje. Basta lo dicho para expresar que la nuestra no es una posición simplemente “historiográfica” y que nos interesan muy poco los pleitos por galletita más o menos que puede plantear un doctor Dellepiane. Los hechos son conocidos y en este terreno la batalla ha sido totalmente ganada con los trabajos de Saldías, Quesada, Ibarguren, Molinari, Font Ezcurra etc., que han puesto en descubierto la mistificación unitaria. Lo más importante, reside hoy, a mi entender, en la interpretación y valorización de los hechos ciertos, en la forma realizada por algunos de los citados y, principalmente, por Julio Irazusta en su breve pero admirable “Ensayo”. Nadie niega que Rosas defendió la integridad y la independencia de la República. Nadie niega que esa lucha fue una lucha desigual y heroica y que terminó con un triunfo para 1a patria. Nadie niega que durante las dos décadas de su dominación, debió resistir a la presión externa aliada con la traición interna y que, cuando cayó, había ya una nación argentina.

Contra estos altos méritos sólo se invocan objeciones “ideológcas”, promovidas por los “speculatists" que, al decir de Burke, pretenden adecuar la realidad a sus teorías y cuyas objeciones son tan válidas contra el peor como contra el mejor gobierno, “porque no hacen cuestión de eficacia, sino de competencia y de título”. (1).

 Frente a tal actitud, que implica -repito- una subversión de valores, se impone previamente una restauración de los valores menospreciados. Si fuera mejor, como opinaba Alberdi, la libertad interna que 1a independencia nacional; si fuera moralmente más sana la codicia que el heroísmo; si fuera más deseable la utilidad que el honor; si fuera más glorioso fundar escuelas que fundar una patria, tendría razón la historia oficial. Pero la filosofía política y la experiencia secular nos enseñan que los pueblos que pierden la independencia pierden también las libertades; que los pueblos que pierden el honor pierden también el provecho. Esto lo sabemos bien los argentinos. ¿Cómo no habríamos de volver los ojos angustiados al recuerdo del Restaurador? Rosas representa el honor, la unidad, la independencia de la patria. Mirada a la luz de principios razonables, la historia argentina nos muestra tres fechas crucia1es: 1810; el año 20 que vió la reacción armada contra la tentativa colonizadora a base del príncipe de Luca, y la resistencia de Rosas contra una empresa análoga, pero mas peligrosa.

Si después del 53 seguimos siendo una nación, a Rosas se lo debemos, a la unión que se remachó durante su dictadura y que la ulterior tentativa secesionista no logro quebrar. Esto lo han reconocido hasta sus peones enemigos, empezando por el mismo Sarmiento. Siendo así ¿cómo no guardarle gratitud, cómo no admirar su grandeza? Yo creo que ésta es evidente y que quienes no la perciben padecen de incapacidad para percibir la grandeza en general y permanecerían igualmente impasibles -salvo su sometimiento pasivo al juicio heredado- ante la de un Bismarck o un Cronwell. Prueba de ello es que no pasa inadvertida a los observadores extranjeros que se asoman a nuestra historia, como ocurre con el mejicano Carlos Pereyra y con el alemán Oswald Spengler. La grandeza de Rosas pertenece al mismo orden que la reconocida por Carlyle a Federico II de Prusia, quien “ahorrando sus hombres y su pólvora, defendió a una pequeña Prusia contra toda Europa, año tras año durante siete años, hasta que Europa se cansó y abandonó la empresa como imposible” (2).

Alemania le levanta estatuas a su héroe en todas las ciudades. Por eso es grande Alemania. Nosotros lo proscribimos al nuestro y tratamos de proscribir también su memoria, mientras les erigimos monumentos a quienes entregaron fracciones del territorio nacional y nos impusieron un estatuto de factoría. Porque era ¡un tirano!... Es decir, porque tuvo que sacrificar toda su energía y desplegar el máximo de su autoridad para salvar a la patria en el momento más crítico de su historia; porque persiguió como debía a quienes se empeñaban en fraccionar el territorio, y no obtuvo otro premio que la satisfacción de haber cumplido con su deber. Era, como dice Goethe, “el que DEBIA mandar y que en el mando mismo entra su felicidad”.

Wer befehlem soll
Muss im befehlem Seligkeit empfinlem.

