Por: Ernesto Palacio
En qué consiste el problema de Rosas? ¿Cómo se plantea? ¿Cómo se resuelve? ¿A la luz de qué principios ha de juzgarse la actuación del dictador? ¿Cuál es el estado actual del pleito?
Empezaré por contestar a la última pregunta, para desvanecer un error corriente.
Suele creerse que los panegiristas de Rosas somos apenas una minoría disidente y exaltada, frente a una casi unanimidad fiel al juicio heredado y difundido por la historia oficial. La historia que escribimos resultaría una historia heterodoxa, caprichosa, paradojal. El buen sentido y la mesura se encontrarían en la vereda de enfrente. Ellos serían los historiadores “serios”; nosotros, en cambio, un grupo sin responsabilidad científica, movido por quién sabe qué turbios designios políticos. ¿El fascismo, acaso?…
Nada más erróneo. Ocurre, precisamente, lo contrario.
En un aspecto, por lo menos –el de la destrucción de la leyenda calumniosa que fraguaron sus enemigos-, el pleito está totalmente ganado para el Restaurador. Ningún historiador, responsable repite hoy las patrañas aprendidas en la “Amalia” de Mármol. Puede decirse –si cabe aplicar un calificativo partidario a una tarea de investigación imparcial- que todos los historiadores actuales son rosistas. Todos, en mayor o menor grado, reconocen la legitimidad de la dictadura y los grandes servicios que prestó al país.
No se crea que se trata de estudiosos disidentes, radiados de los cuadros oficiales; se trata también de los historiadores de buena fe a quienes el Estado mismo tiene encomendado el estudio de los documentos y la enseñanza de la historia. Además de los trabajos de Saldías y Quesada, y de la abundante bibliografía contemporánea de los Ibarguren, Font Ezcurra, Irazusta, etcétera, deben citarse las notables investigaciones, justicieras para Rosas, de los doctores Emilio Ravignani, director del Instituto de Investigaciones Históricas de la Faculta de Filosofía y Letras, y Diego Luis Molinari, profesor de la misma casa de estudios: ambos historiadores con etiqueta universitaria y a quienes no cabe, acaso, acusar de fascismo.[1]
Si esto es así, ¿cómo es que el público, en general, lo ignora? El público lo ignora porque los enemigos de Rosas tienen en sus manos todo un sistema de propaganda: el monopolio, o poco menos, de la opinión pública por la prensa. En realidad, el problema no consiste ya en rehabilitar a Rosas –tarea que la investigación histórica ha realizado definitivamente-, sino en hacer conocer a todo el mundo las verdades descubiertas. Y esto es difícil, cuando se carece de los poderosos medios de difusión que poseen los adversarios.
El cargo común contra Rosas consiste en calificarlo como tirano. ¿Lo fue? Gobernó, es cierto, con facultades extraordinarias, y las aplicó a veces con rigor. Pero ni los más encarnizados enemigos niegan que estuvo respaldado por la adhesión de la casi unanimidad del país. ¿No hay en ello contradicción? Ese consentimiento de todo un pueblo, ¿no es el signo más seguro de que no hubo tal tiranía, puesto que la tiranía implica la opresión del pueblo y su falta consiguiente de consentimiento? En realidad, Rosas fue todo lo contrario de un tirano: fue un caudillo del pueblo, investido de facultades dictatoriales para proteger al pueblo mismo de las maquinaciones de una minoría oligárquica, cuya fuerza y peligrosidad provenían de su alianza con el extranjero.
Esa acusación de tiranía contra Rosas se funda en un sofisma, que consiste en aplicarle a su gobierno categorías que no le corresponden. Juzgado de acuerdo con los principios liberales, Rosas resultaría, efectivamente, un gobernante repudiable. Pero Rosas no era, ni podía ser, un gobernante liberal: surgió como caudillo y ejerció el gobierno con el rigor que las circunstancias dramáticas del momento exigían. Las asechanzas exteriores y la anarquía interna latente no eran las condiciones más propicias para ocuparse de la organización de las garantías individuales. Rosas debió optar entre la libertad interna o la independencia y la unidad de la patria. Y optó por el segundo término.