La primera obligación de la inteligencia argentina hoy en la glorificación -no ya rehabilitación- del gran caudillo que decidió nuestro destino. Esta glorificación señalará el despertar definitivo de la conciencia nacional. Los tiempos están maduros para la restauración de la verdad, que será fecunda en consecuencias, porque entonces la historia volverá a despertar un eco en las almas, explicará los nuevos problemas y comunicará al corazón de nuestros adolescentes un legítimo orgullo patriótico. Esto es lo que hoy, trágicamente, falta. Los próceres de la historia heredada, los próceres CIVILES representan y hacen amar (cuando lo consiguen) conceptos abstractos: la civilización, la instrucción pública, el régimen constitucional. Rosas, en cambio, nos hace amar la patria misma, que podría prescindir de esas ventajas, pero no de su integridad ni de su honor.



Notas:

(1) Reflexions on French Revolution, pág. 164.
(2) Frederick the. Great. T. I, pág. 21.
(3) Fausto. 2a parte, 4º acto.



*Artículo publicado en la Revista del Instituto de Investigaciones Históricas “Juan Manuel de Rosas”, Año I, Número I. Enero de 1939.

viernes, 14 de abril de 2017

LOS UNITARIOS*

Por: Roberto de Laferrere

El nacionalismo de Rosas se define, ante todo, por su oposición a los unitarios, quienes, desde 1812, con Rivadavia frente a Artigas, hasta después de Caseros, estuvieron siempre al servicio, más o menos deliberado, de aquel plan de dominación extraña. Al juzgar la conducta de sus jefes de las logias secretas, cabe pensar, en su excusa, que les faltaba el sentimiento de nacionalidad. No lo traicionaron, por que no lo tuvieron. Para los mas caracterizados entre ellos, ser argentino era ser porteño, y ser porteño era un fenómeno de cultura personal, rara vez logrado en sus filas, porque, la verdad sea dicha, todo el partido unitario no produjo una docena de espíritus verdaderamente cultos. Los más ilustres, los más famosos hoy, eran literatos o poetas que, a titulo de tales, pretendían erigirse en los supremos legisladores de la nacionalidad. En cualquier caso, fueron extraños al país, cosa que tardaron en descubrir, pues por fenómeno característico de su vanidad, al principio concibieron éste a imagen y semejanza suya, y  luego, al comprobar la contradicción, dictaminaron que el país estaba equivocado. Vivieron mirando a Europa, de espaldas a la tierra en que habían nacido, de la que se avergonzaban sin ocultarlo, como se avergüenzan los guarangos modernos. En el fondo no se sintieron nunca compatriotas del hombre del interior o de las campañas de Buenos Aires o de los arrabales porteños. Lo despreciaron, porque se creían superiores a él, cuando solo lo eran en algunos aspectos, los de su cultura social y libresca, es decir, los menos importantes en la vida que les había tocado vivir.

En el origen de su política centralista no hay una doctrina –tan pronto eran republicanos como monárquicos- sino un interés de clase o de grupo que aspira a tener un país propio para gobernarlo e imponerle por decreto –o mejor dicho por ley, pues eran legalistas- la cultura “europea”: no española, ni inglesa, ni francesa, nada definido, sino “europea”, así en abstracto: lo único que no había existido ni podía existir en ninguna parte de Europa. Todo hace creer que confundieron la cultura con las modas de la época y no comprendieron nunca que en la formación de una cultura nacional –de acuerdo con el modelo europeo, precisamente- no podía prescindirse de la realidad nacional, el sujeto de la cultura. Pero esta realidad era lo que ellos no aceptaban[1]. Querían rehacerla conforme a sus “ideas”, que habían convertido en ídolos. Y sus “ideas” no nacían de la experiencia, en el mundo que vivían; les llegaban, como las levitas, confeccionadas en otra parte.

La desvinculación de las ideas con la realidad es el caos, la locura. Rivadavia, el “visionario”, era ante todo un loco: un loco de la política; su cordura renacía en la vida privada, donde no interesaba a nadie. Sus adláteres –algunos de ellos siniestros por su perversidad sanguinaria- eran también los hombres de las contradicciones y de las incoherencias. Se llamaron unitarios, pero no admitían que la nacionalidad es una unidad moral que se prolonga a través de las generaciones, y conspiraron contra la unidad de raza, de religión, de costumbres, de tradiciones, de cultura, en el pueblo argentino. Así confundieron progreso con sustitución, ignorando que solo progresa lo que se perfecciona en el sentido de lo que ya es. Y nunca repropusieron el progreso despueblo argentino, si no su trocamiento en otro pueblo distinto, que no seria hispánico, ni latino, ni tendría pasado respetable porque lo habría repudiado. El ideal de los unitarios –que después extremó Alberdi hasta el absurdo en las Bases- consistía en hacer del argentino real un ente tan descaracterizado como las propias imágenes con que sustituían las ideas ausentes. Los hombres de la realidad se levantaron contra ellos y los expulsaron del país. En eso consistió su tragedia de desterrados.

Pero antes habían llevado a la política el desorden de sus “ideas”, convulsionando a las catorce provincias con sus tentativas de predominio ilegitimo[2]. Al aproximarse el año 20, comprobado su fracaso en el gobierno y sintiendo que el suelo temblaba bajo sus pies, creyeron que el país se hundía con ellos, porque ellos eran el país, y pidieron el protectorado de Inglaterra, o mendigaron en España y en Francia –¡y hasta en Suecia!- un monarca extranjero. Repudiados, con la Constitución de Rivadavia, que era su obra maestra, utilizaron a Lavalle sublevado para iniciar la guerra civil. Cuando el orden se salvó con Rosas, conspiraron contra el orden, siempre a la zaga de los extranjeros, para establecer aquí “la influencia de Francia”, o para desmembrar la nación, después de declararse disuelta, o para entregar los ríos interiores al dominio internacional, o para garantizar en forma perdurable la independencia de las antiguas provincias segregadas.
¿Traidores? La palabra es terrible y  desagradable de aplicar, si no es en un sentido metafórico. Preferible es creer que Florencio Varela, por ejemplo, llegó a ser un desarraigado sin patria, ciudadano de una Republica inexistente, que había perdido en el exilio cualquier resto de solidaridad con los hombres de su tierra[3]. No olvidemos, por lo demás, que con los unitarios militaron algunos guerreros de la independencia, y que un patriota como Chilavert siguió también la política de Montevideo, hasta descubrir su entraña, antes escondida a sus ojos, que no eran de lince. ¿Cuántos habrán estado en la misma situación de engañados? Esto nunca lo sabremos. El general Paz rechazó el proyecto de separar a Entre Ríos y Corrientes de la Confederación Argentina que sometió Varela a su aprobación[4]. Pero ese mismo rechazo de Paz, la sorpresa de Chilavert, y los escrúpulos que mas de una vez confesó Lavalle antes del 40, prueban que el fondo de la conspiración unitaria era sombrío y que convenía mantenerlo oculto. Esa gente “no procedía a la luz del día”, como cree el doctor Lavalle Cobo.

En general, y aunque nos cueste reconocerlo a los que también somos sus compatriotas, podemos decir con verdad que esa política, que consistió desde sus comienzos en negar el país y concluyó conspirando contra su integridad territorial, era en sí misma una traición a la historia, a los antepasados: una traición de los hijos a los padres[5].

*Extraído del libro "El nacionalismo de Rosas". Editorial Haz. Bs As., mayo de 1953. Pags 13/16. Editado por primera vez en el numero 2-3 de la Revista del Instituto de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas, correspondiente a Agosto de 1939.