Con ello se erigió en héroe benemérito de la patria, al defender su independencia y su unidad.
Tan grande ha sido la falsificación de nuestra historia, que esta afirmación ha de resultar para muchos sorprendente. El afán de ocultación de los enemigos de Rosas ha llegado a tal extremo, que su largo gobierno, lleno de episodios trascendentales en el orden internacional, se estudia en un somero capítulo de los manuales corrientes, plagado de inexactitudes. La mera enunciación de la cronología basta para desmentirlos. Rosas aparece como una fuerte influencia en Buenos Aires en el año 20, es decir, a los diez años apenas de la Revolución de Mayo. En el año 28 ya su poder es indiscutible. Y con intermitencias sólo de forma lo ejerce hasta 1852. Es decir que, de los cuarenta y dos años que median entre la Revolución y la organización, los veinticuatro últimos, por lo menos, corresponden a la dictadura.
Durante este tiempo tuvo que defenderse de las tentativas colonizadoras armadas de Francia y de Inglaterra, y de numerosas sublevaciones internas apoyadas por tan poderosos enemigos. Esas tentativas tenían un carácter secesionista; respondían al propósito común de impedir la formación de un poderoso Estado en el Río de la Plata , y eran apoyadas por los unitarios, que no trepidaban en ofrecer protectorados a las cancillerías de Europa con tal de satisfacer sus anhelos de predominio político. Puede decirse que, durante todo su gobierno, Rosas vivió luchando con mano férrea contra las tendencias a la disgregación y a la anarquía que fomentaban aquí las potencias imperialistas; y que triunfó en la lucha, salvando nuestra integridad territorial y nuestro honor. De tal modo que, al día siguiente de su caída, pudo la Nación constituirse sin perturbaciones; aunque a costa de algunas concesiones humillantes para nuestra soberanía, que nunca habría consentido el dictador…
Si esto es así, ¿cómo es que no se reconoce por todos la grandeza de Rosas? Porque se nos enseña una historia que hace poco tiempo definí en los siguientes términos:
“Fraguada (la historia) para servir los intereses de un partido dentro del país…, fue el antecedente y la justificación de la acción política de nuestras oligarquías gobernantes, o sea el partido de la “civilización”. No se trataba de ser independientes, fuertes y dignos: se trataba de ser civilizados. No se trataba de hacernos, en cualquier forma, dueños de nuestro destino, sino de seguir dócilmente las huellas de Europa. No de imponernos, sino de someternos. No de ser una gran nación, sino una colonia próspera. No de crear una cultura propia, sino de copiar la ajena. No de poseer nuestras industrias, nuestro comercio, nuestros navíos, sino de entregarlo todo al extranjero y fundar, en cambio, muchas escuelas primarias, donde se enseñara que había que recurrir a dicho expediente para suplir nuestra propia incapacidad…
“Era natural que, para imponer esas doctrinas, no bastara con falsificar los hechos históricos. Fue necesario subvertir también la jerarquía de los valores morales y políticos. Se sostuvo, con Alberdi, que no precisábamos héroes, por ser éstos un resabio de barbarie, y que nos serían más útiles los industriales y hasta los caballeros de industria; y que la libertad interna (sobre todo para el comercio) era un bien superior a la independencia con respecto al extranjero. Se exaltó al prócer de levita frente al caudillo de lanza; al “civilizado”, frente al “bárbaro”. Y todo esto se tradujo a la larga en la veneración del abogado como tipo representativo, y en la dominación efectiva de quienes contrataban al abogado”[2].
Contra todo eso se oponía Rosas. Eso triunfó contra Rosas. ¿Cómo no habríamos de glorificarlo y hacer de él, en cierto modo, el símbolo de una nueva esperanza?
Fuente: “32 escritores con Rosas o contra Rosas”, Ediciones Federales, Buenos Aires, Argentina, 1989.
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