NOTAS

[1] Decía el padre Castañeda: “Eche Ud una ojeada rápida sobre la conducta de nuestros políticos de la década anterior y verá que en vez de fomentarlo todo, lo han destruido todo, nomás por que no esta como en Francia, en Londres, en Norteamérica, ni en Flandes. Todos ni mas ni menos como Tales Milesio están mirando a otra parte menos al suelo donde pisan; olvidan sus cosas propias, y codician las ajenas, para quedarse sin las unas ni las otras como el pueblo de la fabula” (La matrona comentadora de los Cuatro periodistas, Numero 1, pags 8 y 9). En el N° 6 del mismo periódico, pag 92 a 94, agrega que nuestros políticos “…se han persuadido que Dios solo está en Francia, en Inglaterra, en Norteamérica, y en todas partes menos en España, y en Sudamérica, siendo así que en donde menos se piensa salta la liebre. ¿Cómo hemos de tener espíritu nacional si en lo que menos pensamos es en ser lo que somos?. Nosotros somos hispano-americanos, ibero-colombianos, y esto hemos de ser siempre, si queremos ser algo; pero nosotros, empeñados en reducirnos a la nada, de repente somos ingleses, a renglón seguido andamos a la francesa, de ahí a la italiana; otra vez a lo protestante, de ahí a lo filosofo incrédulo y en fin según el librito que hemos leído en la nota precedente.” (Tomo estas transcripciones del libro Unitarios y Federales de Avelina M. Ibáñez)
[2] “Mientras en la capital se disputaba con gracia y con ingenio en los estrados aristocráticos, en los gabinetes de nuestros estadistas, en los clubs y en los cafes, sobre las ventajas de la centralización, las poblaciones del interior se agitaban a impulso de entidades simpáticas a la multitudes, y el poncho de sus jefes se levantaba como insignia en esas llanuras que convidan a la libertad de la naturaleza, y donde las hojas escritas por los doctos porteños eran arrebatadas por el pampero, como las de los árboles (Jose Tomas Guido, Escritos políticos, articulo sobre “Nuestros parlamentos”)
[3] Florencio Varela –dice Alberdi en el tomo XII de los “Escritos póstumos”, edicion 1900- ha vivido conspirando los 18 o 20 años de su vida publica. Tomó, desde joven, parte activa en la revolución del 1° de diciembre de 1828, hecha por el general Lavalle, contra el gobernador Dorrego, asesinado oficialmente. Vencida esa revolución, se refugió en Montevideo, en 1829, y desde entonces conspiró desde allí con toda fuerza levantada contra el gobierno de Buenos Aires, argentina o extranjera, no importa: se ligó al Paraguay, a las provincias, a los orientales, a los franceses…”
[4] “Cuando el señor Florencio Varela –dice el general Paz en sus “Memorias”- partió de Montevideo a desempeñar una misión confidencial cerca del gobierno ingles, el año 1843, tuvo conmigo una conferencia, en que me pregunto sí aprobaba el pensamiento de separación de las provincias de Entre Ríos y Corrientes; mi contestación fue terminante y negativa. El señor Varela no expresó opinión alguna, lo que me hizo sospechar que fuese algo más que una idea pasajera, y que su misión tuviese relación con el pensamiento que acababa de insinuarme. Yo obrando según la lealtad de mi carácter, y no escuchando sino los consejos de mi patriotismo, y en preocupación de lo que pudiera maniobrar subterráneamente a este respecto, me apresuré a hacer saber al comodoro Purvis y al capitán Hortham, que mi opinión decidida, era que se negociase sobre estas dos bases: Primera, la independencia perfecta de la Banda Oriental. Segunda, la integridad de la República Argentina, tal cual estaba. No tengo la menor duda de que estos datos fueron transmitidos al gobierno ingles, y que contribuyeron a que el proyecto no pasase adelante por entonces. El señor Varela desempeñó su misión a la que se ha dado gran valor, y por lo que después hemos visto, y de que hablaré a su debido tiempo, me persuado de que hizo uso de la idea de establecer un estado independiente entre los ríos Parana y Uruguay, la que se creía alegraría mucho a los gobiernos europeos, particularmente al ingles.
Estos mismos (los partidarios del proyecto) habían lisonjeado desde mucho tiempo antes, a los orientales, con el de reunir esas mismas provincias a la República del Uruguay, sin lograr otra cosa que eludirlo y hacerlo cada día mas impracticable.
Lo particular es, que para recomendarlo (al proyecto) se proponía probar que era utilisimo a la República Argentina. Que se adoptase como arma para debilitar el poder de Rosas, se comprende; pero que se preconizase como conveniente a nuestro pais, es lo que no me cabe en la cabeza”. (“Memorias del general Paz”, pag 280 y 281, edición de La Cultura Argentina, 1917.)
[5] En el “Facundo”, de Sarmiento, se leen estas palabras que no deben olvidarse: “…los otros pueblos americanos que indiferentemente e impasibles miran estas luchas y alianzas de un partido argentino con todo elemento europeo que venga a prestarle apoyo, exclaman a su vez llenos de indignación: “estos argentinos son muy amigos de los europeos” y el tirano de la Republica Argentina se encarga oficiosamente de completarles la frase, añadiendo:¡Traidores a la causa americana! ¡Cierto!, dicen todos; ¡traidores! ¡esa es la palabra!. ¡Cierto!, decimos nosotros: traidores a la causa americana, española, absolutista, barbara. ¿No habeis oido la palabra salvaje que anda revoloteando sobre nuestras cabezas?. De eso se trata, de ser o no ser salvajes”.

domingo, 26 de marzo de 2017

La tiranía de Lavalle

Por Vicente D. Sierra

Empleamos el vocablo tiranía por ser el que corresponde. Al efecto estimamos interesante hacer algunas reflexiones. Muchos autores califican de “tiranía” al gobierno que, posteriormente a estos sucesos, ejerció Juan Manuel de Rosas. Fue éste una “dictadura” no una “tiranía”. La diferencia no se refiere al tipo de energía con que el gobernante actúe, sino a la forma como ha logrado el poder. Tirano es el que obtiene el poder por usurpación, mientras la dictadura es un sistema legal. Cuando en un momento de crisis los pueblos consideran necesario un brazo fuerte, dan poderes extraordinarios a quien consideran capaz de salvar la situación, y surge así una dictadura, que puede responder al mejor espíritu democrático. La “tiranía” nunca es legal.  En tal sentido, Lavalle fue un “tirano” y Rosas un “dictador”.   Un dictador puede llegar a ser tirano si actúa en contra de aquello en virtud de lo cual se le ha dotado de poderes extraordinarios, mientras un tirano nunca puede llegar a ser dictador, porque lo tiránico surge de su elevación al poder y no de la forma de gobernar.

Lavalle derroca a Dorrego por la fuerza y contra la opinión mayoritaria, clausura la Junta de Representantes y se trueca en fuente y razón del derecho; es, por consiguiente, un “'tirano”. Por otra parte, cuanto en el seno de la Convención de Santa Fe era mesura, apego a las formas legales y afán de evitar que se extendiera la guerra civil, en Buenos Aires, azuzado por una prensa desenfrenada, nacida al día siguiente de la revolución, Lavalle revelaba una irreflexión que era consecuencia del desconcierto con que se comprobaba que la única carta de triunfo con que se contaba era el ejército nacional.  Cuando a fines de diciembre Lavalle regresa a Buenos Aires tras haber sableado gauchos a granel, y por unos días se hace cargo del gobierno, comienza a expedir decretos exonerando y removiendo jueces, fiscales y funcionarios de toda categoría, sospechosos de lealtad al gobierno depuesto.  El 2 de enero de 1829 arribó a Buenos Aires la división del general José María Paz que había quedado en Montevideo integrando la guarnición mixta que debió permanecer en defensa del orden hasta que se constituyera la flamante república independiente del Uruguay. Lavalle le había llamado a guarnecer la capital mientras él procuraba someter a la campaña rebelde.

Lavalle y Paz no se querían.   El coronel Todd señala que éste “miraba mal la Revolución efectuada”; pero obedece, y el mismo día que llega a Buenos Aires es nombrado general en jefe de las fuerzas de la capital y ministro de Guerra, con un sueldo suculento. En la noche de ese día se le ofreció un banquete, que presidió Del Carril y transcurrió   -comenta "El Tiempo"- como "escena majestuosa de recreo y de entusiasmo". Juan Sidoti que estudió la  época, se pregunta: “¿No alcanzan a per­cibir a la distancia la ola inmensa de rencor, de ira y de venganza?”   El coronel Todd in­forma que Lavalle vivía rodeado de “una nube de unitarios exaltados, que no lo deja­ban un sólo momento; y aun parece que lo secuestraban.. hipnotizándolo con discursos y laudatorias, que el General los contestaba con elocuencia, dando margen de nuevas pro­testas de adhesión”.   Sugestionado por los elo­gios de los doctores, se pliega a todo, y ellos han dicho que a los adversarios hay que “dar­les plomo y echarlos de BARRIGA”.   Adon­de no llega el plomo, llegan la calumnia y los insultos. En esa tarea Juan Cruz Varela y Florencio Varela son las plumas de las columnas de “El Tiempo”, desde donde apun­tan a Rosas, porque son sus hombres los que se alzan en la campaña.

Rosas no era entonces más que un estan­ciero que, por razón de sus actividades, había tenido a su cargo el problema del indio. No había servido a ningún caudillo por razones políticas, no pertenecía a ningún partido, só­lo se había movido en apoyo de las autorida­des legítimas.   Tan legalista era que había recurrido a la Convención reunida en Santa Fe para que determinara lo que había que hacer; pero ya entonces el arma predilecta de los grupos ilustrados: la calumnia, el vilipendio mediante la mentira, comenzó a en­sañarse con él, y en las columnas de “El Tiempo” se le acusó de “monstruo”, de hom­bre de “ferocidad característica”, se pintó su vida como una “carrera ininterrumpida de crímenes atroces” y se afirmó que tenía en la campaña un poder fundado en “el terror y en las crueldades de que diariamente eran víctimas los habitantes”. . Esos mismos que veían en él al mejor de sus protectores. Una mentira repetida se transforma en verdad; a la posteridad se la engaña, dijo del Carril; y lo cierto es que las mentiras de entonces se repitieron tanto que aún hoy tiene cultores la literatura del odio de los Varela, más que la de la verdad de la historia.

Cierto es que los Varela no disparaban al aire. Las noticias que llegaban de la campa­ña eran alarmantes; las partidas que se or­ganizaban lo hacían a nombre de Rosas.   Lavalle, por su parte, emprendió una activa y sangrienta persecución de opositores sem­brando el terror por los procedimientos em­pleados, que se estrellaban contra la tenaci­dad de caudillejos improvisados que, audaces y resueltos, concitaban a los paisanos a la resistencia, organizando guerrilleros que de­sesperaban con su táctica a las fuerzas orga­nizadas del ejército.   Para la historiografía clásica, a pesar de que sus cultores fueron republicanos, representativos, federales, en el país no hubo más terror que el promovido por los federales.   El terror unitario que Lavalle implantó no contó en las fichas de sus autores.   Terror inútil, que aumentaba el nú­mero de enemigos.   Lavalle emprende una co­rrida hacia el Salado para destruir las fuer­zas conducidas por Luis Molina y el mayor Manuel Mesa, pero el primero escapa mo­viéndose por la frontera del oeste en procura de Santa Fe.   A principios de febrero, y en las cercanías del Fuerte de la Federación, se produce el combate de Las Palmitas, siendo atacado y derrotado Molina y tomado pri­sionero el coronel Manuel Mesa por las fuer­zas del coronel Ignacio Suárez, quien en 1824 había tenido destacada actuación en la batalla de Junín, hecho decisivo en la indepen­dencia del Perú. 

 El 13 de febrero, con las firmas de Brown y Paz, el gobierno dio al Fuerte de la Federación el nombre de Junín, honrando así a Suárez por su victoria.  Tres días después, el coronel Mesa, que había sido trasladado a Buenos Aires, era fusilado en la plaza del Retiro. Mientras se realizaban las ceremonias de su degradación, Mesa no cesó de hablar ante los espectadores.   Recordó la criminal ejecución de Dorrego, la usurpación del poder por Lavalle y gritó “¡Lavalle es un asesino!”. Dos días después se arrojó en inmundos pontones o se desterró a Bahía Blan­ca y a Montevideo a los miembros más dis­tinguidos del grupo federal: el general Juan Ramón Balcarce, Tomás Manuel de Anchorena, Felipe Arana, Victorio García de Zúñiga, Manuel Vicente de Maza. Tomás de Iriarte, que fue luego corifeo de aquéllos, dice:  “Después de la ejecución de Dorrego, Lavalle asolaba la campaña. Del terror se valieron mu­chos subalternos. Se violaba el derecho de pro­piedad.  No era posible que los gauchos soportaran tal yugo por largo tiempo.” Y en otro lugar aña­de: “. . .como a bestias feroces trataban a los des­graciados que caían en sus manos.”

Los diarios relatan que el coronel unitario Juan Apóstol Martínez había atado a la boca de un cañón a un paisano, que murió hecho pedazos, y hacía cavar sus propias fosas a los prisioneros.   Al mayordomo de una de las estancias de los Anchorena mató de la mis­ma manera el coronel Ramón Estomba.   Los milicianos de la Guardia de 25 de Mayo hu­yeron. Fuerzas al mando de Rauch asolaron la provincia, y fueron calculados en más de un millar los asesinatos cometidos.   Se cum­plieron así los pronósticos de “El Pampero”: “O el país ha de convertirse en un desierto, o nuestra causa ha triunfado.”   Poco antes de ser fusilado, el mayor Mesa escribió a Nico­lás Anchorena y a Faustino Lezica, diciendo:
“Para los que se han propuesto nuestra rege­neración bañando al país en sangre vale muy poco el hombre de bien y de mérito. No es extraño que nada haya seguro, y que no se respete la propiedad cuando no se respetan las vidas, ni aun los sentimientos más sagrados de la humanidad.  En fin, Dios quiera poner término a tantos males, que yo por mi parte perdono a sus autores”.   Es todo esto lo que ha sido denominado choque de la “civilización contra el salvajis­mo choque de la “civilización contra la barbarie” pero los salvajes y bárbaros fueron las víctimas.    El fusilamiento del comandante Mesa anunció el trato que esperaba a los vencidos.  El 16 de febrero el diputado Oro presentó a la Convención un proyecto que, con las mo­dificaciones que le introdujo la comisión que lo estudió, pasó a ser tratado en la sesión del 18, siendo aprobado el día 20. Se reducía a una declaración por la cual la representación nacional de las Provincias Unidas, reunida en Santa Fe, resolvía investir la autoridad sobe­rana de la República en los asuntos genera­les, autorizada a tomar las medidas indispen­sables para establecer un Poder Ejecutivo de la Nación.   Esta resolución determinó varios proyectos de ley, uno de los cuales establecía que la dirección de la guerra y relaciones exteriores estaba encargada por la Nación a la persona de Manuel Dorrego; que, en con­secuencia, el nuevo gobierno de Buenos Aires no tenía carácter nacional. El artículo1 3" decía:
"La Representación Nacional declara que su atención es sostener con las naciones extranjeras las mismas relaciones amistosas que se cultivaban por el encargado de negocios generales, hasta el tiempo que su administración fue alevosamente destruida, lo que debía ser comunicado a los Mi­nistros diplomáticos extranjeros por el gobernador de Santa Fe.” Otro proyecto declaraba anárquica, sediciosa y atentatoria contra la libertad, el honor y la tranquilidad de la Nación la sublevación militar del 1ª de diciembre, y calificaba de “crimen de sita traición contra el Estado” la ejecución de Dorrego. Por el mismo documento se afirmaba la voluntad de las provincias de concurrir con las fuerzas que la situación de cada una permitiese para sofocar a los facciosos, a cuyo efecto el Art. v decía: “Debiendo obrar todas estas fuerzas bajo dirección de un general, y mientras llega la oportunidad de elegir el Jefe Supremo de la Re­pública, queda nombrado el Exmo. Sr. Gobernador ie Santa Fe, Brigadier Dn. Estanislao López, Ge­neral en Jefe de las fuerzas que habla el artículo anterior y encargado de activar la remisión de ellas.”

La Convención de Santa Fe cruzó así el Rubicón que la aislaba de la realidad, y lo hizo con inteligencia, ya que era peligroso haber colocado en cualquiera de los gober­nadores los poderes para dirigir la guerra, paz y relaciones exteriores, tanto por los ce­los que podía despertar como porque ningu­na provincia estaba en condiciones de tomar sobre sí tan alta responsabilidad; máxime cuando era preciso reconstruir el ejército nacional y no era muy compatible la contribución en efectivo que podía esperarse de ninguna de ellas.

El 20 de febrero todos estos proyectos fueron sancionados, en virtud de los cuales Estanislao López, como general en jefe del ejército nacional, el 13 de marzo designó como segundo jefe de éste al coronel Juan Manuel de Rosas .  ( En su carta a Josefa Gómez. 22 'de setiembre de 1869, Rosas, desde su retiro de Southampton decía: “Quedé obligado a usar de la autoridad de que estaba investido y me puse a las órdenes del señor general López, general en jefe nombrado por la Convención Nacional, para operar contra el ejército de línea amotinado contra el sistema constitucional que la República deseaba; pero, para suavizar el imperio ominoso de las cosas, se establecía que el cuerpo “sólo tomará las medidas gubernativas que considere indispensables, hasta que se establezca el Poder Ejecutivo de la Nación”.) Daba cuenta el manifiesto de las leyes que se habían votado, y al efecto se refería a la necesidad de restablecer un ejército nacional, y abundaba en razones para justificar haber puesto su mando en manos de Estanislao López.

El documento terminaba:     “¡Pueblos de la Unión! ésta es vuestra causa. La causa de la gran mayoría de la República, contra una minoría rebelde; la causa de la razón de las leyes, de los derechos populares contra la fuerza. Vuestros representantes le han dado ya todo el impulso de vuestros respetos: ellos serán firmes en sus inflexibles deberes, llenad los Vuestros con las mismas energías que os habéis pronunciado. Cese ya la República Argentina de ser el juguete de las pasiones, y el ludibrio del Universo: tenga alguna vez leyes, dignidad, orden: sea feliz, y pronto ocupe el rango que le destinó la naturaleza. Pero sin orden no hay prosperidad; es preciso establecerlo.’

sábado, 4 de marzo de 2017

SE APROXIMA EL TRAIDOR

Por: Ernesto Palacio

Urquiza inició enseguida sus operaciones. Después de concentrar sus fuerzas en Gualeguaychú, se movió hacia el Paraná y lo cruzó, sin encontrar la resistencia que esperaba por el lado de Santa Fe. El gobernador de esta provincia, general Echagüe, en efecto, al no recibir los refuerzos que había solicitado, resolvió batirse en retirada para unirse al grueso del ejército de Rosas. Casi sin obstáculos, Urquiza pudo proseguir su marcha sobre Buenos Aires y llegar al Arroyo del Medio a mediados de enero. En San Lorenzo le había desertado en masa, matando a su jefe, la división de Aquino, fuerte de 600 hombres, para pasarse al ejército de Rosas.

Salvo una escaramuza, en los campos de Álvarez, con un destacamento de las fuerzas del coronel Lagos, jefe del departamento del norte, el ejército aliado pudo conseguir sin inconvenientes su camino sobre la capital. Se había impuesto, en los consejos de guerra de Rosas, la táctica de concentrar todas las fuerzas en el campamento de Santos Lugares para resolver la contienda con una batalla decisiva.

Con todo ello, no se había presentado en el campamento de Urquiza ni un solo hombre de Buenos Aires, mientras que de aquél desertaban continuamente muchos para incorporarse al del Restaurador. Las “Memorias” del general César Díaz —jefe de la división oriental del ejército aliado— nos dan un preciso testimonio del estado de poblaciones. Parece que el mismo Urquiza se impresionó por la frialdad con que lo recibieron en Pergamino y en Luján y manifestó dudas sobre la legitimidad y la oportunidad de la empresa en que se había lanzado, aunque tratando de cohonestarla con el pretexto de la “organización nacional”. La popularidad de Rosas —afirma el autor— “era tan grande o tal vez mayor de lo que había sido diez años antes”. Todavía en la víspera de la batalla —el 1º de febrero— 400 hombres más abandonaron el ejército aliado para plegarse al de Santos Lugares.

Hay un problema de Caseros que sigue sin solución y es el referente a las relaciones de Rosas con el general Pacheco, que por su prestigio militar y su cargo en el comando de Santos Lugares, era el jefe indicado para organizar la batalla decisiva. No obstante ello, renunció en las vísperas, fundándose en el hecho de haber asumido Rosas personalmente la dirección de la campaña.

¿Desconfió Rosas de Pacheco? ¿Hubo motivos para tal desconfianza? Parece seguro que aquél desaprobó una maniobra de su subordinado, al abandonar la defensa de Puente Márquez, en lugar de hacerse fuerte allí; y es posible que, en las circunstancias en que se encontraba, haya atribuido esa retirada a un súbito enfriamiento de la fe o a un debilitamiento de la voluntad. Se explica así su decisión de asumir personalmente el comando. Como también se explica la reacción de Pacheco, que fue natural en un hombre de honor al sentirse sospechado: tanto más valiosa cuanto que arrostraba con ella el disgusto del Restaurador, en momentos decisivos fue, con todo, una más en el cúmulo de circunstancias desgraciadas que decidieran la caída de Rosas y el fin de la Confederación.

¿Habría sido otro el resultado de la batalla, de haber comandado Pacheco las fuerzas argentinas? Sólo Dios lo sabe.

A fines de enero, las tropas aliadas se encontraban ya a la vista de Buenos Aires, defendida por su ejército veterano. Rosas convocó a un junta de guerra en la noche del 2 de febrero, a la que concurrieron el general Pinedo y los coroneles Chilavert, Díaz, Lagos, Costa, Sosa, Bustos, Hernández, Cortina y Maza. Se decidió dar la batalla al día siguiente.

El ejército de Urquiza estaba constituido por los contingentes del litoral, al que se había sumado la flaca pero activa legión de los emigrados; por la división oriental, en la que pululaban los extranjeros, y por la brasileña, animada del odio atávico y ansiosa de lavar la humillación de Itugainzó. En la función de boletinero del ejército y vestido con un raro uniforme de coronel francés, venía el ya celebre polemista don Domingo Faustino Sarmiento. En la artillería, un joven coronel que hacía versos malos y se llamaba Bartolomé Mitre. Ambos futuros presidentes de la República habían allegado a Gualeguaychú en un barco de guerra brasileño y habían sido presentados y recomendados por el comandante brasileño al general Urquiza. Las fuerzas aliadas alcanzaban a 24.000 hombres.

El ejército de la Confederación, animado por la voluntad de defender una vez más el honor y la integridad de la patria contra la agresión extranjera y sus cómplices, alcanzaba a 22.000 hombres.

El choque se produjo el 3 de febrero en las inmediaciones del Palomar de Caseros. Se combatió encarnizadamente durante dos horas, y el ciego azar de la guerra nos fue esta vez adverso, dándole el triunfo al enemigo.

Seguido de unos cuantos fieles, Rosas emprendió la retirada hacia la capital. No le quedaba más que acatar el fallo de las armas, por lo cual, en un alto del camino, redactó su renuncia por ser elevada a la Legislatura, que reiteradamente lo había elegido, en los siguientes términos: “Señores representantes: Es llegado el caso de devolveros la investidura de gobernador de la Provincia y la suma del poder público con los que os dignásteis honrarme. Creo haber llenado mi deber, como todos los señores Representantes, nuestros conciudadanos, los verdaderos federales y mis compañeros de armas. Sin más no hemos hecho en el sostén sagrado de nuestra independencia, de nuestra integridad y de nuestro honor, es porque más no hemos podido. Permitidme, H.H.R.R, que al despedirme de vosotros os reitere el profundo agradecimiento, con que os abrazo tiernamente; y ruego a Dios por la gloria de V.H, de todos y cada uno de vosotros. Herido en la mano derecha y en el campo, perdonad que os escriba con lápiz esta nota y con una letra trabajosa. Dios guarde a V.H”.



Nota: Estos fragmentos han sido tomados de su libro “Historia de la Argentina”.